Asylum

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Capítulo Veinte

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Dan sabía que no era la mejor idea que había tenido, ir al sótano solo. Para empezar, la puerta estaría cerrada con el candado, y alguno de los prefectos podía estar haciendo guardia. Pero no lo iba a pensar demasiado. Pensar no le había ayudado en nada.

En el pasillo, las luces eran demasiado brillantes. Anhelaba la protección de la oscuridad. Al menos no había nadie cerca. Probablemente estaban cenando o haciendo sus cosas, como Félix.

De todas formas, no quería ser descuidado. Fue a hurtadillas hasta donde estaban las máquinas expendedoras, y estaba a punto de doblar la esquina cuando vio aparecer una silueta oscura al final del corredor. Pasos. Voces. Por un aterrador momento, la idea de que El Escultor u otro de los asesinos de Brookline había vuelto para acechar los pasillos hizo que todo su cuerpo se tensara. Se apoyó contra la pared, con la esperanza de confundirse entre las sombras.

—Deberían intercambiarlo y hacerle un favor a todo el mundo —dijo una voz masculina. Dan exhaló; no se había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración. No era un fantasma, era Joe.

—Como sea.

Dan no reconoció la segunda voz. Probablemente se trataba de otro prefecto. ¿Estarían vigilando los corredores para asegurarse de que nadie fuera al sótano? Se quedó inmóvil por lo que le pareció una eternidad, hasta que finalmente, vio a Joe y a su amigo salir por la puerta principal. Esperó un minuto o dos, por si acaso, y se dirigió hacia la sección antigua. La suerte estaba de su lado: la pesada puerta no solo no estaba vigilada, sino que el candado no estaba cerrado. Dan se convenció a sí mismo de que Joe probablemente no lo había cerrado bien aquella noche. De todas formas, no podía dejar de sentir que la puerta lo estaba esperando.

Se escurrió hacia el interior y el aire rancio lo envolvió, como dándole la bienvenida. Había olvidado lo oscuro que era ese lugar. Encendió su linterna, pero sin nadie que rompiera el silencio, la oscuridad era exponencialmente más aterradora.

Cruzó la recepción y entró en la primera oficina, la que tenía las letras borradas en la puerta. Reconstruyó los pasos de la última vez que habían estado ahí, se detuvo para asegurarse de que las fotografías siguieran apiladas sobre el escritorio. Desde su marco en la pared, la foto del paciente que forcejeaba parecía burlarse de él.

El Escultor, paciente 361. Dan se agachó detrás del fichero y pasó a través del pasadizo secreto. Sin dudarlo, apuntó su linterna hacia la escalera y bajó deprisa, consciente de que si esperaba podría acobardarse y regresar. El pasillo inferior seguía desordenado. Se abrió paso cuidadosamente entre las sillas y las camillas. Lo último que necesitaba era tropezar con un mueble y romperse el cuello. Transcurriría algún tiempo antes de que encontraran su cuerpo.

Pasó por delante de las celdas vacías. Sentía como si algo pudiera salir de golpe de cada una de ellas.

Se movía con rapidez, ansioso por llegar a la inmaculada oficina interna. Con excepción de su respiración agitada y el ruido sordo de los latidos de su corazón, el corredor estaba siniestramente silencioso.

A solo pasos de la sala circular y la oficina, su pie chocó con algo pequeño pero pesado, que rodó ruidosamente en la oscuridad. Apuntó su linterna hacia el suelo y siguió el rastro que el objeto había dejado en el polvo hacia el interior de una de las celdas abiertas.

En el centro de la habitación, alzó la mano y se arriesgó a tirar de la vieja cuerda conectada a la lámpara del techo. Un foco desnudo se encendió con un clic, zumbando y titilando por un momento, antes de bañar la celda con una débil luz amarilla. Apenas era suficiente para ver, pero era mejor que la linterna.

Dan miró alrededor. Esta era una de las múltiples celdas que él y Abby no habían explorado. Había una mesa y una cama, pero nada más. Entrecerró los ojos y dio una vuelta completa. ¿Qué había pateado y a dónde había ido?

Entonces oyó un repiqueteo suave y agudo que provenía de debajo de la cama. Siguió el sonido. El objeto crujió suavemente y comenzó a cantar.

No, no a cantar: a tocar música… Dan se agachó, con la piel erizada, mientras la melodía entrecortada y desafinada de una cajita de música llenaba la habitación. No reconoció la canción. Sonaba tan antigua que no estaba seguro de que ninguna persona viva pudiera reconocerla. Tanteó debajo de la cama hasta que sus dedos tocaron la superficie metálica y acanalada de la cajita. La sacó con cuidado y la levantó para examinarla. Había dos resortes rotos que salían a cada lado. En la parte superior tenía una estatuilla de porcelana, una bailarina. Estaba en una pose de baile, con los brazos curvados elegantemente sobre su cabeza. Sus dedos terminaban en puntas peligrosamente afiladas y su rostro tenía una apariencia siniestramente petulante, como si se deleitara en saber un secreto.

Dan escuchó cómo la melodía se iba apagando, lenta y dolorosamente, y la canción mecánica agonizaba en una muerte prolongada. Finalmente se detuvo y la habitación quedó en silencio una vez más. Volteó la cajita y encontró una dedicatoria grabada en la parte inferior:

Para Lucy, en su cumpleaños, con amor.

Se quedó mirando esas palabras por un largo tiempo, con la esperanza de que si esperaba lo suficiente, tal vez, cambiarían o desaparecerían. No podía tratarse de la misma Lucy, ¿o sí? ¿La Lucy de Abby? Si la historia de Abby era cierta, los padres de Lucy no parecían ser el tipo de personas que le enviarían un regalo de cumpleaños. Quizás era un regalo del mismísimo director. En todo caso, ¿qué hacía allí abajo? ¿Significaba que Lucy había… muerto… o simplemente la había olvidado?

Dan no pudo evitar hacerse la misma pregunta una y otra vez. De algo estaba seguro: no compartiría su descubrimiento con Abby. Se volvería loca de preocupación por lo que pudiera significar.

Volvió a poner la cajita en el suelo y giró para salir de la celda. Pero, de pronto, la canción desarticulada comenzó a sonar nuevamente, cada vez más fuerte, más clara y más rápida. Pensó en destruir la cajita de música para detenerla, pero en lugar de eso decidió huir. Había significado algo para alguien, alguna vez.

Siguió su camino por el corredor y llegó a la sala circular donde él y Abby habían encontrado la oficina interna. Esta vez observó la sala con detenimiento, dirigiendo su linterna hacia las paredes, y encontró una pequeña puerta frente a la oficina. Tomó el picaporte y lo giró. No estaba cerrada con llave, pero no se movió. Se había hinchado debido a la humedad. Apoyó su peso contra ella y empujó con todas sus fuerzas. La puerta chilló en señal de protesta, pero se abrió y Dan apenas pudo recobrar el equilibrio a tiempo para evitar una horrible caída. Frente a él había otra escalera descendente.

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