Asylum

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Capítulo Treinta y uno

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Afortunadamente, aunque Teague lo interrogó durante tres horas más, nadie más parecía creer que Dan era culpable. No tenía motivos para lastimar a Félix ni historial de violencia, y cuando la policía registró su habitación, no encontró nada de interés. Pero, sobre todo, Félix había despertado en el hospital y había jurado que no creía que Dan estuviera detrás de lo que había sucedido.

Estaba absolutamente agotado cuando lo dejaron irse. Acompañó a sus padres al automóvil y rechazó su oferta de cenar con ellos en la ciudad. Solo quería volver de una vez a su habitación.

No había dado ni dos pasos hacia Brookline, cuando vio a la profesora Reyes caminando cerca de un bote metálico para colillas de tabaco. Ella lo saludó de lejos con la mano que sostenía el cigarrillo, y le hizo señas de que se acercara.

—Veo que no llevas esposas —dijo a modo de saludo. Sus ojos cafés brillaban tras el velo de humo que se elevaba desde sus labios—. Es una buena señal. Parecía que tus padres estaban muy preocupados por ti.

—Oh, están bien; el ambiente se puso un poco tenso allí dentro.

Aquel día llevaba un collar hecho de ópalos, finos y blancos como huesos.

—No conozco los detalles, pero pareces un buen chico —sacudió la cabeza, frunciendo los labios para lanzar una bocanada de humo hacia arriba y lejos de ellos—. Brookline tiene cierta capacidad de apoderarse de las personas; siempre ha sido así. Es la profecía autocumplida de la locura. Si alguien te dice suficientes veces que estás loco, con el tiempo se vuelve realidad. Es como ese viejo chiste de los psiquiatras: la locura solo está en tu mente.

Dan miró sus zapatos y sintió la tentación de decirle que no era así, que algunas enfermedades eran, de hecho, muy reales.

—No estoy seguro de lo que quiere decir.

—Lo que digo es que la gente de la ciudad no quiere demoler Brookline solamente por lo que sucedió cincuenta años atrás —la profesora Reyes dejó caer su cigarrillo y lo pisó para apagarlo. El viento hizo volar su cabello corto y oscuro por delante de sus ojos—. Buena suerte, Dan. Espero que no la necesites.

Abby y Jordan lo estaban esperando junto a la puerta de su habitación. Incluso habían sacado a escondidas un pastel del comedor, debajo de una chaqueta. Fresa con crema batida extra. Su favorito.

Entraron juntos. Abby señaló la cama de Dan mientras Jordan servía el postre para todos.

—Ven a sentarte —dijo ella—. Tengo noticias y queremos escuchar todo acerca de tu cita con la policía.

—Gracias —respondió, tomando un bocado de su pastel—. Ha sido un día espantoso.

—¿Los policías te dieron una paliza? —preguntó Jordan.

—Fueron bastante decentes, en realidad. Mis padres estaban allí; eso ayudó.

—¿En serio? —preguntó Abby, preocupada—. No te van a obligar a irte, ¿o sí?

—No, puedo terminar el curso. Al menos eso. Y Félix también me salvó. Supongo que le dijo a los policías que no creía que yo fuera una amenaza. Decidió no contarles el resto. En ese momento, los necesitaba de su lado.

—Dan, lo siento tanto —murmuró Abby, acercando su silla—. Pero al menos no estás en problemas. Eso es bueno, ¿no?

—Sí, lo es. Entonces, ¿cuáles son tus noticias?

Ella se iluminó. Dan estaba agradecido de tener una excusa para dejar de hablar de sí mismo, y Abby parecía que iba a explotar de entusiasmo.

—La noticia es que he decidido contarle la verdad a mi padre acerca de Lucy —dijo, rebotando en su silla—. Ya es hora de que sepa de ella y que he encontrado pistas. Merece saber la verdad. Es decir, yo querría saber, ¿ustedes no?

—Guau —dijo Dan. No sabía si era el cansancio u otra cosa lo que le impedía compartir el entusiasmo—. ¿Estás segura de que es una buena idea en este momento?

—¿Qué? —preguntó Abby lentamente—. ¿Por qué no sería una buena idea? ¡Es su hermana! Tengo la esperanza de que incluso quiera ayudarme a encontrarla.

—¿No piensas que lo tomará por sorpresa? Quiero decir, el

shock y todo… ¿Y si no te cree?

—Yo me alteraría. Es decir, han pasado tantos años… —agregó Jordan.

—No, tiene que ser así —respondió ella, asintiendo una vez para darle carácter definitivo—. No voy a ocultarle esto; simplemente no puedo. No sería correcto.

—Esto puede sonar duro —dijo Jordan—, pero como tu amigo, siento que es mi deber manifestar oficialmente que creo que tu idea es una locura, como ponerse los pantalones en la cabeza.

—Y como tu… otro amigo… lamento decir que secundo la moción —Dan levantó la mano.

—Bien, ¡ninguno de los dos tiene voz en esto! —replicó Abby, haciendo su pastel a un lado—. Es mi decisión y es

mi padre. Solo creí que se pondrían felices por mí. Con todo lo que ha sucedido en este lugar horrible, pensé que esto podía ser algo bueno, para variar —se puso de pie, sacudiéndose las manos—. Voy a llamar —dijo, y se acomodó el cierre de la sudadera manchada de tinta—. Va a saber la verdad acerca de la tía Lucy. Esta noche.

Giró y salió como una exhalación. Jordan lo miró levantando una ceja, como diciendo ¿qué?, ¿no vas a ir tras ella?

Pero Dan estaba exhausto, y después de un largo día de interrogatorios, se moría por un momento a solas. Además, había algo que necesitaba revisar con urgencia. Algo en lo que había tratado de no pensar desde la clase de aquella mañana. Jordan pareció captar la indirecta.

—Bueno, ya sabes dónde encontrarme, supongo —se fue, cerrando la puerta tras él.

Inmediatamente, Dan buscó en su mochila y sacó sus cuadernos de clases. Pasó las hojas hasta llegar a la que tenía las notas que había tomado aquel día, cuando se descubrió a sí mismo escribiendo con la caligrafía serpenteante del director. Al final de la página había escrito:

La locura es hacer lo mismo una y otra vez, y esperar resultados distintos. Albert Einstein.

Reprimiendo el deseo de vomitar, revisó el resto de sus cuadernos, examinando las páginas en busca de otras notas perturbadoras.

Efectivamente, entre sus apuntes de la clase de Historia de la Psiquiatría encontró una frase atribuida a Aristóteles. Era posible que la profesora Reyes hubiera puesto la cita en el pizarrón para que la copiaran pero, definitivamente, no recordaba haberla escrito y la letra no era la suya:

No hay genio sin un gramo de locura.

Se puso de pie de un salto y arrojó los cuadernos como si transmitieran alguna enfermedad. Todas esas notas… sobre su escritorio… bajo su cama… Con razón le parecía que tenía un acosador que lo seguía a todas partes. Él había escrito las notas y se las había «entregado» a sí mismo.

«Trastorno disociativo

leve», había dicho la doctora Oberst. «Lapsus de memoria

inofensivos». ¿Qué sabía ella? No era mejor que los médicos que habían estado en Brookline cincuenta años atrás. Al menos esos tratamientos habían obtenido resultados.

Dan se enfrentaba con el hecho de que había perdido la memoria por largos períodos, había olvidado mensajes de texto, notas, incluso fotografías con sus mejores amigos. Y, ah claro, quién podría olvidar el pequeño detalle de que cada vez que había habido un ataque, él había sufrido una interrupción en la memoria que no podía justificar: había estado inconsciente en el sótano cuando asesinaron a Joe, durmiendo en su habitación cuando atacaron a Yi y enviando mensajes de texto inquietantes cuando a Félix lo golpearon con una palanca casi hasta matarlo.

Estos lapsus de memoria distaban mucho de ser inofensivos, a su parecer.

Pero no estaba listo para creer que era un asesino a sangre fría. Estaba canalizando al director, no al Escultor, y por extraño que fuera hallar consuelo en eso, tenía que admitir que definitivamente prefería encontrar notas siniestras entre sus cosas que un garrote.

¿

Y qué hay de los padres biológicos?

Las preguntas del oficial Teague seguían resonando en sus oídos. Había estado tan seguro de que él estaba emparentado con el cruel director, que eso tenía algo que ver con la razón por la que estaba allí. Dan había dejado que su madre lo desestimara como una simple casualidad, pero él sabía que nada acerca de ese verano había sido casual. Estar ahí era su destino. Era su destino resolver el misterio de lo que les había sucedido al director, y al Escultor, y a Lucy.

Recordó que Abby había visitado la vieja iglesia y había encontrado a Lucy en sus registros. Quizás él tendría la misma suerte. La Navaja de Occam o como quisiera llamarlo.

No podía esperar ni un minuto más. Se rehusaba a aceptar otra noche en vela o plagada de pesadillas.

Tomó su linterna y lo más parecido a un arma que tenía, unas tijeras, y salió hacia la oscuridad.

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