Asya

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El decimoctavo cumpleaños de Asya

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El decimoctavo cumpleaños de Asya

1934

 

 

El día trece de agosto amaneció soleado, por lo que unos cuantos rayos brillantes de sol penetraron a través de la cortina descolorida y se posaron sobre el rostro soñoliento de Asya.

Abrió los ojos complacida por el alegre cosquilleo que le producía el cálido abrazo del sol. Al recordar que ese día cumplía la mayoría de edad saltó animada de la cama y se encaminó hacia el armario. El alegre vestido naranja, impreso con estrellas doradas que babushka había encargado para ella, le pareció el más bonito del mundo entero. Buceando en las redes de su memoria, advirtió que nunca había tenido una prenda tan preciosa como aquella.

Acarició con delicadeza la triple seda de la voluminosa falda al tiempo que hundía la nariz en el corpiño confeccionado de brocado cubierto por pedrería. Unos ladridos insistentes la sacaron de su embobamiento repentino y dejó de maravillarse ante el vestido que llevaría ese día. Se acercó a la ventada y agitó de forma enérgica la mano en dirección a Matusalén que daba alegres volteretas debajo de su ventana. Se preguntó sonriente si el animal tendría algún tipo de poder para saber que era su cumpleaños. Y no uno cualquiera, sino el día que cumpliría la mayoría de edad. El día que había elegido para contar a sus abuelos sus planes de futuro.

Dejó de prestarle atención al animal y acudió al baño para asearse. Se lavó el pelo con mucho esmero y lo dejó suelto, sujeto en un lateral con algunas horquillas. Analizó su cuerpo desnudo en el pequeño espejo del cuarto de baño y apartó los gruesos mechones ondulados de sus pechos. Los contempló con ojo crítico ya que se veían más bien pequeños, pero firmes y bien formados. No pudo evitar preguntarse si Pasha los encontraría apetecibles.

Pasha.

Ante su recuerdo se tensó de forma visible. ¿Por qué tenía que relacionarlo todo con él? Desde el día que rehusó besarla en el bosque no se habían vuelto a ver, ni recibió noticias suyas. Y, por cómo se había comportado dedushka con su familia, dudaba que alguna vez volviera a saber de él.

Tres años atrás, la familia Fedorov no pudo pagar a su vecino la deuda contratada, por lo que la propiedad de ellos cayó en manos de un cruel dedushka que no tuvo ningún reparo en tomar posesión de la finca y echarles a la calle.

Los Fedorov imploraron, suplicaron, pero no pudieron ablandar el corazón curtido de Victor Kurikov. No tuvieron más remedio que abandonar la finca, destrozados, para marcharse a la gran ciudad.

Asya sintió mucho la situación y lloró delante de su abuelo para hacerlo recapacitar, pero no consiguió que cambiara de opinión.

«Un trato era un trato y una deuda se tenía que saldar», era lo único que alegaba en su defensa.

Un año después de aquello, Asya se enteró por una amiga de Natasha que sus exvecinos vivían en Tersk, en un apartamento común de una sola habitación. La señora Fedorova daba clases en una pequeña escuela del barrio y Natasha trabajaba como institutriz para una familia adinerada. El señor Fedorov había caído enfermo tan solo unas semanas después de abandonar la finca y, tras un breve periodo de sufrimiento, había fallecido. Pasha seguía en el ejército, donde al parecer se estaba formando para el cargo de oficial. Asya había escuchado rumores de que lo habían ascendido a teniente oficial por los logros obtenidos en la frontera con Finlandia, pero ese aspecto no sabía si era real o algún invento de Natasha.

Pensaba en Pasha todos los días y deseaba, de todo corazón, que las cosas le fueran bien. Algunas veces fantaseaba con la idea de que él regresara a por ella, declarando delante del mundo entero su amor por ella y pidiéndole arrodillado que fuese su esposa. Vislumbraba bonitas imágenes de un Pasha vestido con el uniforme de gala ataviado con unas impresionantes hombreras doradas y las pecheras repletas de medallas. Le veía acercándose a ella, inclinando su cabeza y quitándose la gorra roja con la estrella dorada impresa en la parte frontal de la misma. En sus fantasías, él tomaría su mano y dejaría un beso ardiente sobre su piel. Luego, la taladraría con su mirada tormentosa, al tiempo que le diría:

«Mi querida Asy, no hay nada en el mundo que desee más que volver a besarte».

El beso que se dieron aquel día en el bosque lo recordaba como si hubiese ocurrido el día anterior. Desde aquel entonces, Asya volvió a besarse con otros chicos y, algunos de ellos, consiguieron que lo pasara realmente bien. Fueron besos mucho más profundos e intensos que su único beso con Pasha, pero no lograron encenderle la sangre ni acelerarle el corazón. Ninguno de los que la habían besado atesoraba todo lo que ella deseaba encontrar en un hombre. Ninguno de ellos era Pasha. Ese pensamiento le entristeció y se echó a llorar.

Frustrada, se reprendió por pensar en Pasha y en su estúpido beso. Se había prometido a si misma, multitud de veces, que no lloraría más por él. Sabía con certeza que sus tontas fantasías románticas jamás tendrían el ansiado final feliz. Él la había besado en una sola ocasión y no había querido repetirlo. Le había llenado el corazón de hermosas mariposas, para desaparecer de su vida, sin despedirse. Y, a todo eso, había que sumarle el hecho de que ahora estaría furioso con ella y con su familia. Estaba en su derecho de considerarla a ella y a sus abuelos como sus más feroces enemigos, por lo que no cabría ni la más mínima posibilidad de volver a ver a su amigo de la infancia, ni mucho menos que estuviera manteniendo pensamientos románticos con respecto hacia ella.

Pasha Kurikov pertenecía al pasado y Asya decidió que había llegado la hora de asumirlo. Fin.

Con la imagen tormentosa de los ojos de Pasha clavados en los suyos, la joven se dispuso a vestirse. La brillante pedrería se emuló de una forma sensual sobre sus pechos, haciéndolos parecer más generosos de lo que eran en realidad. Le costó un poco pasar el vestido por sus caderas ya que eran bastante anchas, pero tras unos hábiles movimientos circulares logró que encajase. Admiró su aspecto en el espejo y suspiró resignada ante las curvas demasiado acentuadas que ofrecía su cuerpo. Le hubiera gustado ser más alta y más esbelta y, desde luego más delgada, pero comprendió que algunas cosas, simplemente, no podían ser y tenía que aceptarse tal como era. Además, no necesitaba tener un cuerpo perfecto para ser feliz.

Su gran sueño era ser veterinaria, estudiar la carrera y regresar a casa sabiendo todo lo que había que saber sobre animales. Ayudarles en los momentos críticos y no presenciar impotente cómo se morían por falta de profesionales en la zona. Ese era su gran deseo de cumpleaños y esperaba que dedushka no se opusiera.

La imagen de su rostro devuelta por el espejo la hizo alegrarse; al menos, su fisionomía era muy agraciada por la madre naturaleza. Morena de abundantes cabellos ondulados y ojos de un intenso color verde lucía una sonrisa pícara y sensual que hacía aparecer en su mejilla izquierda un adorable hoyuelo. Su tez blanquecina ponía el punto de contraste ideal, dulcificando los contrastes. Se colocó una última horquilla prevista de tres estrellas brillantes en el pelo para apartarlo de su cara y bajó radiante a la cocina para dejarse mimar por los brazos afectuosos de babushka.

Unas horas más tarde, disfrutaba en compañía de sus amigas de una deliciosa merienda que sus abuelos habían preparado para la ocasión en el jardín de la casa. Se sirvió cerveza rebajada con agua, ponche de cerezas, refrescos naturales a base de manzanas y frambuesas, ternera asada con especias, chorizo y salchichón ahumado, queso enlatado y tarta de chocolate. Sopló las velas recordando a sus padres poseída de un ardiente deseo de que, al menos, ese día estuvieran a su lado. Se esforzó en no pensar en Pasha y lo consiguió casi por completo.

Al finalizar la fiesta, dedushka se acercó a ella llevando de la mano el arnés de Asuán II, un espléndido potro de lustroso color negro, descendiente directo de Asuán.

—Mi querida niña. Toma, mi regalo de cumpleaños. Aparte de ti, mi bien más preciado es este precioso potro, que, algún día, se convertirá en un valioso semental. Vivimos tiempos difíciles, de los ciento noventa caballos que tuvimos, el ejército se ha llevado ciento cuarenta. Nos quedan cincuenta caballos y la mayoría son viejos y de raza inferior. Este ejemplar es descendiente de un gran semental que, de no haber sido confiscado y enviado al frente, nos hubiera dado al menos trescientos cincuenta crías. Si mis planes no hubiesen sido truncados me hubiera convertido en el mayor criador de caballos de toda Rusia. Y puede que en el más rico también. —Sonrió sin humor, preso de un real abatimiento.

Unas lágrimas amargas atravesaron el rostro envejecido del hombre que no pudo evitar sentirse resentido por la injusticias vividas. La Madre Patria necesitaba del apoyo y la ayuda de sus ciudadanos y los militares se llevaban lo mejor de cada hacienda. Los años de prosperidad de Victor Kurikov eran agua pasada ya que las mejores cosechas, animales y productos agrícolas se los quedaban los militares, dejando a los hacendados lo mínimo para poder sobrevivir.

El animal relinchó moviendo de forma enérgica la cabeza, como si aprobase el hecho de haberse convertido en el caballo de Asya. Ella le abrazó el cuello con ternura y pegó su mejilla a la piel lustrosa de su frente. Unas lágrimas enormes brillaron en su mirada color esperanza, al tiempo que buscaba la mejor forma de rechazar ese gran regalo.

—Gracias, dedushka. Sé lo mucho que este semental significa para ti y lo contento que estuviste cuando supimos que la última montura de Asuán había dado resultado positivo, pero me temo que no puedo aceptarlo. O, al menos, no por ahora.

Su abuelo se quedó de piedra ante el rechazo de Asya. Sabía que los animales de esa hacienda eran su mundo entero. Posó una mirada expectante en ella, esperando ansioso la explicación de su adorada nieta, a la que había criado como si fuera su hija.

—Mi deseo de cumpleaños es irme a Moscú, para estudiar Medicina Veterinaria en la Universidad Estatal M.V. Lomonósov. Quiero ser veterinaria, dedushka, saber todo lo que hay que saber sobre animales, volver a casa y ocuparme de nuestra hacienda como es debido. Acuérdate de las epidemias que pasamos hace unos años y cómo miramos, impotentes, a nuestros corderos que se morían uno tras otro sin poder ayudarles. Acuérdate de las monturas fallidas y de las pocas producciones de leche que sacamos últimamente. Si yo supiera más, podría ayudar. Por favor, te lo suplico, déjame marchar a Moscú.

La sorprendente petición de Asya hizo que el semblante de su abuelo sufriera un visible tensor. Sus ojos se agrandaron por el desconcierto y su barbilla, cubierta por una poblada barba canosa, se cayó hacia abajo en una inequívoca señal de estupor.

—Pero si no hay mujeres veterinarias… Este es un trabajo de hombres. Por no hablar de que Moscú está muy lejos.

—No hay mujeres veterinarias, es verdad. ¡Yo puedo ser la primera de nuestra comarca! —exclamó, llena de optimismo.

—Tú eres nuestra luz. —Dedushka la abrazó visiblemente emocionado—. No quiero que te vayas de mi lado, por no hablar del hecho de que estarías sola en una ciudad extraña. ¿Y si te pasara algo?

Babushka se aproximó a su marido y le tomó por el brazo, demandando su atención. Los dos intercambiaron una mirada cargada de dolor. Abrazaron con afecto infinito a su única nieta y, cuando los decaídos ánimos se calmaron un poco, la mujer tomó la palabra:

—Lo último que nos pidió tu padre antes de abandonar este mundo fue que te dejásemos volar. —Miró a Asya y su voz se quebró por la emoción—. Dijo algo así como: «dejar a Asya volar tan alto como ella quiera». Si tu deseo es irte, nosotros te apoyaremos.

Asya apenas recordaba a sus padres; nunca había podido disfrutar de su apoyo, pero en el momento que más los necesitaba, habían aparecido para ayudarla a cumplir sus sueños. Desde el Más Allá le habían tendido la mano sosteniendo su valiente decisión.

La joven se echó a llorar y se abrazó al cuerpo delgado del hombre que la había criado. Presa de una cascada de sentimientos contradictorios lloró de pena y de alegría al mismo tiempo, puesto que no quería abandonar a sus abuelos; si bien, para perseguir su sueño debía hacerlo.

—Cuidaré de Asuán II hasta tu regreso —fue todo lo que dedushka fue capaz de decir antes de separarse de ella. Cabizbajo y malhumorado, se marchó a los establos arrastrando tras él al esplendido animal.

Las lágrimas inundaron el hermoso rostro de Asya por lo que se refugió en los brazos consoladoras de su abuela.

 

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