Asya

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Una nueva vida

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Una nueva vida

 

 

Nada más poner un pie en la hacienda, Asya supo que algo malo estaba sucediendo. La noche había caído de repente y refulgentes antorchas iluminaban las paredes desnudas de los cobertizos. Se movió inquieta, separándose de los brazos de Pasha con cierto pesar. Una apremiante sensación de pérdida la hizo sentirse desdichada. Bajó de un salto sin despedirse de él y salió corriendo en dirección a los establos.

—Señorita Asya, gracias a Dios que ha regresado. No sabía ya dónde buscarla. Sadona se ha puesto de parto, pero el potro no se da la vuelta y no sabemos qué hacer —se lamentó un fornido mozo, llamado Grigori, que se encargaba del cuidado de los animales.

Ella corrió apresurada para comprobar el estado de la yegua y, tras palparle el vientre hinchado, la tranquilizó con dulces palabras y caricias suaves. Después, se giró hacia Grigori y le pidió con voz clara y decidida:

—Intentaré dar la vuelta al potro, pero necesitaré ayuda. Tráeme lo antes que puedas unos paños limpios, un cubo con agua caliente y varias sábanas. Asimismo, será preciso que hagas una cama de heno seco y que estés a mi lado para ayudarme. Que Dios nos ampare porque vamos a necesitarle para salir de esta. —Hizo la señal de la cruz advirtiendo que las manos le temblaban por los nervios.

Grigori imitó su gesto, un tanto impresionado ante la difícil tarea que se les venía encima y salió apresurado a traer lo que ella le pidiera.

Mientras tanto, unos pasos que se acercaban hicieron que la veterinaria volviera la cabeza. Observó que Pasha se había parado en el umbral y la miraba con intensidad.

—Déjame ayudarte —le pidió con voz rota—. Dos manos más te vendrán bien. Juntos ayudaremos al potro de Asuán II, se lo debemos.

—Vale, pero la que manda aquí soy yo. Si decides quedarte, me obedeces —sentenció convertida en una auténtico sargento.

Él se llevó la mano a la frente en un involuntario gesto de respeto. Sonrieron y, por un breve segundo, se contemplaron con ternura, olvidando la venganza, la muerte del caballo, la propuesta de trabajo y el gran abismo que les separaban. La llegada de Grigori rompió aquel fino velo de magia devolviéndoles a la cruda realidad.

Asya ordenó a los dos hombres lavarse bien las manos con jabón y ella hizo lo propio. Después se colocó un paño caliente a modo de guante, arremangándose la camisa hasta el codo. Reparó en los mechones sueltos de su cabello demasiado tarde para poder recogérselos ella misma.

—Busca una guita o algo parecido para recogerme el pelo, por favor. El coletero se me perdió y no hay tiempo de coger otra —apremió a Pasha.

Él asintió y comenzó a buscar con la mirada algo que le sirviera. Encontró un trozo de tira, y la recogió. Se acercó a ella con el corazón en llamas, ya que desde que había regresado había fantaseado muchas veces con acariciarle la melena. La situación no era nada idílica ni se parecía a la de sus sueños, por lo que Pasha intentó centrarse. Le recogió los mechones esparcidos sobre su espalda en uno solo, inspirando el suave olor a almendras dulces y nieve recién derretida que estos desprendían. Ató la tira y paseó los dedos por la superficie ondulada de la coleta, preguntándose si alguna vez tendría la oportunidad de repetir ese gesto tan íntimo que le llegó directo al corazón. Al finalizar su cometido se separó de ella, buscando ser eficiente.

Quedó deslumbrado al observarla introducir la mano dentro del animal y dar pequeños rodeos.

—Nuestro potro es bastante grande y viene totalmente girado. Voy a intentar voltearlo, pero es necesario que sujetéis a la madre. Es primeriza y puede asustarse.

Los hombres se acercaron a la yegua y le inmovilizaron las patas delanteras, desviando su atención con suaves caricias en la grupa y palabras de ánimo.

Cuando la mano de Asya consiguió su propósito, Sadona dio un fuerte cabezazo que alcanzó a Pasha en pleno rostro. A causa del golpe, el militar se tambaleó, cayéndose al suelo, pero los gritos de alegría de Asya le indicaron que el golpe recibido había merecido la pena.

—Ya está, ahora acercaos a mi lado para ayudarme. ¡Ya viene nuestro pequeño! —gritó entusiasmada—. Lo estamos consiguiendo.

Pasha tenía el pie tan dolorido por el esfuerzo de llevar las botas especiales durante varias horas seguidas que pensaba que se desmayaría antes de ver la cabeza del potrillo que daba señales claras de querer venir al mundo. Se aguantó el dolor y se situó junto a ella, depositado las manos a modo de resguardo para recibir el cuerpo del primer descendiente de Asuán II.

Minutos más tarde, los tres miraban extasiados el lustroso pelaje oscuro del pequeño animal. Llevaba una estrella blanca dibujada en la frente, señal de que iba a ser un espléndido semental.

Asya lo secó con rapidez con una toalla limpia y lo obligó a mantenerse de pie. Al principio, sus débiles patas se doblaban haciéndole resbalar sobre la cama de heno seco que habían preparado para él pero, tras varios intentos, sus patas quedaron rígidas y el animalito irguió su cabeza, tratando de decir que, además de precioso, iba a convertirse en un caballo fuerte y valiente, digno merecedor de su raza y linaje.

La mirada orgullosa de la joven veterinaria irradiaba luz a su alrededor. Ese pequeño milagro la había ayudado a olvidar, por unos instantes, los amargos momentos vividos esa tarde. Ayudó al potro a llegar a la ubre de la yegua para que Sadona le amamantara. La cabeza del pequeño empujaba con furia, siendo guiado por las manos expertas de Asya, quien poco a poco le enseñó a coger la teta de su madre en la boca. Después de varios intentos fallidos, Asuán III comenzó a succionar la leche con avidez.

Ante aquel maravilloso milagro de la vida se quedaron los tres embelesados, pensado que los animales eran, en muchos aspectos, más fuertes que los humanos. Para que un niño pudiera sostenerse solo por su propio pie tendrían que pasar, al menos, seis meses de vida; en cambio, un caballo lo lograba apenas minutos después de haber nacido.

Cuando el potro apaciguó su apetito se quedó dormido sobre la cama de heno, disfrutando de los lametazos que le daba su madre a lo largo del pelaje. Asya comprobó el estado de la yegua y, cuando estuvo segura de que todo marchaba bien, dio por finalizada la «operación parto». Entonces, se abrazó a sus ayudantes, felicitándoles por su templanza.

Grigori se quedó vigilando a los animales mientras Asya y Pasha salieron afuera para despedirse. Unos grandes copos de nieve caían desde lo alto del cielo formando un alegre y sinuoso baile. Durante un tiempo no hablaron, presos del hipnótico movimiento de las esponjosas virutas plateadas.

—Lo siento, lamento todo lo que ha ocurrido esta tarde. No espero que entiendas mis decisiones, solo deseo que sepas que tenía mucho rencor guardado con respeto a tu familia. A lo largo de estos años, he convivido con el dolor y las ganas de vengarme.

Era una disculpa a medias y los dos lo sabían. Una mezcla de dolor, arrepentimiento y deseo apareció en el rostro del comandante que se debatía entre hacer lo correcto y actuar tal y como le pedía el corazón. Tendió la mano y sacudió la nieve que se había posado sobre la coleta desecha de la joven veterinaria.

Ella no se apartó, aunque su mirada distante habló por ella.

—Son las cartas que nos ha tocado vivir, Pasha. Comprendo algunos de tus actos de hoy, pero no los apruebo, ni mucho menos los perdono. Así que, haremos un pequeño paréntesis de todo lo que sucedió esta tarde y, a partir de mañana, iré a tu hacienda a trabajar, si tu oferta sigue en pie. Acordaremos un sueldo justo, no quiero que se me pague ni un kopek de más, ni tampoco de menos. Pactaremos el tiempo necesario para que la deuda de mi abuelo quede saldada y, una vez eso ocurra, saldré de tu vida para siempre. Es más que evidente que no nos hace ningún bien vernos ni permanecer cerca el uno del otro. Nos lastimamos de forma recíproca y herimos a los que están a nuestro alrededor.

—Estoy de acuerdo —aceptó Pasha comprensivo, demasiado devastado para lograr poner en orden sus disparatados pensamientos—. Sadona y Asuán III se quedarán contigo. Por favor, sobre este asunto no quiero discutir.

Ella asintió, con los ojos al borde de las lágrimas. Estaba tan desolada que carecía de ánimos para luchar y necesitaba el consuelo de tener al pequeño potro con ella. Se trataba de un leve consuelo que aliviaría en parte la pérdida de su caballo del alma. Solo de imaginarse su cuerpo tieso cubierto de nieve, solo y abandonado en el bosque, le sangraba el corazón. Lanzó un largo suspiro, al tiempo que se preguntaba de dónde sacaría las fuerzas para enfrentarse al día siguiente que sería, sin ninguna duda, uno de los peores de su vida.

Pasha pudo ver con claridad lo afectada que estaba y, aun cuando sintió el impulso de reconfortar su maltrecho corazón, se contuvo.

No fue capaz de despedirse de ella puesto que no encontró nada qué decir que pudiera aliviar su gran pena. Abrumado por las circunstancias, se subió a la montura de su caballo y, segundos después, fue tragado por la noche, dejando tras de sí una gran esfera de nieve.

Los ladridos de Matusalén sacaron a Asya de su aturdimiento. Observó cómo se acercaba a ella con cierta dificultad y se dejaba caer a sus pies, respirando apurado. La joven se puso en cuclillas y le tomó en brazos con cuidado. Lo llevó al interior del cobertizo y lo acomodó sobre una cama de plumas, que había confeccionado para él. El animal se quedó muy quieto, cerrando los ojos. Apenas movió la cola ante sus caricias, hecho que a Asya le provocó un inmenso dolor.

Matusalén, por favor, no te me vayas tú también. Ahora no. Hoy he perdido a Asuán y a Pasha. No soportaría ninguna pérdida más.

La veterinaria se dejó yacer al lado del perro, incapaz de separarse de él por si su instinto estuviera acertado. Y este le decía que, esa noche, su fiel amigo, el que hizo que el corazón de ella latiera por Pasha por primera vez, se marcharía de su lado para siempre.

Adormilada, se preguntó si los perros debían pagar las veinticuatro aduanas para poder llegar al Cielo. Con esta duda absurda flotándole en la mente, se dejó ir vencida por el cansancio y cerró los ojos.

 

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