Asya

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¿Habrá una segunda vez?

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¿Habrá una segunda vez?

 

 

De camino a casa, Asya pensó que nunca más regresaría al río. Sería demasiado doloroso. Insoportable. Cruel. Se preguntó si la magia que permaneció entre ellos, a pesar del tiempo y la distancia, seguiría intacta. Reflexionó sobre lo ocurrido esa tarde y no encontraba el sentido ante la aflicción que se apoderó de ella. Se sentía desdichada, abandonada, por lo que rompió a llorar, enfadada consigo misma por hacerlo con tanta facilidad.

Sadona pareció percatarse de su desesperación y moderó el paso, acompasándose al estado de ánimo de su dueña.

Finalmente llegó a casa, calada hasta los huesos porque la intrépida lluvia la había acompañado durante toda la caminata. Temblaba, pero no sabía si a causa del frío, la necesidad o las fuertes emociones que la arrastraban con la furia de un oleaje.

Al borde de sufrir una severa crisis emocional, experimentó la necesidad de tener una madre. Anhelaba unos brazos consoladores alrededor de su cuerpo y el sonido suave de algunas palabras alentadoras, capaces de sacarla del estado de tristeza en el cual se hallaba sumida. Una madre paciente, capacitada para enseñarle con sabiduría el camino que debía seguir. Porque Asya Kurikova se encontraba completamente perdida.

Pensó que, entregándose a Pasha, quedaría liberada. Creyó que si su cuerpo y su alma obtenían su más que merecida recompensa, quedarían satisfechas. Y se encontró encerrada dentro de una trampa mortal. No había quedado liberada, al contrario, se había encadenado para siempre. Si hasta ese momento había logrado vivir sin él fue, precisamente, porque no se habían compartido el uno con el otro. Esa fue su salvación. No obstante, a partir de ahora, estaba segura de que se consumiría lentamente, igual que una vela encendida, si no lo tenía. Los días grises sin Pasha se le antojaron eternos. Y no quería una eternidad grisácea, ella deseaba vivir en un mundo lleno de colores.

Completamente devastada por las fuertes emociones desatadas en su interior, dejó a Sadona en la cuadra y friccionó su pelaje con una manta de algodón para secarla. Le dio varias palmaditas en el lomo y la obsequió con una buena ración de cebada. Cuando se disponía a apagar la lámpara de aceite que colgaba en la pared de madera, escuchó un quejido en el cobertizo. Se acercó cautelosa y encontró a Matusalén tumbado sobre el heno seco, retorciéndose sobre sí mismo.

—¡No, por favor! —gritó desesperada—. No me dejes ahora.

El torrente de lágrimas nubló su mirada y un llanto desgarrador salió de su garganta. Acudió con rapidez a su lado y le acogió en sus brazos. Le cantó una nana al tiempo que le acariciaba la tripa con gesto suave. El animal dejó de encorvarse y, poco a poco, se fue tranquilizando en su regazo.

Después, abrió los ojos y le habló con la mirada, pidiéndole permiso para que lo dejase marchar. Ella comprendió el matiz húmedo que vio en sus ojos rendidos, pero no fue capaz de darle su consentimiento. Había perdido a Asuán II y, también, a Pasha. Si perdía a Matusalén ya no tendría nada. Se quedaría sola porque dedushka y babushka se habían hecho mayores y se irían pronto. ¿Y qué haría ella entonces?

¿Dónde estaba su madre, ahora que tanto la necesitaba? ¿Por qué había tenido que marcharse tan pronto? ¿Por qué la vida era tan injusta?

Estalló de nuevo en llanto y, al notar que le trasmitía su aflicción al pobre animal, le miró a los ojos y aceptó su pérdida:

—Puedes marcharte, mi querido amigo. Tienes mi permiso. Como puedes ver estoy llorando, pero no tendría que importarte demasiado porque, en su día, te puse un nombre horrible y, tuviste que cargar con él, el resto de tus días. —Se secó la nariz y continuó llorosa—: Lo hice para fastidiar a Pasha y ahora lo he perdido para siempre. Y comprendo que tú también tengas que dejarme. Intento hacer las cosas lo mejor que puedo; aun cuando en mi modo de actuar algo acaba fallando; puesto que todo aquel que amo se aleja de mí. Vete mi querido amigo, ha llegado tu hora. Te agradezco todo el tiempo que has permanecido a mi lado.

Le dio varias palmaditas en el cuello y le sostuvo la mirada hasta que el animal dio su último suspiro en sus brazos. Le cerró los ojos devastada y se quedó a su lado varias horas seguidas.

Fue vencida por el sueño y se sobresaltó al notar que alguien le zarandeaba el hombro. Abrió los ojos soñolienta y se encontró con la mirada comprensiva de babushka. Le apartó las manos del animal y la ayudó a levantarse.

—Vamos, querida niña, te quedaste dormida. Deja a Matusalén descansar, ya era hora. Ningún perro de la comarca ha vivido tanto como él. Mañana nos encargaremos de su cuerpo, le daremos el mismo tratamiento que a un miembro de esta familia.

Asya asintió demasiado cansada y afectada para oponerse. Siguió a su abuela y, tras lavarse y ponerse el camisón para dormir, acudió a la cocina donde la anciana la esperaba con una taza de brebaje caliente edulcorado con miel de abejas.

—Tómatelo, te calmará los nervios. Aparte de flor de tila lleva cola de ratón, una planta que te ayudará a relajarte. Lo necesitas, mi querida niña.

Su nieta obedeció y se bebió la taza casi entera. Visiblemente más calmada, dio voz a sus preocupaciones:

—Abuela, ¿tú crees que Matusalén deberá pagar las veinticuatro aduanas para poder llegar al Cielo? Es algo que el padre Vasili no para de recordarnos en todas las misas de los domingos y, cada vez que muere alguien cercano a mí, me hago la misma pregunta.

Babushka se quedó parada ante esa inesperada pregunta que, por lo visto, jamás se había hecho. Era una buena cristiana y se sabía de memoria todos los salmos y las liturgias existentes, pero este inciso no parecía estar entre ellas.

—Es un ser vivo, pero es un animal. No debería de tener que pagar nada puesto que un perro tan bueno como él, no pudo haber pecado. Y las aduanas se pagan para que se levanten rezos a Dios, implorando el perdón.

La mirada triste de Asya se animó un poco. Tomó un sorbo, todavía pensativa.

—¿Y si mañana vamos a la iglesia y hacemos una ceremonia parecida a la de un funeral pagando las aduanas, por si acaso? —preguntó esperanzada, mientras enfrentaba con estoicismo la mirada alarmada de su abuela.

—Si para ti es importante, descuida, lo haremos —le aseguró la anciana.

Al verla de nuevo sollozar, la señora Kurikova se acercó a ella y le dio un caluroso y más que consolador abrazo.

—Ay, mi querida niña. Nunca hablas conmigo ni me abres tu corazón; sin embargo, te conozco mejor que si te hubiera parido. Veo tormenta en tus ojos. Tienes que olvidarlos. A los dos.

—Lo sé —suspiró Asya entre lágrimas—. Pero no tengo idea de cómo hacerlo.

—Muy sencillo. —Babushka le retiró el pelo de la cara hablándole suavemente—. Adopta otro perro y déjate querer por ese capitán tan atractivo que vino a buscarte el otro día para llevarte al baile del cuartel. Los dos te ayudarán a olvidar y, aunque no te lo creas, volverás a ser feliz. Tú eres diferente, eres un espíritu libre, hecha para vivir en paz contigo misma. Desde que él ha vuelto has dejado de sonreír. Estás atormentada y desdichada. Y una Asya que no sonríe, no es Asya. Tus padres lo supieron desde que eras muy pequeña, por eso nos pidieron que te dejásemos volar tan alto como quisieras. Si no consigues librarte de él, perderás tu esencia. Hazme caso. Tienes que dejarlo atrás. Simplemente, no es para ti. Acéptalo y deja de luchar contigo misma. Olvídalo.

—No, abuela, no lo haré.

—Sí, mi niña, lo harás. Con mi ayuda, lo harás.

Y, en este momento de tristeza y dolor, Asya Kurikova decidió que, aunque le costase un mundo, conseguiría encariñarse con otro perro, enamorarse del capitán Alexandr Lenin y olvidarse de Pasha Fedorov. No sabía el orden concreto de sus nuevas aspiraciones, pero tampoco le importaba demasiado. Lo significativo era lograrlas.

 

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