Asya

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La confesión de «un alto»

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La confesión de «un alto»

 

 

Pasha no lo pasó demasiado bien en la boda de su hermana. Se encontraban presentes muchas oficialidades de la ciudad y se vio obligado a saludarlos y charlar un rato con todos ellos. La relación con su madre seguía tensionada, a pesar de haber pasado más de dos meses desde el final de la venganza con la familia Kurikov. A ojos de la señora Fedorova, su hijo se había convertido en un traidor. Bailó un sentido vals con ella para contentarla y la dejó en compañía de unas amistades.

Se disponía a tomar una copa cuando se encontró de frente con Tatiana. Suspiró resignado ya que no le quedó otro remedio que pararse para saludarla. Le besó la mano con cortesía e intercambiaron, como mucho, cuatro palabras seguidas. Después, se alejaron aliviados. A Pasha le sorprendió su comportamiento retraído, cuando sabía que era la cordialidad personificada, aunque se sintió feliz de perderla de vista.

El resto de la velada la pasó contemplando la fiesta y tomando varias copas seguidas. El alcohol le calentaba la sangre, ayudándole a encontrarse en paz con su vida, al menos, por ese día.

Porque Pasha Fedorov no se sentía demasiado feliz en su día a día. Le faltaban la vitalidad y la energía de Asya, su carácter regio, su absoluta falta de sometimiento. No había otra mujer en el mundo que le pudiese hacer frente y retarlo del modo que lo hacía ella. Y necesitaba con locura ser retado y amado. Pero no por cualquier mujer, sino por ella.

Durante dos largos meses se había aguantado las ganas de buscarla, reprimiendo sus sentimientos. No quería parecer ante sus ojos un oportunista que le había devuelto las tierras y los caballos buscando, a cambio, hacerse con sus favores. Tampoco estaba al tanto de si la propuesta matrimonial lanzada por el capital Lenin había prosperado; no obstante, al no haber escuchado ningún rumor al respeto, confiaba en que no.

A las cuatro de la mañana, se despidió de los novios, deseándoles toda la felicidad del mundo, aunque bastaba un simple vistazo para darse cuenta de que aquella pareja podría ser de todo, menos feliz. Pasha había insistido mucho para que su hermana desistiera de ese matrimonio, pero le había sido imposible hacerla cambiar de parecer:

—Es la primera proposición de matrimonio que recibo y no soy, precisamente, una jovencita —alegó Natasha en su defensa cuando él le pidió que reflexionara acerca de la boda—. No puedo desaprovecharla.

—Pero es un viejo, creo que incluso unos años mayor que nuestra madre. Es del todo imposible que pueda hacerte feliz.

—Él no, pero los números que van detrás suya, sí lo harán.

Y Pasha dejó de insistir, puesto que no era nadie para decirle a su hermana cómo debía vivir su vida. Además, existía la posibilidad de que su forma de ver las cosas se hallara distorsionada por su propia historia. A estas alturas, no era ningún secreto que era un romántico incurable, que se había contentado con amar a una sola mujer. Y no todo el mundo deseaba lo mismo de la vida, aunque él no podía imaginarse casarse con alguien a quien no amase.

De pronto, sintió el fuerte impulso de ver a Asya. El alcohol que recorría por sus venas y él decidieron que había llegado la hora de confesarle sus sentimientos.

Una vez tomada la decisión, abandonó el recinto donde se celebraba el banquete sin despedirse. Alquiló un coche de caballos, puesto que el poco sentido común que aun poseía le aconsejaba no conducir estando tan eufórico. Con cada metro que recorría en dirección a la hacienda, sentía crecer el entusiasmo en su interior. Pidió al cochero que lo dejase a una distancia considerable de la entrada de la hacienda de los Kurikov para que el ruido no despertase a los abuelos de la joven.

Entró a hurtadillas y encaminó sus pasos a la zona de la casa donde estaba la habitación de Asya. Buscó con la mirada su ventana y, a través de una delgada cortina, le pareció vislumbrar una lámpara de aceite encendida. Consultó el reloj y se tapó la cara al ver que eran las cinco de la mañana.

«Muy pronto los gallos cantarán», se dijo a sí mismo y comenzó a reír, sin saber realmente dónde estaba la gracia. Finalmente, decidió que aunque fuera sorprendido por el temido canto, se arriesgaría. Buscó una piedra pequeña que le sirviera y, cuando la encontró, la lanzó con suavidad en dirección a la ventana de su dormitorio. El ruido fue agudo, pero no lo suficiente para despertar a la bella durmiente. Se dispuso a buscar otra piedra con forma puntiaguda que empotró con energía contra el cristal. En esta ocasión, la lámpara de aceite iluminó el cuarto con claridad y la sombra de Asya se dibujó a contraluz. Pasha admiró embelesado el perfil de su pelo ondulado que le acariciaba la cintura, enfundada en un largo camisón de noche.

La cortina fue apartada y sus ojos chispeantes de la joven se hicieron visibles a pesar de la semioscuridad.

Pasha se cohibió un poco, pero muy poco, ya que la valentía de sus ambiciosos propósitos le insufló los ánimos necesarios para llegar hasta el final.

—¿Quién es? —preguntó, al tiempo que sacaba la cabeza para inspeccionar los alrededores.

—Soy yo —se envalentonó él y salió de su escondite—. Pasha.

Durante un buen rato se instauró el silencio.

—Pasha —repitió la joven con una tranquilidad alarmante—. ¿Qué Pasha?

—El que nunca te pedía una cita, pero con quien acudías a reunirte de igual modo. —Un enorme entusiasmo se apoderó de él, por lo que avanzó unos pasos en dirección a ella—. En cambio, el día que se atrevió a pedirte una, lo dejaste solo y destrozado, abandonado a su suerte. Ese Pasha, ¿te suena de algo?

—¿Y ese solo, destrozado y abandonado Pasha del que me estás hablando sabe que son las cinco de la mañana?

—¡Lo sabe! —declaró con la mano puesto a la altura del corazón. Avanzó unos cuantos pasos más, tambaleándose un poco a causa de los chupitos de vodka que se había tomado.

—No te acerques más, tenemos otro perro y no te conoce. Quédate ahí mismo, bajaré en un momento.

Mientras aguardaba su llegada, Pasha buscó un árbol frondoso y se sentó en el suelo apoyando la espalda en el tronco. A pesar de los nervios, se sentía inusualmente tranquilo. Preparado como no lo estuvo nunca para enfrentarse al huracán sin el cual su vida estaba vacía.

Asya llegó envuelta en un chal fino y con el pelo alborotado por la suave brisa que mecía de un modo romántico las coronas de los árboles. El camisón de franela la tapaba muy por debajo de las rodillas, hasta rozar el suelo, y unas zapatillas de estar por casa completaban su atuendo. Pasha pensó que nunca la había visto más hermosa que en este momento de casi intimidad.

Se sentó a su lado en el suelo y cuando la mano de él acogió la suya, no opuso resistencia. Entrelazaron los dedos y se quedaron un rato sin hablar.

—Ha llegado la hora de que conozcas algunas cosas sobre Pasha, ya sabes, ese del que, minutos atrás, no te acordabas. ¿Quieres oírlas?

—No lo sé. Has aparecido en plena noche debajo de mi ventana sin pedirme permiso, me parece contraproducente que me lo pidas ahora. Si tienes algo que decir, deberías hacerlo.

—Lo primero, me gustaría hablarte de mí estatura.

Asya agrandó la mirada, pensando que el comandante estaba más perjudicado por el alcohol de lo que ella había supuesto en un principio. Decidió ser paciente y dejarle divagar lo que quisiera.

—¿Qué le pasa a tu estatura? —entró en su juego de buen humor.

—Ya sabes que, desde siempre, he sido un chico alto. Esta circunstancia me ha obligado a crecer deprisa porque mis padres, profesores y amigos me trataban acorde a mi estatura y no a mi edad. No se me permitió jamás tener miedo a nada puesto que el más alto tenía que ser, a la fuerza, el más valiente. Esa constante presión me ha hecho mucho daño, convirtiéndome en un chico tremendamente inseguro.

—Pasha. —Asya le miró fijamente a los ojos con emoción no disimulada. Le acarició la mejilla con delicadeza, deseando llevarse con ella el dolor reprimido durante tantos años—. ¿Por qué no me lo contaste nunca?

—Porque los altos y fuertes no se quejan, Asy. Son siempre valientes.

—Nadie puede ser siempre valiente, Pasha. Nadie.

La joven dobló las piernas debajo de sí misma y levantó la vista hacia el cielo ya que los primeros rayos del sol iluminaron un poco el horizonte.

—Mira, está amaneciendo. Nunca hemos visto juntos un amanecer. Es tan hermoso —se maravilló ella, consiguiendo hacerle sonreír—. Ahora, cuéntame; ¿qué otras cosas les pasa a los altos?

Él se echó a reír, visiblemente más distendido.

—No te vayas a creer que todo lo que le ocurre a un alto es malo.

—¿Ah, no? —se hizo la sorprendida, contenta de verlo más alegre—. Estaba a punto de creer que un alto es el ser más desdichado del mundo entero.

—No. Por ejemplo, de un alto se enamora la chica más hermosa del vecindario.

—¿Y por qué lo hace? ¿Por encapricharse de su carácter retraído o por gustarle presumir de tener al más alto para ella?

—Eso ya no lo sé, habrá que preguntárselo a ella. El caso es que la chica se enamora de él y él de ella. Por un tiempo, son felices sin necesidad de ponerle nombre a lo que sienten el uno por el otro.

—¿Y qué pasa entonces?

—Los tiempos cambian y ellos evolucionan. La vida se complica. El alto la ama, aunque se aterra ante lo que siente y, un buen día, desaparece de su vida sin despedirse. Según él, la quiere proteger; según su conciencia, es cobarde, tímido y retraído.

—¡Ya sé! Eso hace que pierda a la chica —exclamó ella expectante, totalmente atraída por su juego de palabras.

—No —negó él, gesticulando con la mano—. Por extraño que parezca, no la pierde. Durante diez largos años, están separados y un día él regresa convertido en un hombre; uno poderoso, fuerte y valiente. Un hombre que, en teoría, no debería temer a nada ni a nadie. En cuanto la vuelve a ver, comprende que la sigue amando, aunque no tiene el valor de confesarlo. La desea con locura pero, en vez de dedicarse a conquistarla, le hace la vida imposible. Comienza una venganza en contra de su familia, en donde la más afectada resulta ser ella. Mata a su mejor amigo, a su adorado caballo, y la obliga a trabajar para él.

La voz de Asya salió temblorosa puesto que, aun cuando quería tomarse aquella confesión como un juego, era demasiado doloroso. Se esforzó en buscar las palabras adecuadas:

—Ya sé. Ahora sí que la ha perdido.

Se miraron a los ojos con una intensidad desbordante.

—No, no lo ha hecho. Se me olvidó decirte que el alto es un hombre con suerte. A pesar de todo, ella le entregó su corazón, en su lugar favorito, a la orilla del río Térek. Y, después de tenerse el uno al otro, solo cabían dos posibilidades: ser valientes o cobardes.

—Y fueron cobardes —terminó ella la frase en su lugar con voz temblorosa.

—El alto se amilanó y no fue capaz de hacer una declaración de amor en condiciones. Ella no es una mujer corriente, capaz de conformarse con medias verdades así que no dio por válidos sus pobres intentos de explicarse. Recelos infundados les hicieron tomar la decisión de olvidarse mutuamente. Él dejó de verla y se buscó una novia, tímida y recatada, que le ayudase a borrar de su memoria a la chica más hermosa de la comarca.

Las lágrimas comenzaron a recorrer las mejillas de Asya ya que muchas de las preguntas que la habían atormentado en sus interminables noches blancas tuvieron respuesta en este momento. Había barajado mil y una veces la venganza, el odio, el rencor, las familias… pero, en ningún momento, se le había pasado por la cabeza que el origen del problema se hallase en su timidez. Pasha la besó con suavidad en la mejilla, llevándose con él una parte de sus amargas lágrimas. La joven perdió la compostura e hizo el ademán de levantarse, pero él se lo impidió, poniéndole la mano en el brazo.

—Todavía no he terminado. Quédate un poco más, por favor.

—No sé si podré soportar escucharlo todo, Pasha. Es demasiado intenso.

Él le acarició el cabello con infinita delicadeza, inclinó la cabeza y volvió a sellarle la boca con un beso consolador, cargado de dulces promesas.

—Podrás. Hazlo por nosotros.

La joven asintió y se limpió las mejillas con el chal que le cubría los hombros. Pasha le recorrió con el pulgar la línea situada entre el cuello y los senos y volvió a besarla en los labios. Después la rodeó con el brazo y, en actitud relajada, siguió con su confesión:

—El alto despertó de su aturdimiento cuando escuchó que a la chica más hermosa de la comarca le proponían matrimonio. No por celos, sino por comprender que si la perdía su vida carecería de sentido. Todos sus errores se hicieron evidentes y sus miedos fueron superados al dejarse guiar por su corazón. Puso fin de inmediato a su venganza y a su noviazgo con la otra con la esperanza de recuperar a su amor.

—¿Y por qué no le contó nada de todo esto a la chica que amaba? Puede que ella lo estuviera esperando.

—Porque el alto, además de todo lo que dije sobre él, es testarudo. No quería presionarla para que se sintiera obligada a regresar con él. Él quiere estar con ella, pero tiene una condición.

El cuerpo de Asya se tensó visiblemente. Ya era casi de día y, de un momento a otro, tendrían que marcharse porque los mozos comenzarían a llegar a sus trabajos.

—¿Cuál es su condición?

—Que la chica le ame tanto como él la ama a ella.

—Pero ella le ama, se lo ha demostrado de mil maneras; no entiendo por qué el alto duda de su amor.

—Teme haberla perdido porque, a veces, el cansancio no entra por el cuerpo, entra por el corazón.

Asya meditó una milésima de segundo aquella profunda reflexión y cayó en la cuenta de que, efectivamente, su corazón estaba cansado. Cansado de esperar que se le hiciera caso. Cansado de aguardar algo que parecía que nunca llegaría. El ruido que emitió la puerta de la entrada al abrirse la obligó a ponerse de pie de un salto. Apremió a Pasha con un gesto para que hiciera lo propio.

—Ahora tienes que irte. La chica pensará en todo lo que dijiste, tomará una decisión y, esta tarde, irá al río para contestarte.

Él se levantó a regañadientes, demasiado consciente de que tendría un día espantoso por delante en donde la resaca y la espera serían sus únicas compañeras. La cogió por los hombros sin importarle que ya fuera de día y que pudieran ser sorprendidos por cualquiera que pasase por allí. Tiró de su chal y clavó los dedos en su piel desnuda. Acortó todo lo que pudo la distancia entre sus cuerpos y estampó un beso abrasador en sus labios, dejándola completamente aturdida.

—Esto es para refrescarte un poco la memoria —dijo antes de alejarse de ella—. Espero que te ayude a tomar la mejor decisión. Es ahora o nunca, Asy. La vida ha sido generosa con nosotros, nos ha dado muchas oportunidades que hemos desaprovechado, pero esta es la última. No la malgastes. Prométeme que no lo harás.

Una pizca de diversión hizo acto de presencia en sus luminosos ojos verdes. Sonrió de buena gana al tiempo que le revolvía el pelo con la mano en actitud cariñosa:

—Se te olvidó decirme que el alto es impaciente y algo ansioso. Espera a la cita. Entonces lo sabrás.

—Te amo, Asya Kurikova —se declaró efusivo al tiempo que la tomaba en sus brazos y vertía sobre su cara una lluvia de besos.

Asya apartó sus brazos de ella y se alejó radiante, pensando que un Pasha liberado era un Pasha adorable.

 

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