Asya

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La muerte de Asuán II

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Cuando el gélido aire de pleno invierno penetró en su cuerpo, Asya cayó en la cuenta que, al haber salido de forma precipitada de su casa, no llevaba puesto abrigo ni guantes. Los dedos enrojecidos apenas tenían el poder de sujetar las riendas congeladas y su cara comenzó a arder bajo la ventisca que caía de forma incesante sobre ella. Su largo cabello escapó de su trenza, repartiéndose sobre su espalda en varios mechones escarchados.

La voz de Pasha llegó hasta ella distorsionada a causa del temporal y, al girarse, se percató de que la estaba siguiendo. La rabia volvió a oscurecer sus pensamientos alborotados por lo que, en vez de detenerse, aumentó el trote del caballo.

No pensaba acatar sus órdenes, ni escuchar lo que tenía que decirle ni, mucho menos, entregarle a

Asuán II. Se marcharía al fin del mundo si fuera necesario, cabalgando sin parar hasta que él se cansaría y dejaría de perseguirla.

De forma inconsciente, tomó el camino hacia el río y la estrechez del pasaje unido al terreno congelado provocó que el caballo resbalase en un par de ocasiones. Ella apartó las ramas de los árboles de su paso, sin importarle que toda la nieve acumulada en los troncos se vertiera sobre su cuerpo convulsionado por el frío. Temblaba por el coraje que sentía todo su ser, por la tristeza de su corazón, por amar a un hombre que ya no conocía.

Escuchó el galope del caballo de Pasha a sus espaldas, e incrementó la carrera.

—Asya, por favor, detente. Vas demasiado deprisa. El terreno está helado, hay riesgo de que el caballo pueda resbalarse. No cometas una locura. Si es tan importante para ti, hasta el punto de poner tu vida en peligro, prometo que te lo dejaré.

Sus últimas palabras la hicieron dudar aunque la desconfianza que sentía le nubló los pensamientos y continuó corriendo.

—Asya —le escuchó llamarla, y notó su brazo rozándole la mano en un intento de contenerla—. Soy yo, Pasha, confía en mí.

Ella debatió una milésima de segundo en seguir o detenerse. En ese instante de duda, apartó la vista del camino buscándole a él. Sus miradas chocaron con crudeza, impactadas por el fuerte deseo que brillaba en las mismas. Sintió un brusco impulso y, al regresar la vista al frente, lanzó un grito cuando observó, en medio del camino, el tronco de un árbol caído. No tuvo tiempo para detener las riendas ni encontró manera alguna de esquivarlo. Las ágiles patas de

Asuán II impactaron contra la corteza congelada ya que su salto no fue lo suficientemente alto para evitarlo. Un fuerte crujido de huesos rotos rompió el silencio mientras Asya se precipitaba al suelo, cayendo sobre la nieve plateada, junto a la espalda de su querido animal.

El resto de los acontecimientos pasaron con dolorosa lentitud. Sus gritos fueron ahogados por los relinches doloridos de su caballo que, al convulsionarse por el gran sufrimiento que le había provocado la caída, estuvo a punto de aplastarle el cuerpo bajo el suyo.

Mareada de dolor y asustada ante el hecho de verse aplastada, intentó soltarse de la montura. No tuvo fuerzas para hacerlo ya que una pierna se le había quedado enganchada en la hebilla; sin embargo, unas manos decididas la ayudaron a liberarse y la apartaron del cuerpo del animal.

Congelada por el frío comenzó a sollozar al sentirse segura dentro de los acogedores brazos de Pasha. Fue un consuelo fugaz del que no llegó a disfrutar al comprender la desgracia que se había abatido sobre ella y su caballo.

Pasha era su verdugo y sus represalias no habían hecho más que empezar.

Se reprendió por sentirse reconfortada por su abrazo. Le apartó las manos de mala manera y puso distancia entre sus cuerpos, lanzándole destellos acusadores con la mirada.

—¡No me toques! No te me acerques —le advirtió haciendo un gesto decisivo con la mano al observar que él daba un paso hacia ella—. Me has quitado a

Asuán II para siempre. Nunca te lo voy a perdonar. ¡Nunca!

Dicho esto se dio la vuelta y se acercó al animal que la observaba desde el suelo con la mirada perdida. Se sentó de rodillas a su lado, abrazándole con ternura y amor infinito. Dejó su cabeza descansar sobre el cuello del caballo y comenzó a llorar, desconsolada.

—Mi querido amigo. Resiste, por favor. No puedes abandonarme. ¿Sabes que esta noche vas a ser padre?

Pasha presenciaba la escena impotente, sintiéndose responsable por el dolor que había provocado sin querer. Deseaba ayudarla, reconfortarla, pero no sabía cómo. El intenso dolor que desprendía su llanto le hizo comprender que la había perdido para siempre. Conocía más que nadie el amor que la joven profesaba a los caballos, y

Asuán II era, sin duda, su animal favorito. Entendió apenado que el vacío que acababa de formarse entre él y la mujer que amaba era insalvable. Reconoció, con angustiosa certeza, que su historia de amor había muerto para siempre, junto a su querido animal.

Se acercó a la pata del caballo y la examinó con atención en búsqueda de un milagro. Soltó una maldición al comprender que estaba rota en tres partes. Multitud de animales vivirían con una pierna rota, pero no un caballo. La pizca de esperanza que aún pudo albergar quedó fulminada al instante. No podían hacer nada para ayudarlo; por desgracia, los días de

Asuán II, el querido amigo de Asya

, habían llegado a su fin. Solo quedaba ahorrarle el sufrimiento y hacerle el tránsito hacia el otro mundo del modo más fácil posible.

Se acercó a la joven, tratando de hacerla razonar. El rostro inmóvil de ella le indicó que se encontraba conmocionada. Apenas pestañeaba y sus instintos parecían paralizados. Estaba abrazada al animal y permanecía pegada a él sin intención de hacer nada más que lo que estaba haciendo en ese momento. Sus cabellos oscuros estaban completamente nevados, igual que el pelaje oscuro de su adorado

AsuánII. Debía arrancarla de allí y llevarla a su casa cuanto antes; de lo contrario, podría morir congelada.

—Asy —la llamó con suavidad arrodillándose junto a ella—. Vamos, levántate, estás helada.

Un leve pestañeo le indicó que había reaccionado un poco al escuchar la versión corta de su nombre que solo él utilizaba. Dio un último beso en la cabeza del animal y se levantó con dificultad. Pasha imitó su gesto, se inclinó sobre ella y, tras quitarse su propio abrigo, lo colocó sobre sus hombros. Se sintió mejor al verla protegida del áspero viento que levantaba furiosas olas de nieve a su alrededor.

—Nunca más me llames así —le pidió en voz queda, cargada de dolor. El labio inferior le temblaba de forma visible y unas lágrimas enormes caían a raudales sobre sus mejillas, blancas como la nieve—. Has obtenido lo que querías —añadió con amargura—. ¿Estás feliz ahora?

—¿Cómo puedes decir esto? Yo no quise que pasara esto —se defendió con tono débil—. Sabes que también amo a los caballos.

—¿Y así tratas a los que amas? ¿Haciéndolos sufrir? ¿Matándolos?

Un silencio muy denso se instauró entre ellos. Pasha bajó la mirada incapaz de encajar sus reproches de doble sentido.

—Jamás podría sentir felicidad a costa de tus lágrimas —se defendió con un hilo de voz—. Tú me conoces, deberías saberlo.

—No, ya no te conozco. Ahora dame tu pistola —pidió ella con una entereza asombrosa.

—No lo hagas. Deja que me encargue yo —le rogó desesperado al entender que quería acabar con el sufrimiento del animal. Tenía que quitarle ese peso de encima porque sabía de buena tinta las pesadillas que la asediarían después. Él mismo las había sufrido en sus carnes cuando tuvo que sacrificar algún caballo herido para ahorrarle sufrimiento. Los aterciopelados ojos de un animal a punto de morir se clavaban muy hondo en el corazón humano.

—Dame la pistola —exigió ella en tono imperativo. Esta vez no esperó a que le hiciera caso, sino que se acercó a la funda de cuero que colgaba del cinturón que rodeaba el torso del comandante y extrajo el pequeño revólver.

Lo examinó con atención, después lo rodeó con las manos y apuntó al pecho de Pasha con determinación. Fantaseó con la idea de acabar con todo allí, en su lugar favorito, en la proximidad del río. Terminaría para siempre con la desesperación, la culpa, el dolor y la añoranza. Una añoranza que la consumía lentamente y que, sin necesidad de que nadie se lo dijese, sabía que jamás terminaría. Pondría fin a una venganza que no traería la paz, ni para ella ni para su verdugo.

Quitó el seguro del arma y el ruido que hizo resonó con mucha fuerza en el silencioso bosque. Presionó un poco el gatillo con el dedo y se perdió hipnotizada en las profundidades tormentosas de los ojos de Pasha, quien no se apartó, ni hizo el menor intento de quitarle la pistola de las manos. Parecía igual de aliviado que ella por dejar ese mundo. Tal vez, si se fueran juntos a uno mejor, tendrían una oportunidad. De pronto, un relinche ahogado la sobresaltó. Su caballo agonizaba y era preciso acabar con su sufrimiento. Ella y Pasha podían esperar.

Esa pequeña distracción sacó a Pasha del estado letárgico en el que se encontraba. Alargó el brazo quitándole la pistola de las manos sin apenas esfuerzo.

—Soy uno de los mejores apuntado al corazón. No tardará ni dos segundos en fallecer. Tú estás alterada y puedes fallar. Deja que lo haga yo, por favor.

Ella hizo un signo imperceptible con la cabeza, señal de que consentía su gesto. Dobló sus piernas y se tumbó al lado del cuerpo de

Asuán II, al que volvió a abrazar del cuello. Le apretó contra ella y le soltó mucho tiempo después de que sonara el disparo. El animal no movió ni un solo músculo, simplemente se fue al mundo de los ángeles en el más intenso de los silencios. Su pelaje oscuro contrastaba con el manto brillante de nieve sobre el cual había dado su último suspiro, pintándolo con el color rojo intenso de la sangre. El rojo del dolor y de la venganza.

Cuando todo hubo acabado, Asya se dejó invadir por la pena y el inmenso vacío que se adueñaba de su corazón. Sentía cómo decenas de cuchillos afilados se clavaban en su piel y no paraban de removerse. No recordaba haber sentido jamás un dolor más intenso que aquel. Levantó la mirada, bañada en lágrimas en búsqueda de una pizca de consuelo, y el amor que encontró en los ojos del militar aliviaron un poco su pena.

—¡Pasha! —le llamó con una desgarradora necesidad, estallando en un lastimero llanto—. ¿Qué hemos hecho?

—¡Asy!

Le tomó las manos y la ayudó a levantarse. No fue capaz de apartarse cuando el hombre que amaba, y odiaba a partes iguales, la estrecho con fuerza entre sus brazos. Intentó obviar las caricias provocadas por sus dedos que, apenas segundos atrás habían apretado el gatillo que puso fin a la vida de su querido animal. Se permitió un breve momento de perdón y alimentó su desesperación con aquel instante cargado de pena, dolor y amor. Perdida por completo entre un mar de dudas y remordimientos comenzó a tiritar. Pasha la apretó más contra su pecho y le friccionó la espalda para infundirle calor. Sus labios calientes se paseaban por sus mejillas tratando de aliviar la frialdad de su piel.

—Tenemos que irnos —dijo al cabo de un rato—. Sé que duele mucho, pero te prometo que, con el tiempo, se te hará soportable. Ya no podemos hacer nada más por él, lo siento.

—Me siento culpable. Lo hemos matado, Pasha. —El labio inferior comenzó a temblarle y la cara se le llenó de lágrimas de impotencia.

—Solo fue un accidente. —Su voz cálida la reconfortó y asintió levemente con la cabeza, deseando que las garras del arrepentimiento y la culpa no fueran tan afiladas—. Tenemos que marcharnos ahora, de lo contrario enfermarás. Deja que te ponga mi abrigo. —Sin esperar respuesta, Pasha lo recogió del suelo colocándolo con afecto sobre sus hombros temblorosos.

—¿Tú crees que los caballos necesitan pasar las veinticuatro aduanas para llegar al Cielo? —preguntó ella de pronto, con auténtica preocupación.

Pasha lo pensó un segundo tratando de encontrar las palabras adecuadas para aliviar su gran pesar.

—Yo le he quitado la vida, y ya sabes que las creencias ortodoxas dicen que el que quita una vida se queda con los pecados del fallecido. Básicamente, trato de consolarte; no obstante, creo de todo corazón que si el Cielo existe, tu adorado caballo irá directo allí, sin necesidad de pasar ninguna aduana.

La explicación de él pareció reconfortarla. Lanzó una última mirada al cuerpo del animal, tragándose las lágrimas, presa de una infinita tristeza.

—Lo siento mucho. Asy. De verdad.

Ella no contestó, simplemente asintió con un gesto. Pasha preparó su caballo y, tras subirse a sus lomos, le tendió la mano para unirse a él. Ya no podía hacer nada para aliviar el sufrimiento provocado por la ausencia de

Asuán II, pero al menos, podría ponerla a salvo y llevarla a su casa. Asya se subió a la montura del caballo y no protestó cuando sus fuertes brazos la envolvieron. Callados y colmados de remordimientos, recorrieron el viaje de vuelta, cada uno rodeado por sus propios demonios. A pesar de la cercanía de sus cuerpos, se sentían a mil años de distancia el uno del otro.

 

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