Asya

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La confusión de Pasha

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Unos sonidos molestos despertaron a Pasha, pero el mero intento de abrir los ojos le hizo ver una lluvia de estrellas. Sabía que era consecuencia de la resaca y las pocas horas de sueño que había tenido. Al siguiente intento, se orientó y consiguió levantarse. Llevaba todavía la ropa con la que se había vestido para la boda de su hermana y la prótesis puesta. No quería ni imaginarse el aspecto que tendría su pie izquierdo. Acudió al baño con aquel gong rítmico que rompía el silencio de la mañana, preguntándose quién lo tocaría y por qué.

Tras asearse y quitarse la prótesis, se vistió con ropa cómoda y fue en búsqueda de algo para comer. Entró en la cocina con una enorme sonrisa en la cara puesto que los recuerdos de la noche anterior llegaron a su mente para llenarlo de dicha. Faltaban pocas horas para que él y la mujer que amaba hicieran sus sueños realidad. Se imaginó una instantánea en donde él y Asya compartirían un apetitoso desayuno, plagado de dulces besos y suaves caricias. Solo con ver su rostro nada más despertarse le bastaría para tener un buen día.

Su madre le recibió con una sonrisa más amplia de lo habitual. Le dio un beso en la mejilla invitándole a sentarse para probar su rica tortilla, hecha con huevos, pimiento amarillo y calabacín; hortalizas todas ellas recogidas en el huerto aquella misma mañana.

—Buenos días, madre. Se me hace raro no ver a Natasha por ninguna parte.

—Raro sí que es, desde luego —admitió contenta, al tiempo que cortaba una hogaza de pan y la dejaba en un cesto—, pero ¡qué descanso! Esa niña no paraba de parlotear nunca.

Rieron los dos distendidos y comenzaron a desayunar. Un revuelo de trabajadores les llamó la atención, por lo que salieron al rellano para enterarse de lo ocurrido. Observaron cómo unos cuantos hombres rodearon a uno de la hacienda vecina, haciéndole preguntas. El empleado de los Kurikov llevaba un palo de madera en la mano del que colgaba un largo pañuelo rojo. Pasha se sintió desfallecer de alegría allí mismo pues ya intuía el significado de aquello. Un pañuelo rojo colgado de un palo, unido a los ruidos de un tambor, anunciaba un matrimonio.

—¡Otra boda! —exclamó la señora Fedorova sorprendida—. Vamos a ver de quién se trata.

Se acercaron al séquito de trabajadores y pudieron escuchar con claridad cómo el hombre que sostenía el palo en la mano anunciaba, orgulloso, que la única nieta de su patrón tomaría los votos nupciales en breve.

—¿Con quién se casa? —se interesó la madre de Pasha, expectante. Aquella era la mejor noticia de todas las noticias y le quitaba un gran peso de encima. Sabía que su hijo sería desdichado, pero con el tiempo la olvidaría. Una mujer casada ya no podría ser una opción, ni para él ni para nadie. Sin duda, sus ruegos habían dado resultado. Tomó nota mental de acudir a la iglesia al día siguiente para repartir limosna a los más necesitados y alzar unos cuantos ruegos ardientes al Señor. Que Asya hubiera decidido casarse así de repente solo podría deberse a una ayuda divina.

—Pues no lo sé, la verdad —se excusó el trabajador visiblemente disgustado consigo mismo por no disponer de ese dato tan valioso. Su gran noticia dejó pronto de importar porque, al no saberse el nombre del novio, perdió el interés y las habladurías cesaron. Una única persona lo sabía, pero debía primero calmar su agitado corazón y, después, contárselo a su madre.

Pasha regresó a la cocina, aunque no fue capaz de seguir comiendo la tortilla que se estaba enfriado en el plato. Una gran bola de fuego comenzó a rodar en su interior incendiando todo a su paso. Solo Asya podía haberle dado el «sí quiero» de ese modo. Su historia de pasión no podía tener un final monótono del tipo «sí quiero» convencional, su amor necesitaba el ruido y que los cuatro vientos lo supieran. Felicidad, expectación, impresión eran solo algunos de los sentimientos que le traspasaban en ese instante. Dicha absoluta. Placidez.

Su madre debió de interpretar mal su aturdimiento puesto que se acercó a él y le dio un abrazo consolador, hablándole con compresión:

—Mi querido Pashenko. No te atormentes. Es la mejor decisión que ella pudo haber tomado. Es huérfana y sus abuelos son mayores, necesita tomar marido para asegurar su futuro. ¿Qué iba a hacer una mujer sola con una hacienda tan grande? Y ya no es ninguna jovencita, a esa edad no es fácil; mira tu hermana, tuvo que contentarse con el señor Karamazov que es, incluso, unos cuantos años más mayor que yo.

La enorme sonrisa que iluminó el rostro de su hijo la desconcertó y, tras verlo tomar una generosa bocanada de aire, se turbó todavía más.

—No estoy atormentado, sino todo lo contrario. Hoy es el día más feliz de mi vida. Asya se casará, ¡conmigo!

—Contigo —repitió su madre aturdida. Se dejó caer en la silla con una expresión destrozada en el rostro. Se cubrió la cara con las manos y permaneció un momento así, pensativa. Después centró la atención en su hijo y sus ojos cálidos adquirieron un brillo autoritario, de incomprensión—. ¿Cómo pudiste pedírselo sin avisarme? ¿Sin contar con mi bendición? ¿Y por qué los Kurikov lo celebran con tanta alegría? Deberían estar igual de destrozados que yo. No tiene ningún sentido.

—Por favor, no te sientas decepcionada. No es algo que haya planeado, simplemente ha pasado lo que tenía que pasar. No puedo ser feliz sin ella, estoy cansado de luchar en contra de lo que siento. Anoche, después de la boda, fui a verla. Ha ocurrido todo muy rápido, hasta yo estoy sorprendido por el alboroto formado… Lo siento, madre, he intentado salir con Tatiana, he tratado de olvidarla, pero no soy capaz de apartarla de mi corazón. Si lo hago, seré desgraciado el resto de mis días. ¿Es esto lo que quieres para mí?

—No, por supuesto, que no; aunque tampoco la quiero a ella en tu vida. No me quedaré cruzada de brazos viendo cómo destrozas tu futuro. Esta chica es tu condena. —Las lágrimas le invadieron la cara y salió disparada de la cocina en busca de algo que le ofreciera un poco de consuelo. Lo que más había temido estaba ocurriendo. Sintió un gran enfado en contra de Dios y decidió que no visitaría la iglesia durante un largo periodo, ni lanzaría ruegos ardientes antes de acostarse.

Pasha se sintió, de algún modo, liberado. Le había confesado a su madre sus intenciones matrimoniales con Asya y no se había provocado el fin del mundo. Terminó su desayuno y pasó el resto del día con la vista puesta en el reloj. Cuando dieron las cuatro de la tarde se preparó para ir al río. Estaba ansioso por abrazarla y escuchar de su boca el tan deseado «sí». Y besarla y volver a hacerle el amor. Y, después, besarla de nuevo hasta que aplacara el deseo que palpitaba bajo su piel. Y ya cuando estuviera saciado, planearían su futuro.

Reflexionó con detenimiento acerca de su vida en común. Aparte de hacer el amor y saciarse el uno del otro, debían construir un hogar. Ninguna de las dos haciendas podría ser una opción, así que le pareció buena idea construir una casa para ambos en la hectárea de terreno neutra que no pertenecía a ninguna de las dos familias. De ese modo, no estarían tomando partido por ninguna de las partes, ni desdicharían a nadie. Sus familiares se mostrarían resentidos con ellos durante un tiempo pero, al final, cederían. Vendrían los niños y estos ayudarían a limar asperezas. Y Asya estaría cerca de sus caballos y su mundo no se vería alterado.

Con aquellos bonitos planes de futuro rondándole en la cabeza, recogió del jardín un ramo de margaritas y se marchó con su coche a la cita de esa tarde.

No se sorprendió al ver que ella no había aparecido, pues era inimaginable que llegase alguna vez antes que él. Se sentó debajo de un árbol y se dispuso a esperar. Sentía una paz inmensa desbordando su mundo interior y el corazón rebosante de optimismo.

Los minutos pasaron y comenzó a inquietarse ante el silencio que lo rodeaba. El éxtasis que se había apoderado de su cuerpo desde esa mañana comenzó a perder intensidad. La preocupación también llegó a sus pensamientos y, finalmente, al caer la noche, comprendió que ella no acudiría.

Tiró el ramo de flores en la superficie ondulada del río, hipnotizado por el curso incansable de la riada que se llevó con ella las bonitas margaritas junto a sus ilusiones hechas añicos. Suspiró y cerró los ojos, deseando que los negros pensamientos se desvanecieran de su cabeza.

Regresó a casa demasiado aturdido para sacar alguna conclusión. Debía hablar con ella. Una vez tomada la decisión, aparcó el coche en los alrededores de la finca de los Kurikov y, del mismo modo que la noche anterior, entró a hurtadillas en la propiedad. Lanzó un buen puñado de piedras en la ventana del cuarto de Asya, sin que ella apareciera ni diera ninguna señal.

La incertidumbre de no saber lo estaba matando lentamente. Regresó a casa con el fuerte convencimiento de que, al día siguiente, iría a su puerta y le pediría explicaciones. Mientras tanto tenía por delante una noche sacada del mismísimo infierno. De sombras aterradoras.

Nada más llegar a su hacienda, se encontró con que un sargento del cuartel le pedía que fuera con urgencia para allá puesto que el capitán Lenin le había llamado. Se extrañó ante esa petición ya que tras la boda de su hermana se había concedido un día libre y sus subordinados sabían que no debían molestarlo si no se trataba de algo realmente importante.

Media hora después, y para su total incomprensión, la incógnita de Asya quedó resuelta. Por muy increíble que pareciera, los sonidos del tambor de esa mañana no anunciaban el casamiento de Asya Kurikova con Pasha Fedorov, sino su compromiso con Alexandr Lenin. Cuando él se estaba imaginando que tocaría el cielo con las yemas de sus dedos, en realidad, estaba pisando brasas encendidas. Una pequeña parte de él podría entender su decisión; no obstante, lo que le tenía sumido en la más honda de las tristezas era su forma de hacérsela saber. Como si se hubiera burlado de él y de su hermosa y, a la vez, triste historia de amor. Había hecho que todo lo sublime se marchitase y convertido lo especial, y diferente, en algo común.

Una horrible tristeza se instaló en su interior al escuchar a Lenin alardear de su próximo matrimonio. Había reunido a todos los oficiales del cuartel en el salón de actos, donde se sirvió vino y cerveza en abundancia para celebrarlo.

—¡Comandante! —lo llamó Alexandr nada más percatarse de su presencia—. ¡Por fin has llegado! Te estábamos esperando. Acércate para tomar un vaso de vino a mi salud y a la de mi futura esposa. La indomable Asya Kurikova, finalmente, me dijo que sí.

Pasha no podría creer que aquello sucediese en realidad. Una enorme bola de furia comenzó a formarse en su interior llenándole de rabia y frustración. Sintió como si el capitán le estuviera robado su vida. Él tendría que haber ofrecido aquella improvisada fiesta para anunciar su matrimonio y los malditos gongs de esa mañana deberían haber sonado en su honor.

Completamente fuera de sí, se acercó y aceptó el vaso de vino tinto que su oficial le entregó. Se lo tomó de un trago y, sin mediar palabra, descargó un potente puñetazo en la mejilla de Lenin. El oficial fue tomado desprevenido, por lo que cayó fulminado al suelo, con una mirada atónita en el rostro. Mucho rato después, seguía sin entender qué mosca había picado a su comandante.

 

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