Asya

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Caprichos del destino

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Asya no pudo pegar ojo en toda la noche. Pensó que una de las cosas más tristes de la vida era decirle adiós a una persona cuando, en realidad, no querías que se marchase. Se sentía impotente y sin fuerzas, como si hubiese dejado de ser la dueña de su vida. No estaba molesta con

babushka, en el fondo de su alma sabía que lo había hecho con la mejor de las intenciones. Estaba irritada consigo misma por haberse dejado arrastrar por el oleaje como una cobarde. ¿Dónde estaba su fuerza de carácter? ¿Por qué no había luchado por él? La habían presionado, era cierto; no obstante, podía haberse rebelado en vez de tomar el camino más fácil.

Lágrimas de fuego comenzaron a arder en sus ojos cuando escuchó el golpeteo de las piedras contra el cristal. Se asomó y la imagen de un Pasha derrotado, esperando bajo su ventana, le rompió el corazón. En un primer momento, tuvo la intención de acudir a la cita de esa tarde para contarle que la situación se le había escapado de las manos pero, por un capricho del destino, el capitán Lenin fue a visitarla y ella presenció imponente cómo

dedushka lo felicitaba y le daba su bendición. El militar, que casi había perdido la esperanza de casarse con ella, se quedó prácticamente con la boca abierta al enterarse de que Asya le había aceptado.

—Es bastante inusual que un hombre enamorado se entere, por casualidad, que su proposición de matrimonio haya prosperado —comentó, cuando se quedaron un momento a solas—. Estoy que no salgo de mi asombro. Imagínate, por un momento, cuando tu abuelo me felicitó, miré detrás de mi hombro por si había alguien más.

—Fue todo muy repentino. —Asya le mostró una sonrisa forzada, intentando acostumbrarse a la idea de que ese hombre sería el compañero de su vida, el hombre que compartiría sus sueños y que estaría a su lado en lo bueno y en lo malo. ¿Podría el atractivo capitán hacerla olvidar? ¿Apagar las llamas que la devoraban por dentro?

—Bueno, pues aun cuando no ha sido muy romántico escuchar la noticia de ese modo, quiero que nos casemos, ¡lo antes posible! —afirmó él colmado de entusiasmo.

—Habrá que esperar un poco —calmó ella su frenesí, presa de un verdadero pánico—. Mis abuelos quieren organizar una gran fiesta y eso llevará su tiempo. He aceptado casarme, pero no de inmediato.

—Estamos en guerra y puede que pronto me llamen al frente —dio él voz a sus pensamientos con cierta pesadumbre—. ¿Qué te parece en un mes?

—¿Un mes? —A Asya le cambió la cara, pero trató de no perder la compostura—. La gente pensará que estoy embarazada. No hay por qué darse tanta prisa —concluyó finalmente.

—Un mes, mi hermosa Asya. No te concedo ni un día más. Y que la gente piense lo que le dé la gana.

Sus emocionados abuelos invitaron al militar a quedarse a comer y este aceptó encantado. Cuando se hizo la hora de la cita, Asya intentó escabullirse con la excusa de que deseaba cabalgar, pero su entusiasta prometido se ofreció a acompañarla.

No quería ni imaginarse el infierno de Pasha, solo, atormentado y sin una pizca de consuelo que aliviase su maltrecho corazón. Una vez que Alexandr se marchó para celebrar la buena nueva con sus camaradas del cuartel, Asya se refugió en su cuarto para desahogarse y cuando se percató de la presencia de Pasha, no le quedaron fuerzas para enfrentarlo. Era demasiado tarde para todo y, si quería ayudarlo, debía dejarlo que se desilusionase y tomase sus propias conclusiones. Un «no» a medias no le haría al amor de su vida ningún bien. Si supiera la verdad, quizás su orgullo se sintiera un poco aliviado, aunque no le ayudaría a aceptar la realidad. Y la triste realidad era que, aun cuando le amaba con locura, había aceptado casarse con otro. ¡En el plazo de un mes!

La veterinaria lloró desconsolada cuando Pasha se marchó cabizbajo y con el rostro ensombrecido. Se preguntó con amargura cómo se mantendría en pie cuando todo su mundo interior se estaba cayendo a pedazos.

 

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