Asya

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La elección de Pasha

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Asya saltó de la cama de un brinco al escuchar relinches de caballos. Se asomó a la ventana y sonrió, de oreja a oreja, al observar cómo llegaban en fila todos los animales requisados a la fuerza días atrás. Bajó impaciente los escalones que separaban el piso superior de la planta baja y, sin importarle que estuviera vestida solo con un ligero camisón de verano, descalza y con los cabellos alborotados, salió a recibirlos. Buscó con la mirada a su adorado

As y, en cuanto lo localizó, fue directa a él, llorando y riendo al mismo tiempo. Se tranquilizó al ver que el potro ofrecía buen aspecto. Acto seguido, preguntó a los hombres que los custodiaban sobre todo aquello, pero ellos no supieron contestarle de dónde venían los animales; simplemente, tenían órdenes de devolverlos. Asya no tuvo necesidad de hacer otras comprobaciones porque estaba plenamente convencida de que sus adorados animales estaban de vuelta, gracias a Pasha.

Extasiada, acudió a avisar a sus abuelos de la buena nueva y, entre todos, los atendieron lo mejor que pudieron ya que estaban hambrientos y cansados. Cuando quedó satisfecha con el resultado, se enfundó un bonito vestido verde con lunares, ataviado a la cintura con una de sus anchas pretinas de cuero, y encaminó sus pasos hacia la hacienda vecina. Quería agradecer personalmente a Pasha su gesto e interesarse sobre quién había estado detrás de aquello, pero, para su sorpresa, no encontró ningún miembro de la familia en casa. Desanimada, pensaba regresar cuando se cruzó con un mozo que había trabajado con ella. El hombre le explicó que la señora se había marchado de forma repentina al hospital porque, la tarde anterior, el comandante había sido ingresado de urgencia.

Con el corazón en un puño, Asya abandonó la hacienda y salió corriendo en dirección hacia su casa, donde tomó la diligencia de su abuelo y se apresuró en ir al hospital. Una vez allí, localizó con facilidad la habitación del comandante Fedorov puesto que, al tratarse de una persona importante, se había formado cierto revuelo con su ingreso. Antes de entrar en la sala de espera, se preparó anímicamente para enfrentarse a la señora Fedorova y a su hija, quienes con toda probabilidad estarían allí esperando.

Abrió la puerta un poco cohibida aunque, para su sorpresa, la madre de Pasha no la increpó ni intentó disuadirla a que se marchara. Le respondió al saludo con un gesto apenas perceptible de cabeza, y Asya se sentó junto a ella, mordiéndose la lengua por las ganas que tenía de preguntar por el estado de su hijo.

Natasha, que se hallaba sentada enfrente, posó sobre ella su mirada altanera de siempre, aunque se abstuvo de dirigirle la palabra y, por muy raro que se sintiera en ellas, las tres compartieron el mismo espacio sin llegar a gritarse ni a agredirse mutuamente. Cuando las ganas de saber de Pasha se le hicieron insoportables, se atrevió a romper el silencio:

—¿Qué le ha pasado a Pasha? ¿Puedo verlo, aunque sea unos segundos? Por favor.

—El médico no permite visitas por el momento —respondió con educación su madre—. Tiene una fiebre muy alta, están intentando estabilizarlo. Hay que esperar.

—¿Fiebre, por qué? ¿Lo mismo de la otra vez? —se interesó Asya, deseosa de recopilar más datos sobre su estado.

—Lo mismo, sí. Se le infectó y, esta vez, la fiebre lo tumbó al suelo.

Los grandes ojos de Asya se llenaron de emociones retenidas y preocupación. Esbozó una breve sonrisa al encontrar en la mirada de la señora Fedorova la misma angustia.

—Debería descansar más —apreció en tono consolador.

—Sí, debería hacerlo —convino su madre.

Las tres mujeres se sumergieron de nuevo en un completo silencio y no volvieron a dirigirse la palabra. Una hora más tarde, el médico de guardia entró en la sala y rompió la monotonía que allí reinaba:

—Hemos conseguido estabilizar al comandante Fedorov, aunque ha costado. Su estado era realmente grave y estuvimos a punto de sacrificarle la pierna gangrenada; no obstante, es un hombre fuerte y resistente y ha salido adelante sin necesidad de tomar decisiones drásticas.

Al escuchar las buenas noticias, la señora Fedorova se levantó de la silla alterada:

—Gracias a Dios. Quiero verlo, por favor.

—Lo siento mucho, señora; pero el paciente ha expresado bien claro que no desea recibir la visita de su madre. En cambio pide ver a otra persona.

Natasha se levantó triunfante de la silla, segura de que su hermano esperaba verla a ella.

—Si es usted la señorita Asya, pase, por favor —la invitó el médico solícito, deslumbrado ante la belleza de la mujer que vestía para la ocasión un impecable conjunto de color azul cielo y el cabello rubio, perfectamente peinado en un sencillo moño bajo.

—Yo soy Asya —se apresuró la aludida a presentarse. Intercambió con Natasha un gesto tenso, de resentimiento arduo, y siguió los pasos del médico, presa de un real entusiasmo.

A pesar de todos los pesares, Pasha deseaba verla a ella.

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