Astrid

Astrid


UNO

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Año 1.241, en algún lugar del Atlántico Norte…

 

Cuando la princesa Astrid despertó, ya era de noche. Estaba tumbada en el suelo boca abajo, atada de pies y manos, y al levantar la cabeza sintió un fuerte mareo y que le dolía mucho la nuca, el lugar donde la habían golpeado. Dejó caer la cabeza de nuevo con un gemido, y cerró los ojos porque le pareció que el suelo se movía. Unos segundos después se dio cuenta de que el movimiento era real, porque iba en un barco.

Al mover los brazos para quitarse las ligaduras tocó a alguien y se movió como pudo para ver quién era, respirando aliviada al comprobar que era Lena y que seguía viva. Entonces, fue girando su cuerpo poco a poco hasta que se colocó boca arriba y consiguió sentarse junto a su amiga.

Se habían criado juntas y aunque Lena era una esclava y ella la hija del rey y, a pesar de lo diferentes que eran sus caracteres, estaban muy unidas. Astrid le dio un ligero codazo para llamar su atención y escuchó la alegría en su voz cuando susurró,

—¡Odín sea loado, creí que no despertarías nunca! —la luna salió de detrás de unas nubes y Astrid pudo ver cómo corrían las lágrimas por su rostro. Era una mujer muy bella, de aspecto delicado, rubia y con grandes ojos azules —la princesa intentó sonreír, a pesar de todo, para tranquilizarla

—No han tenido tanta suerte —masculló entre dientes. Hizo un esfuerzo para no gritar de rabia, ya que eso no les traería nada bueno— ¡cuando consiga liberarme, los mataré a todos!, y al primero, a ese traidor de Lars ¡juro que no descansaré hasta acabar con él! —Lena miró hacia donde estaban sus secuestradores, a su izquierda, antes de contestar,

—¡Baja la voz! Como te oigan, vendrán a por nosotras, y yo por lo menos creo que cuanto más tarden en deshonrarnos, mejor.

—Tienes razón, Lena —inclinó la cabeza un momento cerrando los ojos, y elevó una plegaria por su padre y por el pequeño Harold, su hermano de ocho años.

Cuando terminó, se juró a sí misma que entregaría su vida con gran placer si a cambio podía matar a Lars y vengarlos a los dos. Entonces, respiró hondo y ralentizó los latidos de su corazón como le había enseñado el anciano Heinrik, tenía que contener su ímpetu como tantas veces le había repetido su maestro. Él siempre le decía que, si no podía controlar su genio durante la lucha, nunca ganaría una batalla y mucho menos la guerra. Recordando que también había muerto, murmuró la oración tradicional por su espíritu:

—Muchas gracias por tus enseñanzas querido amigo, ¡espero que esta noche Odín te haya acogido entre sus guerreros, en el Valhalla! —miró las estrellas que fulguraban sobre sus cabezas en el negro cielo y se mordió los labios emocionada, porque sabía que los tres ya estaban junto a su querida madre y que, ahora, todos la miraban desde allí. Después de vengar el honor de su familia, no le quedaría ningún motivo para seguir en la tierra, excepto Lena.

Un susurro hizo que volviera a la realidad,

—¡Astrid, si se te ocurre algún plan, cuenta conmigo! —la princesa echó un vistazo al otro lado del barco donde cuatro piratas borrachos bebían y cantaban, pero había un quinto pirata, que llevaba el timón y que parecía estar sobrio. Las otras mujeres estaban sentadas en la cubierta junto a ellos, aunque no las habían atado, al contrario que a Lena y a ella. Al ver que nadie les prestaba atención, contestó

  —Llevo un puñal en la bota, pero son demasiados para enfrentarme sola a ellos —antes de que Lena se ofreciera a hacerlo, continuó —tú no puedes luchar cuerpo a cuerpo, no estás entrenada como yo. Pero no te preocupes, que saldremos de esta ¿Somos los únicos prisioneros? —se obligó a no pensar en todo lo que habían dejado atrás. Más adelante, cuando fueran libres, lo haría, pero de momento solo debía planear cómo conseguir que Lena y ella sobrevivieran.

—Sí, ¿has visto a las demás? —Astrid asintió, aunque debido a la falta de luz, no podía verles las caras— Lars entregó a los piratas a todas las mujeres que vivíamos en la casa de tu padre, Liska y Kaisa, Dahlia, tú y yo.

—¿Dahlia? —no pudo evitar la mueca de desprecio que se formó en su cara al nombrarla. A pesar de que Astrid adoraba a su hermano, nunca había soportado a su madre, Dahlia; había intentado quererla pensando en la felicidad de su padre, pero había sido imposible. Dahlia era una mujer egoísta y envidiosa, y nunca había entendido cómo su padre la había tomado como concubina.

—Sí —Lena la miró, preocupada—, sabía que no te alegrarías cuando supieras que ella también estaba en el barco —se mordió el labio inferior buscando las palabras adecuadas para tranquilizarla—, ya sé que no se ha portado bien contigo, pero…

—Lena, prefiero no hablar sobre ella ¿Cómo están Liska y Kaisa? —eran las dos esclavas que se ocupaban de la casa del rey —pero su amiga bajó la mirada como si no quisiera revelarle algo— ¡Lena! ¿qué ocurre? —a pesar de que su tono fue de impaciencia, seguían hablando en susurros porque no quería que las oyeran.

—Antes estaban aquí con nosotras, pero se han llevado a las tres hace mucho rato y me temo que… —lanzó una mirada compasiva hacia la zona donde estaba la juerga—que los piratas se han divertido con ellas antes de emborracharse —al ver la boca abierta de Astrid, pensando que no se había explicado bien, continuó—quiero decir que…

—Que las han violado—Astrid terminó la frase por ella—hemos tenido suerte entonces, aunque me extraña que a nosotras no nos hayan molestado.

—Escuché a Lars antes de zarpar decirle al jefe de los piratas que tú y yo éramos vírgenes y que, si nos vendían en el mercado de esclavos como doncellas, sacarían mucho dinero. Creo…creo que nos van a vender a todas, pero, por esa razón, a nosotras no nos van a molestar durante el viaje.

—¡Esclavas! —antes de que pudiera asimilar semejante infamia, una pregunta le vino a la cabeza —pero Liska y Kaisa también son vírgenes —Lena la miró divertida.

—En ocasiones me sorprende lo inocente que eres para algunas cosas. Liska y Kaisa disfrutan de los hombres desde hace un par de años.

—¡Qué dices!, ¡pero si son de mi edad! 

—No —meneó la cabeza sonriendo— son más jóvenes, pero no todas pensamos como tú, que prefieres privarte de la compañía de un hombre para poder ser una mujer guerrera.

—Entonces, ¿por qué tú sigues siendo virgen? —una sonrisa triste apareció en la cara de Lena.

—Estaba esperando al hombre adecuado, aunque es evidente que esa decisión fue un error. Ahora me arrepiento de haberlo hecho, he sido una estúpida.

—No digas eso, tú no tienes la culpa de lo que nos ha pasado —entrecerró los ojos sin poder aplacar su enfado— lo que ocurre es que mi padre no supo ver que Lars era una alimaña, a pesar de que le dije muchas veces que no se fiara de él —sacudió la cabeza porque pensar en eso, ahora, no servía de nada—duerme un poco, yo vigilaré por si se acerca alguno de ellos —y su entonación se hizo más dulce al añadir—, y duerme tranquila, pelearé con ellos hasta la muerte antes de que nos fuercen a cualquiera de las dos.

—No podré dormir, pero cerraré un poco los ojos porque estoy muy cansada —minutos después Astrid escuchaba unos suaves ronquidos que le hicieron sonreír. Nunca fallaba, Lena era capaz de dormir en cualquier situación.

Y con su amiga dormida, se permitió recordar lo ocurrido unas horas antes.

 

Todo había comenzado durante el desayuno. Ella estaba sentada a la derecha de su padre, como siempre, y a la izquierda del rey estaba su otro hijo, Harold, que le estaba diciendo cuánto le gustaba el caballo que le había regalado. Astrid, mientras, bebía un vaso de leche sonriendo, contenta al ver la felicidad de su hermano. Hasta que Harold llegó a su vida, Astrid no recordaba haber sentido amor por nadie, pero la primera vez que lo cogió en brazos supo que lo amaría incondicionalmente.

Su padre era un hombre duro y poco cariñoso y, aunque la princesa sabía que quería a sus dos hijos a su manera, Harold y ella estaban unidos por un hilo invisible que nadie más comprendía. Era algo que molestaba mucho a la madre de Harold, pero contra lo que no podía hacer nada. Después de desayunar, los dos hermanos estaban decidiendo qué camino tomarían para salir a galopar con sus caballos cuando Hrulf, un soldado rechazado por Astrid, en varias ocasiones, se plantó ante el rey con bastante desvergüenza y le dijo:

—Siward, quiero hablar contigo —el rey lanzó una mirada de reojo a su hija que solo detectó ella y que la extrañó, porque significaba que su padre estaba preocupado, entonces tocó la mano de Harold para que se callara y así poder escuchar la conversación,

—Habla, pues —su padre miró a Lars, su mano derecha y el mejor amigo de Hrulf, que seguía sentado y que se encogió de hombros como si no supiera qué estaba pasando, y entonces el rey volvió a mirar a Hrulf. Este examinó a Astrid con lascivia y ella le devolvió la mirada con desprecio, entrecerrando los ojos.

—Hace días que hice mi propuesta a la princesa y ella sigue sin contestarme —tuvo que aguantar las ganas de levantarse y darle un buen bofetón, pero sabía que no podía hacerlo, así que siguió sentada esperando la contestación de su padre.

—Mi hija ya te dijo que no tiene pensado casarse y sabes por qué.

—Sí, pero no acepto esa respuesta.

—No tienes más remedio que hacerlo. La princesa tomó la decisión de ser una Skjaldmö hace mucho tiempo y yo la acepté, y tú no eres nadie para decir nada en ese asunto. Solamente Astrid puede decidir si toma a un hombre como su compañero o no —contrariamente a lo que todos esperaban, el repugnante pretendiente no se sentó, ni se marchó y en ese preciso momento Astrid se dio cuenta de que todo aquello era una trampa. Sintió el peligro alrededor suyo y los pelos se le pusieron de punta, recorrió con la mirada las caras de los soldados que estaban sentados a la mesa con ellos, y que parecían seguir la conversación con mucho interés y volvió a prestar atención a las palabras de Hrulf.

—Todo el mundo sabe que las Skjaldmö son mujeres que quieren ser hombres y que sienten envidia de los atributos masculinos —Astrid sintió que la sangre le hervía en las venas y, como le ocurría cuando eso le pasaba, perdió la razón. Se levantó de golpe, tirando la silla en la que había estado sentada, temblando por la ira que sentía,

—¡Retira eso ahora mismo, perro sarnoso! ¡retíralo o…! —cogió un cuchillo de la mesa con su mano derecha, pero sintió la mano de su padre sujetando su brazo. Sin palabras, solo con su toque, consiguió que se tranquilizara un poco, aunque siguió de pie esperando la contestación de Hrulf.

—¿O qué? ¿me darás una paliza? —la mayor parte de los soldados rieron la gracia de Hrulf porque, a pesar de que Astrid era muy alta para ser mujer, él le sacaba al menos veinte centímetros y la doblaba en peso.

—Si no retiras esa mentira, lo haré —cuando vio su cara de satisfacción se dio cuenta de que ese enfrentamiento era lo que había estado buscando desde el principio. Se le ocurrió que querría humillarla ganándola en una pelea por negarse a casarse con él, pero prefería sufrir sus golpes e incluso perder la pelea, a aguantar sus insultos sin hacer nada. Ese era un deshonor que no podía consentir. Esperó un par de minutos, pero él no dijo nada más, solo siguió sonriendo mientras la miraba de arriba abajo, hasta que ella no pudo resistir más— ¡de acuerdo, en el patio en diez minutos y elijo espadas para la lucha! —Hrulf asintió y ella iba a salir corriendo a cambiarse de ropa, porque con su vestido no podía luchar, cuando su padre se levantó para decirle unas palabras en voz baja,

—Esto no me gusta nada hija mía, pero ya no podemos pararlo. Han insultado nuestro honor —la miraba muy serio —intenta ser fría en la pelea, recuerda las enseñanzas de Heinrik. Mandaré que lo llamen, debe estar en los establos ayudando con los caballos.

—¡No te preocupes, lo haré bien! ¡voy a cambiarme, padre! —salió corriendo como una gacela seguida por los ojos de su padre y de su hermano, ambos preocupados. No había nadie más de la familia en el salón, porque su madrastra todavía no había bajado a desayunar.

Tardó pocos minutos en ponerse los pantalones, la camisa y las botas que usaba para luchar. Luego, cogió el escudo pequeño, el casco y la espada que había hecho para ella el herrero de su padre y voló escaleras abajo. No recordaba haber visto nunca a tanta gente reunida en el patio, pero pensó que era normal porque hasta entonces su padre no la había dejado pelear en público con nadie.

Heinrik estaba junto al rey apoyado en su bastón y su larga barba blanca se movía empujada por un fuerte viento que había empezado a ulular, como un mal augurio de lo que podría ocurrir. Entre los dos ancianos esperaba un impaciente Harold, sin embargo, su padre miraba alrededor con preocupación y así se lo comunicó a Heinrik,

—No quiero que salga herida. Hay mucha diferencia de peso entre los dos y eso sin tener en cuenta que él lleva peleando en el ejército desde los catorce años, y que la princesa nunca ha participado en una pelea de verdad. No puedo dejar que esto continúe, ordenaré que se detengan —el rey comenzó a andar hacia el soldado, pero Heinrik lo frenó con sus palabras,

—No lo hagas Siward. Tu hija tiene el corazón de un león y es capaz de ganar, lo único que tiene que hacer es dominar su genio. Es demasiado impulsiva, pero si se controla, no hay enemigo al que no pueda vencer —Heinrik la miraba orgulloso— y nunca se rendirá, solo lo haría por salvar a alguien a quien quisiera. Es como una de las guerreras de aquellas sagas que nos contaban cuando éramos niños en casa de tu padre —el rey claudicó ante sus palabras y los dos observaron acercarse a la princesa, andaba muy erguida y parecía tranquila. Vestía pantalones, camisa y capa corta de piel y, además, llevaba casco, escudo y espada, lo que les indicó que se tomaba el combate muy en serio. 

Cuando estuvo frente a Hrulf, este intentó tomarla desprevenida y, antes de que pudieran saludarse, se arrojó sobre ella con el hacha en alto lanzando un grito ensordecedor, el que usaba en combate para asustar a sus enemigos. Sin embargo, Astrid rechazó el ataque gracias a su escudo y se apartó ágilmente, y los dos continuaron propinándose una serie de golpes con los que intentaban medir sus fuerzas.

Todos los que los contemplaban se quedaron sorprendidos al ver que la princesa comenzaba a hacer retroceder, gracias a su habilidad con la espada y a su agilidad, al enorme y veterano soldado. Entonces, Astrid se decidió a atacar y después de acorralarlo contra uno de los muros del patio, consiguió clavarle la espada en el hombro, que comenzó a sangrar abundantemente. Él miró la herida sorprendido y, presionando incrédulo en ella con la palma de su mano, farfulló unas palabras llenas de odio:

—¡Cómo voy a disfrutar con lo que está a punto de ocurrir, maldita zorra! —Astrid lo miró extrañada y, al escuchar ruido de más espadas detrás de ella, se dio la vuelta y vio cómo caían al suelo del patio su padre, su hermano y Heinrik, asesinados por los soldados del rey y capitaneados por Lars, su mano derecha. Lo último que recordaba era que corría hacia ellos cuando perdió el conocimiento, más tarde se enteraría de que uno de los soldados le había dado un golpe en la cabeza con el pomo de su espada.

De repente, fue consciente de que los piratas se habían quedado callados. Exceptuando el que llevaba el timón, los demás parecían estar durmiendo la borrachera esparcidos por la cubierta. ¡Era su momento!

—¡Lena! ¡Lena! —aunque susurró su nombre varias veces, no se despertó hasta que le dio un codazo,

—¿Qué pasa?

—¡No grites, que nos van a oír!, escucha, mi pie está más cerca de tus manos que de las mías, ¿crees que puedes llegar hasta él? —Lena observó la larga pierna de Astrid, y alargó la mano hasta posarla encima del empeine, llegaba, pero solo estirando su cuerpo al máximo.

—Sí, ¿qué quieres que haga? —Astrid movió la cabeza, incrédula por la pregunta.

—Te he dicho antes que tengo un puñal en la bota, ¡intenta sacarlo! —ordenó con un susurro.

—¿En qué pie está?

—En el izquierdo, el que has tocado. Debería ser fácil —Lena metió la mano en la bota de Astrid, que intentó acercarle el pie todo lo que pudo. Después de unos minutos en los que pensó que no lo conseguiría, Lena consiguió sacarlo con la punta de los dedos. Se lo enseñó, y Astrid le dijo,

—¡Dámelo, de prisa! —cuando lo tuvo entre sus manos, dobló las piernas para pegarlas al pecho y sujetó el mango con las rodillas, y de esa manera comenzó a cortar las ligaduras. Tardó tanto en hacerlo que creyó que no lo conseguiría, pero, al final notó que la cuerda comenzaba a soltarse. Lo demás fue fácil, cortó la cuerda de los pies y liberó a Lena. Entonces miró al cielo maldiciendo, porque comenzaba a amanecer

—Y ¿ahora qué hacemos? —Lena estaba muy asustada pensando lo que les harían los piratas si vieran que se habían soltado.

—Tendremos hacer como que nos pasa algo, ¿puedes fingir que te has puesto enferma…o? —entonces giró la cabeza hacia su derecha porque había oído un ruido extraño, a pesar de que en ese lado de la nave no había nada, solo la borda y el mar. Entonces agrandó los ojos al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo,

—Lena, ¡no te muevas!, ¡creo que van a abordar el barco!

—¿Quiénes son? ¿más piratas? —al ver subir al primer guerrero al barco, un dios moreno de más de dos metros de altura que gritaba en su misma lengua, Astrid solo pudo susurrar, asombrada,

—Sí, pero estos son vikingos, como nosotras.

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