Aster

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SEGREGACIÓN

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Una suave brisa portadora de los alegres sonidos de reuniones lejanas penetraba a través de las amplias ventanas del "bungalow", acariciando su interior. Era una noche fresca de postrimerías del verano. Los primeros aires suaves del otoño hacían a la oscuridad agradable e invitadora. La casa campestre estaba situada en la pequeña serranía que marcaba la antigua línea costera de La Plata; los céspedes y setos del exterior descendían poco a poco hacia el llano general de la ciudad. La débil aunque delicada luz de las lámparas de petróleo definía la rectangular disposición de las calles y mostraba sus edificios, uniformemente de uno o dos pisos. Más allá, las luces de la ciudad cesaban bruscamente en el terreno ribereño. Pero aún después se veían las móviles y amarillas de las barcas y buques navegando por La Plata. Al extremo izquierdo ardían las brillantes luminarias que rodeaban el Recinto Naval, donde el Gobierno elaboraba algún arma secreta, posiblemente un buque de guerra movido a vapor.

Era una escena pacífica y una velada feliz; los preparativos estaban casi completos. Su escritorio se hallaba atiborrado por las respuestas alentadoras a sus proposiciones. Había sido una ardua tarea, pero también muy entretenida al mismo tiempo. Y Buenos Aires había sido la base ideal de operaciones. Alfredo IV estaba recorriendo las provincias occidentales. Para ser más precisos, el Presidente Imperial y su corte estaban visitando los lugares de placer de Santiago (como si Alfredo no hubiese empleado bastante talento en el propio Buenos Aires). La Guardia Imperial y la Policía Secreta se arracimaban en torno al monarca (Alfredo tenía más miedo a un complot cortesano que a cualquier otra cosa), de manera que Buenos Aires estaba más relajada que lo había estado en muchos años.

Sí, dos meses de ardua tarea. Hubo de informarse, confidencialmente además, a muchas personas importantes. Pero las respuestas habían sido uniformemente entusiastas, y parecía que el proyecto no era conocido por quienes querían destruir su objetivo; no obstante, desde luego, el simple hecho de que tantas personas tuvieran que conocerlo, aumentaba las probabilidades de su revelación. Pero era un riesgo necesario.

Y, pensó Diego Ribera

, han pasado dos meses desde la batalla de Cala Sangrienta (el nombre de la ensenada había nacido casi espontáneamente). Esperaba que la tribu no hubiese sido espantada de aquel paraje, o, infinitamente peor, llevada al extremo de la inanición por la matanza. Si aquel estúpido de Enrique Cardona hubiese tan sólo mantenido cerrada la boca, ambas partes se habrían separado pacífica (si no amistosamente), y algunos hombres estarían aún con vida.

Ribera se rascó el costado pensativo. Unos milímetros más y no hubiese salido de aquélla. Si el arpón se le hubiese clavado un poco más arriba... El rápido pensamiento de alguien había favorecido su inicial buena suerte. Aquel alguien había cortado la cuerda atada al arpón; de no haber sido efectuada la operación, hubiese sido retirada la cuerda, y empotrada la púa. Tan milagroso era también que hubiese sobrevivido al cercado y a las pobres condiciones médicas a bordo del Vigilancia. Físicamente, todo el daño quedaba ya reducido a un par de apreciables cicatrices circulares. Todo ello bastaba para darle a uno religión, o a la inversa, terror al infierno.

Y al llegar el próximo enero volvería con la expedición secreta que había estado organizando tan activamente. Nueve meses eran largo plazo de espera, pero decididamente no podían hacer nada hasta la llegada de ese invierno, y realmente se necesitaba tiempo para reunir el material y equipo necesarios.

Diego fue arrancado de estos pensamientos por varios sordos golpes en la puerta. (Aquella casita en el sector más tranquilo de la ciudad era testimonio del aliento que ya había recibido de algunas personas muy importantes.) Ribera no tenía la menor idea de quien pudiera ser el visitante, pero albergaba razones para esperar que las noticias que trajese fueran buenas. Fue a la puerta y abrió.

—¡Mkambwe Lunama!

El zulú aparecía encuadrado en el marco de la puerta, con su negro rostro como fundido en el negro firmamento. El visitante tenía más de dos metros de estatura y pesaba cien kilos; era el vivo retrato de un "superhombre". Por entonces, el gobierno de Zululandia tenía el especial prurito de emplear el tipo de súper-raza en sus tratos con otras naciones. El procedimiento indudablemente le privaba de algunos magníficos talentos, pero en Sudamérica se mantenía firme el mito de que un zulú valía por tres guerreros de cualquier otra nacionalidad.

Tras su primer arranque, Ribera se quedó por un momento en horrorizada perplejidad. Conocía a Lunama vagamente como Superior de la Veracidad —propaganda— en la embajada de Zululandia en Buenos Aires. El Superior había hecho numerosos intentos para congraciarse con el claustro académico de la Universidad de Buenos Aires. Los esfuerzos estaban probablemente dirigidos a reclutar simpatizantes para la ocasión en que el desacuerdo entre el Imperio Sudamericano y los Territorios de Zululandia provocase un conflicto abierto.

Esperando ansiosamente que la visita fuese sólo una desafortunada coincidencia, Ribera se recobró. Intentó una desarmante sonrisa y dijo:

—Pase Mkambwe. Hace mucho tiempo que no le veía.

El zulú sonrió a su vez, formando sus blanquísimos dientes un deslumbrante contraste con el resto de su cara, y entró con paso ligero en la habitación. Su atuendo era de tejido de fibras de brillantes colores rojo, azul y verde, en desafío a los más sombríos tonos a las vestimentas formalistas sudamericanas. De su cadera pendía en su funda un revólver Mawimbelamake de 20 mm. Los zulúes tenían sus propias ideas peculiares sobre el protocolo diplomático.

Mkambwe atravesó con elástico paso la habitación y se instaló en una butaca. Ribera se apresuró a sentarse tras su escritorio, intentando ocultar discretamente las cartas que estaban a la vista del zulú. Si el visitante veía y comprendía una de ellas, la partida habría acabado.

Ribera trató de aparecer relajado.

—Lo siento, no puedo ofrecerle una bebida, Mkambwe, pero la casa está tan seca como un desierto —se excusó, pues si se levantaba, casi seguramente echaría el zulú un vistazo a la correspondencia. Diego prosiguió jovialmente, intentando a la desesperada evocar recuerdos ("Recuerde los tiempos en que sus muchachos se blanqueaban las caras e iban a la Casa Rosada, armando la zapatiesta con...") Lunama sonrió.

—Francamente, viejo, ésta es una visita de negocios. —El zulú hablaba con un acento rebuscado, seudo-castellano, que sin duda consideraba aristocrático.

—¡Oh!—respondió Ribera.

—Oí que participó usted en una pequeña expedición a la península Palmer este enero pasado.

—Sí —respondió Ribera, inexpresivamente. Quizá había aún una casualidad; quizá Lunama no sabía toda la verdad—. Y se suponía ser secreta. Si el Presidente Imperial descubriese que el Gobierno de usted está enterado...

—Vamos, vamos, Diego. No es en el secreto en lo que está usted pensando. Sé que usted descubrió lo que les sucedió al Hendrik Venvoerd y al Nación.

—¡Oh!—volvió a exclamar Ribera—. ¿Y sólo lo sabe usted? —preguntó insulsamente.

—Usted habló con demasiada gente, Diego —respondió con vago ademán Mkambwe—. Seguramente no pensaba que todos en absoluto conservaran su secreto. Y tampoco a buen seguro que pudiera ocultárnoslo a nosotros. —Miró más allá del antropólogo, y su tono cambió—. Durante trescientos años vivimos bajo las botas de esos diablos blancos. Luego vino el Justo Castigo en el Norte y...

¡Vaya curioso término que empleaban los zulúes para la Guerra del Hemisferio Norte! Había sido una contienda en la que se emplearon todos los medios destructivos... nucleares, biológicos y químicos. Los simples residuos de la inmolación de China habían arrasado a Indonesia y a la India. Méjico y la América Central habían desaparecido con los Estados Unidos y el Canadá. Y el África del Norte había sido borrada con Europa, Los más suaves coletazos de aquel monstruo apocalíptico habían no más que acariciado el Hemisferio Sur, casi emponzoñándolo. Unos cuantos megatones más, con su secuela de plagas, y la guerra habría quedado innominada, pues no hubiese habido nadie para hacer su crónica. Tal fue el Justo Castigo del Norte al que se refería Lunama.

—...y los diablos no tuvieron ya la protección de sus amigos de aquí. Luego vino la Lucha de los Sesenta Días por la Libertad.

Hubo tantos diablos negros corno diablos blancos en aquellos sesenta días.. y santos de todos los colores, hombres buenos y valerosos pugnando desesperadamente por impedir el genocidio. Pero los años de esclavitud eran demasiados, y los santos perdieron, no por primera vez.

—Al comienzo del Alzamiento combatimos a ametralladoras y aviones a chorro con rifles y cuchillos —prosiguió Lunama, casi auto-hipnotizado—. Morimos a decenas de millares. Pero al paso de los días, el número de ellos se redujo también. Para el día cincuenta nosotros teníamos las ametralladoras y ellos los cuchillos y rifles. Expulsamos al último de ellos de Kapa y Durb (empleó los términos zulúes para designar la Ciudad del Cabo y Durban), y los arrojamos al mar.

Literalmente, añadió Ribera para sí mismo.

Los últimos que quedaban en África Blanca fueron empujados físicamente de los muelles y soleadas playas del océano. Los zulúes habían logrado exterminar a los blancos, y pensaron que conseguirían borrar del continente la cultura "afrikaner". Desde luego se equivocaron. Los "afrikaners" habían dejado una huella imperecedera, evidente para cualquier observador imparcial. El mismo nombre de zulú, que los actuales africanos apreciaban fanáticamente, era en parte una corrupción del inglés.

—Para el sexagésimo día pudimos decir que ni un blanco vivía en el continente. Hasta donde sabemos, sólo un pequeño grupo escapó a la venganza. Algunos de los funcionarios "afrikaners" del más elevado grado, quizás hasta el primer ministro, embarcaron a bordo de dos paquebotes de lujo, el SR Hendrik Werwoerd y el Nación, que zarparon varias horas antes del ataque final de liberación de Kapa.

Cinco mil hombres desesperados, mujeres y niños, hacinados en dos buques de lujo. Estas naves habían atravesado el Atlántico Sur, buscando refugio en Argentina. Pero el Gobierno de la Argentina tenía dificultades propias, y dos de sus patrulleros averiaron al "Nación antes de que los "afrikaners" se convencieran de que Sudamérica no ofrecía refugio.

Los dos buques habían puesto proa al sur, posiblemente con la intención de contornear la Tierra de Fuego y alcanzar Australia. Eso fue lo último que alguien oyera de ellos durante más de doscientos años... hasta la exploración del Vigilancia a la Península Palmer.

Ribera sabía que una llamada a la compasión no disuadiría a los zulúes para que no se ordenase la destrucción de la lastimosa colonia. Intentó una política diferente.

—Lo que usted dice es verdad, Mkanbwe. Pero por favor, por favor, no destruyan a esos descendientes de sus enemigos. La tribu de la Península Palmer es la única cultura polar que queda en la Tierra.

Hasta al pronunciar sus palabras Ribera se daba cuenta de cuan débil era el argumento; éste únicamente podía producir efecto en un antropólogo como él mismo.

El zulú pareció sorprendido, y con visible esfuerzo dejó a un lado la terrible historia de su continente.

—¿Destruirlos? Querido amigo, ¿a santo de qué lo haríamos? Únicamente vine aquí para preguntarle si podíamos enviar en su expedición a algunos observadores del Ministerio de la Veracidad. Para que el informe sea más cabal, ya sabe. Creo que Alfredo puede ser probablemente convencido, si se le presenta el asunto lo bastante persuasivamente... ¿Destruirlos? —repitió—. ¡No diga tonterías! Ellos son la prueba de la destrucción. ¿Así que llaman a un pedazo de tierra y roca Nieutransvaal(*)—Rió—. Y hasta tienen un primer ministro, un viejo desdentado que blande su arpón contra los sudamericanos. —Al parecer, el informe de Lunama había estado realmente sobre el terreno—. Y son aún más primitivos que los esquimales. En una palabra, son salvajes viviendo de grasa de foca.

No hablaba ya con afectada jovialidad. Sus ojos fulguraban con viejo y ancestral odio, un odio que estaba llevando a Zululandia a la grandeza, y que pudiera eventualmente llevar al mundo a otra guerra hemisférica (a menos que los científicos sociales australianos atinaran con algunas respuestas desesperadamente necesarias). La brisa en la habitación no parecía ya tan fresca, ni suave. Era ya fría y el viento provenía del vacío de la muerte apilada a través de siglos de miseria humana.

—Sería un placer para nosotros ver cómo disfrutan de su superioridad —dijo Lunama inclinándose hacia adelante más intensamente aún—. Por fin tienen la segregación que los de su especie desearon siempre. Que se pudran en ella...

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