Assassin’s Creed: Unity

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Extractos del diario de Élise de la Serre » 27 de julio de 1794

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27 de julio de 1794

i

Vuelvo a leer esa última entrada. «Solo había que esperar».

Pues bien, ¡maldita sea!, como hubiera dicho el señor Weatherall. Era esa espera la que me estaba volviendo loca.

Recorrí en soledad los suelos desnudos de la vacía mansión, espada en mano, practicando mi destreza, y me encontré a mí misma añorando al señor Weatherall, que estaría sentado contemplándome con sus muletas a mano, diciéndome que mi postura estaba mal, mi juego de pies demasiado complicado —«¿quieres parar de exhibirte de una maldita vez?»—, solo que no estaba ahí. Estaba sola. Y debería haberlo pensado mejor porque estar sola no era bueno para mí. Sola cavilaba demasiado. Tenía mucho tiempo para rumiar mis propios pensamientos y dar demasiadas vueltas a las cosas.

Sola, supuraba como una herida infectada.

Y todo eso fue parte del motivo por el que hoy perdí las formas hasta casi no reconocerme.

ii

Todo comenzó tras recibir nuevas noticias que me hicieron entrar en acción, y en la posterior reunión con Arno le dije: «Robespierre ha sido arrestado».

—Aparentemente profirió ciertas amenazas respecto a una purga contra los «enemigos del estado». Se ha previsto su ejecución para primera hora de mañana.

Necesitábamos verle antes de que sucediera, pero al llegar a la prisión de For-l’Évéque nos encontramos con una auténtica carnicería. Hombres muertos por todas partes, la escolta de Robespierre asesinada, y ni rastro de él. De un rincón nos llegó un gemido y Arno se agachó junto a un guardia que estaba recostado contra el muro, su pecho manchado de sangre. Se apresuró a aflojarle la casaca, encontró la herida y detuvo la hemorragia.

—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó.

Me acerqué a ellos, tratando de escuchar la respuesta. Mientras Arno luchaba para mantener al soldado con vida, me agaché sobre el charco de sangre para poder pegar el oído a su boca.

—El alcaide se negó a recibir a los prisioneros —tosió el moribundo—. Mientras estábamos esperando las órdenes, las tropas de la Comuna de París nos atacaron. Se llevaron a Robespierre y a los otros prisioneros.

¿Dónde?

—Por allí —dijo señalando—. No pueden estar lejos. Media ciudad se ha vuelto contra Robespierre.

—Gracias.

Y por supuesto debí haber ayudado a cuidar las heridas del hombre. No debí precipitarme y salir en busca de Robespierre. Fue una reacción equivocada. Fue algo mal hecho.

Aun así, no fue tan malo como lo que sucedió a continuación.

iii

Robespierre había tratado de escapar pero, como sucedía con muchos de sus planes últimamente, su plan se vio frustrado por Arno y por mí. Le alcanzamos en el Ayuntamiento, con las tropas de la Convención a punto de llegar e irrumpir por la puerta.

—¿Dónde está Germain? —quise saber.

—No hablaré.

Y lo hice. Esa cosa terrible. Esa cosa que demuestra que había llegado al límite de lo que significaba ser yo, que ya no podía detenerme porque para llegar aquí había ido demasiado lejos.

Lo que hice fue sacar mi pistola del cinturón y, aunque Arno alzó una mano para impedirlo, la apunté contra Robespierre mirándole a través de un velo de odio, y disparé.

El disparo atronó en la habitación como un cañonazo. La bala se hundió en la parte baja de su mandíbula, que se partió y quedó colgando al mismo tiempo que la sangre empezaba a brotar de sus labios y encías, salpicando el suelo.

Él gritó y se retorció con los ojos muy abiertos por el terror y el dolor, sus manos agarrando su destrozada y sangrante boca.

—Escriba —espeté.

Trató de formar las palabras pero no pudo, garabateando en un trozo de papel, la sangre resbalando por su rostro.

—El templo —dije tomando el papel y leyendo sus palabras, ignorando la mirada horrorizada de Arno—. Debí haberlo imaginado.

Los pasos de las tropas de la Convención se estaban acercando.

Contemplé a Robespierre.

—Espero que disfrute de su justicia revolucionaria, señor —declaré, y nos marchamos, dejando tras nosotros a un sollozante y herido Robespierre, que se sujetaba la boca con las manos empapadas en sangre…, y una parte de mi humanidad.

iv

Esos comportamientos. Es como si imaginara que los hada otra persona, «otro yo» sobre el que no tenía ningún control, y cuyas acciones solo puedo contemplar con una especie de distante interés.

Y supongo que todos ellos son evidencias, no solo de haberme saltado las advertencias del señor Weatherall o, tal vez y la más importante, de no saber actuar conforme a las enseñanzas de mi madre y mi padre, sino de haber alcanzado tal grado de infección mental que es demasiado tarde para detenerla. No hay otra solución más que cortarla de cuajo y esperar sobrevivir a la amputación como una persona renovada.

Pero si no sobrevivo…

Debo concluir mi diario, al menos por esta noche. Tengo que escribir algunas cartas.

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