Assassin’s Creed: Unity

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Extractos del diario de Élise de la Serre » 2 de abril de 1791

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Desde mi posición más abajo escuché el impacto de los cuerpos y los gritos de dolor. Me estaba preguntando si alguno de ellos habría sobrevivido a la caída cuando la respuesta me llegó al verles incorporarse lenta y dolorosamente, tras lo cual continuaron la lucha, tentativamente al principio y luego con creciente ferocidad, sus espadas alzadas destellando como relámpagos en la oscuridad.

Ahora podía escuchar como se gritaban el uno al otro, Arno diciendo: «Por el amor de Dios, Bellec, una nueva era ha llegado. ¿Acaso no hemos aprendido nada de este conflicto eterno?».

Por supuesto era Bellec, el segundo al mando entre los Asesinos. Así que este hombre estaba detrás del asesinato de Mirabeau.

—¿Acaso todo lo que te he enseñado ha rebotado en ese cráneo blindado? —rugió Bellec—. Estamos luchando por la libertad del alma humana. Liderando la revolución contra la tiranía de los Templarios.

—Es curioso lo corto que es el camino desde la revolución contra la tiranía al asesinato indiscriminado, ¿no es cierto? —Gruñó Arno en respuesta.

Bah, no eres más que un testarudo pedazo de mierda, ¿verdad?

—Pregunta a cualquiera —replicó Arno, lanzándose hacia delante con la hoja trazando un ocho.

Bellec retrocedió.

—¡Abre los ojos! —gritó—. Si los Templarios quieren paz, es solo para poder acercarse lo suficiente y darnos la cuchillada en la garganta.

—Te equivocas —negó Arno.

—Tú no has visto lo que yo. He visto Templarios pasando a cuchillo a pueblos enteros solo por la posibilidad de matar a un Asesino. Y dime, muchacho, en tu vasta experiencia, ¿qué has visto?

—He visto al Gran Maestro de la Orden Templaría acoger a un asustado huérfano y criarlo como a su propio hijo.

—Tenía esperanzas puestas en ti —gritó Bellec, ahora furioso—. Creí que podrías pensar por ti mismo.

—Y puedo, Bellec. Es solo que no pienso como tú.

Los dos hombres, aún luchando, aparecieron enmarcados por una gran vidriera por encima de mí. Azotados por la lluvia, iluminados y coloreados desde atrás, forcejearon durante un segundo como si estuvieran al borde de algún precipicio, como si pudieran caer a cualquiera de los lados: o bien por encima del balcón hasta el resbaladizo empedrado del patio de más abajo, o hacia el otro lado, al interior de la iglesia.

Solo era cuestión de saber de qué lado caerían.

Se oyó un estallido, cientos de cristales de colores hechos añicos, túnicas ondeando y rasgándose entre miles de fragmentos de cristal, y una vez más cayeron, pero esta vez a la iglesia. Crucé el patio a toda velocidad hasta una verja cerrada a través de la cual podía ver el interior.

—Arno —llamé.

Se levantó sacudiéndose la cabeza como si tratara de despejarse, esparciendo trozos de cristal por el suelo de piedra de la iglesia. De Bellec no había rastro.

—Estoy bien —me contestó, al escuchar como sacudía la puerta de la verja intentando una vez más abrirla y llegar hasta él—. Quédate donde estás.

Y antes de que pudiera protestar desapareció haciendo que tuviera que afinar el oído mientras se aventuraba en la profunda oscuridad de la iglesia.

A continuación me llegó la voz de Bellec proveniente de… de donde no podía verle. Pero de algún lugar cercano.

—Debería haber dejado que te pudrieras en la Bastilla. —Su voz era ahora un susurro entre las húmedas piedras—. Dime, ¿alguna vez creíste en nuestro credo o fuiste un traidor amante de los Templarios desde el principio?

Estaba provocando a Arno. Burlándose de él desde las sombras.

—Esto no tiene por qué acabar así, Bellec —gritó Arno mirando alrededor y escrutando los oscuros nichos y recovecos.

La respuesta llegó, aunque una vez más fue difícil distinguir de dónde. La voz parecía emanar de las mismas piedras de la iglesia.

—Tú eres quien lo ha querido. Si tuvieras un poco de sensatez, podríamos llevar la Hermandad a un lugar tan alto como no se ha visto en doscientos años.

Arno sacudió la cabeza, Su voz cargada de ironía.

—Sí, claro, matar a todo el que no esté de acuerdo contigo es un brillante modo de empezar a resurgir de las cenizas.

Escuché un sonido delante de mí, y vi a Bellec un segundo antes de que lo hiciera Arno.

—Cuidado —grité cuando el Asesino de más edad apareció de entre las sombras con su espada oculta en ristre.

Arno se volvió, le vio y se echó a un lado, colocándose rápidamente en posición para poder hacer frente al ataque, y durante unos segundos los dos guerreros se miraron el uno al otro. Ambos estaban magullados y ensangrentados por la pelea, sus ropas hechas jirones, casi inexistentes en algunas partes, pero aún dispuestos a la lucha. Cada uno determinado a que todo acabara allí, en ese preciso momento.

Desde su posición, Bellec podía verme ante la verja y sentí sus ojos sobre mí antes de que su mirada regresara a Arno.

—Así que —comenzó, su voz cargada de sarcasmo y desprecio— ahora llegamos al meollo de la cuestión. No fue Mirabeau quien envenenó tu mente. Fue

ella.

Bellec había forjado un vínculo con Arno, pero no tenía ni idea del vínculo que ya existía entre su pupilo y yo, y por esa misma razón yo no albergaba la menor duda sobre Arno.

Bellec… —le advirtió Arno.

—Mirabeau está muerto.

Ella es la última pieza de esta locura. Me darás las gracias por este día.

¿Acaso pretendía matarme? ¿O matar a Arno? ¿O a los dos?

No lo sabía. Lo único cierto es que el sonido del acero entrechocando resonó por toda la iglesia cuando las dos hojas ocultas se encontraron una vez más, y ellos se movieron el uno alrededor del otro. Lo que el señor Weatherall me había enseñado muchos años atrás era verdad: la mayoría de los combates a espada se deciden en los primeros segundos de lucha. Pero estos dos contrincantes no eran como la «mayoría de los espadachines». Eran Asesinos bien entrenados. Maestro y alumno. Y la lucha continuó, el acero encontrando el acero, sus túnicas ondeando mientras atacaban y se defendían, lanzaban estocadas y las paraban, esquivaban y giraban; combatiendo sin tregua hasta que sus hombros se hundieron por el agotamiento y Arno, haciendo acopio de todas sus reservas y decisión, derrotó a su rival con un grito de desafío, clavando su espada en el estómago de su mentor en una última embestida.

Bellec se desplomó, al fin, en el suelo de piedra de la iglesia, sujetándose el vientre con las manos. Sus ojos se alzaron hacia Arno.

—Hazlo —imploró, a punto de morir—. Si tienes un gramo de convicción y no eres únicamente un enamorado ofuscado y blandengue, tendrás que matarme ahora mismo. Porque no me detendré.

La mataré. Soy capaz de quemar París para salvar la Hermandad.

—Lo sé —asintió Arno y le asestó el

coup de gráce definitivo.

ix

Más tarde, Arno me contó lo que había visto. Había tenido algo parecido a una visión cuando mató a Bellic, confesó mirándome de reojo, como si quisiera constatar que le tomaba en serio, y entonces pensé en lo que mi padre me había dicho sobre Arno, en cómo creía que poseía unos dones especiales, algo no demasiado… usual. Y aquí estaban en plena demostración. Una visión en la que Arno había visto a dos hombres —uno con la túnica de los Asesinos, el otro un matón Templario— riñendo en plena calle. El Templario parecía estar a punto de ganar pero entonces un segundo Asesino entraba en la refriega y mataba al Templario.

El primer Asesino era Charles Dorian, el padre de Arno, y el segundo, Bellec.

Bellec había salvado la vida de su padre. De ese incidente Bellec había reconocido un reloj de bolsillo que Arno llevaba y entonces, estando en la Bastilla, comprendió inmediatamente quién era Arno.

Pero Arno también había visto algo más: tuvo una segunda visión, presumiblemente de otro crimen. En ella se mostraba a Mirabeau y a Bellec conversando en algún momento de un pasado más reciente, Mirabeau diciéndole a Bellec: «Élise de la Serre será Gran Maestro algún día. Tenerla de nuestro lado sería una gran ayuda».

—Y aún lo sería más matarla antes de que se convierta en una amenaza —había replicado Bellec.

—Tu protegido responde por ella —había añadido Mirabeau—. ¿Acaso no confías en él?

—Con mi vida —repuso Bellec—. Es en la chica en quien no confío. ¿No hay nada que pueda hacer para convencerte?

—Me temo que no.

Y Bellec, a regañadientes —si bien Arno constató que su mentor no extraía ningún placer, ninguna satisfacción maquiavélica en acabar con la vida del Gran Maestro, pensando que era un mal necesario, le gustara o no, vertió el veneno en una copa y se la tendió a Mirabeau.

¡Salud!

Qué ironía que brindaran a la salud del otro. Instantes después Mirabeau yacía muerto y Bellec estaba dejando el alfiler templario y marchándose. Y no mucho más tarde, por supuesto, yo entraba en escena.

Habíamos conseguido encontrar al culpable y así evitar que me acusaran del crimen. Pero ¿había hecho lo suficiente para congraciarme con ellos? Pensaba que no.

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