Assassin’s Creed: Unity

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Extractos del diario de Élise de la Serre » 8 de junio de 1794

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8 de junio de 1794

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Apenas puedo recordar un tiempo en el que las calles de París no estuvieran atestadas de gente. Había visto demasiadas revueltas y ejecuciones, demasiada sangre derramada por las calles. Y ahora, la ciudad parecía haber vuelto a congregarse en el Campo de Marte. Aunque esta vez había una sensación diferente en el aire.

Antes, los parisinos acudían dispuestos para la batalla, algunos preparados para matar y preparados para morir si fuera necesario; antes se habían congregado para saciar sus olfatos con el olor de la sangre de la guillotina, mientras que ahora se concentraban para celebrarlo.

La muchedumbre se había distribuido por columnas, los hombres a un lado y las mujeres al otro. Muchos llevaban flores, ramos o ramas de roble, y aquellos que no lo hacían sostenían banderas al viento que llenaban el Campo de Marte, ese enorme espacio ajardinado que desembocaba en una colina construida por el hombre justo en el centro, sobre la que esperaban ver al nuevo líder.

Celebraban el Festival del Ser Supremo, una de las ideas de Robespierre. Mientras que las otras facciones revolucionarias querían prescindir totalmente de la religión, Robespierre entendía su poder. Sabía que el hombre corriente se sentía atraído por la idea de creer, y cómo ansiaba creer en algo.

Con muchos republicanos apoyando ahora lo que llamaban la «descristianización», Robespierre había tenido una ocurrencia. Había ideado la creación de un nuevo credo en el que destacaba una nueva deidad no cristiana: el Ser Supremo. Y así, el mes pasado había anunciado el nacimiento de una nueva religión estatal en un decreto en el que «los franceses reconocen al Ser Supremo y la inmortalidad del alma…».

Para convencer al pueblo de la brillantez de la idea, había propuesto celebrar festivales. El Festival del Ser Supremo era el primero de ellos.

Cuáles serían sus verdaderos motivos lo desconozco. Lo único que sabía es que Arno había descubierto algo. Había descubierto que Robespierre era una marioneta en manos de Germain. Y lo que quiera que estuviera sucediendo hoy tenía muy poco que ver con las necesidades del populacho y mucho con fomentar las aspiraciones de mis antiguos socios Templarios.

—Nunca conseguiremos acercarnos a él en medio de esta multitud —observó Arno—. Más nos valdría retirarnos y aguardar una mejor oportunidad.

—Aún sigues pensando como un Asesino —le reproché—. Esta vez tengo un plan.

Me miró arqueando las cejas, pero ignoré sus gestos de burlona incredulidad.

—¿Ah, sí? ¿Y qué plan es ese?

—Pensar como un Templario.

En la distancia se escuchó el sonido de la artillería. El murmullo de la multitud decayó y volvió a aumentar mientras se preparaba, las dos columnas de personas empezando a desplazarse solemnemente hacia la colina.

Eran miles. Cantaban y gritaban: «Viva Robespierre» mientras avanzaban. Por todas partes ondeaban banderas tricolores bajo la suave brisa.

A medida que nos acercábamos vi cada vez más calzones y casacas de doble botonadura de la Guardia Nacional. Cada uno llevaba una espada en la cadera y la mayoría también mosquetes y bayonetas. Formaron una barrera entre la muchedumbre y la colina desde la cual Robespierre pronunciaría su discurso. Llegamos hasta ellos y nos detuvimos, esperando a que el gran discurso comenzara.

—Está bien, ¿y ahora qué? —preguntó Arno apareciendo a mi lado.

—Robespierre es inaccesible; tiene a la mitad de la Guardia protegiéndole —declaré, señalando a los hombres—. Nunca conseguiremos acercarnos lo suficiente a él.

Arno me fulminó con la mirada.

—Eso es precisamente lo que te expliqué hace un momento.

No muy lejos de donde estábamos había una enorme tienda de campaña, rodeada por hombres de la Guardia Nacional vigilándola. Si mis suposiciones no fallaban, Robespierre estaría dentro.

Sin duda estaría preparándose para su gran discurso al igual que un actor antes del espectáculo, dispuesto a aparecer ante la gente como alguien regio y presidencial. De hecho, no había ninguna duda en la mente de todos sobre a quién se refería con ese Ser Supremo; escuché murmullos al respecto mientras nos abríamos paso por el interior de la explanada. Indiscutiblemente flotaba un aire de celebración en el ambiente al que contribuían los cánticos, las risas, las ramas y ramos que todos portábamos, pero tampoco faltaba la disensión, aunque esta era expresada en voz más baja.

Y eso me dio una idea…

—Ya no es tan popular como antes —le dije a Arno—. Las purgas, este culto al Ser Supremo… Todo lo que tenemos que hacer es desacreditarle.

Arno estuvo de acuerdo.

—Y un masivo espectáculo público es el lugar perfecto.

—Exactamente. Retrátale como un peligroso lunático y su poder se evaporará como la nieve en abril. Todo lo que necesitamos es alguna evidencia convincente.

ii

En lo alto de la colina Robespierre soltaba su discurso. «El día eternamente feliz que el pueblo francés ha consagrado al Ser Supremo ha llegado por fin…», comenzó. La muchedumbre bebía cada palabra y mientras avanzaba entre la multitud pensé: Realmente lo está haciendo. Realmente está inventando un nuevo Dios y pretende que lo adoremos.

—Él no creó a los reyes para devorar a la raza humana —continuó Robespierre—. No creó sacerdotes para uncirnos como bestias salvajes a los carruajes de los reyes…

Ciertamente este nuevo Dios era un dios adecuado para la revolución.

Entonces la primera parte del discurso acabó, la multitud rugió enfervorecida, puede incluso que hasta los más pesimistas se unieran a la alegría general de la ocasión. Eso había que reconocérselo a Robespierre. Para un país tan dividido éramos por fin una sola voz.

Arno mientras tanto había conseguido colarse en la tienda de Robespierre en busca de algo que pudiéramos utilizar para incriminar al supremo líder. Reapareció trayendo un par de obsequios: una carta que leí rápidamente en la que se demostraba más allá de toda duda el vínculo de Robespierre con Germain.

Señor Robespierre:

Tenga cuidado de no poner sus propias ambiciones por delante de la Gran Obra. Aquello que hacemos no es para nuestra propia gloria, sino para moldear el mundo a imagen de De Molay.

G

Y había también una lista.

—Una lista de nombres, unos cincuenta diputados de la Convención Nacional —indicó Arno—. Todos escritos por la mano de Robespierre y todos opuestos a él.

Soltó una carcajada.

—Imagino que esos buenos caballeros estarán muy interesados en saber que figuran en una lista. Pero primero… —señalé unos barriles de vino a poca distancia—. El señor Robespierre ha traído su propia bebida. Distrae a los guardias por mí. Tengo una idea.

iii

Completamos nuestras tareas a la perfección. Arno se aseguró de que la lista captara la atención de algunos de los más feroces críticos de Robespierre; y yo, mientras tanto, drogué su vino.

—¿Qué es lo que hay exactamente en ese vino? —preguntó Arno mientras esperábamos a que el espectáculo continuara y Robespierre reanudara su discurso bajo la influencia de lo que había filtrado en su bebida, que era…

—Cornezuelo en polvo. En pequeñas dosis causa locura, balbuceo al hablar e incluso alucinaciones.

Arno sonrió.

—Bueno, esto puede resultar interesante.

Y desde luego lo fue. Cuando Robespierre prosiguió, divagó y titubeó hasta el final de su discurso, y cuando sus adversarios le inquirieron desafiantes por la lista, no tuvo respuesta.

Nos marchamos cuando Robespierre era bajado de la colina acompañado de los abucheos e improperios de la multitud, probablemente confundida por lo bien que había comenzado el festival y ese final tan catastrófico.

Me pregunté si habría captado la presencia de unas manos entre bastidores manipulando los acontecimientos. Si era Templario, debería estar acostumbrado a ello. En cualquier caso, el proceso de desacreditarle había comenzado con éxito. Solo había que esperar.

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