Assassin’s Creed: Unity

Assassin’s Creed: Unity


Extractos del diario de Arno Dorian » 12 de septiembre de 1794

Página 70 de 74

12 de septiembre de 1794

i

Supongo que aquí es donde habría que retomar la historia. Y debería empezar por decir que cuando me reuní con ella en el templo al día siguiente se la veía pálida y agotada, y ahora sé por qué.

Hace algo más de cien años el templo del Marais fue construido siguiendo el modelo del Panteón de Roma. Alzándose tras la arcada de su fachada, con su propia versión de la famosa cúpula, estaban los altos muros. El único tráfico de entrada y salida era alguna carreta ocasional llena de paja que entraba por una puerta con postigos.

Casi enseguida Élise quiso que nos dividiéramos, pero yo no estaba tan seguro; había algo extraño en su mirada, como si le faltara algo, como si una parte de ella estuviera de alguna forma ausente.

Lo que en cierto sentido supongo que era cierto. Entonces lo interpreté como determinación y concentración y no he leído nada en sus diarios que sugiera algo más que esa patente decisión. Élise tal vez estuviera resuelta a coger a Germain, pero no creo que creyera que podía morir, sino más bien que ella mataría a Germain ese día o moriría en el intento.

Quizá permitió que esa firmeza de alma se tragara su miedo olvidando que a veces, por muy decidido que uno esté, por diestras que sean tus habilidades en combate, es el miedo el que te mantiene con vida.

Cuando nos dividimos para encontrar la entrada al santuario del templo, me lanzó una mirada muy significativa.

—Si tienes a tiro a Germain —dijo—, aprovéchalo.

ii

Y eso hice. Le encontré en el interior del templo, sumido en la oscuridad entre la húmeda piedra gris, una solitaria figura entre los pilares de la nave de la iglesia.

Entonces tuve mi oportunidad.

Sin embargo fue demasiado rápido para mí. Sacó una espada con extraños poderes. La clase de arma de la que en su día me habría reído pensando que sería un engaño. Ahora, sin embargo, he aprendido a no reírme de cosas que no comprendo, y mientras Germain blandía esa extraña y brillante cosa que parecía contener y desatar grandes rayos de energía como si los alimentara a partir del aire a su alrededor, haciendo que destellara y chisporroteara, no encontré nada risible en lo que quiera que fuera esa espada.

La hoja habló de nuevo, soltando chispazos y lanzando una descarga de energía que pareció dirigirse contra mí como si tuviera una mente propia.

—Así que el Asesino pródigo ha regresado —comentó Germain—. Empecé a sospecharlo cuando La Touche dejó de enviar los ingresos de los impuestos. Te has convertido en una espina en mi costado.

Salí rápidamente de mi escondite tras una columna, mi espada oculta alzándose y centelleando débilmente en la débil luz.

—¿Lo de Robespierre también fue obra tuya? —preguntó cuando nos situamos el uno frente al otro.

Sonreí a modo de asentimiento.

—No importa —repuso sonriendo también—. Su Reinado del Terror ha servido a su propósito. El metal ha sido forjado y moldeado. Apagar su fulgor solo conseguirá darle su forma definitiva.

Me abalancé sobre él golpeando su espada, intentando no desviarla sino dañarla, sabiendo que si de algún modo podía desarmarle tal vez pudiera inclinar la batalla a mi favor.

—¿Por qué eres tan persistente? —se burló—. ¿Es por venganza? ¿Acaso Bellec te adoctrinó tan a conciencia que incluso ahora cumples sus órdenes? ¿O es amor? ¿Te ha trastornado la cabeza la joven De la Serre?

Mi espada oculta golpeó con fuerza sobre el fuste de la suya y el arma pareció desprender un dolorido y furioso fulgor, como si estuviera herida.

Aun así, Germain, apoyado ahora sobre el pie trasero, fue capaz de controlar su poder, esta vez de una forma que incluso yo tuve dificultades en creer. Con una descarga de energía me empujó hacia atrás al tiempo que dejaba la marca de una quemadura en el suelo, y entonces el Gran Maestro simplemente desapareció.

De algún profundo recoveco del edificio surgió un estallido en respuesta que pareció resonar en los muros de piedra, y me incorporé rápidamente para correr en esa dirección, bajando de un salto un tramo de escaleras hasta llegar a la cripta.

A mi izquierda Élise emergió de la oscuridad de las catacumbas. Muy astuta. Tan solo unos segundos antes y hubiéramos tenido a Germain atrapado en ambas direcciones.

(Esos momentos, ahora me doy cuenta, unos pocos segundos aquí y otros pocos segundos allá, apenas unos mínimos y descorazonadores caprichos del tiempo, fueron los que decidieron el destino de Élise).

—¿Qué ha pasado aquí? —demandó, estudiando lo que hasta entonces había sido la puerta de la cripta y que ahora estaba ennegrecida y retorcida.

Sacudí la cabeza.

—Germain tiene algún tipo de arma… Nunca he visto nada igual. Consiguió librarse de mí.

Ella apenas me miró.

—No ha pasado por delante de mí. Debe de estar allí abajo.

Le lancé una mirada de incredulidad. Aun así descendimos, espadas en ristre, los pocos escalones hasta la cripta.

Vacía. Pero tenía que haber una puerta secreta. Empecé a tantear las paredes hasta que mis dedos encontraron una palanca entre la piedra. Tiré de ella y retrocedí, y cuando la puerta se abrió con un profundo chirrido, encontré una gran cámara que se extendía frente a mí, alineada con columnas y un sarcófago templario.

En su interior esperaba Germain. De espaldas a nosotros, pude advertir que su espada de alguna forma había recobrado su poder y que nos estaba esperando, cuando de pronto Élise pasó a mi lado y se precipitó hacia delante con un grito de rabia.

¡Élise!

Como me figuraba, en cuanto Élise se echó sobre él, Germain se dio la vuelta, blandiendo la brillante y refulgente espada, un rayo de energía surgiendo de ella como una serpiente y obligándonos a buscar cobertura.

Soltó una carcajada.

—Ah, también ha venido la señorita De la Serre. Esta es toda una reunión.

—Mantente oculta —susurré a Élise—. Deja que siga hablando.

Asintió agachándose detrás de un sarcófago, haciendo un gesto para que me alejara a la vez que llamaba a Germain.

—¿Acaso pensaba que este día no llegaría? —preguntó—. ¿Que como François de la Serre no tenía hijos varones para vengarle su crimen quedaría impune?

—¿Es por venganza, entonces? —Se rio—. Su visión es tan estrecha como la de su padre.

—Es usted quien habla —gritó en respuesta—. ¿Tan amplia era su visión cuando se apropió del poder?

—¿Poder? No, no, no, usted es más inteligente que eso. Esto nunca ha sido una cuestión de poder, sino de control. ¿Acaso su padre no le enseñó nada? La Orden se ha vuelto complaciente. Durante siglos hemos centrado nuestra atención en las trampas del poder: los títulos de nobleza, los cargos de la Iglesia y el Estado. Atrapados en la misma mentira que fabricamos para guiar a las masas.

Le mataré —gritó ella.

—No está escuchándome. Matarme no detendrá nada. Cuando nuestros hermanos Templarios vean las viejas instituciones desmoronarse, se adaptarán. Se retirarán a las sombras y nosotros, por fin, seremos los Maestros Secretos que estábamos preparados para ser. Así que adelante, máteme si puede. Pero a menos que encuentre milagrosamente un nuevo rey y detenga la revolución de golpe, ya no importará.

Desplegué mi trampa, acercándome por el lado ciego de Germain, aunque desgraciadamente no pude matarle con mi espada; en su lugar su arma chasqueó con furia y una esfera de energía blanquiazul surgió de ella con la velocidad de una bala de cañón, infligiendo los destrozos propios de un cañonazo sobre la cámara a nuestro alrededor. Un segundo después me vi envuelto en una nube de polvo cuando la manipostería se desprendió, y al momento siguiente me encontré atrapado bajo una columna derribada.

Arno —llamó ella.

—Estoy atrapado.

Lo que quiera que hubiese sido esa gran bola de energía, Germain no había podido controlarla completamente. Ahora estaba rehaciéndose, tosiendo mientras entornaba los ojos a través del polvo arremolinado, tropezando con los trozos de mampostería desperdigados por el suelo de piedra mientras se ponía en pie.

Todavía encorvado, se irguió preguntándose si debía rematarnos ahí mismo, pero obviamente lo descartó y, en su lugar, giró para ocultarse aún más en las profundidades de la cámara, su espada escupiendo furiosos chisporroteos.

Observé mientras los ojos desesperados de Élise se desviaban hacia mí —momentáneamente fuera de la acción y necesitado de ayuda— regresando a la figura de Germain que se alejaba y de vuelta hacia mí.

—Se está escapando —declaró, sus ojos centelleando de frustración, y cuando volvió a mirarme pude advertir la indecisión en su rostro. Dos opciones. Quedarse y dejar que Germain escapara, o ir tras él.

Aunque en realidad nunca hubo la menor duda de qué opción escogería.

—Puedo atraparle —declaró, decidida.

—No puedes —refuté—. Sola no. Espérame, Élise.

Pero había desaparecido. Con un aullido de esfuerzo conseguí liberarme de la piedra, ponerme en pie y salir corriendo tras ella.

Si tan solo hubiera llegado unos segundos antes (como ya mencioné, cada paso de su camino hacia la muerte se decidió por solo unos segundos), podría haber cambiado el signo de la batalla, porque Germain se estaba defendiendo furiosamente, el esfuerzo escrito en esas crueles facciones, y quizá su espada —esa cosa que decidí que estaba casi viva— de alguna forma sentía que su propietario se acercaba a la derrota… porque, tras una gran explosión de sonido, luz y una enorme e indiscriminada descarga de energía, se despedazó.

La fuerza me tiró al suelo pero mi primer pensamiento fue para Élise. Tanto ella como Germain estaban en el centro de la explosión.

A través del polvo vislumbré su cabello pelirrojo donde yacía tendida bajo una columna. Corrí hacia ella, me arrodillé y tomé su cabeza entre mis manos.

En sus ojos había una luz brillante. Élise me vio, creo, un segundo antes de morir. Me vio y la luz asomó a sus ojos una última vez y luego desapareció.

iii

Ignoré las toses de Germain durante un rato, y luego posé suavemente la cabeza de Élise sobre la piedra, cerré sus párpados y me levanté, caminando entre los escombros de la cámara hasta donde él yacía, la sangre borboteando de su boca al contemplarme, medio muerto.

Me arrodillé. Sin apartar mis ojos de él, desenvainé mi espada y terminé el trabajo.

Tuve la visión cuando Germain murió.

(Y permitid que me detenga para recordar la mirada de soslayo en el rostro de Élise cuando le conté lo de mis visiones. No muy convencida, pero tampoco totalmente incrédula).

Esta visión fue diferente de las otras. De alguna forma yo estaba presente en ella como no lo había estado nunca.

Me encontré en el taller de Germain, observando mientras este, con el aspecto que en su día tuvo y la vestimenta de un platero, se sentaba moldeando un alfiler.

Cuando le miré, se apretó las sienes y empezó a murmurar algo para sí mismo, como si algo hubiera asaltado sus pensamientos.

¿De qué se trataba?, me pregunté, justo cuando una voz surgió por detrás de mí, sobresaltándome.

—Bravo. Has asesinado al villano. Así es como has trazado este pequeño juego moral en tu mente, ¿no es cierto?

Aún en mi visión, me giré para ver la fuente de la voz, solo para descubrir a otro Germain —uno mucho más mayor, el Germain que conocía— de pie detrás de mí.

—Oh, no estoy realmente aquí —explicó—, y tampoco estoy realmente allí. En este momento estoy desangrándome en el suelo del templo. Pero al parecer el padre del entendimiento ha creído oportuno concedernos este momento para hablar.

Súbitamente la escena cambió y nos encontramos en la cámara secreta bajo el templo donde habíamos estado luchando, solo que la cámara estaba intacta y no había señales de Élise. Lo que vi fueron escenas de un tiempo anterior, cuando el joven Germain se acercó al altar donde los textos de De Molay estaban expuestos.

—Ah —escuché la voz del guía Germain detrás de mí—. Esta es una de mis favoritas. No entendía las visiones que acosaban mi mente, ya ves. Imágenes de grandes torres de oro, de ciudades brillando como la plata. Creí que me estaba volviendo loco. Entonces encontré este lugar —la cripta de Jacques de Molay—, y a través de sus escritos, comprendí.

—¿Comprender el qué?

—Que de alguna forma, a través de los siglos, estaba conectado con el Gran Maestro De Molay. Que había sido elegido para purgar la Orden de la decadencia y la corrupción que se habían instalado en ella. Para limpiar el mundo y restaurarlo en la verdad que el padre del entendimiento pretendía.

La escena cambió de nuevo. Esta vez me encontré en una habitación, donde altos cargos templarios estaban juzgando a Germain y apartándolo de la Orden.

—Los profetas son raramente apreciados en su tiempo —explicó desde detrás de mí—. El exilio y la degradación me obligaron a replantearme mis estrategias, a encontrar nuevas vías para llevar a cabo mi propósito.

Una vez más la escena cambió y me vi acosado por imágenes del Terror, de la guillotina alzándose y cayendo como el inexorable tictac del reloj.

—¿No importa a qué precio? —pregunté.

—Un nuevo orden nunca llega sin la destrucción del viejo. Y si los hombres están hechos para temer la libertad sin límites, tanto mejor. Un breve contacto con el caos les recordará por qué deben obediencia.

Y entonces la escena volvió a transformarse y una vez más nos encontramos de vuelta en la cámara. Esta vez momentos antes de la explosión que había acabado con la vida de Élise, y pude ver en el rostro de ella el esfuerzo por asestar el que había sido el golpe definitivo de la batalla, y confié en que supiera que su padre había sido vengado, y que ese hecho le hubiera traído algo de paz.

—Por lo que parece nuestros caminos se separan aquí —indicó Germain—. Piensa en esto: la marcha del progreso es lenta, pero es tan inevitable como un glaciar. Lo único que has conseguido aquí es retrasar lo inevitable. Una muerte no puede detener la marea. Tal vez no sea mi mano la que lidere a la humanidad de vuelta al lugar adecuado, pero será la de cualquier otro. Piensa en ello cuando la recuerdes.

Lo haría.

Algo me dejó desconcertado en las semanas que siguieron a su muerte. ¿Cómo era posible que hubiera conocido a Élise mejor que a ninguna otra persona y hubiera pasado más tiempo con ella que con cualquiera, y que al final eso no hubiera contado para nada, porque realmente no la conocía?

A la niña sí, pero no a la mujer en la que se había convertido. Pese a haberla visto crecer, nunca tuve la oportunidad de admirar la belleza de Élise en pleno florecimiento.

Y ahora ya nunca lo haré. El futuro que teníamos juntos ha desaparecido. Mi corazón se duele por ella. Siento un peso en el pecho. Lloro por el amor perdido, por el ayer desaparecido, por el mañana que nunca será.

Lloro por Élise, que a pesar de sus defectos es la mejor persona que jamás conoceré.

No mucho tiempo después de su muerte, un hombre llamado Ruddock vino a verme a Versalles. Apestando a perfume barato que apenas enmascaraba un sobrecogedor olor corporal, apareció trayendo una carta que rezaba así: para ser abierta en caso de mi muerte.

El sello estaba roto.

—¿La ha leído? —pregunté.

—Así es, señor. Sintiendo un gran peso en el corazón hice como se me había indicado.

—Era para ser abierta en caso de su muerte —indiqué sintiéndome ligeramente traicionado por el temblor de emoción de mi voz.

—Eso es, señor. Cuando recibí la carta la guardé en un cajón, confiando en no volver a verla, si permite que le sea sincero. Clavé mi mirada en él.

—Dígame la verdad, ¿la leyó antes de que muriera? Porque si lo hizo, entonces podría haber hecho algo respecto a su muerte. Ruddock mostró una sonrisa ligeramente triste.

—¿Podría? Yo creo que no, señor Dorian. Los soldados escriben cartas así antes de la batalla, señor. El mero hecho de que contemplen su propia mortalidad no pospone lo inevitable.

La había leído, estaba seguro. La había leído antes de que ella muriera.

Fruncí el ceño, desplegué la hoja y empecé a leer las palabras de Élise para mis adentros.

Ruddock:

Disculpe la falta de formalidades pero me temo que he reconciliado mis sentimientos hacia usted, y son estos: usted no me gusta. Lamento decirlo, y supongo que le parecerá un tanto grosera mi forma de anunciarlo, pero si está leyendo esto o bien ha ignorado mis instrucciones o es que estoy muerta, por lo que en cualquiera de los casos ninguno de nosotros necesitará preocuparse por cuestiones de etiqueta.

Ahora, a pesar de mis sentimientos hacia usted, debo admitir que aprecio sus intentos de hacerse recompensar por sus acciones, y su lealtad me ha conmovido. Es por esa razón por la que le ruego que muestre esta carta a mi amado Arno Dorian, que precisamente es un Asesino, confiando en que la reciba como mi testimonio de su cambio de actitud. Sin embargo, y como dudo mucho que la palabra de una Templaría fallecida sea suficiente para congraciarle con la Hermandad, tengo algo más para usted.

Arno, te pediría que entregaras las cartas que estoy a punto de mencionar al señor Ruddock a fin de que pueda utilizarlas para ganarse el favor de los Asesinos y así cumplir su deseo de ser aceptado de nuevo en el credo. El señor Ruddock sabrá comprender que este encargo ilustra mi confianza en él y mi esperanza en que la tarea sea cumplida más pronto que tarde, y por esta razón no requerirá ningún tipo de seguimiento.

Arno, el destinatario del resto de esta carta eres tú. Confío en poder regresar viva de mi enfrentamiento con Germain y recuperar esta carta de Ruddock, romperla y no volver a pensar en su contenido. Pero si la estás leyendo, eso significa en primer lugar que mi confianza en Ruddock ha sido recompensada y, en segundo lugar, que estoy muerta.

Hay muchas cosas que me gustaría decirte desde la tumba, y para este fin te remito a mis diarios, los más recientes los encontrarás en mi bolsa, y los anteriores guardados en un escondite con las cartas de las que te he hablado. Si cuando inspecciones el baúl, llegas a la penosa conclusión de que no he conservado las cartas que me enviaste, por favor, debes saber que la razón de ello se encuentra en las páginas de mi diario. También encontrarás un collar con el que me obsequió Jennifer Scott.

La siguiente página faltaba.

—¿Dónde está el resto? —quise saber.

Ruddock alzó sus manos para tranquilizarme.

—Ah, bueno. La segunda página incluye un mensaje especial respecto a la localización de las cartas que la señorita dice que probarán mi redención. Y, bueno, perdóneme por mi rudeza, pero me preocupa que si le doy esa carta no me quede luego nada con lo que negociar, ni tampoco garantía de que no cogerá dicha correspondencia y la utilizará para mejorar su propia situación con la Hermandad.

Le miré haciendo un gesto con la carta.

—Élise me pide que confíe en usted, y yo le pido que haga lo mismo conmigo. Tiene mi palabra de honor de que las cartas serán suyas.

—Entonces eso es suficiente para mí. —Hizo una reverencia y me tendió la segunda página de la carta. La leí de corrido hasta que llegué al final…

… ahora, por supuesto, estaré yaciendo en el Cementerio de los Inocentes con mis padres, mis seres queridos.

Aunque a quien más amo de todos es a ti, Arno. Espero que comprendas lo mucho que te quiero. Y espero que tú también me ames. Y te doy las gracias por permitirme el honor de conocer un sentimiento tan pleno.

Tu amada,

Élise

—¿Y dice dónde están las cartas? —preguntó Ruddock esperanzado.

—Así es —contesté.

—¿Y dónde están, señor?

Le contemplé de nuevo, mirándole a través de los ojos de Élise, y pude advertir que había algunas cuestiones demasiado importantes para ser dejadas al arbitrio de nuestra recién ganada confianza.

—Usted lo ha leído; ya lo sabe.

—Lo llama Le Palais de la Misère. Y eso debe de significar algo para usted, ¿no es así?

—Sí, gracias, Ruddock, significa algo. Sé dónde dirigirme. Por favor, déjeme su dirección actual. Me pondré en contacto con usted en cuanto recupere las cartas. Y debe saber que en agradecimiento por todo lo que ha hecho pondré todo mi empeño en que consiga ganarse el favor de los Asesinos.

Se irguió ligeramente cuadrando sus hombros.

—Y por ello le estoy agradecido…, hermano.

iv

Había un joven aguardando en una carreta del camino. Tenía una pierna levantada y los brazos cruzados y me miraba atentamente desde debajo de un sombrero de paja de ala ancha, moteado por la luz del sol que conseguía filtrarse a través del dosel de ramas por encima de su cabeza. Estaba esperando, esperándome, según resultó, a mí.

—¿Es usted Arno Dorian, señor? —me preguntó enderezándose.

—Yo soy.

Sus ojos se clavaron en mí.

—¿Y no lleva una espada oculta?

—¿Cree que soy un Asesino?

—¿No lo es?

En un rápido movimiento la saqué, centelleante bajo la luz del sol, y la retiré tan velozmente como la había sacado.

El joven asintió.

—Mi nombre es Jacques. Élise era amiga mía, una buena señora para mi esposa, Hélène, y una confidente íntima de… el hombre que vive con nosotros.

—¿Un italiano? —pregunté, probándole.

—No, señor —sonrió—. Es un caballero inglés y responde al nombre de señor Weatherall.

Le sonreí en respuesta.

—Creo que será mejor que me lleve con él, ¿no?

Jacques me condujo en su carro, tomando un sendero que transcurría a un lado del río.

En la otra orilla había una estrecha y cuidada pradera que desembocaba en un ala de la Maison Royale. Contemplé el edificio con una mezcla de tristeza y estupefacción. Tristeza porque la mera visión del internado me recordaba a Élise. Estupefacción porque no tenía nada que ver con el retrato de un lugar satánico que ella me había descrito en sus cartas todos esos años atrás.

Continuamos como si estuviéramos rodeando el colegio, lo que supongo que estábamos haciendo. Élise me había mencionado el pabellón del guarda.

Tal y como esperaba, llegamos ante una amplia y baja construcción situada en un claro, con un par de edificios auxiliares a poca distancia. De pie en un escalón del porche había un hombre mayor con muletas.

Las muletas eran nuevas, por supuesto, pero en cambio creí reconocer al hombre de barba blanca por haberlo visto merodeando por el castillo cuando yo era pequeño. Había sido alguien que pertenecía a la otra vida de Élise, su vida con François y Julie. No alguien con quien yo me mezclara. Ni tampoco él conmigo.

Y sin embargo, escribo esta entrada tras haber leído los diarios de Élise, y ahora puedo apreciar la posición que él ocupó en su vida y, una vez más, maravillarme por lo poco que realmente sabía de ella; y de nuevo lamento la oportunidad de no haber descubierto a la Élise «real», la Élise libre de secretos con un destino que cumplir. A veces pienso que con todo ese peso sobre sus hombros, ella y yo estábamos condenados desde el principio.

—Hola, hijo —me gruñó desde el porche—. Ha pasado mucho tiempo. Deja que te vea. Apenas te reconozco.

—Hola, señor Weatherall —contesté desmontando y atando mi caballo. Me acerqué a él, y de haber sabido lo que ahora sé le habría saludado a la manera francesa con un fuerte abrazo, y habríamos compartido la solidaridad de nuestra pérdida, nosotros que fuimos los dos hombres más cercanos a Élise, pero no lo hice; él era simplemente un rostro del pasado.

En el interior de la casa la decoración era sencilla y el mobiliario espartano. El señor Weatherall se apoyó sobre sus muletas y me guio hasta la mesa, solicitando un poco de café a una muchacha que supuse que sería Hélène, a la que sonreí, recibiendo una reverencia en respuesta.

También a ella le presté menos atención de la que le hubiera dedicado de haber leído antes los diarios. Apenas estaba dando mis primeros pasos en esa otra vida paralela de Élise, sintiéndome como un intruso, como si no debiera estar aquí.

Jacques también entró, quitándose un imaginario sombrero y saludando a Hélène con un beso. La atmósfera en la cocina era muy animada. Hogareña. No me extraña que a Élise le gustara estar allí.

—¿Me estaban esperando? —pregunté, haciéndole un gesto a Jacques.

El señor Weatherall se acomodó antes de asentir pensativo.

—Élise escribió para decirnos que Arno Dorian aparecería para recoger su baúl. Y luego, hace un par de días, la señora Levene nos trajo la noticia de que la habían matado.

Alcé una ceja.

—¿Le escribió? ¿Y no sospechó que algo iba mal?

—Hijo, tal vez use madera bajo mis brazos pero no vayas a pensar que también la tengo en la cabeza. Lo que sospeché era que todavía estaba enfadada conmigo, no que estaba haciendo planes.

—¿Estaba enfadada con usted?

—Tuvimos unas palabras. Nos separamos mal avenidos. O más bien sin hablarnos.

—Ya veo. Yo también he sido víctima de un buen número de enfados de Élise. No era algo agradable.

Nos miramos el uno al otro, mostrando leves sonrisas. El señor Weatherall hundió su barbilla en el pecho mientras asentía por los agridulces recuerdos.

—Oh, sí, desde luego. Era todo un carácter. —Me miró—. Supongo que eso es lo que la mató, ¿no es cierto?

—¿Qué es lo que le han contado?

—Que la noble dama Élise de la Serre estuvo implicada en un altercado con el renombrado platero François Thomas Germain, y que sus espadas chocaron y ambos lucharon en un combate que acabó con la muerte de ambos a manos del otro. ¿Es así como tú lo viste?

Asentí.

—Ella fue tras él. Pero podría haber puesto más cuidado.

Sacudió la cabeza.

—Ella no era precisamente cautelosa. Pero le presentó batalla, ¿verdad?

—Luchó como una leona, señor Weatherall, un auténtico rival para su pareja en combate.

El anciano mostró una breve sonrisa desganada.

—Hubo un tiempo en el que yo también tuve de contrincante a François Thomas Germain, ¿sabes? Sí, podría llamarse así. El traidor Germain perfeccionó sus propias habilidades con una espada de madera empuñada por Freddie Weatherall. Por aquel entonces era impensable que un Templario pudiera volverse contra otro Templario.

—¿Impensable? ¿Por qué? ¿Acaso los Templarios eran menos ambiciosos cuando usted era joven? ¿O es que el apuñalamiento por la espalda en nombre del progreso estaba menos desarrollado?

—No —sonrió el señor Weatherall—, simplemente éramos jóvenes, y un poco más idealistas cuando se trataba de algún compañero.

v

Tal vez tengamos más que decirnos el uno al otro si volvemos a encontrarnos. Tal y como ocurrió, los dos hombres más cercanos a Élise teníamos poco en común, y cuando la conversación finalmente decayó y murió como una hoja en otoño, le pedí que me mostrara el baúl.

Me llevó hasta él, y lo arrastré de vuelta a la cocina donde lo dejé, pasando mis manos sobre las iniciales grabadas EDLS, para luego abrirlo. En el interior, tal y como había referido, estaban las cartas, sus diarios y el collar.

—Y algo más —dijo el señor Weatherall y salió de la habitación para regresar momentos después con una espada corta—. Su primera espada —explicó, añadiéndola al contenido del baúl con una mirada desdeñosa, como si debiera haberla reconocido al instante. Como si tuviera mucho que aprender sobre Élise.

Lo que por supuesto hice. Y ahora comprendo que tal vez me mostré un tanto altivo durante mi visita, como si esa gente no fuera digna de Élise, cuando en realidad era todo lo contrario.

Fui a recoger mis alforjas para llenarlas con los recuerdos de Élise, los objetos listos para llevarlos de vuelta a Versalles, saliendo a la clara y tranquila noche iluminada por la luna y acercándome a mi caballo. Me quedé allí de pie, el asa de la bolsa en mi mano, cuando me llegó un olor. Algo inconfundible. Era perfume.

vi

Creyendo que nos pondríamos en marcha, mi yegua resopló y piafó en el suelo pero la tranquilicé, palmeando su cuello a la vez que olfateaba de nuevo el aire. Chupé mi dedo, lo levanté al aire y comprobé que el viento venía desde detrás de mí. Escruté el perímetro del claro. Tal vez fuera una de las chicas del colegio que había hecho el camino hasta allí por alguna razón. Tal vez fuera la madre de Jacques…

O tal vez reconocí la esencia del perfume y supe exactamente quién era.

Me acerqué a él, oculto tras un árbol, su pelo blanco casi luminoso bajo la luna.

—¿Qué está haciendo aquí, Ruddock? —le pregunté.

Hizo una mueca.

—Ah, bueno, verá, yo…, podría decirse que solo quería velar por mi trofeo.

Sacudí la cabeza con rabia.

—¿Así que después de todo no confía en mí?

—Bueno, ¿usted confía en mi? ¿Acaso Élise confiaba en mí? ¿Alguno de nosotros confía en el otro, nosotros que vivimos nuestras vidas en sociedades secretas?

—Vamos —indiqué—. Pase dentro.

vii

—¿Quién es este?

Los ocupantes de la casa, que unos momentos antes se estaban disponiendo para dormir, reaparecieron: Hélène en camisón, Jacques solo con los calzones puestos, el señor Weatherall aún totalmente vestido.

—Su nombre es Ruddock.

No creo haber visto nunca una transformación tan notable como la que sufrió el señor Weatherall. Su rostro se coloreó, una mirada de furia cruzó sus ojos descendiendo sobre Ruddock.

—El señor Ruddock pretende llevarse sus cartas y seguir su camino —expliqué.

—No me contaste que eran para él —replicó Weatherall con un gruñido.

Le lancé una acre mirada pensando que empezaba a hartarme de él y que cuanto antes terminara mi encargo mejor.

—Por lo que veo hay mala sangre entre ustedes.

El señor Weatherall se limitó a refunfuñar; Ruddock sonrió tontamente.

—Élise respondía por él —le expliqué al señor Weatherall—. Según parece, es un hombre cambiado y ha sido perdonado por sus pasados deslices.

—Por favor —me imploró Ruddock, sus ojos fijos en mí, moviéndose claramente nervioso por la tormenta que se desataba en el rostro del señor Weatherall—, solo entrégueme las cartas y me marcharé.

—Yo le daré sus cartas, si eso es lo que quiere —intervino el señor Weatherall acercándose al baúl—, pero escuche lo que le digo, si ese no era el deseo de Élise le cortaré la garganta.

—Yo también la quería a mi manera —protestó Ruddock—. Salvó mi vida dos veces.

Al llegar junto al baúl el señor Weatherall se detuvo.

—¿Salvó su vida dos veces?

Ruddock se estrujó las manos.

—Lo hizo. Me salvó de la horca y antes de eso de los Carroll.

Aún junto al baúl, el señor Weatherall asintió pensativo.

—Sí, recuerdo que le salvó de la horca. Pero los Carroll…

Una sombra de culpabilidad cruzó el rostro de Ruddock.

—Bueno, ella me dijo entonces que los Carroll iban a por mí.

—Usted conocía a los Carroll, ¿no es así? —preguntó el señor Weatherall inocentemente.

Ruddock tragó saliva.

—Sabía de ellos, por supuesto que sí.

—¿Y se largó?

—Como cualquiera en mi posición habría hecho —replicó indignado.

—Exactamente —dijo el señor Weatherall asintiendo—. Hizo lo correcto, perdiéndose toda la diversión. Sin embargo, hay un hecho indiscutible: ellos no iban a matarle.

—Entonces supongo que debería decir que Élise salvó mi vida una vez. Aunque no creo que importe mucho, después de todo una es suficiente.

—Salvo que ellos fueran a matarle.

Ruddock soltó una risa nerviosa, sus ojos vagando por la habitación.

—Bueno, usted acaba de decir que no iban a hacerlo.

—Pero ¿y si así fuera? —insistió el señor Weatherall.

Me pregunté a dónde demonios quería llegar.

—No querían —respondió Ruddock con un matiz zalamero en su voz.

—¿Cómo lo sabe?

—¿Cómo dice?

El sudor bañaba la frente de Ruddock cuya cara mostraba ahora una sonrisa torcida y nerviosa. Su mirada encontró la mía como si buscara algún apoyo, pero no halló ninguno. Yo me limité a observar. Observar atentamente.

—Vera —continuó el señor Weatherall—, creo que por aquel entonces usted trabajaba para los Carroll y pensó que ellos estaban dispuestos a silenciarle, lo que tal vez quisieran hacer. Pienso que o bien usted nos proporcionó la información falsa sobre el Rey de los Mendigos o que este estaba trabajando para los Carroll cuando le contrató para asesinar a Julie de la Serre. Eso es lo que pienso.

Ruddock estaba negando con la cabeza. Intentó mostrar una mirada de indiferente desconcierto, una mirada de ultrajada indignación y, en su lugar, solo consiguió una mirada de pánico.

—No —rechazó—, esto ha ido demasiado lejos. Yo trabajo para mí mismo.

—Pero tiene la ambición de volver a unirse a los Asesinos, ¿no es así? —interrumpí.

Sacudió la cabeza furiosamente.

—No, estoy curado de todo eso. ¿Y sabe quién me curó finalmente? Pues la dulce Elise. Ella odiaba sus dichosas órdenes, ¿lo sabían? Dos garrapatas luchando por el control de un gato, era como les llamaba. Le llamó fútil y embaucador, y tenía razón. Me advirtió que yo estaría mejor sin usted, y acertó —espetó con rabia—. ¿Templarios? ¿Asesinos? Permítanme que me orine sobre todos ustedes, atajo de ancianas inútiles peleando por antiguos dogmas.

—¿Así que no tiene ningún interés en incorporarse a los Asesinos, y por tanto ningún interés en las cartas? —pregunté.

—Ninguno en absoluto —insistió.

—Entonces ¿qué esta haciendo aquí? —demandé.

Al tomar conciencia de la profundidad del agujero en que él mismo se había metido, su rostro se compungió y entonces se giró y, con un ágil movimiento, sacó un par de pistolas. Antes de que pudiera reaccionar se apoderó de Hélène, apuntando una de las pistolas sobre su cabeza mientras cubría la habitación con la otra.

—Los Carroll les envían saludos —anunció.

viii

Una nueva tensión se expandió por la habitación y Hélène gimoteó. La carne de su sien estaba blanca donde el cañón de la pistola la presionaba, su mirada implorante pasando por encima del brazo de Ruddock hasta donde Jacques se mantenía encogido, listo para atacar, luchando por un lado contra la necesidad de llegar hasta él, liberar a Hélène y matar a Ruddock, y la necesidad de no asustarle y que disparara.

—Quizá —dije después de un silencio— preferiría decirme quiénes son esos Carroll.

—La familia Carroll de Londres —explicó Ruddock, un ojo sobre Jacques que permanecía tenso, su rostro contorsionado por la rabia—. Al principio confiaban en influir hacia el sendero correcto a los Templarios franceses, pero entonces Élise les descompuso al matar a su hija, lo que dio al asunto una dimensión personal.

—Y por supuesto hicieron lo que cualquier padre amoroso con mucho dinero y una red de sicarios a su disposición haría: ordenar la venganza. No solo sobre ella sino sobre su protector. Ah, y estoy seguro de que pagarán generosamente por estas cartas.

—Élise tenía razón —observó el señor Weatherall casi para sí mismo—. Ella nunca creyó que los Cuervos trataran de matar a su madre. Tenía razón.

—La tenía —añadió Ruddock casi con pena, como si deseara que Élise pudiera estar allí para apreciar el momento.

También yo deseé que estuviera. Me hubiera gustado ver como se encargaba de Ruddock.

—Entonces se ha acabado —contesté sencillamente—. Sabe tan bien como nosotros que no puede matar al señor Weatherall y salir de aquí con vida.

—Eso ya lo veremos —contestó—. Ahora abra la puerta y luego aléjese de ella.

Permanecí donde estaba hasta que me lanzó una mirada de advertencia al mismo tiempo que provocaba un grito de dolor en Hélène al presionar el cañón de la pistola contra su frente. Solo entonces abrí la puerta y di varios pasos a un lado.

—Puedo ofrecerle un trato —propuso Ruddock empujando a Hélène hacia delante y encaminándose hacia el oscuro rectángulo de la entrada.

Jacques seguía muy tenso, muerto de ganas de abalanzarse sobre Ruddock; el señor Weatherall furioso pero pensando, pensando; y yo, observando y esperando, mis dedos flexionados sobre mi hoja oculta.

—Su vida por la de ella —continuó Ruddock señalando al señor Weatherall—. Usted me permite matarle ahora y yo libero a la chica cuando me marche.

El rostro del señor Weatherall estaba muy, muy oscuro. La furia parecía embargarle en oleadas.

—Prefiero quitarme la vida a permitir que me la quite.

—Es su elección. En cualquier caso su cadáver estará en el suelo cuando me marche.

—¿Y qué pasará con la chica?

—Vivirá —respondió—. La llevaré conmigo, y la soltaré cuando esté a salvo y tenga la seguridad de que no tratarán de engañarme.

—¿Y cómo sabemos que no la matará?

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Señor Weatherall —comencé—. De ningún modo vamos a permitir que se lleve a Hélène. No vamos a…

El señor Weatherall me interrumpió.

—Le pido disculpas, señor Dorian, permítame que lo escuche de boca de Ruddock. Deje que escuche la mentira de su boca, porque la recompensa no es solo por el protector de Élise, ¿no es así, Ruddock:' Es por su protector y su doncella, ¿verdad, Ruddock? No tiene ninguna intención de dejar marchar a Hélène.

Los hombros de Ruddock se alzaron y encogieron y su respiración se hizo mas pesada, sus opciones reduciéndose por segundos.

—No me iré de aquí con las manos vacías —declaró—, para que puedan perseguirme y matarme en otro momento.

—¿Qué otra elección tiene? O bien aquí muere gente y uno de ellos es usted, o se marcha y pasa el resto de su vida como un hombre marcado.

—Me llevo las cartas —declaró finalmente—. Páseme las cartas y soltaré a la chica cuando esté a salvo.

—No va a llevarse a Hélène —rechacé—. Puede llevarse las cartas, pero Hélène no saldrá de esta casa.

Me pregunto si apreció la ironía de que de no haberme seguido, de haber esperado en Versalles, le habría entregado las cartas.

—Pero usted vendrá a por mí —dijo vacilante—. Tan pronto como la suelte.

—No lo haré —respondí—. Tiene mi palabra de honor. Puede coger las cartas y marcharse.

Pareció tomar una decisión.

—Deme las cartas —exigió.

El señor Weatherall alargó el brazo hasta el baúl, cogió el paquete de cartas y las levantó.

—llamó Ruddock a Jacques—, el enamorado. Pon las cartas en mi caballo y tráelo hasta aquí mientras alejas la montura del Asesino. Pero date prisa y vuelve pronto o ella morirá.

La mirada de Jacques se desvió de mí al señor Weatherall. Ambos asentimos y él salió hacia la noche.

Los segundos pasaron y esperamos. Hélène, ahora más tranquila, nos miraba por encima del brazo de Ruddock mientras este me apuntaba con la pistola, sus ojos fijos en mí sin prestar demasiada atención al señor Weatherall creyendo que no suponía una amenaza.

Jacques regresó, deslizándose en el interior con los ojos clavados en Hélène, esperando poder cogerla.

—Bien, ¿está todo listo? —preguntó Ruddock.

Vi el plan de Ruddock pasar ante sus ojos. Lo vi con tanta claridad que podría haberlo contado en voz alta. Su plan era matarme con un primer tiro, a Jacques con el segundo, y liquidar a Hélène y a Weatherall con la espada.

Quizá el señor Weatherall también lo vio. Quizá el señor Weatherall había estado planeando su movimiento todo ese tiempo. Cualquiera que sea la verdad, la desconozco, pero en el mismo momento en que Ruddock apartó a Hélène de un empujón y giró su arma hacia mí, la mano del señor Weatherall apareció desde el interior del baúl, la funda de la espada corta de Élise saltando a un lado y la espada entre sus dedos.

Como era mucho más larga que un cuchillo pensé que no podría dar en el blanco, pero, por supuesto, su largo entrenamiento en el lanzamiento de cuchillos le había permitido lograr una gran habilidad y la espada giró al mismo tiempo que yo me agachaba. Escuché el disparo, la bala silbando al pasar junto a mi oreja en un único sonido, pero recuperé el equilibrio y sacando mi hoja oculta, me preparé para saltar sobre Ruddock antes de que disparara por segunda vez.

Pero Ruddock tenía la espada corta clavada en la cara, sus ojos moviéndose en direcciones opuestas mientras su cabeza caía hacia atrás y se tambaleaba, su segundo disparo impactando directamente en el techo mientras su cuerpo retrocedía y luego se desplomaba sin vida antes de golpear el suelo.

En el rostro del señor Weatherall había una mirada de sombría satisfacción, como si se hubiera liberado de un fantasma.

Hélène corrió hacia Jacques y durante unos instantes nos quedamos todos inmóviles, los cuatro, mirándonos los unos a los otros y al cadáver de Ruddock, apenas capaces de creer que todo hubiera terminado, y que hubiéramos sobrevivido.

Y después, una vez que sacamos el cuerpo de Ruddock afuera para enterrarlo al día siguiente, recuperé mi caballo y terminé de cargar mis alforjas. Mientras lo hacía sentí la mano de Hélène sobre mi brazo y miré sus ojos enrojecidos por el llanto, pero no menos sinceros por ello.

—Señor Dorian, nos encantaría que se quedara —dijo—. Podría ocupar el dormitorio de Élise.

Y desde entonces sigo aquí, apartado del mundo y, por lo que a los Asesinos respecta, sin pensar tampoco en ellos.

He leído los diarios de Élise, por supuesto, y gracias a ellos he comprendido que aunque en nuestras vidas adultas no nos conocíamos lo suficiente el uno al otro, aun así la conocí mejor que ninguna otra persona, porque ella y yo éramos lo mismo, espíritus afines compartiendo mutuas experiencias, nuestros caminos a través de la vida virtualmente idénticos.

Excepto que, como ya he mencionado antes, Élise empezó primero, y fue ella quien llegó a la conclusión de que podría existir una unión entre Asesinos y Templarios. Al final de su diario encontré una carta. Decía así:

Queridísimo Arno:

Si estás leyendo esto, o bien mi confianza en Ruddock ha estado justificada, o su avaricia ha prevalecido. En cualquier caso, tienes mis diarios.

Ir a la siguiente página

Report Page