Asia

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V

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V

LA UNIDAD NORTEAMERICANA[5]

En la actualidad se prodiga mucho, y con razón, la palabra unidad. Por todas partes se nos dice que, si queremos ganar la guerra, hemos de procurar estar unidos. Nos aseguran que Hitler considera nuestra desunión actual como nuestro punto flaco, y nos apremian, por lo tanto, para que nos unamos. Los que nos dan prisa para que realicemos esta unión afirman que la unidad es una de las fuerzas del fascismo, y la carencia de unidad una de las debilidades de la democracia, debilidad que debemos vencer de una manera u otra.

Mas antes de que procedamos a aceptar este criterio, debemos examinarlo concienzudamente. ¿Qué es unidad? Según la opinión fascista, es la semejanza de todos los individuos, una semejanza que se expresa en acciones similares, hijas de la similitud de pensamiento que se esconde detrás de la rígida exclusión de todo aquel que rehúsa someterse al sistema, llegando incluso a la muerte de los individuos que no se doblegan. Todos deben pensar lo mismo, sostienen los fascistas, para que todo el mundo actúe de igual forma, y no se duda en aplicar la fuerza para lograr esa unidad de pensamiento y de acción.

También es necesario algo de similitud de acción en el campo de la democracia. En cierto grado, en todos los tiempos, y por completo, en época de guerra. Pero no es requisito indispensable que esa acción sea fruto de pensamientos exactamente iguales. La democracia acepta al individuo, pero a la par acepta la diferencia de ese individuo con los demás, tanto en el mundo del pensamiento como en el de la acción. Sin embargo, cuando estalla una guerra, para conseguir el necesario poder de acción es preciso concertar las voluntades individuales, de modo que sea posible defender y extender la libertad.

Es obvio que en estos momentos hemos de apresurarnos a prescindir de algunas de nuestras acostumbradas libertades, a fin de poder luchar por esa misma libertad.

Pero la democracia utiliza, para el establecimiento de esa acción concertada, una manantial distinto a los manantiales de la fuerza fascista. El manantial de la unidad democrática se encuentra en la voluntad de los individuos. Se trata de un deseo de unidad, y no del resultado de una presión ejercida en tal sentido por los que gobiernan. Lo primero produce la más poderosa unidad del mundo, la unión de los hombres libres.

No es verdad, por lo tanto, que la unidad sea una fuerza del fascismo y que la carencia de unidad represente una debilidad de la democracia. La China, el pueblo más democrático del mundo, ofrece en tiempos de paz una aparente falta de unidad que sorprende sobremanera a los espíritus metódicos. Sun-Yat-Sen, desesperado una vez ante la repugnancia con que eran acogidas sus ideas de unión, hubo de afirmar que su pueblo era como granos de arena esparcidos al azar. Lo dijo en sentido despreciativo, pero ahora ha podido comprobarse que en sus palabras había más verdad de lo que se imaginaba. Cuando los granos de arena llevan todos la misma dirección, existe entre ellos una cohesión completa, no sólo en cuanto a su materia, sino también en cuanto a su fuerza, la cual arrolla todo lo que le sale al paso. Cualquiera que se haya encontrado ante una tempestad de arena sabe que ésta, impulsada por el viento, es invencible. No sólo detiene el avance de máquinas y hombres, sino que llega a modificar el paisaje, como ha hecho en vastas zonas del norte de China. El viento, al soplar sobre las arenas del desierto de Gobi, transforma en inexorable desierto lo que una vez fue fértil tierra de labor. Usando ejemplos nuestros, podemos preguntar qué fuerza hay más poderosa que las partículas de arena que despide el llamado soplador de chorro de arena que se utiliza en mecánica.

La unidad fascista parece una monótona unión de ladrillos unidos entre sí por el cemento fascista. La unidad democrática es la tempestad de arena formada por la fuerza de la voluntad acumulada en el persistente viento. La ordenada construcción de los fascistas parece de una gran utilidad y eficacia, pero la arena puede sepultar ciudades, ahora lo mismo que antes. Y también puede deshacer la piedra.

Rechacemos, pues, en el acto, el tipo de unidad fascista de los individuos. Sí, debemos rechazarla. Porque si lo que intentásemos realizar fuera la especie de unidad que los fascistas han llevado a cabo, lo primero que deberíamos hacer sería convertirnos en fascistas, y entonces la guerra actual resultaría totalmente inútil. Los fascistas habrían vencido en toda la línea. He aquí la terrible ironía de esta contienda, como Hitler sabe muy bien, habiéndose jactado de ello.

El fascismo conquistó a Italia sin lucha. Ni siquiera hubo tiempo de organizar una guerra civil. Los fascistas se apoderaron del poder antes que el pueblo se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. Esto mismo puede ocurrir en cualquier democracia, y Hitler lo sabe. Puede suceder en Inglaterra; puede suceder aquí, en Norteamérica.

Pero es curioso que sea menos posible en China que en cualquier otro país, y precisamente por la misma razón que entristecía a Sun-Yat-Sen cuando intentó reunir los granos individuales de arena desperdigados para hacer una revolución.

Aunque los fascistas llegaran a apoderarse del gobierno de China, el pueblo chino es tan individualista, está tan acostumbrado a pensar por sí mismo, que de nuevo surgirían los granos de arena. No existe poder en la tierra capaz de conseguir que el pueblo chino se asemeje a un bloque de ladrillos. La profunda carencia de ordenación que se nota en China, la misma falta de cohesión política que deploran nuestros federalistas, es precisamente lo que hace a China más apta que ningún otro pueblo para la democracia.

Por otra parte, no existe pueblo alguno tan unido en la guerra como lo está el pueblo de China. Una fuerza de un poder inmenso ha hecho que se levantase una tempestad de arena: es la fuerza de la voluntad del pueblo. Como un solo hombre, los chinos se han lanzado a la batalla resueltos a derrotar al Japón y a mantener libre a su patria. Todos los individuos de China se han unido para ello. No ha sido suprimida la individualidad, no está sometida a ningún afán de similitud, sino unida por la fuerza de la voluntad y por la convicción de que es necesaria la derrota del Japón y la obtención de su propia libertad.

Comparad ahora esto con la unidad del Japón, una unidad típicamente fascista. Los ciudadanos del Japón no se atreven a pensar, y mucho menos a expresar sus opiniones particulares. En el Japón, existe perfecta cohesión, una unidad perfecta. Pero, sin embargo, no ha sido capaz de derrotar a la unidad que hoy existe en China.

¿Y nosotros? Los norteamericanos no poseemos, naturalmente, la clase de unidad existente hoy en el Japón. No debemos tenerla jamás. No debemos nosotros, los pueblos de Norteamérica, formados por todas las razas y todas las creencias, permitir que nadie que nos gobierne diga que carecemos de la unidad de las naciones fascistas a causa de nuestra debilidad. Y cuando alguien nos diga esto, hemos de replicarle que esa unidad de los fascistas es en el fondo una prueba de debilidad y no de fuerza, una señal de muerte y no de vida. Significa un pueblo vencido y no un pueblo triunfante, y nosotros, el pueblo de los Estados Unidos de América, no tenemos nada de lo primero.

No obstante, esa especie de unidad natural de que goza China es algo de que estamos faltos nosotros. Los chinos pueden permitirse ser en extremo individualistas precisamente porque poseen esa unidad natural a que me refiero. Pueden permitirse vivir sin una gran unidad política, como lo han hecho anteriormente y lo hacen ahora, porque disfrutan de esa profunda y antigua unidad natural; unidad de raza, por ejemplo, que llega a la similitud más completa en el color del cabello y de la piel; unidad en la más larga y continuada historia del género humano; unidad de costumbres y de ideales sociales; unidad en la tolerancia para con las creencias religiosas; unidad en la estructura de la familia.

Pero entre nosotros no se dan esas unidades naturales y nacionales, y, por lo mismo, no podemos comparamos a los chinos. Éstos forman un pueblo tan homogéneo, están tan unidos en lo fundamental que viven en una democracia práctica desde hace siglos. Por ello no sienten la necesidad de llegar a la democracia a través de formas políticas.

Nuestro caso es muy distinto del de los chinos. Aquí, en un largo trozo de la tierra, se hallan reunidas, mezcladas por el azar, y sin haberse puesto de acuerdo de antemano, gentes de casi todas las naciones y razas. No existe nada de común entre nosotros, ni siquiera estamos determinados a no ser libres.

La mayoría de nuestros antepasados vinieron aquí atraídos por la sencilla esperanza de mejorar sus fortunas. No poseían ideales de libertad. Cada individuo de ese conglomerado trajo su propia religión, sus propios credos políticos, sus propias ambiciones. Nuestro pueblo se componía de individuos aislados, solitarios, que trabajaban cada uno para sí mismo en lo que consideraba más conveniente para él, y todo esto sucedía aún en tiempos muy recientes.

No tenemos tras de nosotros siglos de historia común; no tenemos más que un par de breves siglos de lucha con la tierra y con todo lo demás. Sobre esto está construida nuestra nación.

Es obvio, por lo tanto, que ahora que nos hallamos en guerra, nuestra tarea para unirnos nos resulte mucho más difícil que a los chinos. Aunque pongamos en ello toda la voluntad del mundo, tropezaremos con dificultades prácticas que ellos no han encontrado. Los chinos han podido ser una especie de democracia descentralizada debido a que todos viven en un suelo común. Nosotros no procedemos de un suelo común, no podemos sustentar nuestra unidad en una antigua historia común, en un antiguo sistema de familia común, en una antigua religión común. Carecemos de todas esas fuerzas unificadoras.

¿Dónde reside entonces nuestra unidad? En primer lugar, en nuestra forma de gobierno. Al percatarnos de la existencia de nuestras desuniones naturales, hemos buscado una forma de gobierno que permite el mantenimiento de nuestras diferencias individuales y, al mismo tiempo, las unifica políticamente. Con nuestro sistema de Estados y Gobiernos federales hemos realizado algo que puede considerarse auténticamente democrático, aunque a veces ese sistema resulte inadecuado en sus funciones. No obstante, nos parece que esa fórmula funciona bastante bien en tiempos de paz; algo mejor, según creo, que la utilizada por ningún otro Gobierno del mundo, pues se preocupa de la libertad del individuo y de la libertad del conjunto. Como consecuencia de ella, el que gobierna es el servidor del gobernado, estribando en esto la verdadera democracia.

Pero, al parecer, nuestra forma de gobierno no funciona en tiempos de guerra todo lo bien que fuera de desear; al menos, eso es lo que se dice por ahí. Muchas personas, inquietas ante los acontecimientos de la contienda, afirman que la forma de gobierno que nos salvaguarda en la paz, resulta un peligro en la guerra, y la tildan de engorrosa. Sostienen que en épocas de guerra es necesario que un solo individuo sea el responsable de la marcha de todo, el cual debería tener mandato absoluto sobre la industria de guerra y las fuerzas necesarias para llevar a cabo el cometido bélico. Debemos suprimir todos los obstáculos de la paz, afirman, si queremos ganar la guerra.

Esto nos coloca a los norteamericanos ante un dilema. En primer lugar, tememos al poder centralizado en una sola persona, cualesquiera que sean la ocasión y el lugar. Sin embargo, se nos ha dicho que tal centralización es necesaria si nuestra pretensión es triunfar en la guerra. ¿Qué debemos hacer? Nuestro titubeo, nuestra aparente falta de unidad, es una prueba evidente de la unidad que existe en nuestros corazones. Porque creemos, por encima de todo, en la forma democrática de gobierno. Creemos en lo que tenemos y disfrutamos en la actualidad: espacio y libertad para todas las razas, para todos los partidos, libertad de crítica y de expresión, tanto de sentimientos como del pensamiento. Ésta es realmente la esencia de nuestra vida nacional.

Mas tememos entregarlo, aunque sea en nombre de la necesidad, a los que poseen poder suficiente para efectuar tales cambios. En suma, nos hallamos en la situación de un hombre cercado en su casa por una banda de ladrones. Un individuo cuyo nombre conoce, pero cuyo corazón desconoce, entra a salvarle, insistiendo en que le entregue la única arma que hay en la casa. El dueño de ésta se ve en el caso de tener que elegir entre los ladrones, que son numerosos, y el hombre que se encuentra ante él, el cual, según afirma desea el arma para defenderle. «¿Qué haré sin mi arma?», se pregunta el dueño de la casa sitiada. ¿Debe entregar el arma o no? Si la entrega, ¿continuará siendo el dueño de la casa, o bien lo será el individuo que ha entrado?

En este dilema se encuentran las verdaderas raíces de nuestra aparente desunión actual. Vamos a estudiar por un momento esas raíces. Si descubrimos en nuestro examen la causa de la desunión, podremos ser capaces de arrancar las raíces y prepararnos para la realización de nuestra unidad.

¿Por qué ponemos los norteamericanos tanto interés en conservar las formas de la democracia, mientras éstas les tienen sin cuidado a los chinos? En parte, porque los chinos, cuando hablan de cualquier ciudadano de su país, suelen decir: «Después de todo es un chino como yo. Nuestros mutuos antepasados vivieron aquí del mismo modo que lo hacemos ahora nosotros». Esto es, que el chino siente una profunda confianza en cualquier otro chino, una especie de confianza de familia.

Nosotros no tenemos esa confianza uno en el otro, ni la podemos tener. Cuando vemos que un norteamericano sube al poder, inmediatamente recordamos que quizá tan sólo haga una generación que vino de un país sin ideales democráticos. Tal vez sea el descendiente de una familia de tradición individualista y antidemócrata. En otros casos, nos disgusta el hombre que ha crecido en un ambiente tradicional de riqueza y es lo que nosotros llamamos un capitalista, un gran industrial, un poderoso. Los potentados chinos forman parte de la comunidad de sangre, de familia y de cultura nacional china. En China existen muy pocos grandes industriales —en la actualidad ninguno—, y cuando existían, la cultura china tenía en ellos sus más poderosos valedores. Esos industriales no podían detentar el poder individual que sus semejantes disfrutan en nuestro país. El hombre vulgar chino no les temía tanto como los norteamericanos temen a los grandes capitalistas de los Estados Unidos. Los poderosos no dejaban de ser chinos, incluso cuando pactaban con el Japón. Hasta cuando hacían traición a su patria, como en el caso de Wang-Ching-Wei, continuaban siendo chinos. Hay muchos chinos que creen que Wang-Ching-Wei jugó y sigue jugando un juego chino de larga duración, y le dejan jugar sin condenarle demasiado. El chino está seguro de su propio ser. Sus raíces están muy hondas.

En cambio, nosotros no sentimos esa seguridad en nosotros mismos. No podemos tenerla. No sería cuerdo que la tuviéramos. Nuestras raíces se hallan a flor de tierra. Hemos crecido rápidamente y florecido con esplendidez sobre esas raíces situadas a flor de tierra. Pero nos damos cuenta con indecible desasosiego de que esas raíces no son lo bastante fuertes para soportar semejante crecimiento. Quisiéramos estar seguros de que las raíces son alimentadas convenientemente y pueden vivir. Además, no deseamos hacer nada que mate las raíces democráticas de nuestra nación.

Nuestro pueblo procede sabiamente al titubear. Quiere estar seguro de que lo que le ha convertido en una gran nación democrática, o sea su forma de gobierno, no corre peligro de malograrse mientras lucha contra el fascismo. En esto reside nuestra profunda unidad. Guardémosla, conservémosla y neguémonos resueltamente a adulterarla. Es mejor ser vencido en la guerra y caer luchando como democracia, que despojarnos de la democracia con la esperanza de recobrarla más tarde, perdiéndola de esta forma antes de que la batalla empiece.

La causa de la incertidumbre del pueblo norteamericano no supone, por lo tanto, la menor falta de unidad, sino falta de confianza de un norteamericano en otro. Todos deseamos lo mismo, gentiles y judíos, negros y blancos, católicos y protestantes, nórdicos y meridionales, orientales y occidentales, pero ninguno está seguro del espíritu democrático del otro. Recelamos no sólo de la pureza de los sentimientos del individuo, sino de la clase y de la raza. Así, el obrero recela del capitalista, y el capitalista del obrero; el judío recela del gentil y el gentil del judío; el negro recela del blanco, y el blanco del negro. Es decir, que cada uno recela de la voluntad democrática del otro. Todos llevamos una antorcha en el corazón, nuestra creencia en la democracia como esperanza de la raza humana. Pero no vemos arder la antorcha en los demás corazones, y nos preguntamos: «¿La llevará en su corazón?». Este recelo que sentimos uno de otro es lo que anula nuestro esfuerzo de guerra. En lugar de unirnos contra el enemigo común, tememos al enemigo que vive en nuestra ciudad, en nuestro pueblo, e incluso detrás de la puerta que se alza frente a la casa donde nosotros vivimos.

Dada la situación que existe entre nosotros, debemos enfrentarnos con la solemne necesidad de unirnos para la guerra. Creo que todos estaremos de acuerdo en que la unión es necesaria. No debemos echarnos atrás ante la ardua tarea que supone lograr una completa cooperación de todos a fin de ganar la guerra presente. La fuerza del hombre libre yace en su corazón. Y no aportará a la tarea todo su esfuerzo si no cree, firmemente, en la causa por la que lucha.

Debemos obtener a toda costa esa confianza en sus semejantes que poseen los chinos por tradición, ahora que necesitamos poner toda la carne en el asador en nuestros esfuerzos de guerra. ¿Cómo lograrlo?

A mi modo de ver, no lo lograremos desechando el arma de la democracia, ni tampoco entregando el arma a alguien. ¿Cuál es esta arma? Es el derecho a la libertad de palabra, el derecho a la crítica, a decir lo que pensamos.

Ya sé que con harta frecuencia se dice que cuando criticamos a nuestro Gobierno, o nos criticamos unos a otros, proporcionamos una verdadera alegría a nuestros enemigos. Pero yo contesto que no importa que les causemos ese regocijo. No debe importarnos la satisfacción que podemos proporcionarles si nuestras armas triunfan en tierra, y nuestros barcos en el mar, y nuestros aviones en el aire. Triste alegría la suya si nos criticamos bajo tales circunstancias. Lo que tenemos que recordar es que siendo un pueblo libre, un pueblo acostumbrado a la libertad, preferimos sostener una guerra por la libertad que no que nos la roben de nuestro país. No, no entreguemos el arma a nadie.

Pero hacemos bien en recelar uno de otro. Es más, debemos recelar uno de otro. Los norteamericanos no hemos nacido en el seno de una gran familia. No hemos tenido todos el mismo padre y la misma madre, como les sucede a los chinos. No somos como ellos una democracia de sangre. Pero formamos una unión aún más poderosa que la de los chinos; somos una democracia por convicción, una hermandad por juramento, una unión del pensamiento y de la voluntad. Deseamos por encima de todo la democracia, y este deseo constituye nuestra más profunda unión, nuestra gran fuerza. Aceptemos esto como nuestro lazo de unión y luego probemos su urdimbre en el individuo.

Mas para realizar la prueba de nuestra unión no entreguemos a nadie, ni a los de casa ni a los de fuera, el arma. Si no podemos hablar, si no podemos quejarnos, si no podemos criticar, ni sugerir, ni pedir, entonces es que nos tiene sin cuidado la guerra por la democracia aun antes de que ésta sea arrojada más allá de nuestras fronteras.

Aceptemos, pues, nuestra actitud de mutuo recelo como una valiosa partida en el activo de nuestra democracia, y no como un peligro. No temamos hablar alto contra quien sea, o que nos hable alto quien sea. Es un signo de debilidad temer hablar o querer suprimir a los que hablan. Cuando un gobierno o un hombre suprime a la voz que grita contra ellos, ha llegado el momento de examinar a ese gobierno o a ese hombre con toda minuciosidad. El pueblo de Norteamérica debe conservar el derecho a realizar tal examen.

Pero, entonces…, ¿hemos de continuar en ese estado de perpetua duda y de mutuo recelo? ¿Podemos obtener la victoria en esta guerra si continuamos así? Convenzámonos, en primer lugar, de que no alcanzaremos la meta si perdemos el derecho a recelar y a hablar alto de nuestro recelo. Si fuéramos reducidos al silencio, esto supondría ser reducidos a la impotencia. Se nos hurtaría toda nuestra fuerza. Con apatía y mal humor no se gana ninguna guerra, y la apatía y el mal humor serían el resultado inevitable, aquí como en todas partes, de esa supresión, siendo indudable que algo más tarde se producirían resultados aún mucho más graves que ésos.

No, la guerra sólo puede ser ganada por una acción concertada que se base sobre una resuelta unidad del pensamiento y del corazón del pueblo, y esto únicamente puede producirse a través de la completa libertad. Si hubiera alguna duda sobre lo que acabamos de decir, pensad por un momento en lo que sucedería si las supresiones y concentraciones del poder fueran impuestas a nuestro pueblo por la fuerza, sin su aprobación. La rebelión del pueblo disiparía pronto cualquier esfuerzo de guerra. Lo que haría el pueblo, y con razón, sería luchar contra el fascismo de dentro de la nación en vez de luchar contra el del exterior.

No, lo que corresponde hacer es no detener la democracia en parte alguna, sino permitir que ésta actúe con entera libertad. La causa de la desunión en nuestro pueblo no es el exceso de democracia; la causa de la desunión es el miedo a no tener suficiente.

Nuestro pueblo necesita ser tranquilizado, pero no suprimido. Si está en guardia no es contra Alemania, Italia o el Japón, sino contra el fascismo. Y hace bien manteniéndose en guardia. Porque el fascismo no se produce en las naciones o en el seno de las razas. El fascismo se produce en los individuos de cierta clase, los cuales pueden encontrarse en todas partes. Los tales abrieron las puertas al enemigo en Noruega, en Francia y en todos los lugares donde el enemigo se halla en la actualidad. Pero no debe permitírseles a esos hombres que abran nuestras puertas.

En ningún momento debemos abandonar nuestro recelo hacia ese tipo de individuos. La verdad es que si colocáramos a uno de ellos en el poder, inspiraría a todos los mayores recelos. Y si alguien hiciera objeciones a esos recelos, si algún político no deseara ser enjuiciado, criticado, llevado y traído en todos los sentidos, sería porque no se trataba de uno de los nuestros. Rehusando someterse a los procedimientos democráticos, entorpecería nuestra unidad fundamental.

Pero existe una especie de recelo que no es democrático, pues desune en vez de unir. Tal recelo resulta peligroso porque ayuda y da alas al enemigo, y nosotros, como verdaderos norteamericanos que somos, debemos reconocerlo así y ahogarlo en nosotros mismos, que es donde reside.

Me refiero al recelo entre grupos, entre razas, entre credos, entre partidos políticos, entre grupos sociales y grupos económicos. Éste es el recelo que aprovecha el enemigo cuando dice a los norteamericanos de color que los norteamericanos blancos nunca les concederán la igualdad; cuando dice a los norteamericanos blancos que los negros son una amenaza y un peligro; cuando dice a los judíos que en los Estados Unidos se está formando un movimiento antisemita, y a los gentiles, que los judíos se encaraman a todos los altos puestos; cuando dice a los protestantes que la Iglesia Católica es una organización fascista, y a los católicos que los protestantes están contra ellos porque el Papa es italiano; cuando dice a los hombres que las mujeres se están volviendo demasiado poderosas, y los anima a formar una liga como la que existe en la Inglaterra de hoy, formada por hombres que sostienen que las mujeres, las mujeres inglesas, son más peligrosas para la vida nacional que Hitler; cuando dice a las mujeres que deben meterse de nuevo en el hogar, que es su sitio, ya que no están hechas para tomar parte en la vida nacional. En resumen, el recelo entre grupos de seres humanos debe ser rechazado por completo entre nosotros, y no sólo por la ayuda que aporta al enemigo, sino porque niega nuestra democracia.

Porque es esencial para la democracia que el unido sea el individuo, no el grupo. Nosotros no formamos grupos, somos individuos. No estamos gobernados por grupos, lo estamos por individuos que nosotros mismos hemos elegido. Si la nuestra es una verdadera democracia, no hay por qué pertenecer a un grupo. De ningún modo debemos hacerlo. Estaríamos perdidos si primero perteneciéramos a un grupo y luego a la nación, que es lo que hace el fascismo. Si pertenecemos a un grupo, entonces no podemos pertenecer a la nación. Nuestro corazón estaría dividido entre los dos.

Que los hombres y las mujeres leales de Norteamérica de hoy se prueben a sí mismos como norteamericanos, que cada uno de nosotros diga: «Mantengo la tradición de mi país. No me importa el color de la piel de una persona, sea ésta negra, blanca o amarilla. No me importa si una persona es judía, gentil, católica o protestante, hombre o mujer. Si cree en la libertad y en la igualdad humanas, es un buen norteamericano y yo tengo confianza en él».

No se trata de la confianza de clase, de raza o de sexo que existe en los países fascistas, sino en la confianza de unos en otros como individuos. En tal confianza encontraremos nuestra unidad.

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