Asia

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I

CHINA Y LA UNIÓN DEMOCRÁTICA[6]

Una carta de un miembro del grupo de la Unión Federal me trae la noticia de que la exclusión de China de cualquier propuesta de unión de las democracias es ya una idea pasada de moda. Esto es, sin duda, muy importante. El paso inicial ha sido dado al fin. La idea de una unión parcial de las democracias, esto es, la unión de las democracias blancas de habla inglesa, ha sido definitivamente descartada. Hubiera sido un absurdo, un anacronismo en estos tiempos de rápidos cambios, insistir en semejante proyecto. Excluir a China, excluir a la India mañana, o quizá dentro de contadas semanas o de unos días, hubiera sido estúpido hasta la exageración. Esos pueblos son grandes democracias y no pueden ser excluidos en ninguna unión democrática.

A aquellos que posean alguna ligera duda sobre la capacidad de China para practicar la democracia, yo les recomendaría el excelente artículo de Arthur W. Hummel, publicado en

The American Scholar. En el mencionado trabajo, el doctor Hummel presenta de una forma concisa y clara por demás el caso de China como democracia. No necesito repetir aquí todo cuando dice el autor, aunque sí afirmaré que en todas las pruebas esenciales que pueden utilizarse para medir la democracia, China sale victoriosa con los más altos honores.

Cuando recordamos los largos procesos por los que ha pasado China a través de su larga historia hasta alcanzar su actual presente, nos damos cuenta de que nosotros apenas si hemos iniciado ese largo camino. La democracia está tejida en la misma trama del alma china, como pueblo y como individuo, en un grado que nosotros estamos muy lejos de haber logrado.

China ha conocido el totalitarismo antes de ahora. Como recuerda el doctor Hummel, cuando el feudalismo desapareció de China en el año 225 a. de J. C., le sucedió una época, que duró casi dos generaciones, de dominio totalitario, una experiencia más o menos análoga a la que Europa vive en los actuales momentos, o sea un período de extrema crueldad, de despiadada vigilancia individual, de sometimiento de todos los intereses particulares y de todos los empleos y ocupaciones al Estado o a los militares. «El Gobierno, sostenido por la impostura, por el espionaje y por el oportunismo, estaba abierta y vergonzosamente permitido —afirma el doctor Hummel—. Los hombres de talento, orgullosos de su realismo, empleaban su sabiduría escribiendo eruditos tratados sobre la manera de gobernar a base de semejantes procedimientos».

Pero andando el tiempo se produjo una reacción contra todo esto, y la grande y antigua creencia en el individuo resurgió de nuevo en China, como resurgirá de nuevo en Europa, y China ha seguido desde entonces firmemente su camino democrático. Las fuentes de sus sentimientos democráticos no han residido jamás en la política ni han sido jamás una forma exterior; proceden siempre de las enseñanzas morales de los grandes hombres, de la ética del hombre libre aleccionado y educado, generación tras generación, por las enseñanzas de los grandes maestros.

En la actualidad, China es democrática hasta la médula, hasta lo más hondo de su corazón. El amor a la libertad fluye por las venas de todos los chinos y hace que su sangre sea roja. El amor a la libertad unifica hoy a los chinos, porque esto ha unificado siempre a una nación. Nada puede agrietar la superficie de esta unidad, vieja de siglos, hecha de sangre, historia, pensamiento nacional y bienestar social.

Teniendo esto en cuenta no nos será muy difícil comprender lo presuntuosos que somos sosteniendo que la unión sólo se da en las nuevas democracias como la nuestra. Ni siquiera la historia de la democracia inglesa puede compararse con la de China.

La única excusa que podría encontrarse para excluir a China de una unión de las democracias es de por sí bastante lastimosa: la de que sería difícil hallar un sistema práctico de representación en una federación que debería ser lo que se llama «justa». Es decir, que, dada la enorme población de China, no podrían tomarse acuerdos «justos» por votación. Los ingleses y los norteamericanos serían arrollados por los chinos, y esto es algo que no puede permitirse en modo alguno. Se pensó entonces que el sistema podría montarse a base de los que supieran leer y escribir. Pero ¿es el saber leer y escribir una prueba justa para la democracia? Al considerar los millones de chinos que hoy luchan por la libertad y que acaso no sepan leer ni escribir, pero que sin duda son verdaderos y firmes ciudadanos de una democracia, ¿nos atrevemos a sostener que deberían ser excluidos de la Federación? El saber leer y escribir depende de la suerte. Es una consecuencia del sistema educativo de un país. Nosotros concedemos una enorme importancia a saber leer y escribir. China, en cambio, se la concede a otras cosas. Hasta hace muy poco no ha considerado importante que todos los hombres y mujeres de su país supieran leer. Existen otros medios de educación popular que ponen a disposición del pueblo los hechos más sobresalientes de su historia, de su filosofía y de su cultura general. El chino de hoy que no sabe leer es a menudo más sagaz que el norteamericano que sabe leer y que, sin embargo, no lee nada que le sea de provecho. Los que sabemos algo de libros y revistas no ignoramos que el número de los que leen en nuestra patria es actualmente muy reducido. Conocer la forma en que se combinan las letras puede no significar nada.

No me interesa en absoluto la fórmula que en definitiva podría utilizarse para realizar esa unión de las democracias. Puede llevarse a cabo, si así lo deseamos, y no se llevará si no lo deseamos. Pero de lo que quiero hablar ahora no es de la mentalidad de los que piensan que China debería ser excluida de una federación de las democracias, del espíritu que afirma: «Claro que deseamos incluir a China en la unión, pero ¿cómo podemos poner en práctica nuestras ideas?».

En otras palabras, esa mentalidad es, en el fondo, la que desea que China sea excluida porque los chinos no son norteamericanos ni ingleses, porque los chinos viven en Oriente y no en Occidente, porque los chinos son amarillos y no blancos. En lo más profundo de esas mentes existe algo que se niega a comprender que los chinos son nuestros semejantes, y que si en algún sentido resultan inferiores a nosotros, nosotros somos inferiores a ellos en muchos otros sentidos. Ese estado espiritual es fruto de la ignorancia. Como norteamericana, temo más a nuestra ignorancia de las cosas del lejano Oriente que a todo lo demás, y me doy cuenta de que si no corregimos esa ignorancia, acabará por arruinamos, si no en el curso de la guerra, después de ella, cuando construyamos un nuevo mundo en el que el lejano Oriente nos pedirá un puesto. Y ese trabajo no debe ser realizado por hombres ignorantes, sino por hombres sabios que conozcan a los pueblos que los deben ayudar en la construcción.

Descubro esta ignorancia en todas partes, en los puestos más elevados del Estado, en lugares donde debía haber sabiduría y no la hay. En cuanto al pueblo, la ignorancia es casi universal. Sin embargo, fue un norteamericano, Henry James, el que dijo: «Una vida es la consecuencia de sus relaciones con los demás». Y otro norteamericano, Thoreau, afirmó: «Dime con quién ha vivido un hombre y te diré su historia». Pero los norteamericanos hemos prescindido de las relaciones humanas como no lo ha hecho hasta la fecha ningún otro pueblo de la tierra, y ha sido tal nuestra ignorancia, apoyados en nuestra democracia de raíces a flor de tierra, que hemos desdeñado la Historia de esa grande y vieja democracia que existe al otro lado del mar.

El fruto propio de la ignorancia es la arrogancia. No hemos querido aprender el idioma chino, no porque éste fuera difícil —un lenguaje hablado por 450 millones de seres humanos acaso no sea demasiado difícil para otros seres humanos, si éstos quieren aprenderlo—, sino sencillamente porque no hemos sentido la necesidad de aprender lo que la Historia de la gran democracia y la gran literatura democrática china podía ofrecernos. En nuestra arrogancia, esperábamos siempre que fuera el chino quien aprendiera el inglés, idioma en el que podríamos entendernos con él si lo deseábamos. Pero hoy, cuando es de todo punto necesario comunicarnos con él, no nos es posible hacerlo. No sabemos cómo. Una vergonzosa prueba de nuestra arrogancia la tenemos en nuestros tratados de historia, que apenas si mencionan la historia china; en nuestros cursos de literatura, donde apenas si se habla de la literatura china; en nuestros libros de filosofía, que casi no mencionan ninguno de los grandes sistemas chinos de filosofía. Y nuestras escuelas religiosas han sido las más arrogantes de todas.

Esta mentalidad, tan ignorante como llena de soberbia, permanece inalterable, sin abandonar sus estrechos límites, pues considera que todo lo que no sea norteamericano es de clase inferior…, a menos que sea inglés.

Pero examinemos la cuestión a fondo y procuremos ser realistas. Es admirable amar al país en que se ha nacido y a sus costumbres por encima de todo. Sin embargo, debemos procurar que ese amor no nos torne tan ciegos que nos impida ver que lo que tenemos no es necesariamente lo mejor, y que aunque lo sea para nosotros, puede no serlo para los demás. Existen muchos patrones de democracia, y el nuestro es sólo uno de ellos, y además, nuevo, concebido para cubrir nuestras necesidades. Somos un pueblo de una gran diversidad, hemos tenido que crear una forma política que unificase nuestra diversidad. Pero ¿podíamos esperar que los chinos, un pueblo unido desde siglos de la historia, la raza, la filosofía y los hábitos sociales fueran a imitar el patrón exigido por nuestras necesidades en su sistema de democracia? Insistir en esto sería un manifiesto absurdo. Negar su patrón de democracia porque no sabemos lo bastante para comprenderlo, es ridículo.

Mas no somos tan ingenuos. Debemos pensar como adultos. El mundo que nos empuja no es un mundo a propósito para los muy jóvenes. Se trata de un mundo donde se necesita toda la sabiduría de los adultos y en donde es esencial el conocimiento. Los chinos nos conocen muy bien. Muchos de ellos saben el idioma inglés, así que pueden estudiar nuestros libros, nuestras formas de gobierno y nuestros modos de vivir, no porque consideren nuestras costumbres superiores o inferiores a las suyas, sino porque, como sabios que son, desean aprender.

A nosotros también nos hace falta esa diligencia para el estudio, pero no debemos estudiar porque nos sintamos inferiores; hemos de hacerlo para saber cómo nos juzgan los demás, y descubrir así si existe alguna base que nos permita sentirnos superiores a los que son de raza distinta y usan diferentes patrones de democracia que nosotros.

En la actualidad, es preciso que nos desprendamos con la mayor celeridad de esa juventud que se siente asustada si se le demuestra que es inferior. Parece que los norteamericanos somos propensos a asustarnos si no nos sentimos superiores. Pero yo no me atrevería a inquirir si somos o no superiores. Para sostener nuestra moral hemos de sostener que somos superiores. Temo que nuestra moral nos abandone en este momento, cuando tanto la necesitamos, y estoy convencida de que nos abandonará si no la colocamos sobre mejores cimientos.

Sin embargo, es indispensable que no sintamos temor. Disponemos de excelentes modelos de democracia que pueden servimos perfectamente. Pero, asimismo, debemos apresurarnos a pensar que existen otros modelos tan buenos, para aquellos a quienes sirven como pueden ser los nuestros, y que la escala con la que hemos de medir las democracias no es la de los modelos y fuentes que han servido para confeccionar esos modelos, sino la clase de los pueblos que los producen.

¿Es el chino un individuo democrático? Sí, hasta lo más profundo de su corazón. Igual ocurre con el norteamericano.

¿Está el chino determinado a llevar una vida de estilo democrático? Sí, lo está, y con tan rara unanimidad que no es posible encontrar mayor unanimidad en parte alguna. También nosotros somos como el chino.

Entonces ya tenemos bastante para realizar la unión: un espíritu común. Sobre esta base puede imaginarse, trazarse y convenirse el sistema de unión. Pero no pensemos que ese sistema puede ser trazado sólo por los norteamericanos. Los chinos deberían trabajar, hombro a hombro, a nuestro lado en este importante asunto de la unión de las democracias.

Esta unión sólo puede ser realizada con un común esfuerzo. Necesitamos saber lo que tienen los chinos y lo que piensan. Se trata de un pueblo razonable e ingenioso bastante más ducho en cuestiones de uniones entre seres humanos que nosotros.

Pero, naturalmente, de nada servirá hablar con los chinos si en nuestro espíritu continúan anidando los prejuicios de raza y los sentimientos de superioridad nacional y cultural. Los chinos no tardarán en descubrir este estado de espíritu, y no les sería posible unirse con nosotros. Si en los norteamericanos existiera un verdadero deseo de unión, un deseo basado en arraigadas convicciones sobre la necesidad de la igualdad humana, entonces ya no existiría obstáculo alguno que pudiera interponerse a la unión, sólo haría falta paciencia y conocimiento para dar con los medios de realizarla.

No incurro en ningún error al afirmar que los norteamericanos gozamos de una excelente reputación de personas justas. Cuando no somos justos, nos mostramos muy sensibles a la crítica y aceptamos ésta de buen grado.

Ahora bien, tenemos que darnos cuenta de que inconscientemente solemos portarnos de una manera injusta con los individuos de las razas de color. Pero a partir de ahora debemos guardarnos mucho de cometer más tal injusticia, pues estamos entrando en una era de nuevas relaciones con los pueblos de color. Inconscientemente, procedemos de una manera injusta con las personas que no hablan inglés, y también debemos guardamos de cometer tal injusticia, pues la mayoría de nuestros aliados de hoy no hablan inglés. Inconscientemente, somos injustos con las personas que no son norteamericanas o inglesas, y debemos guardarnos de cometer semejante injusticia, pues la mayoría de los habitantes del mundo no son norteamericanos ni ingleses.

Desechemos nuestra ignorancia y abandonemos el espíritu patriotero. El mundo permanece con los ojos fijos en nosotros. No somos más que una de las naciones que lo forman, una de sus democracias. Es cierto que Norteamérica ocupa un lugar estratégico en el globo. Y en lo futuro puede correspondernos a nosotros el mando. Pero esto sólo ocurrirá si somos lo bastante grandes para merecerlo.

Lo dicho significa que tenemos que crecer mucho y muy de prisa en los próximos años; tenemos que doblar y triplicar nuestra marcha de crecimiento; tenemos que despojarnos de un montón de prejuicios infantiles, falsos orgullos y temores. Si no lo hacemos así, se apoderarán del mando China, Rusia o la India.

No nos empeñemos en continuar como hasta ahora. No es posible. En la actualidad nos contemplan millones de seres que viven en Oriente, aunque no seguirán contemplándonos durante mucho tiempo si no nos mostramos a la altura de las circunstancias. Los orientales son sabios y viejos, y han estado aprendiendo lo que enseña Occidente. Pero la cuestión sigue en pie. Continuarán esperando durante la presente crisis, pero no esperarán más que hasta ver lo que hacemos.

Debemos conocer, conocer la verdad de estas otras democracias. Aún no nos ha sido revelada la verdadera historia de la misión Cripps en la India. Yo estoy convencida de que Inglaterra actuó correctamente y con verdadero deseo de hacer lo que, según su criterio, creía que debía hacerse en la India. Pero la India y sus jefes son también hombres íntegros y han hecho lo que ellos pensaban que debía hacerse. La India no debe ser condenada —nosotros menos que ningún otro pueblo debemos hacerlo—, ya que una vez nos encontramos en la misma situación que ella se encuentra ahora.

No debemos condenar a nadie, sino saber. La Historia de China no ha sido relatada. ¿Cuántos de nosotros, a los que concierne el importante asunto de las democracias, hemos leído la Historia de China, en especial la parte que se refiere a su desarrollo democrático? ¿Cuántos han estudiado sus formas democráticas de hoy, no sólo su sistema de gobierno, sino la democracia pragmática que su pueblo vive diariamente?

Seamos lo bastante cuerdos para confesar nuestra ignorancia y enfoquemos ese asunto de la Unión Federal de las democracias con nuevo espíritu, el espíritu de unión con todas las democracias, sean de donde sean.

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