Asia

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VII

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LA MENTE CHINA Y EL CASO DE LA INDIA[7]

He pasado la mayor parte de mi vida en el viejo país de China. Se hubiera dicho, cuando yo era una niña que allí no podía cambiar nada. Las costumbres permanecían inmutables, así que supongo que había más gente que hacía las mismas cosas del mismo modo como jamás hubo en parte alguna. Todos estaban casados de acuerdo con idénticos ritos y normas. Los regalos de boda erar casi siempre exactamente iguales. Las costumbres familiares eran las mismas en cada familia e incluso los muebles estaban colocados en todas las casas siguiendo el mismo orden. Al entrar en una habitación se podía decir siempre dónde se encontraba el primer sitio de honor y dónde se encontraba el segundo sitio de honor y si se era una niña se sabía de antemano qué silla debía una elegir y cómo se debía sentar una en ella; desde luego, no en medio del grupo de los mayores, sino a un lado, como si una estuviera convencida de que no merecía sentarse. Los jóvenes sabían cómo tenían que comportarse con los viejos, los criados cómo tenían que comportarse con sus amos y las mujeres cómo tenían que comportarse con los hombres. Las normas eran fijas y así venía ocurriendo desde siglos.

Recuerdo que de niña había oído decir a mi padre, que era misionero y tenía el carácter muy vivo, que le hubiera gustado colocar dinamita espiritual debajo de aquella vieja China que se mantenía tan calmosa ante sus prédicas sobre el fuego del infierno.

Una vez, ganado por la desesperación, exclamó, dirigiéndose a un caballero chino de bastante edad:

—¿No significa nada para usted saber que si no acoge a Cristo en su corazón será quemado en el infierno?

A lo que el caballero chino contestó sonriendo amablemente:

—Si, como usted dice, todos mis antepasados se encuentran en el infierno en este momento, yo no procedería como un buen hijo si no deseara sufrir a su lado. —El chino reflexionó un momento y luego, haciendo un guiño, añadió—: Además, si el cielo está lleno sólo de hombres blancos, yo me encontraría allí muy incómodo. Debo ir al infierno, donde están los chinos.

De esta manera triunfó la tradición sobre la dinamita cristiana aquel día.

Sin embargo, hoy, transcurrida la mitad de la vida de una persona, puede decirse que China ha cambiado por completo. La revolución china ha afectado a una cuarta parte de la población de la tierra, descontando a Rusia, que por su parte sufrió una sangrienta revolución. El culto a los antepasados ha perdido entre los chinos todas sus prerrogativas; las costumbres de las familias, antes rígidas, se han tornado flexibles; las leyes del matrimonio se han transformado en libertad individual; el divorcio, antaño casi imposible, es ahora fácil y reservado; la poligamia, que antiguamente formaba parte de la vida nacional, se vuelve cada vez más impopular; las mujeres, en otros tiempos casi analfabetas, asisten ahora a las escuelas que prefieren, porque todas las escuelas del Gobierno son mixtas, desde el grado más inferior hasta los últimos cursos de la Universidad, y el viejo sistema de educación, casi por completo privado, se ha convertido ahora en un amplio sistema de enseñanza pública. El Gobierno, que antes era forma un tanto vaga de democracia descentralizada, se ha convertido en una forma federal que se parece bastante a la nuestra en su estructura, ya que no en la práctica.

Los antiguos caminos del país y las estrechas calles son ahora carreteras, por donde circulan los automóviles, y una complicada y amplia maraña de calles modernas por las que se puede circular en autobús público.

Recuerdo aún, y no soy muy vieja, la primera línea del ferrocarril interior que partió de Shanghai. Desde hace ocho años se puede viajar por toda China en avión hacia el norte y hacia el sur, hacia el este y hacia el oeste.

En un plazo relativamente breve se ha operado en China un profundo cambio, una revolución de gran alcance; sin embargo, apenas si el mundo se ha dado cuenta de ello. Cierto que estallaron algunas pequeñas guerras civiles, tan pequeñas en extensión, que afectaron relativamente a pocas personas. Pero estas guerras no tenían nada que ver con la revolución. Las escaramuzas entre los caciques locales eran muy corrientes desde antiguo. La guerra contra el Japón puso fin a todas ellas, y los adversarios de ayer se unieron contra el enemigo común.

El resultado de esta grande y plácida revolución, es que China se encuentra hoy en condiciones de intervenir en el mundo moderno. No ha resuelto todos sus problemas, pero sabe de qué problemas se trata. Incluso en plena guerra contra el Japón no ha dejado de crecer y desarrollarse como una nación moderna. Y cuando llegue la victoria, estará lista para ocupar un asiento de primera clase en la mesa de la paz. China será, sin la menor disputa, el adalid de Asia.

¿Cómo ha podido suceder esto? ¿Cuál es el secreto de la extraordinaria habilidad de adaptación de China —un país viejo, superpoblado sobre toda ponderación—, que le ha permitido estar dispuesta a lo que está dispuesta hoy? Aunque no existieran otras cosas que lo demostrasen, la forma en que se ha desenvuelto en la guerra contra el Eje prueba cumplidamente que se halla a punto. Ninguna de las Naciones Aliadas, ni siquiera Inglaterra, ha luchado tanto como China, que ha estado durante cerca de cinco años en guerra contra el Japón, un enemigo tan duro, tan poderoso y fuerte, que ni nosotros, ni Inglaterra, nos hemos visto con fuerzas suficientes para abatirlo, ni siquiera los dos países juntos.

Nosotros contamos con armamento moderno, mientras China no dispone de otro que las pequeñas armas que puede fabricar. No obstante, se supo librar del Japón a pesar de que éste se había apoderado de todas sus costas y a pesar de que existía dentro de ella una quinta columna personificada en el pequeño gobierno de Nanking. Sí, China ha ido creciendo en poder y fuerza a medida que iba luchando. Hoy es una nación mucho más poderosa de lo que lo era cuando empezó la guerra.

¿Cómo ha podido ocurrir esto? Sólo hace unos cuantos años, tan pocos como para que puedan ser recordados por una persona que todavía se encuentra en el mundo de los vivos, China era llamada el Dragón Dormido. Entonces se acostumbraba a decir: «China nunca despertará». Las demás naciones se disponían a cortarla en pedacitos, y nosotros tuvimos que protegerla contra aquel reparto. Pero, a partir de ahora, nunca más correrá ese peligro, podéis estar seguros de ello. Yo no veo a China como un dragón, ni dormido ni despierto. El símbolo moderno con que yo representaría a China sería un joven de ojos claros, vestido con traje de aviador, que se dispone a volar hacia el porvenir.

¿Cómo pudo sobrevenir semejante cambio? Se produjo como consecuencia de algo muy importante: la flexibilidad inherente a la mente china. A despecho de las formas tradicionales que parecían envolverla, la mente china jamás se petrificó. Continuó siendo a través de los siglos una mente viva, que iba creciendo, en razón y en sabiduría. Aprendió, aprendió que todas las cosas pueden cambiar, ya que en China se habían producido tantos cambios. Únicamente los jóvenes creen en la eternidad. China es vieja, muy vieja, mucho más vieja que ningún otro pueblo de la tierra; tan vieja, que su lucha por la democracia duró los trescientos años que median entre el VI y el III siglo antes de J. C. China no lucha ahora por su democracia, sino por su completa libertad y por el derecho que tienen otras naciones más modernas que ella a implantar la democracia.

Quinientos años antes de Cristo, Confucio enseñó a China el supremo valor del individuo, y al individuo su deber para con la familia, para con la patria y para con el mundo. Luego vino Lao-Tsé, y enseñó a China que existen muchos caminos que conducen al Gran Derecho y que el hombre no debe discutir con su semejante, sino escuchar las variadas opiniones de los hombres e incluso divertirse con tal variedad. La tolerancia y la flexibilidad mental enseñadas por el sabio a su pueblo, llegaron de este modo a formar parte de la naturaleza de los chinos.

Tolerancia y flexibilidad, unidas a la creencia en el hombre medio, se encuentre éste donde se encuentre bajo la capa del cielo; tal es la mente china.

Los chinos nunca han pensado en los hombres desde el punto de vista de su nacionalidad, y en los presentes momentos tampoco piensan en los hombres como formando parte de una nación. Poseen muchos menos prejuicios que ningún otro pueblo de los que yo conozco. No sienten prejuicios de raza contra los negros o los blancos, ni siquiera son, por lo general, nacionalistas. Tienden por naturaleza a pensar en los hombres como formando parte del mundo, hasta cuando están luchando por su propia libertad. Pero, eso sí, creen con toda la fuerza de su corazón en el poder del individuo.

Confucio dijo: «Podéis robar su ejército a un general, pero no podéis robar el más pequeño fragmento de la voluntad de un hombre». Esto es hoy una creencia común a todos los chinos.

Ahora vamos a dedicarnos a examinar durante breves instantes esta mentalidad china. Se trata, en primer lugar, de una mente capaz de abandonar las tradiciones sin abandonar por ello los principios. Se trata, por lo tanto, de una mentalidad eminentemente práctica. Una de las características de la mentalidad china es avanzar con paso firme hacia el objetivo propuesto, para luego, al tener el objetivo a la vista, acortar el camino utilizando los medios más a propósito.

Recuerdo que cuando yo empezaba a aprender a conducir un coche —atrevimiento no pequeño en una persona acostumbrada a los

rickshas, o bien a ir sentada en una carreta que a lo sumo alcanzaba la velocidad del paso de un caballito de Mogolia—, carecía de toda idea sobre lo que era conducir, pese a haber aprendido concienzudamente su parte teórica, pero alguien me dijo: «Conduzca siempre como si se encontrara a cincuenta pies por lo menos delante de su coche». Esto es, que debía permanecer con la vista fija en el lugar adonde me dirigía y no en donde estaba. Esta sugestión unió mis conocimientos teóricos a los prácticos, y desde entonces no he vuelto a sentir la menor preocupación.

Lo expuesto no es más que una breve ilustración de cosas mucho más importantes. La flexible mentalidad de los chinos sólo es inflexible en una cosa: en sus propósitos, en su dirección, y en el fin a que se dirigen. No es una mentalidad débil ni variable. Los chinos han demostrado este aserto cumplidamente. Una mentalidad que siempre llega a donde se propone. ¡Cuántas veces no se alcanzan los grandes objetivos porque los hombres que estaban llamados a conseguirlos se han extraviado por el camino, confundidos por su propia falta de habilidad para cambiar de rumbo, si era necesario hacerlo, a fin de alcanzar la meta propuesta! Los chinos no se empeñan en seguir el camino que siempre se ha seguido para realizar una determinada cosa. Si se ofrece una ruta mejor, no dudarán un instante en echar por ella. Siguen el viejo procedimiento mientras creen que no existe otro más ventajoso, pero cambian en cuanto éste se presenta ante ellos. La facilidad con que el chino pasa de viajar en

ricksha a hacerlo en aeroplano, nos llena de maravilla, pero no asombra lo más mínimo a quien conoce la flexibilidad de su espíritu.

Es ciertamente asombroso ver lo rápidamente que han pasado del resentimiento que sentían contra los blancos por lo injustamente que fueron tratados durante siglos, a la alianza con el hombre blanco que mantienen ahora. No han olvidado las injusticias, pero pueden dejarlas a un lado para atender a cuestiones más importantes. Las ágiles y flexibles mentes chinas viven abiertas a la razón. ¿Cuál es el proceso? La respuesta la encontramos en una sentencia que aparece en un brillante artículo del embajador chino, doctor Hu Shih, publicado en el número del

Asia Magazine correspondiente al mes de mayo de 1942. «Es cierto que no pueden hacerse desaparecer los prejuicios con argumentos ni tampoco por medio de la lógica. Pero siempre es posible que, al analizar los ingredientes elementales que componen el prejuicio, los sentimientos inconscientes se conviertan en ideas conscientes, quedando entonces expuestas al pensamiento y a la razón».

No soy una enamorada sentimental de China. Conozco a fondo sus defectos, y tampoco ignoro el largo camino que tiene que recorrer cuando concluya la presente contienda. Pero también sé que recorrerá este camino rápidamente, pues su espíritu dará alas a sus pies. No la detendrán en su marcha ni viejos prejuicios ni creencias tercamente sustentadas ni antiguas tradiciones. Su espíritu tan antiguo en el tiempo, es joven, alegre e infinitamente práctico. Los chinos carecen de prejuicios. En China no existen familias principales. Los más ricos de ahora descienden de familias que fueron pobres en el pasado, y lo volverán a ser con el tiempo. No existen familias nobles. Las más encumbradas familias pueden cruzarse con las más pobres. En la provincia de Fukien, por ejemplo, durante mucho tiempo ha existido la costumbre de casar a los jóvenes con las hijas de los campesinos, para que estas fuertes y honradas muchachas aportasen a las viejas familias su sangre fresca. Cierto que en China hay individuos decadentes, pero no familias decadentes. No hay sangre azul; toda es roja.

En China no se conocen los prejuicios religiosos. Un hombre puede ser al mismo tiempo confucianista, taoísta y budista, que equivaldría ser aquí presbiteriano, metodista y episcopalista, todo al mismo tiempo, con el bautismo por inmersión, por añadidura.

En China carecen de prejuicios raciales. Todos los hombres pueden vivir en donde quieran, entrar por todas las puertas y realizar el trabajo que sean capaces de llevar a cabo, tengan el color que tengan. Yo, que soy blanca, crecí entre gente de tez amarilla, y aunque los chinos pensaban que mi color era poco afortunado, pues tienen por feo el pelo rubio y los ojos azules, nadie me dijo jamás una palabra sobre ello. Una vez vi en una ciudad de China a un individuo de color muy oscuro procedente de los Estados Unidos, y os aseguro que fue muy admirado. En la calle, la gente contemplaba su piel y hacía comentarios sobre su color y luego se humedecían el índice con saliva y lo pasaban por la piel del norteamericano para cerciorarse de si era realmente de aquel color o si se la había pintado. Los chinos, sonriendo amablemente, contemplaban al individuo, haciendo hincapié en la diferencia que existía entre ellos y el extranjero, pero jamás pronunciaron una palabra de desprecio, y más tarde le ofrecieron un festín en el mejor restaurante de la ciudad como premio de ser diferente de ellos.

El chino, como individuo, puede odiar profundamente, e incluso con furor asesino a otro individuo, pero no desprecia a los grupos raciales ni a los pueblos. Ni tan siquiera odia hoy al pueblo japonés, aunque, eso sí, odia implacablemente la casta de mentalidad agresiva y conquistadora que tiene sojuzgado en la actualidad al Japón.

Esta mezcla de confianza en sí mismo, tolerancia y fuerza, suele encontrarse tan sólo en la madura y flexible mente de los chinos, una mente segura de sí misma, por la cual los chinos serán mañana mucho más grandes que lo son ahora. Están preparados para cualquier evento.

He aquí algunos proverbios chinos, salidos del pueblo, que son una prueba típica de la mentalidad de ese pueblo:

Sé cuadrado por dentro y redondo por fuera[8].

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Deja en todo cierto margen.

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El que tiene la razón de su parte, no necesita hablar a gritos.

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No se puede palmotear con una sola mano.

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Si no existiera el error, no existiría la verdad.

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El hombre es Dios en pequeña escala, y Dios es hombre en gran escala.

Todos estos adagios son propios de una mente flexible, de una mente abierta a la sabiduría del cambio, de una mente que sabe que ningún hombre tiene completamente razón y que ningún hombre está completamente equivocado, de una mente que espera oír lo que los demás dicen para aprender algo de cada uno de ellos.

He pasado tanto tiempo hablando de la mente china porque se trata de la mente liberal por excelencia, y ahora, precisamente, no está de moda el liberalismo. Son muchos los que afirman que el liberalismo es blando, indeciso, confuso y mudable, y que no sirve para los días actuales en que se requieren principios más consistentes y rotundos.

No deja de ser significativo que el pueblo que ha conservado con mayor firmeza y universal amplitud el espíritu liberal, sea el pueblo que lucha con más éxito que ninguno de nosotros contra el fascismo. El recelo que sienten los chinos endurece y aviva sus espíritus. Saben que en la aparente claridad, en el amado sentido práctico de aquellos que no creen el espíritu liberal, se da también la intolerancia, el deseo de dominar, y la creencia de que todos los demás están equivocados; en una palabra, la tiranía. Pero los chinos no tolerarán hada de esto. Han aprendido durante su larga vida que el espíritu liberal es el faro de la libertad del hombre, y que cuando esa luz es atenuada u oscurecida en alguna parte, la lámpara debe ser encendida en cualquier otra. Convengamos que, en la actualidad, China la mantiene ardiendo con toda brillantez, a fin de que ilumine al mundo en guerra contra la oscuridad.

Debemos aprender de esos grandes aliados nuestros. También nosotros somos un pueblo nacido y nutrido en las tradiciones de la libertad. Si no poseemos la larga historia liberal de China, poseemos la nuestra propia, no menos noble que la de ella. Pero es más breve, y como es más breve no debemos aturdirnos en nuestro deseo de lograr una unidad aparente, una acción más decisiva, pues ese aturdimiento podría traernos la pérdida de nuestro espíritu liberal. Y la pérdida de este espíritu liberal podría suponer la pérdida de ese mismo mundo por el que estamos luchando tan ahincadamente contra las potencias del Eje.

Nos es necesaria la mentalidad liberal, la flexible mentalidad de los chinos para vivir en ese mundo, que llegará a ser un mundo nuevo, en tanto que los pueblos más importantes se convertirán en nuevos pueblos. Los norteamericanos también debemos ser un nuevo pueblo.

Pero tendremos que aprender a tratar en un plan de absoluta igualdad a los pueblos de color. A China, porque es nuestra aliada de hoy y debe continuar siendo nuestra aliada y nuestra amiga después de la guerra, ya que nos es imposible hacer nada sin su ayuda. También deberemos tratar en un plan de absoluta igualdad a la India libre, soportando los tremendos cambios que se le avecinan.

¡Cómo necesitamos hoy de la mente flexible en relación con la India! En Norteamérica ignoramos casi por completo lo que es la India. No conocemos nada de la Historia de la India ni de la historia de su pueblo, y desconocemos totalmente su vida durante los últimos ciento cincuenta años. Estamos enterados de las preocupaciones de Inglaterra y de sus dificultades respecto a la India, y no hay duda de que éstas son muy reales. Pero no sabemos nada de las preocupaciones de la India y de sus dificultades con Inglaterra, y éstas también son reales.

Contemplando las cosas con los ojos de una china, no encuentro motivo para criticar a nadie, ni a Inglaterra ni a la India. ¿Qué es una nación sino un grupo de seres humanos todos iguales en sus deseos y ambiciones, diferentes tan sólo en su manera de expresarlos? «El que tiene la razón de su parte, no necesita hablar a gritos». «Deja en todo cierto margen». Que los espíritus flexibles se muestren propicios a escuchar la voz de los seres humanos, ya sean ingleses o hindúes, negros o blancos.

La mente flexible es la única apta para el momento. En el mundo que ha de venir si ganamos la guerra, tendrá una gran importancia para nosotros haber escuchado la voz de la India, la gran voz de trescientos noventa millones de seres humanos. Conservemos flexibles nuestras mentes, preparadas para un mundo que no será el antiguo, y en el que nosotros también tendremos que vivir.

Esa mente flexible, al razonar como es debido, no culpará a la India más que culpa a Inglaterra. Porque lo que tenemos hoy en la India es una situación humana de lo más complejo y difícil que se pueda dar. No es justo, por ejemplo, llamar a los indios poco realistas. ¿Qué ocasiones tuvieron durante los últimos ciento cincuenta años para ser realistas sobre los sistemas de gobierno y de organización política? Sus asuntos han sido manejados por ellos mismos, y no han intentado más que alimentarse y ordeñar sus vidas individualmente. Aparte de esto, no han tenido la menor oportunidad de ejercer una responsabilidad de tipo nacional ni la tendrán hasta que no sean libres y la libertad los obligue a ello.

Ningún pueblo puede aprender a gobernar mientras no se gobierne a sí mismo. Es, pues, injusto a más no poder pedir que la India, hoy en crisis, disponga de un plan de gobierno propio capaz de permitirle actuar como pueblo libre, siendo así que durante generaciones no lo ha sido. Cuando los hindúes sean libres, aprenderán a gobernarse a sí mismos como todo el mundo en la tierra ha tenido que aprender, por propia experiencia, a costa de una triste y amarga experiencia, de muchas vidas humanas y de una enorme miseria. Pero no existe ninguna otra forma de aprender.

La India es un gran país, una grande y vieja civilización. Por contraste, Inglaterra es moderna, nueva y las dos naciones sienten mutua antipatía. Hubo un tiempo en que Inglaterra podía haberse atraído a la India, haciendo que permaneciera a su lado poseída por una leal admiración y un deseo de ser dominada por ella. Pero ese momento ha pasado ya. No volverá a presentarse en lo futuro. Existen razones históricas, pero, conociendo como conozco algunas de esas razones, prefiero no interesarme por ellas. La Historia es cosa pasada, y sus errores pesan ahora sobre nosotros, son un fardo que debemos soportar mientras intentamos sortear las dificultades de la guerra. Tenemos que cargar con ese fardo lo mismo que hace Inglaterra; y China, que no lo merece en modo alguno, tiene que ayudarnos a soportarlo también.

Pero así están las cosas. Aceptemos el hecho, y sin cargar la culpa a nadie ni mirar hacia atrás, mantengamos el espíritu abierto a Inglaterra y a la India, ambas como amigas, ambas como aliadas. Que nuestro flexible espíritu se mantenga a la expectativa ante cualquier cambio que pueda operarse como consecuencia de una nueva información o de una nueva inteligencia, en tanto prosigue con toda firmeza la humana cooperación hacia la libertad.

El espíritu flexible no desperdiciará el tiempo culpando a nadie ni intentará tercamente castigar a nadie por pasados errores. Hoy se formulará tan sólo una pregunta con respecto a la India. ¿Qué puede hacerse en los actuales momentos para crear entre los pueblos aliados la confianza de que la India querrá seguir luchando a nuestro lado?

No podemos contestar a esto sin antes preguntar a los mismos hindúes qué podría hacerse en ese sentido. Tengo al alcance de mi mano las contestaciones dadas por algunos hindúes, en su papel de individuos, a esa pregunta. Helas aquí:

«Nos gustaría tener en el puesto del general Wawell a un jefe norteamericano, no porque no admiremos a Wawell como hombre y como militar, pues le admiramos de veras, sino porque nosotros los hindúes no podemos luchar con todo nuestro corazón bajo el mando inglés. El recuerdo entorpece el funcionamiento del espíritu. Pero Norteamérica es para nosotros, por lo que respecta a la libertad de los pueblos, más que ninguna otra nación, y no sentimos miedo de que aspire a ser imperialista a costa nuestra».

«Desearíamos que un hindú estuviera al frente del Gobierno de la India, no un inglés».

«Nos gustaría que los Estados Unidos intervinieran directamente en la India, cuando nuestro pueblo fuera independiente, tal como los Estados Unidos intervienen ahora en Australia».

He aquí unas cuantas y prácticas sugestiones indias. Ahora voy a hablar por mi cuenta. Se oye hablar bastante en la actualidad de la falta de unidad de la India. Pero yo me pregunto: ¿No oiremos hablar demasiado? En la India existen poderosos elementos de unificación que nunca han sido mencionados ni de los cuales hablan los periódicos. Por ejemplo, no todos los musulmanes pertenecen a la Liga Musulmana. Hay muchos musulmanes en el Congreso de la India y en la cabeza del mismo se encuentra un musulmán. En lo que atañe a la libertad, todos los hindúes están unidos. Existen, naturalmente, príncipes absolutos, y también demagogos que, como los nuestros, piensan tan sólo en el poder personal. Gentes así se dan en todos los países. Mas nosotros, los norteamericanos, debemos recordar, por encima de todo, nuestra propia historia. Nosotros, que éramos mucha menos gente, no logramos una unidad estable hasta transcurridos cien años de nuestra guerra de independencia. Tuvo que producirse una sangrienta guerra civil antes de que consiguiéramos esa unidad, y ésta fue impuesta por la fuerza. ¿Cómo entonces se pide ahora tal imposible a los indios, o sea que logren su unidad bajo el poder de un gobierno que no los ayuda lo más mínimo en tal sentido? Debemos reconocer lo absurdo de semejante petición.

Hagamos frente a los hechos. La Gran Bretaña no ha solventado todavía el problema de la unidad de la India. Arriesguémonos a hacer una pregunta: ¿Por qué no deja que la India intente resolver por sí misma el problema de su unidad?

Pese a lo dicho hasta ahora, la enorme dificultad con que tienen que enfrentarse los aliados no estriba en la unidad de la India, sino en cómo lograr que la India venga en nuestra ayuda. Ya lo ha dicho Nehru: «¿Cómo puede saber el pueblo hindú si ésta es su guerra?».

He aquí la única cuestión que debemos discutir en relación con la India. Es el único problema práctico. Cuando hablamos de algo que no se ha hecho, desperdiciamos un tiempo precioso. Y no disponemos de tiempo para tomar parte en las batallas de ayer cuando la terrible batalla de hoy se nos viene encima. No culpemos a los ingleses de hoy de los errores de sus antepasados.

La verdad es que la India no puede continuar con el viejo orden, y obraremos cuerdamente aceptando esto como una realidad, lo comprendamos o no. El viejo orden de la India está muerto y bien muerto. Las modificaciones de tipo legal no sirven de nada. Ahora luchamos, no por legalidades de tipo político, sino por unos principios, unas tendencias y unos derechos.

Las discusiones sobre la India deben ser reanudadas, y reanudadas a toda prisa. La India no vive aislada, no es sólo una cuestión de Inglaterra. La India interesa a todas las naciones aliadas, es un asunto de todos nosotros, los que deseamos el triunfo de la democracia. No pensemos en nuestro orgullo, ni en el orgullo de Inglaterra, ni en el orgullo de la India. Trabajemos tan sólo en favor de la única meta práctica que debemos alcanzar: que la India permanezca a nuestro lado. Si estamos resueltos a lograr este fin, entonces, debemos atender a todos los detalles.

No, los norteamericanos no podemos permitir que la India sea considerada como un asunto en el que nada tenemos que ver, y hemos de hacerlo en beneficio de la victoria. Las democracias deben vencer en esta guerra y para ello es de todo punto necesario que moldeemos la paz. Nada de hombre blanco; nada de norteamericanos e ingleses solamente; los hindúes y los chinos, y todos los pueblos que eligieron la libertad, deben estar a nuestro lado y ser iguales a nosotros, y nosotros iguales a ellos.

Uno de los más graves peligros de esta guerra es esa ceguera mental que afirma: «Ganaremos primero la guerra y ya hablaremos de paz cuando ésta sea un hecho». Quizá no tengamos paz, y tal vez ni siquiera victoria, si nos empeñamos en mantener esa actitud propia de una mente inflexible. Hemos de hacer frente al mismo tiempo tanto a lo presente como a lo futuro.

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