Asia

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UNA CARTA AL TIMES[9]

El editorial publicado por el

New York Times, en su número del día 12 de noviembre de 1941, titulado «El otro lado de Harlem», soslaya la verdadera causa de la situación de nuestro país, de la que las nuevas manifestaciones delictivas surgidas en Harlem son sólo un síntoma, bastante leve por cierto, para lo que en realidad significan.

Las medidas constructivas propuestas no son suficientes. Es imposible, por mucho que se afanen, resolver la situación que alienta la criminalidad en Harlem. Todos sabemos que la detención y el encarcelamiento de la gente no es más que una medida provisional que no ofrece ninguna solución para lo futuro. Los esfuerzos que se realizan en pro del bienestar de los negros, efectuados sobre las bases en que éstos están organizados en la actualidad, son tan sólo un paliativo.

La causa de que los norteamericanos de color se vean forzados a vivir en

ghettos, desamparados ante los elevados alquileres que deben pagar por miserables casas, no es otra cosa que el apartamiento a que los empuja el prejuicio de raza. Los prejuicios de raza hacen que los salarios de los obreros de color sean más bajos que los de los blancos, porque algunos sindicatos obreros no admiten a los obreros de color en las mismas condiciones que a los obreros blancos. Prejuicios de raza y nada más que prejuicios de raza, forman las raíces de todo cuanto sucede en los grandes y pequeños Harlem de nuestro país.

Como consecuencia de los prejuicios de raza, una convicción de suma gravedad va formándose lentamente en el espíritu de los norteamericanos de color. Empiezan a darse cuenta de que lo que les han enseñado y ellos habían creído, no es verdad; es decir, aquello de que si la gente de color se mostraba paciente y sufrida, si era obediente y humilde, daría con ello pruebas de ser ciudadanos meritísimos, recibiendo a cambio las ventajas de una completa y total ciudadanía. Pero ahora muchos de ellos empiezan a pensar que su mérito individual, e incluso colectivo como seres humanos, no les reportará ventaja alguna mientras sigan siendo negros. La esperanza se está trocando en desesperación. Los jefes de color afirman ahora que nada de lo que se haga puede reportar el menor beneficio a la gente de color como comunidad, y en consecuencia, ya no creen que el pueblo de los Estados Unidos quiera luchar por la democracia. Los norteamericanos, sostienen esos jefes, luchan para vivir como quieran y para poder hacer lo que les venga en gana, pero no por la democracia.

Esta convicción de los jefes de color y de buena parte de su pueblo, se está propagando rápidamente entre los doce millones de negros. Cuando la esperanza desaparece de un pueblo, lo inmediato es que sobrevenga una degeneración moral. La juventud de color de ambos sexos ya no tiene esperanza de justicia y de seguridad en su propio país. Y si la desesperanza alcanza los estratos más profundos de la sociedad, entonces es inevitable una erupción de delincuencia. Hemos de esperar que ocurra esto en otros muchos lugares, aparte de Harlem. Ya ha sucedido en varias poblaciones. La rapidez con que esta creciente desesperación ha dado señales de vida, se debe probablemente a la negativa de la mayoría de los industriales de guerra a admitir obreros de color en las mismas condiciones que los blancos. Para un norteamericano de color esto es una prueba clara y concluyente de lo perdida que está su causa, ya que no le es permitido compartir el trabajo con los blancos, ni siquiera en defensa de la patria.

De todas formas, puede incurrirse en un error al decir que esta negativa a ofrecer trabajo a los negros es más de lamentar que la decidida discriminación en el Ejército y las limitaciones que se ponen para ingresar en la Marina. El norteamericano de color, que ha sido educado en la democracia, desea ver convertida a su patria en una democracia. No quiere ser objeto de discriminaciones ni limitaciones cuando se trata de defender a los Estados Unidos. Esto contradice el ideal que tiene sobre la democracia. Su sentido de la comprensión se ha desarrollado mucho desde la primera guerra mundial. No ha olvidado aquella guerra. Siente deseos de luchar y de morir de nuevo, pero no por algo que no posee.

El norteamericano blanco presiente los sentimientos que se agolpan en el corazón de su compatriota de color. Pero hace todo cuanto puede para no enterarse de ello, y, desde luego, evita enfrentarse con ellos. Los norteamericanos blancos evitamos enterarnos de la realidad de nuestro propio país con la misma curiosa ceguedad que evitamos el enterarnos de cómo es Francia. Nos negamos a discutir la verdadera realidad sobre el norteamericano de color, la cual consiste en que nuestros prejuicios de raza le niegan la democracia. Y nos negamos a hacer frente a esa situación porque no queremos variar el

statu quo de la persona de color. Deseamos que continúe siendo el sirviente del hombre blanco.

Creo que en este asunto de las razas soy una mujer realista y objetiva, pues he vivido la mayor parte de mi vida en pueblos de color. Mis antepasados eran todos del Sur, y estoy muy familiarizada con los problemas de blancos y negros del Sur. Sin embargo, no creo que la solución pueda encontrarse en lo que dice el hombre blanco de tipo medio del Sur, el

páter familias: el negro es un ser infantil bastante delicioso en su ambiente, el cual no desea otra cosa sino que le cuiden y le mantengan, que le den techo y lo traten amablemente.

Que el negro del Sur caiga fácilmente en todo esto no quiere decir nada. Teme a su amo blanco y dice lo que el blanco quiere que diga. El mismo negro no tarda en expresarse de manera distinta tan pronto como cambia de residencia y pierde el miedo. Sea lo que fuere, lo cierto es que nuestra democracia no nos autoriza a mantener la presente división entre una raza blanca y una raza de color que vive sometida, y debemos acomodar nuestros espíritus a lo que debe hacerse, e inmediatamente ponerlo en práctica.

Si en los proyectos de los Estados Unidos entra el que haya pueblos sometidos y pueblos directores, obremos con honradez al menos y modifiquemos la Constitución, haciendo constar simplemente que los negros no pueden compartir los privilegios de la gente blanca. Entonces seríamos totalitarios más bien que demócratas, pero si tal es lo que deseamos, digámoslo de una vez y hagámoslo saber a los negros. Los blancos norteamericanos quedarán relevados de la necesidad de ser hipócritas y el pueblo negro sabrá a qué atenerse. Ellos pueden volverse incluso una dócil raza sometida, pero esto sólo mientras seamos capaces de apartar de ellos todas las posibilidades de rebelión, incluida la cultura.

Como norteamericana, deploraría profundamente que sucediera semejante cosa. Sin embargo, el mundo necesita que se hable con esta claridad. La democracia sufre en la actualidad de vaguedad debido a la falta de relación que existe entre los principios que la informan y sus hechos. El hitlerismo, pese a sus muchos defectos, tiene al menos una virtud, y es que no afirma amar a sus semejantes ni desea que todos los pueblos sean libres e iguales. Todo el mundo sabe lo que es el nazismo y lo que se puede esperar de él. Pese a su crueldad y a lo peligroso que es para la civilización, resulta menos cruel y hasta puede ser mucho menos peligroso que la democracia que no es lo bastante realista o lo bastante fuerte para poner en práctica lo que predica. Destruir la esperanza hasta sus más profundas raíces es más caritativo que alentarla con promesas que no se piensan cumplir.

Enfrentar blancos contra gente de color de nuestro país tiene una doble importancia. Al chocar contra esta roca es cuando el barco de la democracia puede zozobrar, y, también, al chocar contra esta roca es cuando todos los pueblos pueden dividirse y convertirse en enemigos.

En todas las partes del mundo los pueblos de color se preguntan a sí mismos si tendrán que sufrir para siempre el arrogante poder del hombre blanco. Han sido pacientes durante mucho tiempo, pero sienten que no podrán seguir siéndolo eternamente, y no lo serán. En la India, un hombre como Nehru se halla de nuevo en la cárcel de los hombres blancos que luchan en Europa por la democracia[10]. En nuestro propio país, a los norteamericanos de color tan inteligentes y educados como Nehru se les impide equipararse con los blancos para ganarse su vida o para defender la democracia. Existe una profunda, sutil y peligrosa relación entre los dos acontecimientos. Somos tontos si no nos damos cuenta de ello.

Porque en muchos cultos norteamericanos de color la desesperanza no desemboca en una simple criminalidad, sino en un marcado antipatriotismo. Hay algunos, entre ellos varios jefes, que apoyan al Japón en la presente crisis, pues ven en el Japón al futuro caudillo de todos los pueblos de color del mundo. Existen algunos que antes que al imperialismo británico prefieren a Hitler, ya que piensan que si el poder inglés sobre las razas de color fuera destruido, Hitler podría ser batido fácilmente, por tratarse de un mal poco arraigado.

La raza blanca tiene que elegir tanto en los Estados Unidos como en el extranjero. Ha de escoger entre el principio totalitario de gobierno con razas sometidas, lo que traería aparejadas la inevitable rebelión y la peor de las guerras, o bien hacer que los pueblos de todos los colores establezcan un acuerdo para vivir en mutua armonía y libertad.

Tal es la situación en los actuales momentos entre los pueblos de color y los pueblos blancos. Es estúpido decir que la crisis está lejos y que lo que importa ahora es la guerra. La crisis entre blancos y hombres de color dista mucho de estar a cien leguas. Se encuentra dentro de la guerra, ligada enmarañadamente con ella, puesto que la lucha contra el nazismo presupone, como uno de sus principios esenciales, la igualdad de razas por un lado o la desigualdad por el otro.

No procedemos cuerdamente al mantener dicho principio oculto a la masa del pueblo blanco. La crisis se aproxima, quiéralo o no reconocer el pueblo blanco. Se va acercando y lo hace con esa inexorable marcha de que nuestro país ya tiene noticias.

Si somos honrados creyentes en las formas democráticas más puras, ¿qué vamos a hacer? Debemos ponemos en marcha en el acto y nuestro Presidente no ha de sentir temor alguno ante nuestro movimiento para acabar con todos nuestros prejuicios de raza en relación con los norteamericanos de color. Los prejuicios de raza no pueden ser extirpados de un pueblo por medio de operaciones quirúrgicas, aunque se trate de tumores dañinos y exóticos. Los niños no los tienen hasta que los descubren en los mayores. He podido obtener frecuentes pruebas de esto, y la más reciente de ellas me la ha proporcionado un niño de doce años, hijo de un norteamericano amigo mío, que hace poco llegó de China.

Este niño blanco asiste a la escuela pública de la ciudad de Nueva Jersey. Un día se organizó una excursión a cierto sitio, descubriéndose más tarde que el lugar elegido excluía a la gente de color. El muchacho, indignado, hubo de ver cómo sus maestros, en vez de cambiar por otro el lugar elegido, aceptaban la excursión, empleando «sumo tacto» para comunicar a los niños de color que no podían tomar parte en la excursión. El hijo de mi amigo se sintió herido en lo más profundo de su corazón ante tamaña injusticia, cometida en su propia patria, de la que él se había sentido orgulloso mientras crecía en China. Acontecía que su mejor amigo en la escuela era un guapo muchacho de color. «Yo no voy si Henry no va», fue su firme resolución.

Los adolescentes no sienten prejuicios de raza, y si los padecen, no es en el grado de las personas mayores. En Tejas, no hace mucho, los componentes de un equipo blanco de fútbol y los componentes de otro negro asistían a una escuela superior de la ciudad. Sus entrenadores y cuidadores no les permitían jugar unos contra otros. Pero una mañana, el equipo blanco se las arregló para jugar en secreto, contra el equipo de color, y, a su regreso del partido, dijeron a los entrenadores: «Sólo queríamos saber qué equipo jugaba mejor». Fue, claro está, un partido amistoso, y en él puede descubrirse un verdadero simbolismo.

Los blancos inteligentes no suelen sufrir el prejuicio de raza con tanta intensidad como los ignorantes y habría muchos que dirían, si se atrevieran a ello, que no sufren ninguno. Pero son pocos los que se atreven, ya que, en todas partes, la mayoría sufre un prejuicio de raza agudo, incurable, que desaparece sólo con la muerte.

Pero si nada puede extirpar el prejuicio en aquellos que lo tienen profundamente arraigado, no por esto les está permitido violar la democracia de nuestra nación. Cuando menos, nuestro gobierno debería velar para que todos los norteamericanos gozasen de idénticas oportunidades económicas, y por que la gente de color que vive en su democracia no sufriese al menos insultos a causa de su color. Debería insistirse para que los ciudadanos de color compartiesen la responsabilidad con los ciudadanos blancos en beneficio del bienestar de la nación, suprimiendo así la razón principal de esta despreciativa tolerancia de amo con que el hombre blanco trata al hombre de color, consiguiendo de esta forma crear en el ciudadano de color la confianza en sí mismo.

El gobierno democrático debe hacer acopio de ciencia y comprender que no existen bases en qué sustentar el prejuicio de que una raza es intrínsecamente superior a otra. La injusticia prolongada puede hacer inferior a cualquiera, sin distinción de color.

He leído con entera aprobación el plan elaborado para mejorar las condiciones bajo las cuales debe vivir y trabajar el pueblo de color. Pero mientras no sean vencidos los prejuicios de raza y no desaparezcan sus efectos, existirá el amargo hecho de que el norteamericano de color no podrá obtener mejor empleo que el que tiene por no haber sido bien educado, ni vivido en un alojamiento conveniente, ni disfrutado en su niñez de suficientes campos de juego. A él no le han concedido las mismas oportunidades que al norteamericano blanco de su clase y de su inteligencia. Los prejuicios de raza le siguen negando todavía la democracia.

¿Es que los norteamericanos vamos a continuar aceptando las estupideces de los prejuicios de raza? Conozco muy bien la débil defensa, a menudo repetida, que se hará de ellos. El terrible aspecto que se quiere ver detrás de todo esto son los cruzamientos de raza. Pero para ello sólo existe una respuesta. ¿Negaremos a esos doce millones de norteamericanos los derechos y privilegios de nuestro país, e incluso arriesgaremos la misma democracia, manteniendo una determinada relación de dominador y dominado entre blancos y gentes de color, sólo porque algún día unas cuantas personas blancas y otras de color, decidan unirse en matrimonio?

¿Es la democracia un bien o es un mal? Si es un bien, decidámonos a que sea verdadera.

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