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LOS NORTEAMERICANOS DE ORIGEN JAPONÉS[12]

No conozco posición más difícil que la de los norteamericanos de sangre japonesa, gente que es norteamericana, algunos por nacimiento, otros por simpatía y convicción, pero por cuyas venas, las de unos y las de otros, corre sangre japonesa. Es todavía mucho más difícil que la de los norteamericanos de origen alemán, pues gente de Alemania formó históricamente una parte de nuestro país. Admitimos libremente a los alemanes en nuestras costas y cuando no estamos en guerra con ellos, les damos la bienvenida como ciudadanos.

Pero las injustas barreras de raza han estado siempre alzadas entre el Japón y los Estados Unidos, así que, incluso en tiempos de paz, los norteamericanos de origen japonés han sido siempre un pesado fardo para nuestro país. Y ahora que estamos en guerra con el Japón, este fardo se ha hecho cien veces más pesado que antes.

El Japón es nuestro enemigo. El Japón ha elegido una manera de vivir que no es la nuestra, y la suya y la nuestra no pueden subsistir en el mundo una al lado de la otra.

Sabemos que el mundo debe ser libre y que a nosotros nos está encomendada la defensa de la libertad, tanto la nuestra como la de la humanidad en conjunto. La libertad debe ser la ley. No podemos y no queremos soportar un mundo gobernado por una mentalidad fascista. Somos enemigos de tal mentalidad.

Sé que los norteamericanos japoneses de quienes hablo son también enemigos de esa mentalidad. Odian el espíritu japonés que ha preparado la presente guerra de agresión japonesa. Pero hasta esos japoneses, que son leales a nuestra causa democrática, al Gobierno norteamericano y al pueblo norteamericano, deben soportar un segundo fardo: el de la duda y la sospecha. El fardo pesa sobre cualquier japonés, y por el momento no hay forma de quitárselo de encima. Ese fardo se hace cada vez más pesado a causa de las victorias del Japón.

Enfrentémonos con la verdad, la verdad de las extremadas injusticias que pueden cometerse. Las personas ignorantes, movidas por la cólera que despiertan en ellos los triunfos japoneses, pueden idear una infantil venganza contra cualquier norteamericano japonés que dé la casualidad que viva cerca de ellos. En todas las poblaciones existen muchas personas de espíritu infantil, individuos cuyos cuerpos han crecido normalmente hasta adquirir la debida fortaleza, pero cuyas inteligencias se han desarrollado a medias, y que son incapaces de razonar y de vencer sus propios prejuicios.

Cuando ocurran tales actos, yo os ruego, japoneses norteamericanos, que no reneguéis de la democracia norteamericana. Recordad que en cierto modo todos estamos sufriendo por culpa de la ignorancia de individuos poco desarrollados mentalmente. La mente de Hitler es, a pesar de su indudable habilidad y agudeza, una mente poco desarrollada, una mente incapaz de razonar, una mente ciega al derecho moral, a la justicia.

El Japón de hoy está gobernado por mentalidades semejantes, que, pese a su agudeza, son mentes poco desarrolladas, pues son ciegas al derecho y a lo que es justo para el individuo. Nosotros también tenemos en Norteamérica esas mentalidades, tanto entre los de arriba como entre los de abajo. Rebosan de prejuicios de toda clase. Desean llevar a cabo venganzas, aunque éstas sean injustas y aunque todos suframos sus consecuencias.

Nuestra razón padece por ello. Recordad esto cuando esas personas ignorantes os hagan sufrir, especialmente en este momento. Decíos a vosotros mismos: «Esto no es Norteamérica, esto es sólo un hombre ignorante, poco desarrollado mentalmente, que no sabe lo que está haciendo. Da la casualidad de que vive en los Estados Unidos, como podría vivir en otra parte».

Claro que al mismo tiempo debemos vigilar a esos japoneses que no son norteamericanos, a esos japoneses que están trabajando secretamente a favor del enemigo. Se los ha de localizar y se los ha de tratar como individuos peligrosos para nuestra democracia.

La prueba que debéis dar de vuestra lealtad a la democracia consistirá en la forma en que compartáis la necesidad de descubrir a esos desleales individuos y en la forma en que soportéis las dudas que recaerán injustamente sobre muchos de vosotros. La prueba consistirá asimismo en la manera como soportéis los actos que se realicen contra vosotros por individuos antidemocráticos. Si vosotros creéis firmemente en la democracia, si sois realmente leales a la democracia por que Norteamérica lucha, nadie dudará de vuestra lealtad porque un incapaz ciudadano norteamericano os insulte. Recordad que hay millones de otros ciudadanos norteamericanos que creen en la justicia y que no dudan en ofrecer su confianza a los que son verdaderos norteamericanos.

Una de las más profundas experiencias de mi vida me ha ocurrido este año, y tiene relación con los norteamericanos de origen japonés. Los he visto tan aturdidos, tan angustiados, tan desquiciados, que no he podido menos de sentir simpatía por ellos.

Conozco muy bien al Japón. Viví una vez en el Japón durante meses, y en el curso de mi vida, incluida la niñez, lo he visitado de vez en cuando.

El paisaje japonés me es un poco menos familiar que el chino; estoy acostumbrada a la gente japonesa y a la manera de vivir de los japoneses. He conocido personalmente lo bueno y lo malo del Japón.

Durante mis estancias en el Japón, no dudé nunca de su potencia. Los japoneses son por temperamento hábiles y creadores. Ni en tiempos de paz ha tenido el pueblo norteamericano la menor idea sobre el pueblo japonés. Los japoneses no son imitadores ni débiles, ni carecen de sentido moral y de vigor. Son un pueblo que iguala a cualquier otro en genio creador y en destreza para realizar todo cuanto su mente imagina. Esto lo estamos empezando a experimentar ahora y precisamente a nuestra costa. No conduce a ninguna parte disimular la fuerza de nuestro enemigo.

Enfrentémonos con la verdad. Tenemos en el Japón a un poderoso enemigo al que no venceremos si no es realizando un gran esfuerzo. Desearía que este potente, bravo y resuelto enemigo fuera nuestro amigo en lugar de nuestro enemigo.

Conservo en mi memoria toda la belleza del Japón, y os aseguro que el Japón es uno de los países más bellos del mundo, no sólo por su naturaleza, sino porque el pueblo ama a su patria y la ha embellecido como lo haría con un jardín. No existe un sitio que no sea literalmente bello, excepto allí donde la industria moderna ha creado sus feos y extraños edificios. El Japón nativo no puede ser olvidado, porque la belleza debe ser recordada siempre.

Aquellos que conocen al Japón no pueden odiarlo. No está falto de significación el hecho de que los japoneses hayan sido capaces de crear semejante belleza natural en su patria. Esa belleza ha sido en cierto modo la consecuencia de su espíritu y de su civilización. Tal vez la belleza del Japón sea una manifestación de la represión interior a que los japoneses están sometidos desde hace tanto tiempo. Al no poder desahogarse libremente en la vida, lo han hecho en la naturaleza. No han sido libres.

El mal desencadenado actualmente en el mundo por el Japón no ha surgido súbitamente. No es obra de un grupo de tiranos que se haya hecho con el poder de pronto. Lo sucedido no es tan sencillo como a primera vista pudiera parecer. No se puede hablar de un grupo de bandidos a los que hay que apresar y castigar. El agresivo y cruel espíritu de los jefes del moderno Japón es el resultado de una falla muy profunda en la civilización japonesa; es la consecuencia de la carencia de democracia incrustada en la vida japonesa.

Hace mucho tiempo que el pueblo del Japón debería haberse rebelado contra la tiranía, contra la tiranía del culto al Emperador, contra la tiranía que glorifica la guerra, la fuerza y la muerte. El pueblo obedeció en lugar de rebelarse, siguió en lugar de hacer seguir.

Durante siglos, los japoneses se han permitido a sí mismos permanecer dormidos, arrullados por el fetichismo, los

slogans y los sistemas de religión y moral que los mantuvieron separados del poder, para, al final, rebelarse. Éste es el pecado del pueblo japonés.

No trato de disculparla, pero no hay que echar la culpa sólo a la presente generación. Es fruto de un proceso de siglos, y la actual generación ha nacido ciega para la libertad. El Japón de hoy es un país donde es imposible que se efectúe el menor proceso democrático, donde es imposible la libertad de pensamiento, donde es imposible el crecimiento espiritual, donde es imposible la democracia.

Si es cierto que el pueblo merece el tirano al que ha ayudado a encaramarse al poder, es igualmente cierto que los jefes del Japón de hoy son el resultado de una vida nacional arraigada en tiranías permanentes de muchas formas. Los japoneses son, pues, inevitablemente, nuestros enemigos.

Pero esos norteamericanos de sangre japonesa a quienes me dirijo no son nuestros enemigos. Ellos han abandonado el Japón. Ellos han llegado a ser norteamericanos porque el Japón ya no podía ser su patria. Ellos han elegido nuestra nación, una democracia, como su patria. Algunos de ellos nacieron en el Japón, otros están aquí porque vinieron sus padres y ellos nacieron aquí y aquí crecieron formando parte de Norteamérica. Se hallan aquí porque no desean ir al Japón. No pueden regresar al Japón. No creen en el Japón. Nunca más habrá sitio para ellos en el Japón.

¿Cuál es nuestro deber para con ellos? Se trata, más que de un deber, de una oportunidad. Existen japoneses norteamericanos que son completamente extraños al espíritu del Japón que son mucho más parecidos a nosotros que a la gente del Japón; que son, en definitiva, norteamericanos.

Mostrémosles lo que es Norteamérica, enseñémosles con nuestras palabras y nuestro bienestar lo que la democracia significa, lo que es la justicia para todos los hombres, lo que representa la libertad para el individuo. Mostrémosles el mejor lado de Norteamérica, la verdadera Norteamérica, para que no pierdan su fe en la democracia, sino que, por el contrario, se vean alentados, reforzados e inspirados.

Esos japoneses pueden prestar un gran servicio a las democracias, pues el japonés del Japón va a necesitar una gran ayuda el día en que las democracias hayan obtenido la victoria.

El pueblo japonés está acostumbrado a ser conducido. No sabrá cómo conducirse a sí mismo. La derrota le dejará aturdido y confuso, y no sabrá cómo establecer un nuevo sistema de gobierno y de vida. La democracia es algo de lo que ellos no saben nada ni han oído hablar. En el Japón no se encontrarán nuevos jefes, por lo cual habrá que enviarlos de otras partes.

¿Y a quién enviaremos sino a esos japoneses que son ahora norteamericanos? Ellos están capacitados como nadie puede estarlo para hacer del Japón una nación presta a ocupar su lugar en el nuevo mundo, el mundo de la libertad para todos.

He aquí nuestra oportunidad. Aprovechémosla lo mejor posible. No condenemos al aislamiento y a la soledad espiritual a los japoneses que viven en nuestro país, no pensemos que no son norteamericanos. Si lo pensásemos, seríamos fascistas, esto es, personas que obran de manera ciega, simple, estúpida e irrazonable.

No, pensemos que entre esos japoneses tal vez se encuentren los norteamericanos que un día pueden preparar al Japón para ese mundo que deseamos gozar después que concluya el combate. Todo depende de nosotros y de cómo preparemos a esos futuros jefes, que pueden encontrarse aquí, entre nosotros, igual que Sun-Yat-Sen, el padre de la revolución china, vivió una vez como el oscuro hijo de un oscuro comerciante, sin que fuera reconocido y ayudado. Sun-Yat-Sen no encontró en los Estados Unidos lo que podía haber ayudado a China a estar mejor preparada para la cruel y despiadada lucha que en la actualidad sostiene. No cometamos de nuevo la misma equivocación.

Preparar a los futuros jefes del Japón… ¿Puede darse mayor oportunidad en favor de la democracia?

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