Asia

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LA YESCA QUE PUEDE PRENDER EN LO FUTURO[1]

EL arma de la propaganda racial que el Japón utiliza en Asia está empezando a dar pruebas de su eficacia. Esto es debido no a la forma peculiar en que se realiza, sino a que se ejerce sobre personas que han tenido desgraciadas experiencias en sus relaciones con ingleses y norteamericanos.

Los japoneses afirman que los prejuicios de raza continúan en pleno vigor entre la gente blanca. Los programas diarios de Radio Tokio lanzan su propaganda sobre Asia prosiguiendo su campaña tendente a arrojar del continente asiático al hombre blanco. Hacen hincapié sobre el empleo de tropas de color por los blancos, sobre los malos tratos dados a los filipinos por los militares norteamericanos y los que en igual sentido reciben las tropas indias por parte de Los ingleses.

Alemania ayuda al Japón en la tarea de fomentar el odio de raza en Malaya, la India y Filipinas, afirmando que los intereses de Asia la ligan al Imperio del Sol Naciente y no a Inglaterra y los Estados Unidos. La propaganda japonesa sostiene una y otra vez en mil formas distintas: «Los pueblos de color no pueden abrigar la menor esperanza de justicia e igualdad por parte de los pueblos blancos a causa del inalterable prejuicio de raza que éstos sienten contra nosotros».

Sería mucho mejor para nosotros si nos diéramos cuenta del peligro que encierra la propaganda japonesa. La verdad es que el hombre blanco ha actuado a menudo en Oriente sin sentido común ni espíritu de justicia en lo que concierne a su prójimo de color. Y es algo más que insensatez, es «peligroso» hoy, no reconocer la verdad, pues en ello está la yesca que puede encenderse mañana.

¿Quién puede ponerlo en duda cuando se ha visto a un policía blanco pegar a un

coolie en Shanghai, a un marinero blanco dar un puntapié a un japonés en Kobe, a un capitán inglés azotar con su látigo a un vendedor hindú? ¿Quién de nosotros, tras de haber presenciado semejantes escenas orientales u oído el acostumbrado hablar despectivo del hombre blanco en un país de gente de color, puede olvidar el terrible y amargo odio que se refleja en el rostro del nativo y el brillo que aparece en sus oscuros ojos? ¿Quién de nosotros puede ser tan estúpido como para no ver el futuro escrito en esas expresiones?

Una de las estupideces humanas más peligrosas es la de la raza blanca que alimenta el prejuicio, sin base alguna, de que la más ruin de las criaturas blancas puede despreciar a un rey si la piel de éste es oscura. ¡Qué fácilmente podría ser curada esta estupidez, sin embargo, si se limitara al ruin! Pero entre nosotros, aun aquellos que son inteligentes y honrados se muestran a veces tan ciegos como el ruin.

El efecto causado por la propaganda japonesa no puede ser soslayado en modo alguno. Permanece vivo en el espíritu y en la memoria de muchos que en este momento son leales aliados de la Gran Bretaña y de los Estados Unidos; se mantiene vivo en el espíritu y la memoria de los países de color de Asia, y también en los de muchos ciudadanos de color de los Estados Unidos, que no pueden negar los cargos hechos por el Japón, y que, a pesar de ello, permanecen leales.

Porque tales mentes saben que, aunque el nazismo no pueda darles otra cosa que la muerte, los Estados Unidos y la Gran Bretaña les han dado demasiado poco en el pasado y ni siquiera les han hecho promesas para lo futuro. Nuestros aliados de color que se mantienen en guerra contra el Eje no pueden llamarse a engaño. Saben que cuando Hitler haya desaparecido, el nazismo sea aplastado y el Japón retorne a sus islas, esto no significará para ellos el fin de la guerra. Los pueblos de color están convencidos de que para ellos la guerra por su libertad continuará contra el mismo hombre blanco a cuyo lado luchan ahora.

Aunque no sea por otra razón, al menos por sentido común, los pueblos blancos deben percatarse también de esta verdad. La calda del nazismo no supondrá el fin de la guerra para ellos. Y deben enfrentarse con esta cuestión: ¿se transformarán en enemigos sus aliados de color?

No hay duda de que pueden ser unos terribles enemigos. Si los pueblos de color no ponen toda la carne en el asador en la actual guerra contra el Eje, y los pueblos blancos sí, aquéllos contarán al final con unas reservas inapreciables. Y pudiera suceder que no se produjera ningún intervalo entre esta guerra y la próxima, a menos que nosotros demos ahora pruebas de nuestra sinceridad.

Debemos percatarnos de que un mundo basado sobre viejos principios imperialistas, con el proceder propio de este sistema, es imposible en la actualidad. No puede existir. En consecuencia, hemos de hacer bien patente nuestra rotunda determinación de establecer una verdadera democracia para todos los pueblos, a base de una mutua responsabilidad exigida a todos para cumplir las condiciones de aquélla.

No podemos posponer nuestra decisión sobre la democracia y decir: «Ganemos primero la guerra». En realidad, ni siquiera podemos ganar esta guerra sin convencer previamente a nuestros aliados de color —que son la mayoría de nuestros aliados— de que no luchamos para mantener nuestra superioridad sobre ellos.

La enorme paciencia de la gente de color está tocando a su fin. En todos ellos existe la misma resuelta determinación en pro de la libertad e igualdad que en los norteamericanos blancos y en los ingleses. Pero en ellos se trata de una resolución rebosante de amargura, pues tal resolución supone el ser gobernado por el hombre blanco y explotado por la raza blanca, llena de prejuicios. Sin embargo, nada hará debilitar este deseo.

Naturalmente, si obrásemos con cordura, nos sería dable utilizar la fuerza concentrada en ese deseo. Nada mejor, para que nuestros aliados de color pusieran a contribución en la lucha todo su esfuerzo, que la convicción de que lo que afirman los dirigentes blancos a propósito de la democracia significa lo que dicen y no otra cosa.

En el mundo existen muy pocas cosas simples, pero, en este preciso momento, la más simple es, para el que está familiarizado con el modo de pensar de las masas de los pueblos de Asia, la de que nuestros aliados se hallen dispuestos a luchar con todas sus fuerzas por la verdadera democracia. Mas si estas masas no son convencidas con pruebas inequívocas de la sincera determinación democrática de ingleses y norteamericanos, si temen que algún día se vean constreñidos a luchar por sí mismos, entonces muchos hombres y mujeres prudentes expondrán abiertamente lo que piensan y hasta ahora sólo se dice en secreto: «¿No sería mejor para nosotros llegar a un acuerdo, no con Hitler, que después de todo es un hombre blanco del tipo más arrogante, sino con el Japón, utilizando los recursos militares y modernos de este país para libramos del poderío blanco?».

No es necesario mucho sentido común por parte de los pueblos de color para que comprendan que si el Japón adquiere ante ellos la posición de conquistador, sería mucho más fácil librarse de un único dominador que de varios. Para nuestros aliados asiáticos no puede ser muy alentador y reconfortante el párrafo final del primer discurso pronunciado por Churchill en Washington: «Los pueblos británicos y norteamericanos deben, por su propia seguridad y para el bien de todos, marchar juntos uno al lado de otro con todo su poder, su espíritu de justicia y sus deseos de paz». Que Inglaterra y los Estados Unidos «marchen juntos con todo su poder» sólo puede significar para los pueblos de color un formidable imperialismo blanco, más peligroso para ellos que nada, incluida la amenaza de un Japón victorioso.

Los que abogan por la unión de América con las porciones del Imperio británico de habla inglesa, «con los pueblos que se presten gustosos a la unión», nos conducirían en línea recta a la más grave de las guerras que pueda imaginarse. ¿Qué puede pensar China, la más vieja y pragmática de las democracias, de una unión de los pueblos blancos de habla inglesa, que la excluye a ella desde el primer momento? De la misma manera podríamos presentar al Japón, con sus barcos de guerra y sus bombas, abogando por una unión que niegue la democracia de igual forma que nosotros tratamos de afirmarla. Sólo las personas dominadas por la idea exclusiva de Atlántico no pueden dejar de comprender que con una unión tan limitada no haríamos más que espaciar la simiente de la futura guerra. Y en el actual momento es necesario no ser tan sólo atlánticos.

Los Estados Unidos e Inglaterra se encuentran en el momento crítico de la presente contienda. Nuestros aliados, la India, China, Filipinas y Malaya, esperan, nos lo digan públicamente o no, a que aclaremos nuestra posición de pueblos blancos hacia ellos. ¿La democracia, la justicia basada en la igualdad humana serán para todos, o bien sus bendiciones se extenderán únicamente sobre el pueblo blanco?

La respuesta debe ser dada con toda claridad y sin tardanza. Eludir la cuestión, aplazar la respuesta, supone una negativa. Y a los Estados Unidos incumbe llevar la voz cantante.

Porque nosotros no debemos dejarnos arrastrar por las mentalidades inglesas, aunque sintamos admiración por ellas, ni por sus jefes, aunque sean fuertes. Debemos pensar y actuar por nuestra propia iniciativa. Si nuestros aliados no tienen una seguridad, Norteamérica puede encontrarse aislada en el Pacífico cuando necesita aliados en él a toda costa.

Es completamente natural que Inglaterra piense ante todo en Hitler, que es como si el lobo llamase a su puerta. No se debe esperar que los ingleses tomen muy en serio la amenaza del Japón. ¿Cómo van a obrar de otro modo si los mismos norteamericanos no tomaron jamás en serio al Japón y ahora mismo no toman en serio a ningún pueblo asiático? Pearl Harbour y Manila constituyen un terrible testimonio de nuestra ignorancia, y tendremos otros testimonios no menos espantosos antes de que finalice la presente guerra.

Si Inglaterra no acierta a comprender del todo el peligro que se cierne sobre nosotros en el Pacífico, no por eso debemos permanecer desprevenidos. Hagamos frente a la situación, nosotros, los norteamericanos, tanto en Oriente como en Europa; hagamos frente a ella, sí, pero no como el gobernador de un gran pueblo sojuzgado por el poder militar. Nos enfrentamos con una Asia en la que no contamos con un poder largamente establecido. No debemos aceptar, por peligrosa, cualquier opinión sobre el Pacífico que no sea la nuestra. Por nuestro propio bien, hemos de sembrar en nuestros aliados de Oriente la confianza en nuestros propósitos democráticos.

Pero ¿pueden los Estados Unidos cumplir tales propósitos? Esto es lo que el lejano Oriente se pregunta también, mientras el Japón se apresura a afirmar que no podemos.

Éste declara que tanto en Filipinas, como en China, India y Malaya, e incluso en Rusia, no existen fundamentos que permitan esperar a los pueblos de color la menor justicia por parte de la gente que gobierna en los Estados Unidos, es decir, el pueblo blanco. Los japoneses aportan como prueba específica de sus afirmaciones el trato que damos a nuestra gente de color, ciudadanos de los Estados Unidos desde generaciones. Cada linchamiento que se produce en nuestra patria, cada tumulto de orden racial, es motivo de verdadera alegría para el Japón. Las discriminaciones en el ejército de tierra, en las fuerzas aéreas y en la armada contra los soldados y marineros de color, la exclusión de los obreros de color de nuestras industrias de guerra y sindicatos, todas nuestras discriminaciones sociales son la mayor ayuda que podemos prestar en la actualidad al Japón, nuestro enemigo en Asia. «¡Mirad a Norteamérica! —dice el Japón a millones de atentos oídos—. ¿Os concederán la igualdad los blancos norteamericanos?».

¿Quién puede contestar con una rotunda afirmación? La persistente resistencia de los norteamericanos a ver una relación entre los norteamericanos de color y el extranjero de color, la continuada y por muchos motivos terrible ignorancia de esa relación, produce angustia en aquellos leales y ansiosos norteamericanos que conocen bien las peligrosas posibilidades que se encierran en esa ignorancia.

Los pueblos de Asia esperan todavía hoy, aún siguen expectantes, pero al mismo tiempo tienen un oído a lo que el Japón les dice, pues saben que en sus palabras hay bastante verdad. Por una vez, la propaganda japonesa es algo más que propaganda, y ellos lo saben. Se puede uno reír de las mentiras, pero la verdad no admite bromas. ¿Quién puede acusar a nuestros aliados de que sientan ciertas reservas hacia nosotros, de que duden de nuestras intenciones democráticas en lo que a ellos se refiere?

Nuestra ignorancia de sus sentimientos es por demás peligrosa, como es peligrosa la ignorancia de Inglaterra, y lo fue la de Francia, que la condujo a la destrucción. Pero la nuestra toma la forma de un peligro peculiar, puesto que la décima parte de nuestra nación está compuesta por gente de color. La relación de Norteamérica con la gente de color y la democracia no tiene nada que ver con África o la India, radica al lado de acá de nuestras puertas, dentro de nuestros hogares. Y no obrar noblemente con esa gente es no obrar bien con la nación.

Pero aun suponiendo que los norteamericanos se den cuenta del peligro, de la responsabilidad y de nuestra peculiar posición ante el problema, ¿estamos capacitados para convertirnos en guías de la democracia? ¿Qué es esa división entre nuestra creencia en la democracia para todos y nuestra práctica de la democracia sólo para algunos?

No se trata de hipocresía. Los norteamericanos no somos hipócritas, excepto en las cosas de poca monta. Preguntad a un sencillo norteamericano si cree honestamente en la igualdad, en la justicia y en la concesión de derechos democráticos a todos. Pero pedidle a continuación que os diga algo sobre el hombre de color, y entonces no daréis crédito a vuestros oídos. Diríase que no era el mismo hombre el que contestaba. No, el hombre de color, a lo que parece, no puede recibir idéntico trato que el blanco. «¿Por qué?», preguntaréis. El norteamericano blanco se rasca la cabeza y responde: «¡Qué sé yo! Las cosas son así». Ni que decir tiene que estas palabras producen un gran regocijo a nuestro actual enemigo el Japón.

¿Qué es lo que sucede con ese norteamericano? La respuesta es obvia. Padece lo que en psicología se denomina un desdoblamiento de la personalidad. Su interior está formado por dos norteamericanos distintos. Uno de ellos es benévolo, amante de la libertad y justo. El otro puede o no ser benévolo, pero ciertamente no es demócrata en su postura racial, y en esta cuestión arroja por la borda la justicia y la igualdad humana tan por completo como lo haría un fascista.

¿Quién puede reconciliar estas dos personalidades en un solo ser apto para servir de guía a la democracia en el mundo de hoy? Si esas dos personalidades se dieran en individuos distintos, el caso se resolvería fácilmente. Elegiríamos al que nos interesa. Podríamos incluso tener una nueva guerra civil. Pero la razón por que nuestra primera guerra civil no ha dado nunca realmente al hombre de color la libertad ni le ha concedido los beneficios de la democracia, sigue siendo todavía la razón de por qué no se los otorgamos hoy. La doble personalidad que es Norteamérica no se da en individuos distintos, sino en la mayoría de los seres que forman nuestra nación. Es decir, que estamos divididos en nuestro interior.

Esta división de la personalidad resulta terriblemente seria en momentos como los actuales, cuando millones de seres humanos esperan de nosotros que los conduzcamos hacia la democracia. Si no podemos unirnos en nuestro interior y hacerlo, entonces el guía vendrá de otra parte. Puede suplirnos el Japón, o Rusia. Precisamente Rusia se siente orgullosa de su libertad en lo que respecta a los prejuicios de raza.

Ahora bien los norteamericanos han de estar seguros de una cosa. A menos que nos declaremos inmediatamente capacitados para realizar la democracia total, completa, perderemos nuestra oportunidad de hacer del mundo lo que deseamos que sea, e incluso perderemos nuestro lugar en el mundo, sean cuales sean las victorias que obtengamos. La mayoría de la gente que habita el mundo de hoy es de color, y esto no debe olvidarse.

¿Cómo podemos integrarnos cada uno de nosotros en beneficio de la democracia? El primer paso hacia la unificación de una doble personalidad estriba en darse cuenta de la existencia de esa doble personalidad. El segundo, en arrojar a un lado la parte indeseable. Debemos apresurarnos a comprender que nuestra división interior tiene la más profunda relación con los acontecimientos exteriores, con los sucesos de esta guerra y con los del mundo que está dibujando una era totalmente nueva. Que ésta era sea una edad de oro de la democracia depende por entero de lo que nosotros elijamos ahora como democracia.

Sabemos esto mucho mejor que prisa nos damos en cumplirlo. Se ha de decir a voz en grito que los pueblos blancos son los que tienen los prejuicios de raza más arraigados. Esto es en sí mismo un signo de debilidad y temor, y hacemos muy bien en sentir miedo si nos empeñamos en persistir en nuestros prejuicios.

Continuando como hasta ahora, lucharemos en el lado equivocado del frente de batalla. Estaremos al lado de Hitler. Porque el hombre blanco no puede gobernar más tiempo el mundo a menos que lo haga con una fuerza militar de tipo totalitario. Pero la democracia no puede gobernar así. La democracia prevalecerá en este solemne momento de la Historia únicamente si se purga de todo aquello que es una negación de la democracia, si se atreve a actuar de acuerdo con su credo.

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