Arthur

Arthur


CAPITULO 14

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CAPITULO 14

 

 

Hoy es un día importante para mi padre. También para mí, pero, sobre todo, lo es para él. Hoy es el día exacto en que se cumplen dos años de su tratamiento y sobriedad. Hoy hace dos años y tres días que estuve a punto de perderlo para siempre y, ver todo lo que ha conseguido en este tiempo, hace que me sienta orgulloso de él. Lleva toda la semana nervioso, porque tendrá que hablar en público y será el centro de atención, pero lo hará genial; y lo más importante, la gente que está empezando a rehabilitarse, verá en él un claro ejemplo de que sí se puede salir del agujero del alcoholismo.

No es fácil, evidentemente, pero tampoco imposible.

Está claro que querer, es poder.

El evento será en el salón de actos de la clínica a las seis y media de la tarde. El director del centro es el encargado de iniciar una charla de aprendizaje y concienciación general contra las adicciones; presentará al equipo de profesionales que se encargan de las reuniones, y luego le tocará el turno a Finn Preston. Estoy deseando verlo y oírlo, no tengo ninguna duda de que ese será un momento emotivo para ambos. Por último, habrá una pequeña recepción con catering y música, que no nos perderemos. De hecho, mi idea es salir antes del trabajo y llegar temprano a la clínica para ver a mi padre antes de todo el trajín del evento, lo que significa que tengo que pedirle a Alison permiso para ello.

«Alison…»

Después del fin de semana pasado, ese en el que en un principio iba a salir de caza para echar un polvo, y al final lo pasé con ella sentado en un club jugando al veo, veo. Ese en el que descubrí que a pesar de todo me había divertido muchísimo en su compañía. Ese en el que pasé empalmado, por su culpa, buena parte de la noche y me quedé paralizado por lo bien que me sentí estando con ella… Ese fin de semana, algo entre nosotros, que no sabría explicar, ha cambiado. Puede que sea por los momentos de complicidad compartidos ese día, o puede que, porque ella tenga una buena semana, no lo sé, el hecho es que, no noto la tirantez ni la tensión de los primeros días. No hay malos rollos, ni con ella ni con las brujas de Green Clover, con las que he empezado a compartir el descanso y el almuerzo. No obstante, en lo que a Alison se refiere, procuro mantener las distancias y limitar nuestras conversaciones al plano laboral, lo prefiero así para que no haya motivo de confusión entre nosotros, por si las moscas.

Dicen que más vale prevenir que lamentar…

«Ya la dejaste embarazada, ¿qué problema hay?»

Sí, a veces soy gilipollas y me vienen pensamientos tipo: de tirados al río, pero va a ser que no.

Miro el reloj y, al ver que son casi las diez de la mañana, empiezo a preocuparme porque Alison aún no ha llegado. Echo un vistazo a la agenda, por si se me hubiera escapado alguna reunión de primera hora o algo, pero no, nada. Es tan raro que ella llegue tarde…

«¿Estará bien?»

«¿Habrá pasado mala noche?»

«¿Debería llamarla?»

No.

Voy a la cocina, donde las chicas ya han empezado a tomar el café, y me sirvo uno. Me acomodo en una de las sillas y presto atención a su cháchara. Hablan de ir mañana sábado a un nuevo club y también organizar una barbacoa en casa de una de ellas.

—¿Tu amigo Luis vendrá este fin de semana? —me pregunta Dana.

—No, tiene que trabajar.

—Deberías haber insistido para que te diera su teléfono—dice Cinthia.

—Pensé que saldría de él.

Vuelvo a mirar el reloj.

—¿Alguna sabe por qué Alison aún no ha venido? —indago dándole un sorbo al café.

—Fue al médico—responde Leslie.

Me yergo en la silla.

—¿Le ha pasado algo? ¿Está enferma?

—Tenía que hacerse una ecografía para no sé qué prueba del embarazo. Sabías que estaba embarazada, ¿verdad? —Kimberly me mira.

Carraspeo.

—Sí, claro.

«Y también sé de dónde salió el ágil espermatozoide…»

Justo en ese momento, suena el teléfono de mi mesa y corro a cogerlo.

—¿Sí? —respondo creyendo que es ella.

—¿Qué manera es esa de responder el teléfono de la empresa, Preston?

«Mierda, Adrien…»

—¿Qué pasa, Adrien, tu novia ya se ha cansado de darte azotes?

—No te pases de listo… Ponme con mi hermana, anda.

—No está.

—¿Y dónde cojones está?

—Ni idea, no soy su niñera.

—A estas alturas pensé que, al igual que con Theodore, ya te habías convertido en su perrito faldero.

—¿Estás insinuando que te gustaría que le lamiera el culo a tu hermana, Adrien?

—Dile que me llame, me urge hablar con ella.

—A sus órdenes, señor James.

Río para mis adentros.

«Mamón».

—¿Qué acabas de decirle a mi hermano de lamerme el culo?

Pego un brinco y se me cae el teléfono de las manos.

Me giro lentamente.

Alison, con las manos apoyadas en sus caderas me mira con cara de ogro.

«Genial».

—¿Qué?

—Arthur…

—Adrien quiere que lo llames, dijo que le urge hablar contigo.

—Arthur… —enarca una ceja.

Resoplo.

—Tu hermano siempre me tachó de ser el perrito faldero de Theodore. Llamó preguntando por ti, le dije que no estabas y soltó una de sus gilipolleces, ya sabes cómo es… Lo de lamerte el culo era la respuesta a su pulla y no era en sentido literal, ¿vale?

—Sois peor que niños, joder.

Pasa como una exhalación, por delante de mi mesa, y se deja caer en su silla.

«Cuidado con lo que dices, Preston, que está cabreada…»

—¿Por qué no me dijiste que ibas al médico?

«¿Qué te acabo de decir, imbécil?»

—¿Y desde cuándo tengo que darte cuenta de cada paso que doy?

—¿Desde que soy tu secretario y necesito saber dónde estás por si surge algo importante?

Coge unos papeles, los ojea, los tira sobre la mesa y me mira.

—¿Ha surgido algo importante?

—No.

—Me lo imaginaba.

—Alison… 

—¿En qué habíamos quedado tú y yo, Arthur?

«Cada vez que abres la boca, la cagas, macho».

—Llama a tu hermano.

Salgo del despacho y voy directo a la cocina, que vuelve a estar desierta. Tiro los restos de mi café y aclaro la taza. Me apoyo en la encimera y respiro hondo varias veces.

«¿Por qué quieres saber, si se supone que no te interesa?»

Exhalo con fuerza.

Cuando vuelvo al despacho, está enfrascada en una conversación con su hermano. Abro la carpeta y el archivo en el que estoy trabajando e intento centrarme en ello.

Es inevitable que escuche parte de la conversación:

—Sí, sí, por mí no hay ningún problema, pensaba ir de todos modos… Sí, ya sé que es a las seis y media y que no puedo llegar tarde… ¿Serás idiota?

Suelta una risita y, sin poder evitarlo, mis ojos vuelan a sus labios. Me gusta la forma en que se curvan hacia arriba, formando una media luna.

—Eh… No estoy segura, deja que te lo mire…

Se muerde el labio inferior, concentrada, y luego lo lame, sin darse cuenta.

Contengo la respiración.

«Joder…»

—Por supuesto que se lo he dicho a Theodore, ¿por quién me tomas?

Mis ojos siguen cada uno de sus movimientos: la mano en el pecho, como si se escandalizara; la curva de su cuello al girar la cabeza; el aleteo de sus pestañas al cerrar los ojos…

Me remuevo incómodo en la silla.

«Deja de mirarla, hostia».

Y aunque me cuesta un triunfo, me obedezco y finjo estar trabajando, cuando en realidad, lo que hago es intentar calmar los latidos de mi corazón.

Inspira, espira. Inspira, espira…

—Arthur… Arthur… ¡Arthur!

—¡Qué!

—¿Qué te pasa? ¿Estás sordo?

La miro sin comprender.

—Te he llamado tres veces.

—No me pasa nada—contesto brusco.

—Nadie lo diría.

—¿Qué quieres?

—Controla esos humos, Preston.

—Cuando tú controles los tuyos.

Suspira.

—Lo siento, son las hormonas, es inevitable. ¿Cuál es tu excusa?

«Tú».

 —¿Te gustaría acompañarme esta tarde a un evento? —continúa al ver que no respondo.

Enarco una ceja, sorprendido.

«¿Me está proponiendo una cita?»

—¿Aparte de sordo también te has quedado mudo?

«Me está vacilando… Y no tiene ni puta gracia».

—¿Vas a acompañarme o no?

—No.

—Oye, si te preocupa la cláusula que…

—Ya tengo planes—la interrumpo.

—¿Con quién?

—No es asunto tuyo.

—Eres un borde.

—Y tú una acosadora bipolar.

—Que te den.

—A ver si es verdad.

Ella refunfuña por lo bajo y yo resoplo. Las hormonas deben de estar fundiéndole el cerebro para que se haya atrevido a invitarme a salir. Eso, o está más loca de lo que creía. Seguro que se ha dado cuenta de que la estaba mirando idiotizado.

«Sólo lo hace para provocarte…»

No volvemos a dirigirnos la palabra en toda la mañana.

Ella se va a la hora del almuerzo despidiéndose hasta el lunes.

Yo lo hago dos horas después, sin haber pedido permiso para ello. Total, no se va a enterar…

A medio camino entre Canterbury y Londres, el coche se me desliza hacia los lados y automáticamente escucho un: clac, clac, clac.

«No me jodas, hombre…».

Paro en el arcén, me aseguro de que no viene ningún coche más, y me bajo para echar un vistazo. Cuando veo que el neumático izquierdo, de atrás, está pinchado, empiezo a darle patadas cabreado y vociferando:

—¡Tenías que pincharte hoy, joder, ¿precisamente hoy?! ¡Maldito coche de mierda…! —mascullo arremangando las mangas de la camisa hasta los codos.

Abro el maletero, saco el señalizador de emergencia y lo coloco en la carretera a la distancia recomendada. Me pongo el chaleco reflectante, cojo la caja de herramientas, el gato hidráulico y lo dejo todo en el suelo, junto al coche. Cuarenta minutos después, estoy sudando como un pollo y todavía no he conseguido quitar la puta rueda. Los tornillos están algo oxidados y parece que los haya apretado Hulk.

«Me cago en mi mala suerte…»

Para cuando consigo aflojar los tornillos, estoy exhausto y me duelen las rodillas. Ufano, por haber conseguido quitar la puñetera rueda, voy al maletero a coger la de repuesto y se me cae el alma a los pies: también está pinchada. Grito de frustración y mala hostia. Tanto esfuerzo para nada. ¡Para nada! Qué más me puede pasar, ¿que me atropelle un camión?

Exhalo con fuerza.

«Hay que joderse…»

Saco el teléfono del bolsillo del pantalón, busco en internet un servicio de grúas y llamo. Resignado, porque está claro que no me queda otra, me subo al coche a esperar a que vengan a buscarme.

El sonido del teléfono me sobresalta.

—Hijo, ¿dónde estás? Son casi las seis y media—dice preocupado.

Suspiro.

—Lo siento, papá, no voy a llegar a tiempo.

—¿Qué ha pasado? —le cuento y él se lamenta—. Es por mi culpa, se me olvidó arreglar la rueda, hijo.

—No te preocupes, papá, esas cosas pasan. Siento no poder estar ahí en un día tan importante para ti.

—Lo sé, no te preocupes.

Antes de despedirme de él, le deseo suerte y lo felicito de nuevo.

Me siento como una mierda.

Finalmente, tras llevarme la grúa hasta la puerta de casa, darme una ducha y ponerme unos vaqueros y una camisa, llego a la clínica justo a tiempo para escuchar las últimas palabras del discurso de mi padre.

En cuanto cruzo la puerta, nuestras miradas se encuentran, y le guiño un ojo.

Ambos sonreímos.

—Como les iba diciendo, quisiera dedicar este momento a la única persona que no ha tirado la toalla conmigo y luchó con uñas y dientes para que yo tuviera ganas de salir de esta adicción. Una persona que tuvo mucha paciencia con la situación, que vivió y vio cosas que jamás un niño debería de presenciar. Una persona que lo es todo para mí, sangre de mi sangre y con la que no me comporté como se merecía—mi padre me mira, emocionado—. Este triunfo también es tuyo, hijo, gracias por no rendirte conmigo. Sube aquí para que pueda darte un abrazo delante de toda esta gente.

Meneo la cabeza, conteniendo las lágrimas.

—Vamos, hombre, no seas tímido.

Al final, accedo y recorro el pasillo hasta situarme a su lado, frente a todo el mundo. Lo abrazo con fuerza y beso sus mejillas.

—Te quiero, papá, eres mi héroe.

—Yo también te quiero, hijo.

Alzo los ojos, para que todos los allí presentes vean lo orgulloso que estoy de este hombre, y como si fueran atraídos por un imán, se clavan en una de las personas que está sentada en primera fila, y que, mirándome a su vez, se seca las lágrimas con un pañuelo de papel.

El corazón se me paraliza.

«¿Qué cojones hace ella aquí?».

 

 

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