Arthur

Arthur


CAPÍTULO 17

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CAPÍTULO 17

Por primera vez en mi vida me siento utilizado por una mujer.

Una mujer que trastoca mi mundo y lo vuelve del revés sin que apenas me dé cuenta. En estos últimos quinces días, desde mi último baile con ella o, mejor dicho, bailes, pienso en ello.

Aquel viernes que comenzó siendo una locura, y avanzó hasta casi convertirse en mi pesadilla, terminó siendo uno de los mejores de mi existencia. Sin querer, Alison James formó parte de un día importante para mí: el evento que la clínica celebró en honor a mi padre.

No esperaba para nada encontrarla allí; y me sorprendió enterarme, de sus propios labios, que fue voluntaria y acompañó a mi padre muchas tardes de agonía escuchando sus desahogos e incluso desvaríos.

Lo que significa que, probablemente, sepa toda la historia de esa mujer que me trajo al mundo, a la que no puedo llamar madre y de la que me niego a hablar, porque no significa absolutamente nada para mí.

Que sepa esa parte de nuestras vidas, el sufrimiento que nos tocó vivir, y cuáles fueron las consecuencias, me incomoda un poco. No porque me sienta avergonzado de ello, sino porque es demasiado íntimo y personal.

Además, qué cojones, a nadie le gusta reconocer que fue abandonado, que su padre era alcohólico y que hubo una vez que su vida fue una mierda.

He repasado aquel día en mi mente infinidad de veces, preguntándome qué fue lo que ocurrió para que termináramos en casa del mamón de Adrien bailando como descosidos.

Me costó verlo, pero ahora lo tengo claro: soy su polvo de distracción. O su baile, según se mire. Sí, he dicho polvo de distracción. ¿Que cómo llegué a esa conclusión? Fue muy sencillo, sólo tuve que sumar dos más dos.

Me explico:

Nunca entendí que el día de la boda de Theodore ella me persiguiera y me arrinconara en un pasillo de Clover House. Lo que en un principio creí que era una broma, se convirtió en un acoso en toda regla. Cuando le pregunté el motivo de aquel acoso, ya que yo no le había dado motivos que la hicieran creer que pudiera estar interesado en ella, dijo que era para probar el movimiento de mis caderas. «Otra broma», pensé. Pero no, no lo era. Claudiqué, me dejé llevar y bailé con ella ese rock and roll que cambió nuestras vidas. Semanas más tarde, cuando mi mundo se resquebrajó, les explicó a sus hermanos que todo había pasado porque tenía uno de sus días y nombró a ese tal Colin. Hace dos semanas, en el evento de la clínica, su estado de ánimo cambió al confesarme que, en su época de voluntaria, había conocido a alguien allí y salió con él. Yo mismo deduje que debía de tratarse, otra vez, de ese tipo, Colin. Ese fue justo el momento en que la noche cambió y ella decidió que tenía que bailar conmigo, otra vez. Para distraerla y no pensar en él. Para no sufrir.

Esa es mi conclusión, que me usa para evadirse de sus tristes recuerdos.

Y no sé cómo sentirme, la verdad, porque ese último día juntos, aunque me jode reconocerlo, para mí fue especial.

Muy especial, de hecho.

En estos últimos días he descubierto que, si ella sonríe, yo sonrío. Que, si ella habla, el tono de su voz me eriza el vello de la nuca. Que, si nos rozamos por casualidad, el pulso se me dispara.

Que, si nuestras miradas se encuentran, contengo la respiración. Que, si pronuncia mi nombre, el corazón pega un brinco dentro de mi caja torácica.

En estos días he descubierto y admitido, que Alison James me gusta. Me gusta como mujer. Me gusta como jefa, compañera y amiga.

Que me guste es una gran putada.

Una que me acojona y me hace preguntarme qué voy a hacer al respecto. 

«Nada, eso es lo que vas a hacer, absolutamente nada, ¿no ves que ella te ignora, imbécil?»

Es cierto, me ignora.

Aunque a veces la sorprendo mirándome más de la cuenta.

También me he fijado en que suele ponerse nerviosa cuando estoy demasiado cerca. Y se ruboriza si es ella la que me pilla contemplándola embobado. Algo que me suele suceder más a menudo de lo que quisiera.

«¿En qué quedamos, me ignora o no?»

Pues no lo tengo muy claro…

Luego están sus cambios de humor. Nunca sé cómo acercarme a ella. Tan pronto está tarareando una canción, como soltando sapos por la boca. Entiendo que sus hormonas le juegan malas pasadas y que no las controla; pero joder, a mí están consiguiendo volverme loco de remate. No hay un solo día en el que no tengamos una bronca por cualquier nimiedad.

Y eso me mina la moral y me frustra.

—Arthur, ¿tienes listo el esquema de las visitas guiadas de la próxima semana?

Pego un brinco y la miro.

—¿Qué?

—El esquema de las visitas guiadas, ¿lo tienes terminado?

—Eh… sí, por aquí lo tengo.

—¿Me dejas echarle un vistazo para darlo de paso?

Ese tono de voz no me gusta un pelo.

Carraspeo.

—Claro.

Antes de acercarme a su mesa, la miro disimuladamente tratando de deducir, por su postura, si está en un momento de esos suyos en los que todo lo que hago está mal y es una mierda. No, no le tengo miedo, soy precavido. Es mejor prevenir que luego lamentar. No me gusta discutir, ni con ella ni con nadie. Las broncas me dan bajón y me dejan hecho polvo.

Y si son con ella, peor todavía.

Dejo la carpeta sobre su mesa, con cautela, y me giro para volver a la mía.

—Joder —protesta—, cada vez escribes peor, tu letra es ininteligible.

«Pues sí, parece que toca uno de esos momentos y busca bronca».

—¿Qué coño pone aquí?

«Coños ninguno, palabras un montón…»

Respiro hondo.

—¿Dónde?

—Aquí, ¿no lo ves?

—Igual si quitaras el dedo de encima…

Sus pupilas me taladran.

«Señor, dame paciencia, te lo ruego».

Por su forma de soltar el aire por la nariz, sé que acabo de cometer un error al inclinarme demasiado para traducir lo que ella es incapaz de entender.

—¿Qué es ese olor? —se pone en pie y olfatea el aire.

—¿Qué olor?

—Ese que me revuelve el estómago y me da náuseas, no me digas que no lo notas.

Inspiro por la nariz y, no, no huelo nada raro en el ambiente. Al contrario, el aroma de las flores del jardín se cuela por una de las ventanas y se mezcla con el del ambientador que las limpiadoras usan aquí en la oficina. ¿Será una de sus paranoias? Empiezo a creer que sí cuando su nariz de sabueso la lleva hasta mí. Achina los ojos con desagrado, tuerce el gesto y me mira con cara de asco.

«Lo que te faltaba…»

Todo mi cuerpo se tensa y aprieto los puños a los costados.

«A ver con qué te sale ahora…»

—Maldita sea—gruñe entre dientes—, eres tú.

—¿Yo? ¿De qué hablas, mujer?

—Tu olor, es… aggg.

Doy un paso atrás, ofendido, e inclino la cabeza para mirarla con detenimiento. Está de broma, ¿verdad?

«Pues no, no lo está».

—¿Mi olor es aggg? ¿Aggg?

—No puede ser que no lo notes si está en ti. Apestas, joder.

«Da la vuelta y sal de aquí antes de que os enzarcéis en otra bronca, chaval».

Juro que cada vez que sale con una de sus chorradas hormonales intento mantener la calma, de verdad que sí. Incluso he llegado a hacer eso que Adrien hacía estando en Ibiza, lo de contar mentalmente para no dejarse llevar; pero joder, es tan difícil no entrar al trapo y querer estrangularla con mis propias manos…

«¿A qué esperas? Lárgate».

Como soy imbécil no lo hago, claro.

Lo que sí hago es olerme la chaqueta, la camisa y, por último, las axilas. Sí, me huelo porque es increíble que me esté sugiriendo, a su manera, que soy un guarro, cuando me ducho a diario, uso un buen perfume y me echo desodorante, aunque este último es inoloro. De todos modos, lo hago, no vaya a ser que tenga razón y hoy sea una mofeta andante. Pero no, no lo soy.

«Esto es surrealista…»

—¿Mi olor es aggg y apesto?

«Cierra el pico, Arthur…»

—Exacto.

—Pues perdona que te diga, pero es el mismo olor que hace quince días te hacía ronronear mientras me olisqueabas el cuello en un salón lleno de gente—exclamo con desdén.

Sus ojos refulgen, furiosos.

—No, no lo es.

—Claro que sí, uso el mismo perfume desde hace años, joder.

—Pues entonces se te habrá ido la mano con él.

—O puede que tus narices estén atrofiadas…

Aprieta los dientes.

—Yo no tengo nada atrofiado.

—Tampoco yo huelo mal y aquí estoy, escuchándote decir gilipolleces.

Suspira.

—Arthur…

—Ni Arthur ni pollas—siseo—, ahora vas a decirme que todo es culpa de tus hormonas y que lo sientes—la miro hastiado—. Empiezo a estar hasta los cojones de que me uses como tu saco de boxeo personal, Alison. Está claro que sólo te gusto cuando los recuerdos te abruman y necesitas olvidarle a él.

Ahoga una exclamación.

—¿Qué?

—Oh, vamos, ¿te crees que soy idiota y no sé que soy tu polvo de distracción?

—¿Mi qué? —me mira incrédula.

«Cállate, Arthur…»

—En la boda de tu hermano me perseguiste porque, según tú, tenías uno de tus días y luego lo nombraste a él; y el otro día también era él el que estaba en tu mente cuando me hablabas de tu época de voluntaria en la clínica, ¿vas a decirme que es una puta coincidencia que las dos veces quisieras follar conmigo?

—No tienes ni idea de…

—Claro que sí, sigues enamorada de un tío que, por lo que parece, te hizo daño y no eres capaz de olvidarlo, por eso me utilizas a mí. Pero tranquila, no me importa, puedo follar contigo siempre que quieras, sólo tienes que chasquear los dedos y olisquearme para que el buen samaritano de Arthur esté a tu entera disposición.

Abre los ojos de par en par y se lleva una mano a la garganta.

«La has ofendido…»

¡Que se joda, igual que yo!

Bufa y se aproxima a mí para golpearme el pecho con el dedo índice.

—¡Maldito estúpido, no tienes ningún derecho a…!

Freno su dedo y la fulmino con la mirada.

—Tengo todos los derechos del mundo desde que pusiste tu mirada en mí y decidiste que era perfecto para tu desahogo. Si no te gusta lo que digo te jodes, igual que me jodo yo cuando descargas tu mala hostia conmigo.

—¡No tendría estos cambios de humor si no me hubieras dejado embarazada! —grita sin control.

«Frena esto, Arthur, se os está yendo de las manos».

—¡No estarías embarazada si no me hubieras acosado, joder!

—¡Nadie te obligó, capullo!

—¡Es difícil decir que no cuando te lo ponen en bandeja, como hiciste tú! 

La bofetada llega sin que me lo espere y el impacto me gira la cara.

—¡Estás despedido, imbécil!

—Gracias, al fin dejaré de lidiar contigo y tus hormonas cada puto segundo del día.

Nos miramos, dejando traslucir en nuestros ojos toda la rabia que aún nos queda dentro.

El teléfono elige ese momento para sonar y ninguno de los dos se mueve. A mí me tiembla todo por dentro y no podría hacerlo, aunque quisiera.

—Coge el teléfono—ordena.

—Estoy despedido, ¿recuerdas?

Resopla.

—Coge el puto teléfono, Arthur.

De mala gana obedezco y me estiro para alcanzar el aparato que está sobre su mesa.

—Arthur Preston, ¿en qué puedo ayudarle?

—Buenas tardes, soy la doctora Matthews, necesito hablar con Alison James, es urgente.

—Es para ti—pongo el teléfono en su mano y me alejo de ella.

—¿Sí? —la escucho preguntar—. Hola doctora, sí, dígame.

Me asusto cuando la oigo sollozar y en dos zancadas vuelvo a estar a su lado.

Las lágrimas ruedan por sus mejillas. La mano que sujeta el aparato tiembla, descontrolada, al igual que su barbilla. Cierra los ojos y asiente, sin decir ni una palabra. El estómago se me encoge y algo parecido al miedo me paraliza.

—¿Qué sucede? —consigo balbucear.

Sus ojos se clavan en los míos y me parte el alma ver pánico y angustia en ellos.

—Alison, por favor, me estás asustando, dime qué ocurre…

Intenta abrir la boca, pero el llanto no la deja hablar.

—¿Es el bebé?

Asiente y aparta la mirada cubriéndose la boca con la otra mano.

—Gra… Gracias doctora Matthews, yo…

Desesperado por saber, le arranco el teléfono de la mano.

—¿Doctora Matthews? Soy Arthur Preston, ¿podría explicarme qué está pasando?

—Lo siento eh… Arthur, pero es personal y …

—Por el amor de Dios, doctora, soy el padre del bebé y quiero saber qué sucede.

El primer sorprendido de pronunciar esas palabras soy yo.

Escucho con atención lo que la doctora me dice y asiento.

—Está bien, allí estaremos, gracias.

Corto la llamada, dejo el teléfono sobre la mesa y me acerco a Alison, que llora desconsolada. No es para menos, si yo estoy asustado, me imagino cómo debe de sentirse ella. La rodeo con los brazos, a la vez que ella me rodea con los suyos, y acaricio su espalda, arriba y abajo, con suavidad.

—Todo va a salir bien, cielo, ya lo verás—murmuro sobre su pelo.

«Tiene que salir bien, por favor, tiene que salir bien…»

 

 

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