Arthur

Arthur


CAPÍTULO 31

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CAPÍTULO 31

 

 

 

Nunca me imaginé haciendo lo que hice hace unas pocas horas: plantarme en el despacho de Amber James, directora de recursos humanos, y renunciar a mi puesto voluntariamente.

Mucho menos que me viera obligado a ello como última opción, para poner contra las cuerdas a la mujer que amo.

Decir que sorprendí a la primera, es quedarse corto. La pobre mujer se quedó sin palabras en cuanto le pedí que me preparara el finiquito y que, desde la fecha de hoy, comenzaban a contar los quince días de preaviso antes de abandonar la empresa. Cuando fue capaz de recuperar el habla, lo hizo tartamudeando:

—Pero… Pero… Ar… Arthur, tú…, ¿por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Has tenido algún problema?

Negué con la cabeza.

—No. No me encuentro cómodo trabajando aquí, eso es todo.

—Vaya, no me lo esperaba. Quiero decir que, a mí me dio la sensación de que después de todo te encontrabas a gusto trabajando con nosotras. ¿Lo has hablado con Theodore?

—No, sólo Alison lo sabe, bueno, y ahora tú, evidentemente.

Asintió.

—¿Tiene algo que ver con mi hermana? ¿Con vuestra situación?

—Mentiría si dijera que no, pero si no te importa, prefiero no hablar del tema, es personal.

—Entiendo. ¿Estás seguro de que esto es lo que quieres? ¿No hay nada que pueda hacerte cambiar de opinión?

«Sí, que tu hermana reconozca que me quiere y está enamorada de mí, como yo de ella».

—Sí, estoy seguro y, no, no hay nada que puedas hacer, gracias.

—Sabes que Theodore pondrá el grito en el cielo cuando sepa que te marchas, ¿verdad?

—Lo sé.

—Está bien, si es lo que quieres, me pondré con el papeleo.

—Gracias—dije poniéndome en pie, sonriendo.

—Arthur…

—¿Sí?

—Tienes quince días para pensártelo bien, ¿vale? Me entristece que te vayas de la que fue tu casa durante los últimos años.

—No hay nada que pensar, pero gracias.

Salí de su despacho y, quince minutos después, mi teléfono comenzó a sonar sin parar. Primero fue Theodore, luego Adrien y, por último, Luis.

No respondí a ninguna de las llamadas. No tenía ganas de dar explicaciones, y mucho menos a los James, con Luis ya hablaría más tarde. Eso fue lo que pensé de camino a las oficinas, pero claro, me olvidaba de que los James suelen ser muy insistentes y que no desistirían, así como así, de hablar conmigo, sobre todo Theodore.

Conociéndolo, y conociéndome él, fijo que esto era lo que menos esperaba de mí. Estaría confuso, sorprendido y cabreado como una mona, no me cabía ninguna duda de ello.

Por eso no me extrañó encontrarme a Alison, teléfono en mano, tratando de explicar algo que ni ella misma parecía entender, y eso que se lo había dejado bastante claro.

Escuché sin ser visto.

—Te digo que no ha pasado nada, Theo, no sé por qué te empeñas en echarme la culpa si no… Adrien puede decir misa si quiere… Sí, sé que no me comporté como debería en la última reunión, pero…

Se pasó una mano por la frente, luego la llevó al abultado vientre y allí la dejó. Parecía cansada.

—Deja de gritarme, ¿quieres? No he hecho nada para perjudicarlo, al contrario… Estás empezando a sacarme de mis casillas, Theodore, y créeme, ya tengo bastante mierda encima, joder. Por supuesto que le diré que te llame… Sí, lo haré en cuanto lo vea. Claro, claro, lo que tú digas… Adiós.

Me vio cuando se giró para dejar el teléfono sobre la mesa.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí escuchando? 

—Diez minutos.

—Podías haberme avisado.

—No quiero hablar con nadie, y menos con él.

—Está muy cabreado y me culpa a mí de todo.

—Y tiene toda la razón.

Resopló.

—No entiendes nada, ¿verdad? —musitó.

—Pues la verdad es que no.

—Arthur, estás cometiendo una estupidez al abandonar la empresa. Tu padre…

—La estupidez la cometí hace unos meses, en la boda de Theodore.

—¡Eso es, fue una estupidez, y mira adónde nos ha llevado! Crees que estás enamorado de mí y…

—No lo creo, lo estoy al cien por cien. Jodidamente enamorado de ti, y esa estupidez es lo mejor que me ha podido pasar en la vida y jamás me arrepentiré de haberla cometido.

—Pues yo sí que me arrepiento, y no quiero que estés enamorado de mí.

Me encogí de hombros.

—Demasiado tarde, lo hecho, hecho está.

—Por el amor de Dios, Arthur, ¿te has olvidado del contrato que firmaste al llegar aquí? ¿De lo que supondría…?

—¡Maldita sea, me importa una mierda esa cláusula, joder!

—¡Pero a mí no! —gritó fuera de sí.

En ese momento entendí que la puta cláusula de los cojones era la culpable de que Alison no reconociera sus sentimientos por mí: no estaba dispuesta a perder su privilegiado puesto en la empresa familiar y mucho menos a pagar una desorbitada cantidad de dinero por incumplirla.

Otro golpe más que ayudaba a hacer trizas mi ya destrozado corazón.

¿Merecía la pena seguir arrastrándome?

«No».

—¿Sabes? Siempre pensé que eras una chica consentida y caprichosa que la vida se lo había dado todo mascado—mascullé, dolido como nunca—.

Luego, cuando cometí esa estupidez, al ir compartiendo tiempo contigo, me dije que no podía estar más equivocado respecto a ti, que eras todo lo contrario: trabajadora, inteligente, decidida, valiente, hermosa…, perfecta en todos los sentidos—continué a pesar de sus lágrimas—. Hoy, ahora, en este momento, creo que eres aún peor de que lo que imaginé en un principio y que todo gira alrededor de ti.

—Arthur, deja que te explique, porque sigues sin entender que…

—No—la interrumpí—, por primera vez, desde que empezó este calvario, lo tengo perfectamente claro. Vives en tu mundo, conviviendo contigo misma y nadie es más importante que tú, excepto el amor que sigues sintiendo por esa persona que ya no está. Bien, entendido, no volveré a molestarte, ni siquiera volverás a verme.

—Pero no es eso lo que quiero Arthur, yo no… —sollozó, desconsolada.

—No te molestes, ya no merece la pena.

—Arthur, por favor, escúchame…

Recogí mis cosas sin dirigirle ni una sola mirada.

A la mierda con todo.

Abandoné Green Clover sin mirar atrás. Experimentando por primera vez la sensación de que mi mundo, sin ella, se iba a pique. Hundido… Destrozado… Con la garganta atenazada y los pulmones oprimiéndome el pecho.

Con ganas de expulsar a golpes la rabia y la frustración contenidas. Entendiendo, también por primera vez, a Theodore, a Adrien y a Luis, sus reacciones cuando fueron sus mundos los que se trastocaron por el amor de una mujer.

Entendiendo que el amor es un sentimiento complicado y no siempre correspondido. Que llega cuando menos lo esperas y que, por mucho que te empeñes en negarlo, si te toca, te toca. Que crece dentro de ti sin que te des cuenta, enraizándose en el alma y en cada poro de tu piel, hasta convertirse en tu todo y dejarte sin aliento, consumiéndote.

«Puto amor de los cojones…»

Beber hasta perder la consciencia fue lo único que se me ocurrió. Necesitaba desesperadamente dejar de pensar y compré una botella de whisky en la primera estación de servicio que encontré de camino a Dover.

Si iba a emborracharme hasta desmayarme, al menos que fuera en la playa y lejos de Londres y mi barrio, donde mi padre no pudiera verme hasta que no se me hubiera pasado el efecto del alcohol. Botella en mano, deambulé por el paseo marítimo. Eran cerca de las seis de la tarde, lloviznaba y apenas había gente pululando por allí.

El escenario perfecto para lamerme las heridas, en soledad.

«Menuda mierda…»

¿Dónde estaban los amigos cuando se les necesitaba?

«Tú no tienes amigos…, te quedaste sin ellos cuando sucumbiste al puto rock and roll».

Me senté en el suelo, sin importarme que estuviera mojado y las puñeteras piedrecitas de la playa se me metieran en los zapatos. Desenrosqué el tapón de la botella y olí el contenido de ésta, antes de darle un sorbo. No me sorprendió la arcada que me sobrevino después de ese primer trago.

No me gusta el sabor del whisky, de hecho, no me gusta el sabor de ningún licor. Odio el alcohol y odio lo que le hace a las personas débiles y vulnerables. Hoy yo soy una de esas personas y lo necesito.

Necesito entumecer los sentidos y los sentimientos, joder. Dispuesto a beberme todo el contenido de la botella, la acerqué de nuevo a la boca, conteniendo la respiración. No pude hacerlo, las imágenes de mi padre tirado en el suelo, ahogándose en su propio vómito, me devolvieron la cordura y estrellé la botella, con rabia, contra una roca; decepcionado conmigo mismo por haber pensado que esa era la solución a mis problemas y que emborracharme me ayudaría a lidiar con mis sentimientos no correspondidos.

Error de principiante, supongo.

Suspiré y cerré los ojos.

Mi mente se colapsó con imágenes de Alison: en la oficina, mordiéndose el labio inferior, pensativa; su sonrisa, el día de la barbacoa, mientras caminábamos cogidos de la mano por la playa; su mirada, pícara, cuando me acosó en la boda de su hermano: su cuerpo temblando bajo el mío, cada vez que hicimos el amor… El sabor de sus labios, el tacto de su piel, el calor de su interior… La preocupación por la prueba, el desconsuelo, las discusiones y las reconciliaciones… Todo.

Todo pasó por mi mente en cuestión de minutos, arrancándome más y más suspiros, convirtiéndome en lo único que nunca quise ser: un hombre enamorado.

«Patético…»

El sonido del teléfono me arrancó de golpe de mis pensamientos.

Era Luis y respondí.

—¿Qué has hecho, Preston?

—Lo que debería de haber hecho hace tiempo, antes de llegar a estos extremos: renunciar.

—¿Quieres contarme qué ha pasado exactamente para que tomaras esa decisión?

—Todo y nada, Luis, todo y nada.

—Explícate.

Y lo hice.

Le hablé de las absurdas excusas de Alison, el no querer que las chicas supieran que había estado conmigo; las discusiones surrealistas, la implicación de la cláusula en todo el embrollo y de mi reacción al cúmulo de todo lo que sentí.

—¿No crees que te has precipitado un poco?

—¿Te precipitaste tú cuando renunciaste en el Lust?

—No es lo mismo, Arthur.

—Claro que sí.

—Ni de coña. Para empezar, Mila y yo no íbamos a tener un hijo en común y ni siquiera éramos ya amigos, sólo compañeros de trabajo, no como vosotros. Lo vuestro es diferente. Ahí hay química, complicidad, y me atrevería a decir que mucho más.

—Tonterías—aduje, irritado.

—Theodore lleva todo el día tratando de localizarte, está cabreado y desesperado por hablar contigo. Le ha gritado a Adrien, a Alison, a mí…, incluso a Rebeca. Es la primera vez que lo veo así. Deberías de hablar con él.

—No pienso hacerlo, Luis, me echó de su casa, él me puso en esta situación.

—Creo que en esa situación te pusiste tú solito, amigo.

—No, yo fui consecuente con mis actos, prometí que nunca le faltaría nada al bebé, quise quedarme en Ibiza. No respetó mi decisión y, en cierta manera, me obligó a venir aquí, para que recibiera mi castigo.

Lo conozco y sé por qué lo hizo, sus intenciones se veían a leguas, joder—chasqueé la lengua—.

Ganó, me enamoré de su hermana y ahora mi castigo es aún peor. No, no hablaré con él, y tampoco con Adrien.

—Adrien debe de andar como loco buscándote por todo Londres, eso le ha ordenado Theodore, aunque creo que está preocupado por ti. Y yo también.

—Las tormentas siempre amainan, Luis, no sé cuándo, pero volveré a ser el de siempre. Espero.

—Sí, todo pasa, en eso tienes razón. En cuanto a lo de volver a ser tú mismo…

—Da igual, me quedo con lo primero, ahora mismo es lo que más deseo.

«Mentiroso, no es eso lo que más deseas y lo sabes…»

Quedamos en vernos el fin de semana y hablar más tranquilamente.

Estaba a punto de guardar el teléfono en el bolsillo, cuando me llegó un mensaje de ella.

Alison: «Ha llegado la carta del hospital. Sé que no quieres verme ni hablar conmigo, pero no puedo abrirla sin ti. Estoy muerta de miedo, Arthur…»

Y aquí estoy, en su urbanización, frente a su edificio.

Sin atreverme a bajar del coche.

Acojonado y con el corazón en un puño.

 

 

 

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