Armageddon

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Capítulo XXXVIII

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CAPÍTULO XXXVIII

—CAMARADA coronel —le dijo a Igor el mariscal Alexei Popov—, se adivinaba que los americanos y los ingleses no estudiaron los análisis que usted realizó de su colapso.

Que un comisario político le atosigara era una cosa; que un mariscal del Ejército rojo pusiera en tela de juicio su competencia, era otra muy distinta.

—Si quiere hacer el favor de recordar la conferencia en que tomamos la decisión —contestó Igor, iniciando su defensa—, yo expliqué entonces que el éxito o el fracaso del Airlift dependería en gran parte de la resolución de los americanos. Pero se me ordenó que me circunscribiera a las matemáticas.

—¿Y qué me dice de sus seguridades de que en invierno el Airlift se derrumbaría?

—Si nuestro servicio de espionaje me hubiese proporcionado una información más precisa acerca del alto desarrollo de los sistemas de control de aterrizaje desde el suelo, yo habría hecho un cálculo diferente.

Se trataba, en efecto, de un error que habían cometido todos y no había cometido nadie. Popov se daba cuenta de que su fiel aliado, el «General Invierno», había sido derrotado. El coronel era un buen oficial, y su manera de ver la situación la compartía entonces todo el mando soviético.

—Vuelva a ponerse en contacto con el americano —dijo Popov. —Infórmele de que quiero iniciar unas discusiones personales con el general Hansen.

Igor estaba tan pasmado como todos los componentes del Cuartel General. Con sólo la mitad de los días del invierno considerados buenos para volar, el Airlift descargaba cinco mil toneladas cada veinticuatro horas. De vez en cuando, los vuelos quedaban suspendidos durante una hora, o un día. A veces las reservas de carbón del Oeste descendían hasta no quedar más que el suficiente para una semana, y los víveres andaban tan escasos que una parte de la ciudad se encontraba de pronto casi en el mismo límite de la inanición, la oscuridad total o el congelamiento.

Pero el impulso del Airlift era tan poderoso que lograba elevar el nivel instantáneamente. Bam…, bam…, bam…, el metrónomo gigante continuaba funcionando a pesar de los vientos fuertes y las pistas de despegue cubiertas de una capa de hielo…, bam…, bam…, bam…, Tempelhof…, Tegel…, Gatow.

El milagro electrónico que realizaba el GCA se perfeccionó de tal modo que guiaba los aeroplanos hasta el suelo, sin perder el compás, virtualmente a ciegas. El GCA fue el eslabón final para resolver el rompecabezas. Bam…, bam…, bam…, Tempelhof…, Tegel…, Gatow…, diez toneladas…, diez toneladas…, diez toneladas.

Pronto llegaría la primavera, y el Airlift escalaría más elevadas cumbres. El aire traía el perfume de la victoria colosal del Oeste.

—Levantad la vista al cielo, berlineses —gritaba la voz de Ulrich Falkenstein por los altavoces de los vehículos de publicidad—, levantad la vista al cielo, berlineses, porque de allí nos viene la libertad…

Bajo su dirección, los berlineses habían levantado una ciudad propia, con su propia policía, su universidad, su moneda. Los berlineses tenían conciencia de su propia fuerza y de la de sus aliados. Y pasaron a la ofensiva.

El contrabloqueo occidental impedía que las materias primas llegasen a la zona de los rusos y hacía tambalear su economía. Los contrabandistas se exponían a que las balas les persiguiesen hasta dentro de los sectores occidentales. La gente se levantaba contra las provocaciones de la policía de Adolph Schatz.

Y de pronto el curso de los acontecimientos quiso que Adolph Schatz no fuese ya útil al régimen, y desapareció sin que nadie le llorase.

Bam… bam…, bam…, Tempelhof…, Tegel…, Gatow.

—Aquí Jigsaw llamando a «Big Easy Veintidós». Están a una milla del punto de aterrizaje. Están en la línea central. Están en el trecho de descenso…

—Aquí Jigsaw…

—«Big Easy Catorce» llamando a Jigsaw…

—Rutas Aéreas de Tempelhof llamando a «Big Easy Treinta»…

—Aquí Jigsaw…

—Rutas Aéreas de Gatow llamando a «Big Easy Seis»…

—Aquí Jigsaw…

La Unión Soviética desencadenó una campaña de propaganda que era como la defensa del último parapeto, atacando la legalidad de los pasillos aéreos y sosteniendo que ya habían prescrito. Los documentos ordenados con toda precisión y redactados con claridad meridiana por Hiram Stonebraker tres años y medio atrás resultaron inexpugnables.

Para respaldar los alegatos soviéticos, Popov inundó los pasillos con un número mayor de cazas rusos, sin avisar al Centro de Seguridad Aérea. Todo el terreno de la zona soviética situado debajo de los pasillos vomitaba fuego antiaéreo. Se intentaba cegar a los aviadores americanos e ingleses enfocándoles reflectores a los ojos.

Bam…, bam…, bam…, Tempelhof…, Tegel…, Gatow. —Aquí Jigsaw llamando a «Big Easy»…

—Confío en que no habré sido inoportuno, llegando a estas horas de la noche —dijo Igor.

—Claro que no —respondió Sean.

—No, no, fraulein, quédese, por favor —le pidió el ruso a Ernestine. —Esta vez he traído yo el vodka —continuó, procurando adoptar un tono amistoso. —Vi que se les estaba terminando. ¿Me autorizan?

Igor se quitó el gorro, sentóse a la mesa del centro de la habitación y llenó tres vasos. Sean le ofreció un cigarrillo.

—«Lucky Strikes». Confieso que notaré su falta.

—¿Espera tener que viajar?

Igor levantó los hombros.

—Soy culpable de subestimar terriblemente ciertas posibilidades. —El ruso extendió los brazos como un avión, señaló en dirección a la ventana, por la que los runruneos de los motores se renovaban cada ciento veinte segundos y dijo—: Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no lo creería posible.

Igor confiaba en que le permitirían trabajar y enseñar en la Universidad del Aire lo que había aprendido sobre seguridad aérea y GCA (control de aterrizajes desde el suelo). Opinaba que convenía desplegar un gran esfuerzo para imitar el sistema de transporte americano, aunque se daba cuenta de que no se permitiría enseñar ningún estudio realizado sobre el Airlift, porque ello equivaldría a reconocer la superioridad americana.

Igor hizo tocar su vaso con el de Sean y chupó con fuerza el cigarrillo.

—Esta vez me han encargado que le preguntase a usted si el general Hansen estará dispuesto a entablar conversaciones con el mariscal Popov.

—El mariscal conoce nuestro número de teléfono —respondió Sean.

«Muy llano y lógico», pensó Igor. Luego se fue a la ventana y observó la procesión de aeroplanos durante varios momentos.

—Por cierto motivo, no me gusta marcharme de aquí. Parece que no hemos resuelto nada. Creo que lamento mucho que usted y yo no hayamos sido más amigos.

—Las puertas estuvieron abiertas hasta que empezaron a matar aviadores nuestros.

—¿Cuándo terminará todo eso?

—Hace mucho tiempo, pactamos que no hablaríamos de política. Es ya demasiado tarde para enzarzarnos en un diálogo marxista.

—Un pensamiento venido al partir, quizá. Esto no significará romper el pacto.

—¿Para qué serviría, coronel Karlovy? Allá a donde se irá ahora no podrá seguir alimentando su curiosidad.

—Lo cual no impide que la sienta.

—Esto terminará cuando el pueblo ruso deje de resignarse a vivir en la degradación y cuando los rusos se nieguen a dejarse utilizar para degradar a otros seres humanos.

A Igor hasta los labios se le pusieron blancos.

—Estoy seguro de que no le entiendo.

—Yo estoy seguro de que sí —replicó Sean.

El ruso sonrió, apuró el vodka de un solo trago, a gran estilo, saludó a Ernestine con una inclinación de cabeza, estrechó la mano, fríamente, a Sean y se encaminó hacia la puerta. Pero se volvió.

—Desearía que me ayudase en una cuestión personal —profirió bruscamente. Igor se odiaba a sí mismo por cada paso dado para regresar. Se sentó, volvió a llenarse el vaso y fijó una mirada huraña en el suelo. —Mi amiga, Lotte, espera un niño…, y tiene la loca idea de que los médicos de la zona americana son mejores. En este caso, la madre es quien lleva todo el peso, y yo acepto gustoso su decisión —mintió. —¿Quiere ayudarle a cruzar la frontera?

—Sí.

—Magnífico; estará contenta: ¿Qué quiere que haga?

—¿Puede ir libremente por donde quiera? —preguntó sin rodeos el americano.

Igor se enfrentaba ahora con su primera confesión.

—No…, nunca salimos los dos juntos…, por falta de transportes —siguió mintiendo.

—Cuando usted está en el Cuartel General, ¿goza ella de libertad de movimientos?

Igor no quería contestar, pero comprendió que debía hacerlo.

—Mi chófer procede de… del campo político… y no la pierde nunca de vista.

—¿Cruza ella alguna vez la Puerta?

—De vez en cuando va en coche al mercado libre del Tiergarten.

—Con ello basta —dijo Sean. Cuanto más pronto se ejecutase el plan, mayores las probabilidades de éxito. —Mañana —añadió en seguida.

En la cara de Igor se pintó, bien visible, el sufrimiento.

—Mañana —repitió Sean—, entre las doce y las dos de la tarde, debe ir al Tiergarten. Conviene que no se lleve nada, en absoluto. Llevará un pañuelo de hierbas encarnado y buscará a un vendedor que se llama Braunschweiger. Le dirá que ella se llama Helen y que desea comprar un reloj suizo.

—¿Y el chófer?

—En el momento en que Lotte establezca contacto, unos agentes de seguridad ingleses se acercarán al chófer y le entretendrán. Le pedirán los documentos y le harán perder un rato por otros diversos medios. Entonces originaremos un pequeño alboroto, durante el cual se llevarán a su amiga y la esconderán. No puedo decirle cómo, pero nos la traeremos a esta zona.

Igor movió la cabeza, indicando que le comprendía. Ahora había llegado el momento de la degradación definitiva. Sacando una carta de la guerrera, se la entregó a Sean. Contenía instrucciones para un banco del sector occidental en el que Igor tenía una cuenta secreta, designada por medio de una cifra, en marcos «B».

—Con esto podrá cubrir sus necesidades y las del niño durante unos años.

Ernestine se dio cuenta de que no se trataba de una decisión tomada bajo el apremio del pronto, sino de un paso largamente meditado, aunque peligroso.

—¿Cómo puede dejarla marchar, sabiendo que usted no conocerá nunca a su hijo?

Igor sonrió con una sonrisa patética.

—Se lo aseguro, fraulein, no resulta demasiado fácil.

Sean apoyó la mano en el hombro de Igor.

—Podemos pasarle a usted también.

Igor movió la cabeza negativamente.

—Ni usted ni yo aprendemos nada. El mayor error cometido por el mando soviético fue el de no comprender lo mucho que un americano ama a su patria. Vea usted, coronel O’Sullivan…, un ruso ama exactamente igual a la suya.

—Pero en Berlín obran mal —dijo Sean.

—He ahí el amor más acrisolado —respondió Igor. —Conocer las culpas y los errores de aquello que uno ama… y seguir amándolo igualmente.

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