Armageddon

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Capítulo XLI

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CAPÍTULO XLI

—¡BERLINESES! ¡El bloqueo ha terminado!

En la medianoche del 11 de junio, cerca de un año después del comienzo del bloqueo soviético, el primer convoy de camiones rodó hacia la autopista, cruzó la zona soviética y dejó atrás el puesto de control de Helmstedt.

Habiendo pasado años sin poder celebrar una fiesta importante, los sectores occidentales estallaron en la noche más desenfrenada que la ciudad hubiera visto nunca. Grandes turbas, animadas de un entusiasmo delirante, se apiñaban delante de los cuarteles generales americano e inglés. Delante de las tenencias de alcaldía de los barrios, gritaban acompasadamente, a la luz de las antorchas, reclamando a sus jefes.

Los soldados del Oeste que se encontraban por las calles se veían rodeados por numerosos grupos de personas; las mujeres los besaban, los mimaban; los hombres, generalmente tan poco emotivos, los abrazaban llorando.

Los primeros camiones del convoy llegaron a Berlín en plena noche y quedaron enterrados bajo un diluvio de flores.

Al otro lado de la Puerta de Brandenburgo, en los barrios soviéticos de Köpenick, Treptow, Lichtenberg, Friedrichshain, Prenzlauer Berg, Weinzensee, Pankow y Mitte las calles estaban vacías. Allí, reinaba la negrura y el silencio, agorero anuncio de la vida que les esperaba.

Igor Karlovy oyó una llamada a la puerta. Una escuadra de agentes de la NKVD le ordenó que llenase una sola maleta, inmediatamente.

Sean se hallaba solo en Reinickendorf. Desde allá abajo llegaban hasta él los cantos y los vítores y veía las antorchas.

El final del bloqueo había sido para él una victoria agridulce. No podía seguir guardando el secreto encerrado en su pecho. Ernestine llegó con el vestido arrugado y reventando de gozo, pero en cuanto vio a Sean se entristeció.

Sean se sumergía una vez más en aquel humor negro. Ernestine había tenido mucha paciencia. Al principio pareció que lograrían vencer las diferencias y salir adelante. Ambos estaban muy enamorados y ponían todo su empeño. Durante un tiempo, la muchacha llegó a pensar que habían superado la crisis.

Pero luego sucedió algo que Sean guardaba encerrado en su interior. En un momento dado se abrazaba a ella desesperadamente… y luego se alejaba fuera de su alcance.

Sean encajó muy mal el golpe, cuando Blessing y su familia regresaron a los Estados Unidos a reanudar la vida civil. En lo sucesivo, sus ratos de abstracción se hicieron más frecuentes.

A veces la situación se hacía insoportable. Ernestine llegaba casi hasta provocar una escena definitiva. Pero, en el último instante, el miedo a perderle le cerraba los labios. Mientras Berlín se abandonaba a la alegría, Sean se alejaba de nuevo.

Aquella noche Sean volvió a flotar por el mundo extraño de las pesadillas. Ernestine permanecía despierta viéndole hundirse más y más, sin que nadie pudiera darle la mano. La alegría que flotaba en las calles era una extraña música de fondo para sus atormentados sueños.

Ja! Ja! Berlín bleibt! [24].

Wunderbar! Alles ist Wunderbar! [25].

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —canturreaban. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Sean se veía a sí mismo, erguido de rabia delante de Dante Arosa. ¡Una mujer alemana! ¿Cómo has podido gozar del amor, con una mujer alemana? Ahora él se arrastraba a los pies de Dante y éste le daba puntapiés en las costillas… ¡Una mujer alemana!, se mofaba Arosa… Te dejo elegir entre darte de baja del Ejército o ingresar en las SS.

Maurice Duquesne se reía estrepitosamente. ¡Americano ingenuo! Debes revolcarte en el sudor de tu enemigo.

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Ernestine probó a tocarle, viéndole sudado y contraído a causa del sufrimiento que le causaba el sueño.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!, batía mi tambor improvisado, hecho con una cacerola.

¡Antorchas! Hileras de gente serpenteando por las calles…, hileras que se dirigían hacia el campo de concentración de Schwabenwald entonando cantos fúnebres. ¡Eh, mirad el campo de concentración! ¡Yo soy O’Sullivan! ¡Yo soy la ley! ¡Mirad, alemanes cochinos, mirad!

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

La trompa del cazador resuena en el monte…

Kathleen Mavourneen, el alba gris hiende las nubes…

Lo siento, Liam…, lo siento, Tim…, me duele, padre… Escuchen esa otra voz…, ésa es Ernestine…, debo irme con ella. ¡Ernestine! ¿Dónde estás? ¡Les he dicho que tenía que ir contigo! ¡Les he dicho lo de tu padre! No…, no se lo he dicho.

«Deutschland, Deutschland Über Alles,

Über Alles in der Welt!

Deutschland, Deutschland Über Alles…»[26]

—¡Prohibida! —gritó Sean, saliendo de su sueño. —¡Esta canción está prohibida!

Las voces se desvanecían calle abajo…, se apagaban…, se apagaban.

«Deutsche Frauen, Deutsche Treue,

Deutsche Wein und Deutsche Sang!»[27].

Sean anduvo con paso inseguro hasta la ventana y vio cómo las antorchas doblaban la esquina. Ernestine era una sombra en la cama.

—No podemos continuar así —dijo ella.

Sean se derrumbó en una silla y aguardó que se le calmase la respiración, que el corazón dejase de galopar.

Del pasillo del descansillo de abajo subían las carcajadas alborotadas de una mujer a la que un borracho excesivamente pundonoroso estaba abrazando.

—¿Qué pasó en Nochevieja, Sean?

Durante un momento, lo único que la muchacha pudo escuchar fue la respiración, profundamente alterada, de su amado.

—Tu padre es un criminal nazi. Yo he escondido los informes.

—¡Oh, Dios mío!

Ernestine apareció de pie junto a Sean, conocedora ya de la causa de su tormento.

—Yo tengo tanta culpa como tú. Vivía con él, y cerraba los ojos y los oídos.

—Erna… ¿Qué haremos, Erna?

Ernestine se quedó ensimismada, como lo había estado él durante meses. Por fin murmuró:

—Tu vida y el trabajo de mi tío valen demasiado para malgastarlos por un nazi. Te presentarás al general Hansen y se lo explicarás.

—No…, no puedo…

—Harás lo que debes.

—¡No quiero renunciar a ti! Nosotros no somos los autores de…

—Alemanes —murmuró ella de un modo casi incoherente—, purgad los pecados de vuestros padres.

—¡Cállate!

Ernestine se puso a reír, derramando lágrimas amargas.

—Haremos una excepción con la queridita alemana del coronel O’Sullivan. Oh, Dios mío…, estuvimos locos desde el primer momento.

—Escúchame, Erna…, venceremos esta crisis.

—Y tú te pasarás la vida oyéndome llorar en sueños, con mi padre en la cárcel y mi madre marchitándose de pena. ¿Y qué hará mi hermana, que sufre más de lo que se puede sufrir ante el recuerdo de aquel aviador que murió, y mi tío, que lucha por restaurar nuestra dignidad?

—¡Al diablo con ellos!

—Oh, Sean mío, te amo demasiado. No permitiré que te conviertas en el instrumento de tu propia destrucción. No dejaré que deshonres tu uniforme…

«Deutschland, Deutschland Über Alles…

Über Alles in der Welt…».

—¡Ernestine! ¡Ernestine!

—Soy alemana.

—¡Ernestine!

—Los alemanes somos un pueblo supersticioso. Nos guían unos hados a los que no podemos gobernar.

—¡Erna! Te juro que encontraremos fuerzas suficientes.

—¡Liam! ¡Tim! Estos nombres que gritas en sueños. ¡Sean! Dame la bendición de tus hermanos.

Sean cayó de rodillas y escondió la cabeza en el regazo de Ernestine.

—¡Oh, Dios mío —gritó ella con angustia—, tanto como nos habíamos esforzado!

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