Armageddon

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Capítulo XLIII

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CAPÍTULO XLIII

—ERNESTINE.

—Diga, tío.

—¿No puedes comer algo, por poco que sea, niña?

—No tengo hambre, tío.

—Has pasado un día tras otro sentada aquí, casi sin comer ni dormir. Vas a coger una enfermedad grave.

—No se inquiete por mí, se lo ruego.

—Yo tengo que irme para aparecer en público con el general Hansen. ¿No quieres acompañarnos?

—Estoy cansada, tío. Deseo quedarme.

—Erna…, Hilde regresa hoy a Berlín. Viene de Francfort, en avión. Esta noche estará con nosotros.

—¿Hilde?

—Hilde, tu hermana, estará aquí esta noche.

—¡Qué hermoso será verla!

—Oigo el timbre. Debe ser el ayudante del general Hansen.

—Tío…, ¿por qué no me llama por teléfono Sean?

—Debes olvidarle. Hoy se irá lejos de aquí.

—¿Cómo no ha llamado para decirme adiós?

—Erna…, ha telefoneado muchas veces, pero tú no quisiste hablar con él.

—Ah, sí…, sí…, ahora lo recuerdo.

—El ayudante del general está aquí. Debo marcharme. ¿Abro la cortina para que entre un poco de luz?

—No, estoy mejor así.

—¿Cómo está la muchacha? —preguntó el general Hansen, en el coche.

—Sufre horriblemente. Como hoy regresa su hermana, daré gracias a Dios cuando haya pasado este día. Ernestine necesitará mucho tiempo para sobreponerse.

—Señor Falkenstein…, le ruego que sepa, señor, que el muchacho es para mí como un hijo. Y se esforzó hasta más allá de los límites humanos. Se lo juro…, hizo cuanto pudo.

—No es él quien me preocupa.

Los dos viejos luchadores partieron al encuentro del público que les aclamaría. Juntos habían sobrevivido a través de penalidades de infierno y ahora les unía una profunda admiración recíproca. Ulrich Falkenstein entregó al general la copia de una ley aprobada por la Asamblea de Berlín, concediendo estudios gratuitos en la Universidad Libre a todos los hijos, varones y hembras, de los americanos que hubiesen muerto en el Puente Aéreo.

La presencia del comandante americano, general Neal Hazzard, arrancó una ovación frenética de la muchedumbre reunida delante de Tempelhof. Su coche quedó atascado entre la gente. Neal estaba cansado de tantas bebidas y festejos en los bares alemanes de los sectores occidentales. Mientras se abría paso, la gente le acercaba niños a la cara para que los besase. Las mujeres le cogían la mano y la besaban. Podía decirse que en todo el transcurso de la historia ningún gobernador de ocupación había sido tenido en tanta estima por aquéllos a quienes había vencido.

Por fin pudo entrar en el edificio principal y encontrar la oficina donde el coronel Sean O’Sullivan esperaba el momento de partir. Sean, su poderoso amigo en las innumerables batallas de nervios que libraron juntos, era una sombra de sí mismo.

—Sean, ¿no le pasará nada?

—¿Por qué no ha querido decirme adiós Ernestine…? ¿Por qué…? ¿Por qué…?

Hiram Stonebraker había enviado su «Gooney Bird» particular para llevar a Sean a Francfort. Un ayudante dijo que el aeroplano estaba a punto.

—¿Resistirá el viaje? —preguntó Neal.

Sean movió la cabeza afirmativamente.

Delante del edificio, en la plaza, los festejos llegaban a una nueva cumbre de entusiasmo. Desde allí oían una banda militar tocando «Stars and Stripes Forever» y hasta ellos llegaban los gritos embravecidos y las ovaciones de los berlineses.

Neal Hazzard caminaba despacio, sosteniendo a Sean. Ambos subieron al «Gooney Bird». Neal hizo un ademán a la tripulación, indicando que se apartasen.

—El coronel está enfermo. No se acerquen a él y déjenle descansar. —Y dirigiéndose a su amigo—: Adiós, Sean. Que Dios le bendiga.

—Hasta la vista, Neal —murmuró Sean.

Un estruendo ensordecedor se levantó de nuevo de la multitud que llenaba todo el espacio de la plaza, delante de Tempelhof.

El alcalde Ulrich Falkenstein había llegado, acompañado del general Andrew Jackson Hansen.

Neal Hazzard se abrió paso a través de la multitud enfervorizada, para reunirse con ellos cerca del estrado del locutor. Al verle subir los peldaños, el entusiasmo histérico de los berlineses estalló otra vez. Los tres hombres subieron juntos, saludando con la mano a las muchedumbres.

—¡Falkenstein! ¡Hansen! ¡Hazzard! —gritaban al unísono cien mil gargantas. ¡Falkenstein! ¡Hansen! ¡Hazzard!

Durante un segundo patético, aterrador, los tres hombres se detuvieron, mirando al cielo, mientras la torre de Tempelhof daba salida al «Gooney Bird» que se llevaba a Sean O’Sullivan.

El «Gooney Bird» pasó por encima del piso de Ulrich Falkenstein.

Ernestine lo siguió con la mirada hasta que desapareció. Después cerró la cortina, se fue a la cocina pausadamente, cerró la puerta y la ventana y corrió la cortina. Acercóse al hornillo, y se inclinó sobre él un segundo, mirando con ojos transfigurados las espitas del gas. En seguida extendió la mano y las abrió. Las espitas silbaban. Ernestine se sentó en una silla mientras el olor inundaba su olfato. Ella lo sorbía con delicia. Pronto sintió una pesadez en los párpados y empezó a dormitar.

Sentadas las dos en un banco de madera de la parte de Rhin-Main reservada a los paisanos, Judy Loveless tenía las manos de Hilde entre las suyas. Clint estaba de pie, delante, con las manos en los bolsillos. Tony imitaba a su padre. Lynn se había sentado en el regazo de Hilde y sollozaba.

—Hilde —decía Judy—, el ofrecimiento de que venga a vivir con nosotros continúa siempre en firme. Ya sabe que lo decimos de veras.

Hilde sonrió.

—Mi padre me necesita. Me ha pedido que viniera. Será una prueba terrible. Y la tonta de mi hermana ha perdido el corazón, con lo mucho que yo le advertí que no lo entregase.

—¿Y usted, Hilde? ¿Cómo está su corazón? ¿Llegará a sobreponerse de lo de Scott?

—Somos dos hermanas tontas.

—Debe escribirnos.

—Se lo prometo, mistress Loveless. Coronel, me alegro de que regresen a su hogar.

—Bah —contestó Clint—, Utah no es exactamente nuestro hogar.

—Usted y mistress Loveless tendrán un hogar…, porque están siempre unidos.

En el momento en que la vida abandonaba el cuerpo de Ernestine, su tío estaba de pie ante el pueblo de Berlín.

—Berlineses —decía con una voz que retumbaba sobre la multitud—, nosotros no podemos expresar nuestra gratitud con el mero hecho de bautizar este espacio con el nombre de plaza del Airlift. No podemos decir lo que tenemos en nuestros corazones. Nuestro agradecimiento a los aviadores americanos e ingleses que nos han dado nuestra libertad lo expresaremos consiguiendo que esta ciudad siga siendo una fortaleza. Yo os ruego ahora que guardéis todos un silencio reverente en honor a los que dieron sus vidas por Berlín.

El «Gooney Bird» aterrizó en Rhin-Main. Los que esperaban al coronel O’Sullivan le acompañaron al sector civil del campo, donde un avión del MATS le trasladaría a los Estados Unidos.

En aquel momento el altavoz ordenaba a los ciudadanos alemanes que subieran a un avión de la «Pan-Am» que les transportaría a Berlín.

Alrededor de Hilde tenía lugar una escena de lágrimas y abrazos. Cuando, al final, le dijeron que no podía demorarse más, la joven se alejó unos pasos corriendo y envió un beso a la familia Loveless.

Después de atravesar la puerta, se encontró en el campo. Con la prisa, no vio al coronel del Ejército americano que venía en su dirección. Chocaron. Los paquetes que los brazos de Hilde sostenían rodaron al suelo. El coronel y la muchacha se arrodillaron instintivamente a recogerlos.

—Le pido, perdón, fraulein —dijo Sean.

—Soy una torpe; la culpa la tengo yo —respondió Hilde.

Sean le colocó los paquetes en los brazos. Después se llevó los dedos al gorro, en un saludo militar.

Aufwiedersehen, fraulein —dijo.

Auf wieder sehen —respondió ella.

Y cada uno siguió su camino.

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