Armageddon

Armageddon


Capítulo XXXII

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CAPÍTULO XXXII

MARTHA Jane cuidaba de que Hiram diese periódicamente una fiesta al personal y a sus esposas, como gesto conciliatorio. Clint y Judy salieron para concurrir a una de ellas.

Cuando Scott llegó, nevaba. El capitán subió las escaleras para ver a los niños. Lynn estaba en cama con una inflamación de garganta. Del mágico bolsillo de Scott salió un dije representando un osito berlinés; para Tony, una figurita de un deshollinador con sombrero de copa, que transportaba su escalera. Los había hecho la «Asociación de Deshollinadores» de Berlín y los había regalado a varios centenares de miembros del personal del Airlift. Un fuego acogedor crepitaba en la chimenea cuando Scott entró en la sala de estar.

—¿Qué tal han sido los vuelos de hoy?

—Alemania posee el monopolio del mal tiempo —respondió él. Como Scott no solía quejarse nunca, había tenido que ser malo de verdad. —No se me ha presentado ocasión de telefonear a su hermana —continuó luego—, pero he encontrado a un compañero en Tempelhof, que me ha dicho que le entregaría un paquete.

—Magnífico. Esta noche, antes de marcharse, le daré una caja.

Hilde había preparado un paquete para Ernestine, conteniendo zapatos, un suéter grueso de lana, ropa interior, artículos de tocador y algunos botes de comestibles…

—Confío en que algún día conocerá a Erna —dijo Hilde. —Es una muchacha admirable. Lamento que nosotras no llegáramos a conocernos bien hasta muy tarde y bajo circunstancias terriblemente duras. Espero ilusionadamente que un día podré pasar horas felices con ella.

Scott se sentó en el ancho cojín y fijó la mirada en la lumbre.

—Estaré unos días sin volar —anunció.

—¿Ocurre algo malo?

—No. Nuestro médico ha dicho que llevo demasiadas horas de vuelo, incluso según el rasero de Stonebraker.

—Scott, nunca se lo he dicho, pero quiero que sepa lo admirable que es lo que hacen ustedes por Berlín. Y estando Erna allí, yo todavía lo agradezco más.

Scott se encogió de hombros.

—Nosotros no vinimos a Alemania por haberlo elegido. Nos ordenan dónde debemos prestar servicio.

—¿Y también que echen caramelos a los niños? ¿Y que abandonen una vida agradable, como el coronel Loveless y su general?

—Ha sido una empresa interesante —respondió Scott en un tono de voz semioficial.

—De todos modos —dijo Hilde—, me alegro que pase unos días sin volar. Necesita un descanso.

—Me voy de permiso, Hilde. Me iré a un sitio donde no sepan nada de aeroplanos. ¿Quieres venir conmigo?

Hilde no cedió a la reacción suscitada por el raciocinio de contestar negativamente, porque ello habría sido alejarle para mucho tiempo…, pero tampoco podía decirle que en realidad tenía ganas de aceptar.

—Sería un error, Scott.

—No hay prisa —dijo él. —No me conteste esta noche. Le telefonearé mañana entre vuelo y vuelo. El permiso empieza pasado mañana.

Al dirigirse en coche a Rhin-Main, Scott comprendió que se les preparaba una jornada dura. Una lluvia ligera y fría había cubierto la carretera de una lámina de hielo.

Se acercaba la hora de despegar. Las tripulaciones se presentaron en Operaciones. Scott volaría en el primer aparato con una carga mixta de carbón, harina y malta. A los aviadores les dieron elementos de navegación con mapas y rutas que comprendían desde Italia a Inglaterra. Se les informó sobre las altitudes, y pusieron los relojes, sincronizados, en hora. En ruta, las frecuencias se esfumaban.

El avión número uno llevaría un observador del tiempo.

El avión número nueve, un piloto regulador.

El avión número diez, una unidad fotográfica de información.

El avión número doce, un equipo de periodistas de Time y Life.

El avión número catorce, tres personajes importantes del Departamento de Estado.

El observador del tiempo, dijo:

—Después de ascender por capas de frío moderado y luego mucho más intenso, llegarán a la cima de cinco mil pies. Tendrán visualidad en todo el ascenso. Los vientos son flojos, a un promedio de quince nudos desde trescientos veinte grados. En la región del mar del Norte se está formando lentamente un núcleo de bajas presiones que puede originar un tiempo ingrato por espacio de las cuarenta y ocho horas próximas.

Las instrucciones del Servicio de Espionaje les informaron de que, entre Eilsleben y Bernsburg, la actividad de los cazas rusos «Yak» había aumentado.

Fuera, los camiones de diez toneladas estaban cargando los «Skymasters». Los sargentos especializados supervisaban los equipos de doce obreros polacos que colocaban hábilmente, trababan y ataban la carga.

Unos motores montados en camiones echaban aire caliente en las alas de los aparatos para derretir el hielo. Después de haber ensayado y abandonado muchos sistemas, éste resultó el mejor. Lo ideó un grupo de soldados de Rhin-Main.

Scott y Stan llegaron al «Big Easy Uno» cuando se alejaban los motores de aire caliente. Nick entregó a Scott su hoja de inspección visual.

Procediendo a una segunda inspección, el piloto y el copiloto dieron una vuelta alrededor del aparato viendo si las puntas de las alas tenían cortes, remaches sueltos; comprobando los aparatos de deshielo; mirando si las aletas de las hélices tenían hoyos o estaban sueltas, si había cables rotos y capuchones flojos, si en las entradas de aire se depositaban materias extrañas, si había pérdidas de combustible, examinando el estado de las cubiertas de las ruedas y observando si las válvulas de estrangulamiento funcionaban bien. La inspección continuaba en medio de un silencio laborioso como el de un par de cirujanos en una sala de operaciones.

Dentro del avión, Nick examinaba los aparatos contra incendios de los diversos compartimientos, los amarres de la carga, los niveles del fluido hidráulico. En la cabina de los aviadores, Stan repasaba su lista: calentador de la cabina, interruptores de circuito, fluidos de reserva.

Los tres pares de ojos expertos no lograron hallar ni un solo defecto. Nick llevó tres cajas a la cabina. Una para entregarla a la hermana de Hilde, en Berlín. Otra conteniendo paracaídas de ajustes regalados por los niños de las escuelas para distribuirlos en Berlín durante una operación Santa Claus proyectada para Navidad.

Mientras los remolques se ponían en marcha, Stan leyó en voz alta la lista de inspección.

—Servos auto-pilotos.

—Bien.

—Alerones.

—Bien.

—Mecanismos de alimentación.

—En marcha.

El diálogo continuó hasta la hora de la partida. La torre llamó al avión de Scott, el «Big Easy Uno». El capitán lo condujo hasta la punta de la pista, lo situó y aguardó.

A las siete en punto, el centro de tráfico aéreo de Francfort, instalado en la cima del edificio I. G. Farben dirigió a la caravana hacia Rhin-Main. La torre dio la orden de despegue, y los aparatos se remontaron a intervalos de tres minutos.

Scott realizó el despegue efectuando un giro en el reflector de Darmstadt y elevándose exactamente trescientos cincuenta pies por minuto a la velocidad de ciento veinticinco millas por hora. Pasó por encima de la punta del reflector de Darmstadt, a novecientos pies de altura continuando el ascenso hasta el límite señalado, siempre atento por si se depositaba hielo en las alas del avión.

Con una lectura de ochenta y cinco grados, Stan sincronizó el reflector de Aschaffenberg, cuya señal, un débil di-da-da-da-di, pudo escuchar a los pocos momentos, cada vez más fuerte. Encima del reflector, la aguja osciló furiosamente, indicando que habían alcanzado el punto cero.

Scott viró ahora hasta una lectura de treinta y tres grados. Stan sincronizó la Fulda Range, que les conduciría hacia el pasillo meridional. Sobre Fulda, la caravana se ordenó en cadena regular. Al pasar sobre los montes, cada aparato emitió por radio su hora y todos regularon la distancia a un intervalo de tres minutos y a una velocidad de ciento setenta millas por hora.

La hilera de pájaros metálicos runruneaba hacia Berlín con una precisión impecable.

En el mismo momento, por todas las zonas y los pasillos aéreos reinaba una actividad febril.

Una oleada de aviones de transporte cargados de carbón de la base de Fassberg se dirigían hacia Berlín por el pasillo Norte.

En la base inglesa de Wunsdorf, una oleada de aparatos cisterna «Tudor» cargaba petróleo de unos depósitos subterráneos y se disponía a emprender el vuelo dentro de cuarenta y seis minutos.

En Y-80, las tripulaciones de la Trescientas Treinta y Tres Escuadrilla de transporte de tropas del Ala Mixta 7150, se encontraban en la sala de instrucciones del servicio de operaciones.

En el pasillo central, los aparatos de la Cuarenta Escuadrilla de transporte de tropas regresaban hacia la base conjunta de Celle.

En Berlín, en el campo de Tempelhof, estaban descargando los aviones «VR6» de la Marina.

Nick fue a ver cómo seguía la carga y regresó.

—Cada vez que veo ese carbón, lo único que se me ocurre es que me alegro de veras de que no tengamos que sacar las cenizas de Berlín.

Scott no le oía. Estaba probando de reforzar el ánimo para enfrentarse con una negativa por parte de Hilde. Acariciaba la idea de decirle que la amaba, y hasta insinuar una posibilidad de matrimonio…, pero sabía que la muchacha vería claramente lo que se escondía detrás de la maniobra.

—Estamos acumulando hielo —dijo Stan.

Esto Scott sí que lo oyó.

—Humedece las hélices.

Stan ajustó el reostato que enviaba un chorro de alcohol isopropílico a lo largo de las aletas de cada hélice. Cuando se formó una pulgada de hielo en el borde delantero de las alas, Scott ordenó que pusieran en marcha los fuelles de deshielo. A medida que los fuelles se hinchaban y vaciaban iban saltando pedazos de hielo al aire.

Los motores gimieron bajo aquella carga nueva hasta que el avión salió repentinamente a la luz del sol, a una altura de cinco mil doscientos pies.

La luz repentina inflamaba los ojos de los ocupantes del aparato, que se pusieron a revolver en busca de las gafas de sol. Debajo de ellos se extendía una maciza alfombra de nubes.

Stan llamó a Tempelhof. Hasta Berlín, la atmósfera estaba despejada. Mientras avanzaban por el pasillo, las nubes, debajo, se clareaban, permitiéndoles ver el suelo, que estaba cubierto de una capa reciente de nieve.

El ciclo glorioso seguía su curso incesante:

En Rhin-Main las tripulaciones se encontraban junto a sus aparatos, revisándolos.

En Fuhlsbuttel cargaban harina en los «Dakotas» ingleses, sobre las pistas de arranque.

En Rübeck cargaban papel para periódico, bajo la forma de nuevos rollos de quinientas libras, en remolques que lo llevarían a los aparatos.

En Schleswigland habían cargado ya los suministros para las guarniciones francesa e inglesa y estaban a punto a despegar.

La oleada de Rhin-Main en la que volaba Scott se encontraba ahora bajo el control del radar de Tempelhof. Stan y Nick empezaron a ocuparse de los preparativos para el aterrizaje.

Berlín apareció súbitamente debajo de ellos. Era un cuadro que no dejaba nunca de hechizar la mirada. Cadenas de lagos y canales se entrelazaban con los hirsutos bosques. Y luego, milla tras milla de destrozados armazones de edificios.

Desde Tempelhof ordenaron a la caravana que redujese la velocidad a ciento cuarenta millas por hora y la hicieron descender hasta dos mil pies. Cuando Scott giraba sobre el faro de Tempelhof, la otra oleada, que había venido a Fassberg por el pasillo Norte, había aterrizado y descargado ya, y se había colocado en posición para despegar de nuevo.

Scott viró a la izquierda, sobre la hilera de luces de Tempelhof. En el reflector de Wedding, sobre el sector francés, realizó el descenso a favor del viento hasta 1500 pies.

—Tempelhof a «Big Easy». Tenga cuidado. Soplan vientos cruzados con una velocidad oscilando entre quince y veinte nudos, de oeste a este. La acción de freno es escasa.

Nick refunfuñó. Aterrizar en Alemania era siempre una aventura.

—Fuelles.

—Bajos.

—Piloto automático.

—A punto.

Los alerones fueron inclinados hasta diez grados.

—Bombas elevadoras.

—Altas.

—Tren de aterrizaje.

Las ruedas rechinaron saliendo de su prisión, descendieron con choque sordo y quedaron sujetas.

—Alerones.

Scott los bajó hasta lo máximo. El pájaro metálico descendió y chocó con las súbitas ráfagas de viento saliendo disparado para arriba, lejos de las ruinas. El brillo de las lámparas de gran potencia del cementerio de San Tomás le guiaron hacia la pista. El ángulo de descenso que puso Scott hizo descender el aparato más abajo de los tejados de las casas de cuatro y cinco pisos de ambos lados del cementerio.

Un espía ruso tomó nota de que aquel «Skymaster» era el número 104 de los que habían aterrizado desde la medianoche. Este número sería comparado con las cifras recibidas del centro de Seguridad Aérea.

Desde la puerta trasera descendieron un centenar de paracaídas diminutos. De los montones de escombros, unos niños ateridos por el frío echaron a correr, mientras las barras de caramelo flotaban sobre el cementerio.

El «Skymaster» tocó tierra, dirigido por mano hábil, a dos pies del comienzo de la pista y en su centro matemático, aprovechando toda su longitud para descender por las resbaladizas planchas de acero. Un jeep guía orientó a Scott y le dirigió hacia los apartaderos de la parte oeste.

Seis segundos después de parar los motores, una vagoneta de diez toneladas se arrimaba a la puerta del avión. El primer trabajador alemán, flaco en extremo y andrajoso, se acercó a la cabina del piloto. Scott le dio un paquete de cigarrillos y dijo que se lo repartiesen entre todos. Muchos pilotos hacían igual.

Los trabajadores soltaron las telas de amarre. Una cadena alemana descargó las diez toneladas de carga en dieciséis minutos. Nick aguardó que viniera la cantina móvil para comprar sandwiches y café.

Contemplando aquel activo enjambre, se quedaba, como en todas las ocasiones que llegaba allí, maravillado. En otro tiempo, Tempelhof presenció las manifestaciones de la pompa prusiana. En los comienzos de la aviación lo convirtieron en campo de aterrizaje, dotándolo de dependencias en las que se representaban espectáculos de compañías ambulantes.

Hitler construyó allí un edificio enorme para que albergase el Ministerio del Aire, de Goering. Había unas grandes marquesinas de acero suficientemente altas para cargar y descargar un aeroplano debajo de ellas junto al edificio semicircular.

El edificio en sí, uno de los mayores del mundo, tenía siete pisos debajo del suelo y siete encima. Los rusos habían cegado las dependencias subterráneas, donde instalaron unos talleres de montaje de aparatos de caza, a salvo de los bombarderos aliados. No obstante la inmensidad maciza de todo aquello, se daba la paradoja de que sólo habían pensado en dejar espacio para una única pista de despegue de pequeñas dimensiones.

Stan encontró a la chica de la Cruz Roja y le entregó el paquete para la operación Santa Claus, mientras Scott localizaba a un compañero que prometió llevar el paquete de Hilde a Ernestine Falkenstein.

Un camión de operaciones para las noticias meteorológicas les informó del tiempo que encontrarían en el viaje de regreso. Buena suerte…: hasta ahora, el núcleo de bajas presiones del Mar del Norte no se había convertido todavía en un frente.

Los personajes importantes estaban impresionados; los periodistas de Time y Life también.

Las obreras barrieron el polvo de carbón del apartadero y lo ensacaron. Había días que recogían tres y cuatro toneladas.

El sindicato de obreros metalúrgicos había organizado una pequeña ceremonia en honor de los periodistas y su tripulación, ofreciéndoles regalos.

Cierto número de aviones cargaron cajas llenas de lámparas eléctricas. En ellas aparecía el emblema del oso de Berlín y la arrogante inscripción: «Manufacturadas en el Berlín bloqueado».

Treinta minutos después de haber tomado tierra, estaban realizando ya los preparativos para despegar de nuevo. Otras caravanas de aviones se encontraban en ruta, partiendo de los campos u organizándose. El inmenso centro de control de tráfico, en la cima del edificio de la I. G. Farben, de Francfort, registraba aquel desfile interminable.

Al salir de Berlín, Scott sentía que el corazón se le subía a la garganta. Dentro de una hora y treinta minutos telefonearía a Hilde y ella le daría una respuesta.

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