Armageddon

Armageddon


Capítulo XXXIII

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CAPÍTULO XXXIII

—HILDE, usted ha llorado —dijo Judy Loveless, entrando en la cocina.

—Solía llorar mucho. Hace tiempo que no lloraba.

Judy cerró la puerta detrás de sí.

—¿Scott? ¿Su familia de usted?

—Scott. ¿Puedo pedirle consejo?

—Creo que no debería entrometerme, Hilde.

—Se lo ruego.

—De acuerdo.

Hilde se secó los ojos y llenó una taza de té para mistress Loveless, de la tetera que tenía siempre a punto. Luego se sentó frente a su dueña.

—Scott se va de permiso. Me ha pedido que me vaya con él. Hasta ahora no ha habido nada entre nosotros; se lo aseguro. Pero él es como es, y no cambiará. Y sin embargo…, no encuentro palabras para despedirle.

—¿Qué quiere usted de él? ¿Un compañero de juego? ¿Su pareja de baile? ¿Le parece justo tenerle así, en suspenso?

—Entonces, usted dice que debo someterme.

—Digo que usted se coloca tanto a la defensiva que no se concede ni una oportunidad para saber cuáles son sus propios sentimientos.

—No le amo.

—Hilde…, míreme. ¿Ha estado enamorada alguna vez?

—No.

—No creo que Scott Davidson lo haya estado nunca, tampoco. Con el tiempo, usted habrá de exponerse al riesgo de encontrar el amor.

—Si pudiera creer que encontraré algo como lo que hay entre usted y el coronel Loveless…

—Nosotros no lo cogimos de la rama de un árbol, Hilde, ni lo encontramos un buen día delante de la puerta de nuestra casa. Estar enamorado causa sinsabores y sufrimientos…, y significa ser capaz de entregar algo de uno mismo.

Hilde inclinó la cabeza y deglutió con dificultad.

—Usted es una joven que vale mucho, Hilde. Si quiere amor, tendrá que edificarlo con lágrimas, habitación por habitación.

Un perfeccionamiento que contribuyó a la buena marcha del Airlift consistía en que la tripulación de un aparato pudiera comunicar por radio con su base para prevenirla sobre si el avión necesitaba reparaciones o llevaba carga.

Los aviones necesitados de reparaciones de poca importancia o que transportaban carga, de regreso, lo comunicaban de antemano, y la información era retransmitida a los diversos centros, con el fin de que lo tuvieran todo a punto para cuando el aparato tomase tierra.

El avión de Scott era el número uno. Iría a colocarse en el aparcamiento número uno. Un jefe de carga tenía el diagrama del aparato y una vagoneta a punto con carga, el remolque número uno.

Cuando un avión paraba los motores en el aparcamiento del mismo número, el remolque correspondiente se detenía a su lado para continuar el ciclo sin interrupción. Las informaciones junto a los aparatos proporcionaban a los aviadores los últimos datos sobre el tiempo y los cambios en los planes de vuelo.

El avión número siete comunicó que sufría pérdida de aceite. En consecuencia lo apartaron del grupo, y otro avión tomó su número.

Los centros de control tomaban nota de los más ínfimos detalles sobre operaciones de carga, reparaciones, hora de vuelo de los motores, géneros transportados, horas de partida de los grupos, y los transmitían al centro de control del Cuartel General de Wiesbaden.

El grupo de Scott dispondría de cuarenta minutos para emprender el vuelo otra vez. El capitán se fue a su oficina con el jeep de control de producción, y preguntó a la telefonista el número de los Loveless.

—Aquí el domicilio del coronel Loveless.

—Hola…, soy yo.

—Soy yo.

Scott exhaló un profundo suspiro.

Ja oder nein?

Ja.

—¿Lo…, lo dice en serio?

—Sí.

—Oiga, tengo que darme prisa. La llamaré en cuanto regrese de Berlín. Salimos por la mañana.

—Aguardaré sus noticias.

Scott volvió al «Big Easy Uno» sonriendo de contento… y golpeándose una mano con otra para ahuyentar el frío. Cuando Nick le entregó la hoja de viaje, Scott le dio un pellizco en la mejilla.

—Eres un griego simpático, Nick Papas, un buen muchacho, bueno de verdad.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—Dile al subteniente Kitchek que es un muchacho polaco simpático y que repase bien este simpático avión.

—Tal como vuelas, es posible que llegues a Berlín antes que el resto del grupo.

Nick se puso a refunfuñar. Sabía lo que había ocurrido. Scott salía de permiso al día siguiente. Cincuenta contra diez a que Hilde se iba con él. El episodio de Cindy se repetiría otra vez. Nick quería que Hilde hubiese resistido. El canalla de Scott triunfaba siempre.

—Antes de que se ponga demasiado contento —dijo Stan—, el centro de bajas presiones del Mar del Norte se ha ensanchado. En Berlín hace un tiempo horrible. Casi seguro que tendremos que aterrizar por GCA.

—Bien —replicó sonriente Scott—, necesito esa práctica.

Stan miró a Nick como preguntando: «¿Está loco?».

—Tome los mandos de este pájaro —dijo Scott, cuando hubieron atravesado Fulda.

Necesitaba pensar, y se tendió en una litera improvisada. Tenía casi en las manos aquella victoria que se le escapaba desde hacía tanto tiempo. Se reprendía por no haber enfrentado antes a Hilde con aquella decisión. ¡Qué diablos! ¡Cuanto más larga la espera, más dulce el triunfo!

Scott decidió actuar sin prisas y aguardar hasta que Hilde mostrase todos los signos favorables. Nunca había deseado a una mujer como la deseaba a ella. Y, ¡maldita sea!, Hilde no había tenido intención en ningún momento de dejarle escapar.

Treinta y cinco minutos después de haber pasado por encima de Fulda, Nick le zarandeó, sacándole de sus divagaciones. Scott volvió a su asiento.

—¿Cómo está la atmósfera?

—En Berlín, el techo de nubes está a quinientos pies; la visibilidad es de media milla.

Scott refunfuñó. Aquello se acercaba al mínimo. El altímetro manifestaba que el avión perdía altura. Scott miró por la ventanilla izquierda y vio la delgada línea que se formaba sobre las negras botas, visión que, invariablemente, aceleraba el pulso de un piloto.

—Vigila el hielo, Stan —ordenó, echando la palanca para atrás, con el fin de remontar el avión a la altura conveniente.

Mientras humedecían las hélices y fijaban toda su atención en los instrumentos, les era imposible saber que, a consecuencia del desgaste del metal, se estaba rajando una conducción de combustible hacia el motor y que la gasolina líquida caería sobre los cilindros calientes.

—Torre de Tempelhof, aquí «Big Easy Uno» a cuarenta minutos al este de Fulda y a seis mil pies de altura. Comprueben la línea central.

—«Big Easy Uno», aquí la torre de Tempelhof. Le tenemos bajo el control de radar. Se encuentra en la línea central. Comunique a cada mil pies de descenso. Tiene vía libre para descender hasta cuatro mil.

—De acuerdo.

El tubo de combustible se abrió.

—«Big Easy Uno», aquí Tempelhof. Techo de nubes a trescientos pies; visibilidad, media milla. Vientos de quince nudos del noroeste, acción de freno pobre. Use Jigsaw a cuarenta y cinco.

¡Jigsaw! El nombre clave para el aterrizaje dirigido desde el suelo. La tensión se transmitió por todo el grupo como una reacción en cadena. Todos volaban a ciegas. Pronto dirigirían su vuelo las voces, traídas por el éter, de equipos de especialistas situados en las cabinas electrónicas del costado del campo.

Mientras la revuelta atmósfera sacudía al «Big Easy Uno», el tubo de escape, que estaba muy caliente, encendió el hilo de combustible.

—¡Jesús!

Del motor número tres, situado en el extremo de un lado del aeroplano, se levantó un chorro de fuego en el mismo instante en que se encendía la luz de alarma de incendio.

—¡Oh, qué asco! —exclamó Nick.

Scott extendió el brazo por encima de Stan, tiró de la válvula de cierre del aparato contra incendios de la pared y fijó la mirada en el reloj, dejando transcurrir treinta segundos mortales.

—Aquí «Big Easy Uno». Situación grave. Motor en llamas.

Scott tiró de la empuñadura del extintor de anhídrico carbónico, descargando espuma blanca contra el motor inflamado y bajó el tren de aterrizaje para ventilar los encajes de las ruedas. El fuego se redujo hasta apagarse.

La experta mano de Scott cerró los capuchones y retrasó la válvula de estrangulación del motor humeante. Luego hizo un signo con la cabeza a Stan, el cual empujó el botón de la hélice y paró la bomba de elevación. La hélice gigante se situó en ángulo recto con la corriente de aire y se detuvo.

—Depósito.

—Cerrado.

Scott hizo girar el interruptor de ignición. Stan miró por la ventanilla.

—Creo que lo hemos resuelto.

Scott volvió la cabeza y miró a Nick. El griego había mordido el no encendido cigarro de tal modo que lo partió en dos. Scott le arrojó una caja de cerillas.

—Vamos, enciéndelo.

—Todo corazón, eres todo corazón.

—Aquí «Big Easy Uno» llamando a rutas aéreas de Tempelhof. Fuego dominado; motor número tres, parado.

El grupo, que iba detrás de Scott, mantenía una disciplina rígida. Ahora empezaba la lucha para depositar en el suelo el pájaro herido.

—Aquí Tempelhof llamando a «Big Easy Uno». Póngase en contacto con Jigsaw por el canal de Charlie.

Stan abrió el canal de emergencia y estableció contacto con el GCA.

—Aquí Jigsaw. ¿Qué intención tiene?

Dominado el problema inmediato, Scott quería probar de aterrizar en Gatow o en Tegel, donde le sería más fácil que teniendo que descender rápidamente sobre el cementerio.

—Aquí «Big Easy Uno» llamando a Jigsaw. ¿Puede darme permiso para aterrizar en Gatow o en Tegel?

—Espere.

Gatow se encontraba en mala situación. A un aeroplano se le había reventado una cubierta y la pista estaba fuera de servicio. Tegel había caído debajo de los mínimos y estaba cerrado.

—«Big Easy Uno», habla Jigsaw. No puedo otorgarle lo que pide. ¿Podría dar la vuelta y regresar a su zona? Cambio.

Stan y Nick guardaban silencio. Los pocos segundos de que disponían para decidir no permitían el lujo de sostener discusiones ni de dilatar el asunto. Scott no sabía con certeza cuál era la causa que había producido el fuego y, por lo tanto, no estaba seguro de que no volvería a encenderse de nuevo. Y no quedaba nada con que combatirlo. Por otra parte, los tres motores en activo tenían que sostener diez toneladas de carga, y en una atmósfera por debajo de cero.

—Bajemos al suelo el navío este —les dijo a sus compañeros por el megáfono. Los otros movieron la cabeza en señal de asentimiento.

—Aquí «Big Easy Uno» llamando a Jigsaw. Queremos aterrizar inmediatamente en Tempelhof.

Stan y Nick se ocupaban ya de las maniobras de urgencia, dejando a Scott libre para concentrarse en los instrumentos. Nick miró al exterior. No se veía nada.

Los tres oyeron cómo el radar de Tempelhof desviaba el resto del grupo hacia el pasillo central y le hacía regresar a Rhin-Main.

—Aquí Jigsaw llamando a «Big Easy Uno». Les tenemos bien localizados. ¿A qué altura se encuentran?

—Aquí «Big Easy Uno». Estamos a mil quinientos.

—Conserve esa altura hasta nuevo aviso.

Nick y Stan procedieron a resolver todos los detalles preliminares del aterrizaje.

—Aquí Jigsaw —dijo un aviador llamado Ed Becker, preguntándose por qué habría venido a Alemania y por qué se encontraba sentado delante de aquella verde pantalla luminosa, representando, sin quererlo, el papel de Divina Providencia. —Vire a la izquierda del rótulo 337.

—A la izquierda del 337 —repitió Stan cuando Scott hubo realizado la maniobra.

Vehículos contra incendios, ambulancias, camiones de socorro, todos estaban preparados, en espera tensa, mientras la niebla descendía todavía más.

—Aquí Jigsaw —dijo Ed Becker. —Aterrizarán en la pista de la izquierda dos siete. Viento del noroeste, a veinte nudos, vientos cruzados de la derecha, altímetro tres cero coma cero tres.

—De acuerdo. Altímetro tres cero, coma, cero tres.

El enviado del servicio meteorológico situado detrás de Ed Becker le entregó nuevos partes del tiempo.

—«Big Easy Uno», aquí Jigsaw. Techo de nubes a cien pies; visibilidad un octavo de milla.

Oui vay —susurró Nick.

Stan simulaba que no oía la transmisión y seguía pasando de uno a otro lado de Scott, atareado con el cuadro de mandos.

—Pregúntales si han puesto las luces de alta potencia al máximo.

—Aquí Jigsaw llamando a «Big Easy Uno». Las luces están al máximo. Ustedes se encuentran ahora sobre el faro de Wedding. Viren a la derecha con una inclinación de noventa grados y manténganse a los mil quinientos pies de altura.

—Aquí «Big Easy Uno». Giro a la derecha, de noventa grados; altura, mil quinientos pies.

Sumergido por la niebla, Tempelhof se sumía en un silencio creciente, letal. El teodolito que medía la altura de las nubes probaba en vano de perforar la espesa niebla. El aviador Ed Becker estudiaba la marcha en la pantalla de radar, sintiendo un dolor cada vez más fuerte en la espalda y el pecho. La mancha se acercaba al último tramo de acceso a la base.

—Aquí Jigsaw. Vire a la derecha en una desviación de ciento ochenta grados, conserve los mil quinientos pies y efectúe la revisión de cabina preliminar al aterrizaje.

Stan repitió las instrucciones.

En el cuarto oscuro, el reloj iba cantando tic tac, tic tac, tic tac. Extraños reflejos emitidos por las pantallas daban un color atemorizado a sus rostros estirados. La mancha iba caminando por la pantalla.

—Aquí Jigsaw, Se están acercando al último tramo. —Ed Becker calculó una corrección para neutralizar el arrastre del viento. —Aquí Jigsaw. Gire a la derecha hasta una lectura de 276.

Ed Becker había terminado su tarea.

—Aquí Jigsaw. Aguarden órdenes del guía final.

El sargento mayor Manuel López, de San Antonio, tenía al «Big Easy» en la pantalla de precisión.

—Aquí Jigsaw llamando a «Big Easy» —dijo con un acento mezcla de tejano y español. —¿Me entienden bien?

—Fuerte y claro.

—Aquí Jigsaw. Yo les entiendo muy bien. No es preciso que respondan a las instrucciones siguientes.

Todos los presentes en el pabellón se reunieron detrás de la silla del sargento López, cuya tarea consistía en mantener al avión en el acimut adecuado, es decir, en una línea imaginaria del cielo que descendía hasta el extremo de la pista, con el fin de que el aparato pudiera descender sin contratiempo.

—Están un poco a la derecha de la línea central. Corrijan cinco grados a la izquierda, hasta 270.

En la pantalla de precisión, la mancha estaba ahora en el centro exacto, dirigiéndose hacia la pista.

—«Big Easy Uno», están en la línea del centro, a seis millas del punto de aterrizaje y acercándose al punto de descenso.

Las lámparas de cripton de un millón de bujías no conseguían vencer a la niebla.

—«Big Easy Uno», aviso de diez segundos para el tren de aterrizaje.

Nick empujó la palanca. Las portezuelas se abrieron de nuevo, y el aeroplano se estremeció con la salida de las ruedas.

—Se encuentran en el punto de descenso. Inícienlo a quinientos cincuenta pies por minuto. —López observaba la mira de descenso, que se había colocado muy alta. —Están a cien pies más arriba del punto de descenso, bajen más.

El avión desplegó las aletas de freno. Stan y Nick habían completado el examen final y daban las novedades a Scott. Ahora ya no quedaba más que aquella voz y los nervios de Scott. Éste se concentró en los instrumentos, y durante un momento se le ocurrió mascar un pedazo de goma, pero abandonó la idea. Los otros miraban por las ventanillas, hacia la nada. Stan puso en marcha los limpiaparabrisas. No había nada de luz.

—Aquí Jigsaw. Tienen vía libre para aterrizar. Se encuentran a cuatro millas del punto de tomar tierra…, van un poco por debajo del curso de descenso…, ajusten su promedio, elevándose unos veinticinco pies…, giren a la derecha hasta 272 grados.

Podían contarse los latidos del corazón de cada uno.

—«Big Easy Uno», aquí Jigsaw. Están a una milla del extremo de la pista, acercándose a los mínimos del GCA y entrando sobre el cementerio. Están en la línea del centro…, están a cincuenta pies encima de la pista. Tomen el mando por sí mismos y aterricen.

López cerró los ojos y rezó.

—¡Veo las luces! —gritó Stan.

¡Scott vio que las luces de la pista corrían por su lado! Llevaba una velocidad grande, debido al exceso de turbulencia y altura en el comienzo del descenso. Cerró toda la potencia. «Big Easy» corrió como un bólido hasta muy adentro de la pista.

Scott paró la hélice delantera en el mismo momento que el aparato saltaba con fuerza hacia el suelo, y se puso a manejar los frenos con gesto vivo, mientras el avión se inclinaba y se deslizaba hacia la punta de la pista de aterrizaje.

Tocaron el suelo. Scott empujó las palancas de los frenos tanto como le pareció prudente. El avión se detuvo a dos pies del apartadero del tren.

Los tres hombres permanecieron unos segundos inmóviles. Stan se quitó los auriculares y saltó fuera de su asiento, exclamando:

—Hombre prudente.

—Un tío listo —dijo Nick.

La niebla era tan espesa que el jeep guía que les conducía hacia Operaciones se perdió por el camino y fue a parar al antiguo campo de tiro a pistola de la Luftwaffe, al otro lado y dos millas más allá de la segunda pista.

—Lo siento, capitán Davidson, no se sale después de oscurecer con tres motores. Nadie despega de Tempelhof con tres motores. Imposible reparar una pérdida de combustible en Tempelhof.

—Ya lo sé, maldita sea. Yo colaboré en la redacción del manual. Quiero marcharme con el primer vehículo que vaya a Rhin-Main o a Y-80.

—Lo siento, capitán Davidson, las operaciones están interrumpidas.

—¿Qué diablos tengo que hacer?

—Irse a dormir, creo, señor. Hemos preparado habitaciones para usted y su copiloto en el club Columbia, y para su mecánico en el cuartel de aviadores transeúntes. Confiamos que estarán cómodos.

—Maldita sea, debo empezar el permiso mañana.

—El techo del cielo está a cero. Y le ruego tenga presente que Berlín está bloqueado por tierra y por agua. Le recomiendo que no intente marcharse por estas rutas.

—De acuerdo, mentecato prudente, quiero telefonear a Wiesbaden.

—Lo siento, capitán, necesita usted una declaración de mensaje urgente para que le conecten una línea fuera de Berlín.

Al marcharse, completamente derrotado y llegar a la puerta, Scott se volvió hacia el preocupado y joven oficial y le espetó:

—No le tengo ninguna simpatía.

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