Armageddon

Armageddon


Capítulo XXXIV

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CAPÍTULO XXXIV

HILDEGAARD Falkenstein sentía su corazón ligero y gozaba de una dicha que no había conocido hasta el momento en que Scott pasó a recogerla.

«La cosa está en marcha», pensaba el capitán, mientras se internaban por los campos.

Hacía más tiempo del que Hilde podía recordar que no había estado ella en ningún pueblo, en ningún bosque. Jamás había viajado, experimentando esta sensación maravillada. ¡Qué hermoso era todo! ¡Qué adorable era Scott Davidson! Los ojos de Hilde brillaban con los descubrimientos que le proporcionaba el haberse atrevido a abrir las cerradas puertas.

Al final de la primera jornada en coche, decidieron pernoctar en Rombaden, a mitad de camino aproximadamente de los Alpes bávaros.

El hotel de las Cuatro Estaciones, situado sobre el río Landau, enfrente de la ciudad, tenía habitaciones preparadas para los oficiales americanos. Hilde recordaba haber estado en Rombaden durante los primeros tiempos de la era de Hitler. Entonces era una gran ciudad nazi.

El Cuatro Estaciones estaba un poco zarrapastroso a causa de la falta de servicio y los cambios de personal, y los uniformes aparecían un poco ajados, pero conservaba todavía un rastro de su antigua elegancia.

Scott era afectuoso. Scott era comprensivo. Scott cuidó de que Hilde no se sintiera violenta, alquilando dos habitaciones separadas y en pisos diferentes.

La comida fue solamente aceptable, mas el aire aristocrático del servicio hizo que Hilde se sintiera como una reina.

Cruzaron el puente, entraron en Rombaden y pasaron varias horas recorriendo tabernas de la famosa y alocada avenida de la Princesa, llenas de gente de vida alegre, cantores y bronquistas.

Otra vez cruzaron, gozosos y contentos, sobre el Landau, en dirección al hotel. En el fondo del vestíbulo, un gran fuego crepitaba en la chimenea del siglo XVII. Junto a él bebieron unos sorbos de coñac, que Scott sabía que el bar servía a sus clientes, si éstos lo querían de veras.

Era un ambiente íntimo y soñador. Hilde se arrimó a Scott y apoyó la cabeza en su hombro.

Para Scott Davidson, aquello equivalía a darle la señal que aguardaba desde hacía tanto tiempo y que tanto tiempo le habían negado. Aviador que había corrido todo el mundo y gran conocedor, en tiempos anteriores, del momento en que una mujer se entregaba, consideró que la hora del triunfo estaba al alcance de la mano y permitió que Hilde se arrullase en su propio gozo, dejó que se acercase por sí misma al delicado instante. Era preciso que no hiciera nada que desviase el curso de los pensamientos de la muchacha. Intencionadamente, asumió una actitud pasiva.

El conflicto interior de Hilde empezó en el mismo momento en que decidió acompañar a Scott. Empezaba a darse cuenta de que había abierto el camino premeditadamente a la tentación, con la esperanza de conquistarle. Ahora recordaba muchísimas cosas. Las voces, los sonidos, los olores. Scott era americano. Era un hombre alto y olía bien. Era limpio, como todos los americanos.

—Cariño, será mejor que nos acostemos —susurró él. —Mañana nos espera un viaje largo. La acompañaré hasta su puerta —dijo con un acento virginiano puro.

El aviador hizo rodar la llave en la cerradura del cuarto de Hilde.

—Buenas noches, Scott. Ha sido un día muy hermoso.

—Buenas noches, cariño —respondió él con una simpatía de adolescente.

Hilde le cogió de la mano y le hizo entrar en el cuarto. Scott se dejó conducir, como un niño. El abrazo de Hildegaard no tenía el aire calculado ni mundano de una amante experimentada. Estaba loca de deseo.

Scott comprendía que aquella erupción había de nacer de unos sentimientos reprimidos durante mucho tiempo y dejados ahora en libertad. «Con cuidado —se decía a sí mismo—, con cuidado, Scott». Maniobró con estudiada lentitud… y he ahí que se encontraban ya junto a la cama.

Hasta en aquel momento de locura, Hilde se moría de ganas de gritar: «Te amo, Scott», pero no podía. Se estremecía de pasión, temiendo que el pronunciar aquella frase sería un signo de debilidad.

Hilde casi lloraba, desesperada, suplicándole que le asegurase que la amaba, pero Scott no soltaba prenda. Yacían uno al lado del otro, como una pareja de animales incapaces de declararse su amor.

La pasión de Hilde se disipó con la misma rapidez con que se había despertado. Ahora se rebelaba contra el contacto de aquel hombre. Permanecían tendidos, pero rígidos, violentados, enmudecidos, silenciosos.

Hilde habló primero…, fue un murmullo ronco, pidiéndole que se marchase. Scott no se portó como esos hombres que, o suplican, o prueban de dominar por la fuerza a las mujeres. Hasta en el último momento, un hombre debe conservar su dignidad. Había calculado mal anteriormente… y se equivocó otra vez.

Scott se marchó sin organizar una escena, subió a su coche, volvió a la avenida de la Princesa y bebió hasta sumirse en la inconsciencia. Cerca del alba, el alemán propietario del local llamó a la policía americana, la cual averiguó que el capitán se hospedaba en el Cuatro Estaciones y le acompañó al hotel.

Los dedos de Scott tentaban la almohada, grande y blanda. Le costó largo rato poder abrir los ojos. Las cortinas, ligeramente entreabiertas, dejaban entrar una luz mortecina en el cuarto. Scott se incorporó muy lentamente y permaneció inmóvil hasta que el martilleo en las sienes se calmó un poco. Luego chasqueó los labios para liberarse del mal sabor de boca.

En la chimenea, el fuego estaba casi apagado. Scott se acercó a la ventana, profiriendo unos gemidos guturales y temblando de frío, y abrió las cortinas. Abajo, las aguas del Landau seguían su curso. «¡Jesús!, ¿dónde estoy?». El hotel de las Cuatro Estaciones… Rombaden… ¡Hilde! ¡Uf! El suelo de mármol del cuarto de baño le helaba los pies. Hundió la cabeza en el lavabo y se examinó en el espejo.

¡Hilde!

Hilde había hecho la maleta y aguardaba en el vestíbulo la llegada del taxi que la llevaría a la estación del ferrocarril, al otro lado del río. Scott Davidson se acercó a ella con aquella condenada inocencia adolescente suya, sin rastro de enojo.

—Creo que deberíamos sentarnos y hablar —dijo.

—No quiero escenas.

—Sólo las mujeres arman escenas —contestó él. —Por lo demás, me encuentro mal. Siéntese, Hilde. Debe saber una cosa, y es que en toda circunstancia, pase lo que pase, yo soy un caballero.

Hilde fue hacia la lumbre y se sentó en un sofá.

—Usted es un hombre inteligente, capitán. Yo supongo que las memorias de usted estarían a la altura de las de los más grandes.

—Hilde, no lo comprendo. Usted sabe quién soy, y no obstante me acompaña…

—Déjelo —le rogó ella. —Es cierto que le amo y le necesito. Y le doy las gracias por haber despertado sentimientos que yo no había experimentado. Scott, usted es piloto de caza por instinto. Vive solamente para lograr el momento de vencer.

—Entonces, tómeme como soy.

—Para usted, Scott, el instante del triunfo es el principio del fin. Para mí, el amor ha de ser el principio del comienzo.

El portero avisó a Hilde de que le aguardaba un taxi. Scott respondió que la señorita estaría lista dentro de unos momentos.

—Si esto ha de consolarle en algo —dijo ella—, este viaje ha sido culpa mía. Hice una cosa imperdonable al meter a un chiquillo dentro de una confitería y decirle que no tocase nada.

Scott sintió necesidad de interponer unos comentarios ligeros, que le permitieran salvar la paz.

—Hasta la vista, pues.

—Usted no vendrá a verme nunca más —respondió Hilde con firmeza.

Scott saludó y sonrió.

—Si supiera lo que se pierde, se cortaría la garganta.

—Mi querido Scott…, lo mismo haría usted.

Hilde se fue. Scott la siguió con la mirada. Mientras el taxi se alejaba, le pareció recordar débilmente la voz llorosa de su mujer diciéndole que algún día se estrellaría y que su caída sería monumental, porque cuando Scott Davidson se encontrara en el hoyo, un centenar de personas cuyos corazones había destrozado, se alinearían junto a la palestra y jalearían su derrota.

Nick Papas preparó la mesa del comedor para una partida de naipes de las de día de pago. El capitán entró.

—¿Qué diablos haces aquí de regreso?

—Se me cortó la corriente.

—¿Derrotado?

Kaput. El juego es así.

—¿Todavía la quieres?

—No, caramba.

—Es mejor así —dijo Nick. —Átate el cinturón y siéntate, porque tengo que darte una noticia bomba. ¿Te acuerdas de Chuck Ames?

—Rutas Aéreas, Filipinas.

—En efecto. Le vi anoche en Francfort. Acaban de trasladarle aquí desde Berlín. Estaba en Berlín desde el primer día de la ocupación.

—¿Sí?

—Estuvo aquí hace un par de semanas, buscando alojamiento y lo demás. Y fue al club Scala y te vio con Hilde.

—Yo no le vi.

—Se marchó. Te diré por qué. Conoció a Hilde en Berlín hace más de un año. Sólo que entonces se llamaba Hilde Diehl y trabajaba en un establecimiento llamado el cabaret de París. Scott, esas malditas mujeres le engañan a uno cada vez… Hilde era una ramera.

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