Arizona

Arizona


XI

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XI

Evidentemente, Brandeth tomó las palabras de Noggin como favorables a una reconciliación o, si no, a una separación que presentaría una nueva fase en la complicada coyuntura.

—Tómate el tiempo que necesites, Arizona, pero no seas exigente tú tampoco —dijo—. Yo no obligo a nadie.

—Estoy pensando mucho, Steele —repuso amablemente Ames, y esto era verdad.

—Mi pobre cabeza está a punto de estallar —confesó con tono quejumbroso el ladrón—. Nunca he podido resistir muchas meditaciones, y me alegraré cuando acabemos con las de ahora… Heady, échale un poco de leña a la hoguera, y tú, Amos, prepara el rancho.

Las sombras se alargaban y aumentaban. El oro desapareció del borde de la pared. El crepúsculo cerró de prisa y extraordinariamente oscuro. Un largo y sordo retumbar de truenos interrumpió el pesado silencio.

—¿Ha sido eso una roca que ha caído por alguna parte, o un trueno? —inquirió Brandeth.

—Tenemos una tormenta encima —replicó Heady.

—Mejor. Así refrescará el aire, se llenarán los arroyos… y se borrarán nuestras huellas.

Ames dedujo de aquellas palabras que Brandeth había decidido entrar en acción. El cocinero los llamó a cenar. Mientras tanto, cerró la noche, negra como la boca de lobo entre las paredes del cañón. Noggin no habló ni durante la comida ni después de ella. Brandeth le hizo en vano una atenta observación, y en cuanto concluyó de cenar salió del campamento y desapareció en la sombra. Este proceder hizo mover a Brandeth la cabeza con aire de duda.

—Ames, ¿puedes siempre volver a encontrar el camino que has seguido? —demandó.

—Si no pudiera me pegaría un tiro.

—¿Podrían cuatro hombres bajar una yeguada al cañón, hacerle atravesar el río a nado y sacarla a la otra orilla?

—¿Cuatro hombres?

—Cuatro he dicho. Yo, tú, Heady y Amos.

—Seguro que podríamos, si los caballos no son salvajes. —Cruzar el río a nado. ¿Eso es muy difícil?

—No es ninguna broma, pero con tiempo de sobra y remontando el cauce para aprovechar la corriente, cosa que yo no hice, se puede lograr.

—¿Estaba muy crecido el Colorado?

—No, y tendía a bajar.

—¿Y de agua y hierba, qué hay?

—Poco durante un par de días; luego, al llegar a la espesura, la mejor que pudiera desear un jinete.

—Me parece, Ames, que la Providencia de los ladrones de caballos te envió a mí. Heady conoce todo este país desde la serranía del Huracán al Norte, pero no podíamos hacer cálculos por el Sur, porque nunca ha estado allí… ¿Podríamos vender los caballos al otro lado del cañón?

¿En Arizona? ¿Caballos mormones? Podemos vender mil sin que nadie nos pregunte una palabra.

—Amos, ¿tenemos comida para dos semanas? —preguntó Brandeth al cocinero.

—Con algo de carne, podríamos alargarla hasta tres.

—Atiende aquí, Heady —dijo Brandeth al despabilado mormón—. ¿Dices que este campamento es nuestra base y que está a un día de camino del sitio en que Morgan tiene los caballos?

—Sí y es el mejor escondrijo que conozco —afirmó el mormón—. Muy pocas veces pasa nadie por aquí.

—Si decidiéramos irnos por el Sur en lugar de por el Norte, ¿nos desviaríamos mucho para volver aquí?

—No, y sería más prudente —repuso el mormón, con una ansiedad que denunciaba su miedo al Norte—. Conozco un sendero más abajo por donde podremos salir. Los cazadores de caballos salvajes acostumbran entrar y salir por él, y tienen, por aquellos alrededores, cerrado el cañón con una cerca. Podríamos llevar el ganado allí y traerlo aquí al día siguiente. Luego, tendría que guiarnos Ames.

—Mañana saldremos antes del amanecer y haremos el trabajo con Noggin o sin él —concluyó el jefe con obstinada determinación.

—Me parece que tenemos una tormenta encima.

—¿Y no será mejor? ¿Qué piensas tú, Arizona?

—Siempre que robo ganado vivo me gusta que llueva —replicó con indiferencia Ames—. Así se borran mis huellas.

—Ames, ¿por qué diablos no has dicho eso delante de Noggin?

—¿Noggin? ¡Bah! Prefiero que continúe pensando lo que le parezca.

—Lo que piensa es que tú eres un individuo, de dos caras; que no andas huido; que eres uno de esos vaqueros inquietos y errantes, enamorados y pendencieros.

—¡Me hace mucho favor! Me alegro, porque temía que pensase cosas peores.

—Arizona, no tengo inconveniente en decirte que no conozco muy bien a Noggin. Él confiesa que no es ése su verdadero nombre, y yo tengo la sospecha de que es Bill Ackers. ¿Seguramente habrás oído hablar de él?

—Parece que me suena el nombre —dijo Ames—. ¿Quién es Bill Ackers?

—Uno que reúne en sí todo lo malo que hay en Nevada. Un jugador de manos largas que no permanece mucho tiempo en el mismo sitio; uno que juega cuando negocia y que dicen que tiene una buena cuadrilla; pero yo no le he visto nunca. Noggin dice que él sí.

—¿Por qué no se lo dices de repente y le miras a la cara?, —aconsejó Ames.

—Nunca se me ha ocurrido. No es mala idea.

La vuelta del individuo de quien estaban hablando les impidió continuar la conversación. Ames se dirigió a su lecho con la intención de yacer allí un rato escuchando, pero prefería dormir en otro lugar más seguro que tuvo la precaución de elegir durante el día.

Contra su costumbre, Brandeth guardó silencio. El cocinero y Heady conversaban entre sí en voz baja, mientras empaquetaban provisiones.

—Empaquetando, ¿eh? —gruñó al fin Noggin, como si le pinchasen.

—Tienes buenos ojos cuando quieres ver —le repitió con despego el jefe.

—Cuándo os marcháis.

—Antes de amanecer.

—¿Adónde vais?

—Lo he estado hablando con Arizona. Nos vamos ahí al Siwash, a recoger flores.

—¡Ja! ¡Ja! —Noggin soltó una carcajada brutal—. Te digo, Brandeth, que si conocieras a ese Arizona pensarías que el coger flores era lo más apropiado.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Adivínalo. No tienes más imaginación que sentido común.

—Nunca he tenido pretensiones de listo.

—Te he preguntado que adónde vais.

—Ya te he oído.

—Heady, ¿para qué empaquetas esas provisiones?

—Órdenes del jefe. Vamos a esconder estos paquetes en las grietas de las rocas.

—¿Para qué?

—Podría pasar alguien por aquí mañana. Ocurre, aunque muy pocas veces, y necesitaremos la comida si tenemos que atravesar el cañón.

Noggin bailó como una hormiga gigantesca sobre una plancha caliente.

—¡Brandeth, me estás haciendo traición! —gritó.

—A mí me parece todo lo contrario. Pero voy por los caballos de Morgan y, si tengo suerte, los conduciré a través del río.

—¡Los conducirás al infierno! —aulló Noggin.

—¡Los conduciré adónde se me antoje!

—¿Quién hizo este plan? ¿Quién organizó esta partida?

—Tú, pero me has ocultado el verdadero objeto de ella. No soy escrupuloso, y los muertos no pueden seguir pistas, pero no quiero saber nada de la muchacha, así es que voy a hacerlo a mi manera.

—¿Y qué voy a hacer yo?

—No me preguntes acertijos. ¡Ja! ¡Ja!

—Brandeth, eso son consejos de ese Arizona.

—¿Es que no puedo yo tener una idea mía? No tienes que echarle la culpa a Ames. Tú sólo la tienes.

—¿Te va a guiar Ames en la travesía del río?

—Dice que podría y supongo que lo hará, pero aún no lo ha prometido.

—¿Y yo, qué?

—¿A mí qué me cuentas?

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ésta sí que es buena! ¿Y si yo pongo a Morgan sobre aviso?

—Eso sería malsano, si yo me enterase —replicó Brandeth, amenazador—. Pero no puedes estorbarnos. El rancho de Morgan está media jornada más lejos que el cañón donde tiene la yeguada.

Noggin blasfemó, impotente, al darse cuenta del hecho que Brandeth, sardónicamente, advertía. Aquello acabó la discusión y, según opinión de Ames, toda amistad posible entre los dos hombres. Esto proporcionó a Ames una inmensa satisfacción. Si no le engañaba su conocimiento de ello, aquellos hombres se aniquilarían mutuamente. Ninguno había mostrado una cualidad grande. En una situación como aquélla, Rankin habría, hacía mucho tiempo, y a la primera señal de antagonismo, salido a tiros de la dificultad.

Noggin y Brandeth se fueron a acostar, y los otros dos les imitaron en seguida. Los últimos fulgores de la hoguera dibujaban sombras espectrales sobre las paredes de la caverna. Pronto se extinguió la última chispa de luz. Ames esperó hasta asegurarse de que todos dormían; luego, recogió sus mantas en silencio y se dirigió a tientas al sitio que había elegido. Allí se instaló con seguridad y con la certeza de poder dormir sin necesitar mantener un ojo abierto.

Los relámpagos surcaban el cielo de púrpura, y el viento rugía por el cañón. Gotas de agua se deslizaron por debajo del techo de roca y humedecieron su cara. El aire pesado refrescó, y la salvia despedía una fragancia húmeda y fresca.

Ames, debido a la larga siesta que durmiera durante el día, y a la preocupación que le producía el desenlace que aquellos ladrones precipitaban, estuvo despierto parte del tiempo. Durmió a ratos hasta una hora antes del amanecer. El golpear de un hacha le informó de que alguien estaba ya levantado. Permaneció aún un rato tendido, pensando. La pasada tormenta del desierto aún se cernía sobre el cañón, pero no había estallado.

Con la mente refrescada por el descanso, Ames repaso las contingencias que pudieran, probablemente producirse. Era muy posible que Brandeth y Noggin acabasen eliminándose amablemente en una tea escena de la cual Ames estaba ya cansado. ¡Si no…! Ames no quiso seguir pensando por el momento.

El ruido de los cascos le anunció que traían al campamento los caballos. Ames se levantó de un salto. Con las mantas bajo el brazo echó a andar por el borde del risco y pronto percibió el resplandor de una brillante hoguera en el campamento. Cuando llegó a él, descubrió que ni Brandeth ni Noggin se habían levantado aún. Amos tuvo un saludo alegre para Ames. Los caballos piafaban a la entrada de la caverna, iluminados por el resplandor de la, fogata.

Ames se apresuró a buscar su caballo. Cappy relinchó antes de que le viera. Lo apartó a un lado y, volviendo por la silla y las bridas, pronto le tuvo en disposición de viajar. Luego, buscó al cocinero.

—¿Y si llevásemos encima algunas provisiones?, —preguntó, e inmediatamente le dieron galletas duras, sal, carne, manzanas secas y una cantimplora. Aquel simpático cocinero le había cobrado afecto, y Ames se prometió tenerlo en cuenta.

Brandeth apareció en el campamento, sombrío y silencioso, cepillándose el largo y descuidado cabello. Noggin llegó por una dirección opuesta a la en que Ames le buscara, circunstancia que se prometió no volvería a ocurrir. ¡Era casi imposible ejercer una constante vigilancia! La costumbre es, a la larga, más poderosa que la más implacable voluntad.

El cocinero llamó a gritos y fue al instante insultado por Brandeth, que no había empezado el día en muy buena disposición. Luego, comieron de pie, apresurándose y sin pronunciar palabra.

—Acabemos de una vez —ordenó Brandeth.

Ames percibió a la luz de la hoguera la expresión de Noggin y de Brandeth. Apretó los labios y una corriente pasó por todos sus miembros. ¡Qué locos eran! ¡Con qué ceguera se lanzaban en pos de sus fines egoístas! Al final de aquel día alguno de ellos, probablemente los dos, habría dejado de interesarse por nada.

—¿Vienes con nosotros? —preguntó Brandeth a Noggin.

—Ya sabes que sí —fue la concisa réplica.

—¿Hasta dónde?

—Eso es cosa mía.

—Bueno, puedes hacerle compañía a nuestro guía —concluyó sarcásticamente Brandeth.

La última hora de oscuridad había pasado. Una penumbra pálida y opaca llenaba el cañón. Ames montó detrás de Brandeth, que seguía a su guía y a Noggin. Amos cerraba la marcha.

Ames, una vez a caballo y detrás del hombre que deseaba vigilar, mitigó la intensa tensión de sus nervios. La hora no había sonado aún, pero adivinaba que acuella expedición no acabaría en un robo de caballos, sino en una terrible tragedia, en la cual era más que probable que se viera envuelto.

Un olor de aguardiente que llegó a su nariz atestiguaba la costumbre común en tales hombres de fortificar su coraje y aumentar su pasión con falsos estímulos. En la siniestra meditación de Ames se destacó fríamente el hecho de que si estuviera a punto de enfrentarse con un enemigo, el que éste bebiera sería Io mejor que pudiera depararle su fortuna.

Comparada con la de otros muchos encuentros —vaqueros violentos, pistoleros y otros tipos notables que Ames había conocido en sus diez años de vagar por el Oeste—, gente de la calaña de sus actuales compañeros había tratado poca y muy de tarde en tarde. Pero siempre los había dominado con una vista clara, una cabeza firme y un nervio templado como el acero.

—De otro modo, no estaría aquí —murmuró para sí. Bajaron al trote por el cañón, sobre un buen sendero que seguía el cauce del río. El día amaneció nublado y oscuro, con nubes bajas que parecían colgar de las murallas. Pronto se empezó a estrechar el ancho abismo y la luz apenas podía penetrar en las tinieblas, entre sus paredes perpendiculares. La hierba era espesa y gruesa: el agua murmuraba sobre las rocas; entre la salvia se movían los venados. Cuando llegaron a una cerca de postes, Ames recordó su significado y comprendió porqué Brandeth le ordenó a Amos:

—Cierra esa puerta.

Otra vez volvió el cañón a ensancharse en grandes proporciones. Las nubes ocultaban la cúpula de magníficas torres. Heady se apeó del caballo y lo condujo hacia un resbaladizo sendero en la roca. Noggin miró hacia arriba y se dispuso lentamente a seguirle.

—¡Hay que trepar! —dijo Brandeth.

A Ames no le molestaban las cuestas como a Brandeth, según se deducía claramente de su tono. Empezaron a trepar por un sendero en zigzag, rara vez usado, lleno de piedras y de baches, siendo notorio que Brandeth seguía a Noggin pisándole los talones. Cuando Heady se detenía, y lo hacía con frecuencia, todos tenían que hacer lo mismo. Los caballos resoplaban y jadeaban los hombres. Ninguno volvió a hablar durante la hora larga y fatigosa que tardaron en llegar a la cima. Pero, una vez arriba, todos estallaron con más o menos violencia. La contribución de Ames fue de un apasionado encomio para la asombrosa y magnífica escena que apareció ante sus ojos.

Dirigió la vista al Este, donde los rayos rojos del sol, fantásticos y maravillosos, brillaban a través de montones de nubes. El sueño del desierto ondulaba en la distancia, surcado por una línea de luz rojiza, igual en la forma, si no en el color, al reflejo de la luna sobre las aguas. El sol no había conseguido aún aclarar el horizonte y la extraña refulgencia que despedía parecía algo sobrenatural. Las cimas de la serranía del Huracán se hincaban en las tormentosas nubes, que les daban una falsa altura y un efecto peculiar que Ames sólo pudo comparar con la aproximación de un huracán. Un resplandor siniestro de un rojo pálido envolvía las distintas montañas, como un velo irreal y bello.

El trueno retumbaba por el Este, sordo y detonante. Cárdenos relámpagos surcaban la nube purpúrea. Ni un soplo de viento acariciaba la cara sudorosa de los jadeantes viajeros. La atmósfera de la madrugada era húmeda, sofocante y pesada en extremo.

Los jinetes no cambiaron una palabra antes de volver a montar en el borde del cañón. Ames se volvió para mirar el agujero del cual habían salido. Las extrañas luces magnificaban su profundidad y su completa desnudez. Continuaron avanzando y todos los fenómenos de la tormenta y el desierto aumentaron en intensidad. Ames trataba de convencerse de que sólo presenciaba una salida del sol en una región yerma y terrible de la tierra.

Pronto llegaron adonde la llanura del desierto se elevaba en la base de la serranía del Huracán, que se erguía imponente, pero que parecía lejana. Cuando dieron la vuelta a su extremo norte, el sol abrasaba a través de las nubes. Al oeste de la serranía se abría un territorio surcado de cañones, vasto y desolado en aquel momento. El Norte se alejaba ondulante, desarrollando ese desnudo esplendor de la tierra que se llama Utah. A lo lejos se distinguían picos negros, murallas sonrosadas y extensiones sin fin de desiertos que partían de ellas.

De súbito, se dio cuenta Ames de que el guía se había detenida.

—Aquí se bifurca el camino —dijo éste, señalando—. Por aquí se va al cañón donde está la yeguada, cuatro horas largas de viaje cuesta abajo; y por aquí, al rancho de Morgan, a doble distancia, pero mejor terreno.

—¡Ah! Comprendo —replicó Brandeth—. ¡Nuestros caminos se separan en este lugar!

El tono de su voz, más que el contenido de sus palabras, hizo que todos dirigieran sus miradas sobre Noggin. El pensamiento de Ames volvió de súbito a la conclusión mortal que pesaba en la balanza. El momento había llegado como un relámpago. Brandeth había, arrojado el guante a la cara de su socio.

Noggin desconcertó a Ames. Si había llevado una máscara, que ahora se quitaba, era por el momento un hombre aún más impenetrable que antes. Desgraciadamente, el ala de su sombrero ocultaba los ojos maravillosos de que Ames siempre desconfiara.

Brandeth se deslizó de su silla y, de una zancada, se alejó del grupo. A Ames, sin embargo, le pareció que aún estaba demasiado cerca de él. Aquellos ojos de hurón de Noggin podían dominar sus movimientos igual que los de Brandeth.

—Steele, ¿quieres llegar a un acuerdo en este negocio?, —preguntó Noggin.

—Bien, no tengo muchas ganas, pero ¿cuál es tu idea?

El caballo de Noggin estaba quieto, pero cualquier vaquero hubiera visto que no eran sólo sus nervios lo que le hacía moverse. ¿Pretendía Noggin enfilar a aquellos cuatro hombres? La idea le pareció absurda a Ames, pero despertó su más viva curiosidad. Era algo que emanaba de la apariencia o maneras de Noggin. Ames percibió una impresión que obró sobre él como una sutil amenaza.

Y, en verdad, el lugar y la hora eran amenazadores.

—Iré contigo por la mitad de tus caballos, además de la cuarta parte que a mí me corresponde —dijo Noggin.

—No… ¡La cuarta parte! ¿Es que no sabes contar? Somos cinco.

—Sólo cuatro. Ames cambiará de opinión cuando sepa que yo soy Bill Ackers.

—¿Bill Ackers?

—Sí, Bill Ackers.

—¡Ja! ¡Ja! Apuesto a que a Ames le importa un bledo que seas Bill Ackers. Lo mismo Que a mí. —Pregúntale si viene con nosotros.

Ames reconoció allí una astucia superior a la capacidad de Brandeth, y tuvo una inspiración. El juego de Noggin no estaba aún claro, pero, ciertamente, iba en contra del jefe de aquel cuarteto. Noggin había leído en la mente de Ames, o bien estaba del todo seguro de que no se prestaría a robar caballos. Brandeth no hubiera debido nunca poner su inteligencia en luchar con la de nadie, sobre todo con la de Noggin.

—Ames, dile a este hombrecito de los ojos de rata que Bill Ackers te importa tanto como a mí, y que vienes conmigo —dijo, Brandeth.

—Lo siento; Noggin ha visto el truco. No voy —declaró Ames.

—¡Qué no vienes! ¿Cuándo has variado de opinión? —Nunca he pensado ir.

—¡Granuja! ¡Baja de ese caballo! —aulló Brandeth, alargando una mano rápida hacia la brida de Ames.

Tronó el arma de Noggin. Ames vio petrificarse la fiera expresión de Brandeth, y se arrojó de la silla. Apenas se había movido cuando tronó de nuevo el revólver de Noggin. Ames cayó con fuerza sobre las manos y esto le permitió volverse y dar un salto en el mismo instante en que Brandeth se desplomaba junto a él. Cappy saltó de costado y descubrió a Noggin con el revólver en alto, refrenando a su astuto caballo, Ames sacó el arma y disparó como un relámpago, hiriendo al caballo de Noggin. Éste relinchó y se encabritó convulsivamente para caer, arrojando a su jinete mordió el polvo. Con agilidad maravillosa y terrible se levantó en el impulso mismo de la caída. El revólver de Ames rugió escupiendo llama y plomo. Noggin dio una vuelta en redondo, levantando los brazos. Su arma saltó en el aire, cayó y se disparó, mientras él quedaba, rígido y sin apoyo, en una posición grotesca. Luego se desplomó.

Ames levantóse de un salto y contempló un momento a Noggin. Uno de los caballos relinchó, y sonó el golpear de unos cascos sobre la roca. Luego Ames se acercó a Noggin; le vio retorcerse y quedar inerte. Su revólver yacía a pocos pasos. Amos se había alejado y detenido a respetable distancia. Heady cabalgaba hacia donde estaba Brandeth, tendido de espaldas en el suelo.

Ames guardó su revólver y llamó a los otros dos hombres. Amos se acercaba despacio. Heady se detuvo y desmontó al lado de Brandeth. Cuando Ames llegó a ellos vio que el ladrón tenía atravesada la cabeza de sien a sien.

—¡Bill Ackers! ¡Cómo me ha engañado! —dijo Ames moviendo la cabeza—. Si no hubiera saltado rápido del caballo…

—Está muerto —dijo Heady con voz ronca.

—Sí, y también su consocio.

—Ames, ha estado usted terriblemente cerca de verse en el mismo estado —murmuró el mormón—. Todo ha ocurrido tan rápidamente… ¿Lo estaba usted buscando?

—Tenía barruntos de que ocurriría.

Amos se detuvo a unos cincuenta pasos y dijo en voz alta:

—Ames, espero que no tendrá usted nada contra mí.

—Nada, Amos; venga —replicó Ames—. Yo no he empezado la cuestión… Heady, acérquese y vea lo que tiene Noggin encima.

Amos acercóse y se apeó. Estaba pálido; sus ojos giraban en sus órbitas; luego se fijaron en las espantosas facciones de su patrón.

—Regístrele —ordenó Ames.

Brandeth llevaba un poco de oro y dinero sobre su persona, un reloj y un cuchillo, además de su revólver.

—Amos, creo que lo mejor es que se guarde usted eso.

Heady volvía con el arma, un reloj, una cartera de cuero, un cinturón y una pipa con guarniciones de plata, de Noggin. Los ojos del mormón brillaban como si presintiera una fortuna.

—Estaba bien forrado.

—Así parece. Veamos —respondió Ames, y abrió los extremos del pesado cinturón. A cada lado de un largo rollo de águilas dobles había un fajo de billetes.

—Me parece que no es de buena sombra ese dinero —continuó Ames, devolviendo el cinto al boquiabierto mormón.

La cartera contenía papeles, que Ames se guardó para examinarlos más tarde.

—Heady, guárdese ese dinero y lo demás que tenga encima.

—No hay nada más, excepto la silla, que, desde luego, la quiero —respondió Heady.

—Amos, la pequeña expedición ha fracasado. ¿Qué va usted a hacer?

—Si le da a usted lo mismo, Ames, tomaré el caballo de Brandeth y me volveré al campamento. Recogeré el equipo y trataré de llegar a Nevada.

—Desde luego, me da lo mismo —replicó Ames.

—Sólo me gustaría saber que la próxima vez se ha alistado con gente decente.

—Hasta la vista, Ames —dijo el cocinero con una mirada breve y firme; luego montó y cogió de la brida el caballo de Brandeth, alejándose a trote ligero por el camino del cañón.

—Heady, voy a ir al rancho de Morgan a contarle lo que ha ocurrido —dijo Ames—. ¿Quiere usted venir?

—Sí, si no me denuncia usted.

—¿Volverá usted con su esposa y sus dos hijos?

—Puede usted estar seguro de que si.

—¿Será usted honrado y decente? —continuó Ames con severidad.

—Ames, juro por los Profetas que lo seré —exclamó el mormón. Estaba sudando y en extremo agitado—. Todo lo que yo necesitaba era un poco de dinero para salir de las deudas y comenzar de nuevo… Y debe de haber miles en este cinturón.

—Seguro, y puede usted guardarlo sin remordimiento de conciencia. El dinero significa poco para mí. —¡Nunca le olvidaré a usted, Arizona Ames!

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