Arizona

Arizona


XV

Página 17 de 20

XV

Ester pensó que el no tener un momento para reflexionar era lo mejor que podía haberle ocurrido. Apenas había quedado satisfecha de su apariencia, cuando los hombres entraban en el vestíbulo.

Su padre los estaba saludando cuando ella abrió su puerta y entró. Él se detuvo en medio de una palabra.

—¡Bien, señorita Ester! —exclamó Joe, radiante.

—¡Hola, Joe! —replicó Ester, adelantándose con una sonrisa—. No me presente a su amigo. Ya nos conocemos. Luego, levantó la cabeza y alargó la mano a Ames.

—¿Cómo está usted, señor Ames? —dijo, completamente tranquila, en apariencia—. No le reconozco, pero estoy segura de que es usted el señor Arizona Ames.

Y era, en verdad, difícil de reconocer en aquel hombre al terroso y barbudo jinete de ayer. Su mano era firme y fuerte. Ella vio y sintió el poder de unos ojos singularmente azules, cuya mirada podía sostener sólo por lo alborotado de su espíritu.

—De todas maneras, me alegro de que nos presenten formalmente —dijo él, con el acento frío y perezoso del meridional—. Y si eso es un cumplido que usted me hace, se lo devuelvo.

—¡Tímido! ¿Qué es lo que había soñado Joe? Aquel hombre parecía el más sereno y dueño de sí que Ester había conocido en su vida. Pero Joe había dicho que Ames sólo tenía miedo a las muchachas bonitas. Era, pues, evidente que a ella no la incluía en esta categoría.

—Muchas gracias, señor Ames —continuó Ester, con una sonrisa.

Luego, se acercó a su padre, que esperaba con un aire de orgullo, mezclado de sorpresa y perplejidad.

—Hija, estás muy guapa, pero no nos hemos reunido aquí para distraernos —dijo.

Iría lo mismo a un Consejo de Guerra —replicó ella enigmáticamente, y le dio un beso—. Padre, de hoy en adelante, cuando se traten asuntos desagradables en el Trabajoso, quiero estar presente.

—Ya veo que Joe ha hablado contigo —dijo con resignación su padre.

—Joe no ha hecho más que contestar a unas preguntas. No le regañes, pues yo sola hubiera llegado a la misma decisión sin ayuda de nadie.

—Me recuerdas a tu madre —murmuró él—. Ya eres una mujer, Ester… Bueno, buena. ¿Vienen esos vaqueros, Joe?

—No. He insistido, pero Mecklin no ha querido venir. Dice que ya ha dado cuenta de lo que sabe y que no puede añadir más. Stevens parecía preocupado, pero ha afirmado lo mismo.

—Vamos a mi habitación —dijo Halstead, y sin soltar a Ester de la mano, los condujo a una estancia grande que ocupaba toda una cabaña. Era sencilla y tosca, pero habitable. Los intersticios entre los leños habían sido tapados con arcilla; un buen fuego ardía en el hogar de piedras amarillas.

—Siéntese, Ames —continuó—. Y tú también, Joe, aunque no recuerdo haberte visto nunca sentado. —Acercó un viejo sillón para Ester—. Este sillón, como sabes, era de tu abuela. Es casi lo único que me queda de mi antigua casa. Era una mujer muy lista, que nunca se acobardó ante nada, así es que lo más apropiado es que lo ocupes tú mientras te iniciamos como directora de los negocios del Trabajoso, aunque demasiado tarde, me temo. —Se volvió hacia su escritorio—. Yo no puedo hablar sin fumar. ¿Quiere un puro, Ames?

—No sabría qué hacer con él —repuso el vaquero—. Fumo cigarrillos, cuando tengo la suerte de disponer de ellos; viniendo desde los Flat Tops no la he tenido.

Estaba de pie al lado de la chimenea, y era tan alto que podía apoyar el codo en el revellín de piedra. Ester vio por un momento su bien cortado perfil, su mejilla curtida y su mandíbula fuerte y cuadrada. Rápidamente bajó la vista cuando él se volvía.

—Joe me ha dicho que ha venido usted siguiendo el curso del río —comenzó Halstead, con el cigarro encendido en una mano, recostado en su silla y mirando con franca curiosidad e interés a su visitante.

—Y andando la mayor parte del camino —replicó Ames.

—Entonces, ha tenido usted más tiempo y mejor oportunidad para ver mi rancho. ¿Qué le parece?

—¿Es todo este Valle del Trabajoso su rancho?

—Sí, esas laderas quemadas y los prados de la ribera. Poseo mil acres y tengo derecho a los pastos de todo el valle.

—Es un rancho grande en una región grande. ¿Hay otros muchos cerca?

—Ninguno. El más próximo es Jim Wood, al otro lado de la cordillera, a diez millas o más. Nunca hemos visto una vaca ni un novillo suyo por este lado. Hay una selva por en medio.

—Creo que no he visto en mi vida un rancho mejor —afirmó Ames, como pesando sus palabras.

—¿Para qué? Para los arces y los venados, para cazadores y pescadores, que es lo que se están haciendo mis hijos; para Ester, que ama las flores silvestres.

—Sí. Me parece que para ellos es muy bueno —replicó Ames, dirigiendo a Ester una sonrisa comprensiva—. Pero me refería al ganado.

—¿Y por qué lo cree usted así? —demandó Halstead, quien, sin duda, esperaba que Ames compartiese su opinión y renegase del valle.

—Se quemó hace cuatro o cinco años y…

—Cinco —interrumpió el ranchero—. Un año antes de que yo lo comprase a un individuo llamado Bligh, que tuvo en él ovejas y vacas. Antes que él, sólo cazadores acampaban aquí. Bligh prosperaba, pero el fuego le arruinó y yo se lo compré barato.

—Tuvo usted suerte. Bligh habría seguido prosperando si hubiera sabido lo que se hacía. El fuego hizo el rancho. La hierba habrá empezado a brotar este año y pasarán muchos antes de que vuelvan a invadirlo los árboles, y eso se puede impedir.

—¡Hum! ¿De manera que tengo un buen rancho?

—Muy bueno. Este Trabajoso le hará a usted rico en menos de cinco años, y en diez doblará su capital.

—Ames, si no lo estuviera mirando a usted y no me hubiera respondido Cabel de su juicio, me reiría —exclamó Halstead—. ¡Me reiría!

—Seguro. Puede usted reírse, de todas maneras. A mí no me importa.

—Ames, he perdido doscientas cabezas de ganado desde que se ha fundido la nieve. Comen alguna hierba venenosa, se hinchan y mueren, El año pasado perdí otras tantas.

—Espuela de caballero. Usted no sabe cómo remediar eso y ha tomado unos buenos vaqueros.

—Espuela de caballero. ¿Qué es eso?

—Yo lo sé, padre —interrumpió Ester—. Es una de las flores silvestres que a mí me gustan tanto.

—Eso es, señorita —confirmó Ames—. Pero para el ganado es una mala medicina… El hecho es, Halstead, que la espuela de caballero ya no es una gran amenaza para los ganaderos. Lo era antes. Ahora sabemos qué hacer con ella. El ganado come esa planta, que forma un gas dentro. Indigestión, creo que se llama. Se hinchan, y si no se les pincha pronto para aliviar la presión del gas, se mueren.

—¡Pincharlos! —murmuró con asombro Halstead.

—Sí. Se les pincha con un instrumento fino, redondo y largo. Si no ha pasado demasiado tiempo, todos se reponen. Luego, unos cuantos vaqueros buenos pueden acabar en una estación con la espuela de caballero.

—¡Espuela de caballero! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —exclamó Halstead, poniéndose rojo—. Perdona, Ester, si le hago la competencia a Joe.

Pero no renegó en voz alta, aunque, evidentemente, se desahogó del todo. Luego, encendió otro cigarro y añadió:

—¡Soy un ranchero formidable!

—No se moleste demasiado por ello —dijo Ames—. Es usted nuevo en el oficio, y en este Colorado hay muchas malas hierbas y pocos ganaderos buenos.

—Ames, ha acertado usted en lo que Joe ha jurado que acertaría —continuó Halstead, mascando la punta de su cigarro—. Quizá me puede usted iluminar otra vez. Los ladrones me han robado, por lo menos, la mitad de mi ganado. Quinientas cabezas en esta temporada. Cien, últimamente, la semana pasada, según Mecklin. No puedo soportarlo. Otro golpe me arruinará.

—He oído a sus vaqueros hablar de ello —repuso Ames, sin la menor señal de sentimiento en la voz, que hacía un notable contraste con la de Halstead— y deduzco que no es trabajo de cuatreros.

—¡Cuatreros! ¿Y cuál es la diferencia entre cuatreros y ladrones de ganado?

—Hay una diferencia muy grande. Si fuera obra de un cuatrero, tardaría usted en descubrir quién era y cómo operaba, y cuando consiguiera acorralarle… Bien…, entonces lo sabría usted. Pero en el caso de un vulgar ladrón de ganado, lo más probable es que beba en el pueblo con sus vaqueros…

—Sí, y con mi hijo —interrumpió con amargura Halstead—. Ese ladrón se llama Clive Bannard y procede del Este, según dice. Tiene un lugarteniente, Barsh Hensler, que vive en Yampa; hasta qué punto han pervertido a Fred, que es mi hijo, no lo sé, pero he oído lo bastante para angustiarme.

Ester se adelantó en su asiento, resistiendo una excitación que le hacía casi imposible guardar silencio. Ames levantó su mano morena con gesto lento y deprecatorio.

—Halstead, he visto al muchacho esta mañana hablando con Hensler al lado del camino. Le he dado a Joe las señas del que discutía con su hijo. Seguro que era Hensler. Esta misma mañana, más temprano, estaba yo sentado en el porche observando a Fred, que se paseaba arriba y abajo. Estaba preocupado. La señorita Ester salió y oí muchas cosas que no estaban destinadas a mis oídos. Es cosa que me ocurre con frecuencia. Creo que ahora podemos atar cabos. Fred es un muchacho muy joven y nuevo en el Oeste. Ha querido divertirse y se ha excedido. Ha jugado (lo que quería de su hermana era dinero) y, sin duda, por ese medio le han inducido a alguna cosa fea. He visto ocurrir esto muchas veces. Pero Fred es honrado en el fondo. Podría echarse a perder si todos ustedes le dejasen, pero aun así, lo dudo. Muchachos con una familia como la suya, la madre que debe de haber tenido, y una hermana como la que tiene, rara vez se pierden definitivamente. Todo lo que Fred necesita es curtirse en esta vida. Apuesto a que Joe opina como yo. ¿Qué te parece, Joe?

—Absolutamente en todo opino como tú —respondió Cabel, y, aunque se dirigía a Ames, miraba a Ester.

—Ames, me saca usted de un abismo por los cabellos —exclamó con fervor Halstead.

Ester se levantó impetuosamente.

—Señor Ames, haga lo mismo por mí… Pero no me levante usted para dejarme caer otra vez.

En su celo, olvidó el natural tumulto de su pecho y la resolución a que su apuro la había empujado. ¡Qué triste la cara de aquel hombre! Ella se sentía fascinada por la insondable profundidad azul de sus ojos.

—Ustedes son nuevos en estos pequeños detalles de la vida del ranchero —replicó sencillamente él—. Pero yo no veo ninguna causa de inquietud por aquí. Joe les ha enseñado a esos hermosos niños una porción de palabrotas…

—¡Arizona, yo no les he enseñado! —protestó Cabel.

—Pero si le colgasen a él, creo que las olvidarían pronto —continuó Ames sin hacer caso de la interrupción—. Ronald no jura tanto, y lo dejaría pronto si lo dejase Brown.

—¿Quiere usted quedarse a ayudarnos, señor Ames? —rogó Ester con una dulce franqueza, absolutamente involuntaria y extraña a la engañosa fascinación que había provocado.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —Halstead se reía golpeando la mesa con un poderoso puño—. Ya lo veo a usted tratando de quitarme de encima esta carga de los ladrones de ganado.

—Seguro; eso es menos que la espuela de caballero —respondió Ames con su inimitable acento.

Halstead se levantó de un salto, con la mano extendida, como si la vida y la esperanza flotasen en el aire y pudiera cogerlas con sólo apresurarse. Se acercó a Ames y se enfrentó con él solemnemente.

—Ames, le he dicho una vez que me había usted impresionado y se lo repito ahora. Estoy fracasando aquí; fracasando donde hay grandes oportunidades de prosperar. Yo no lo sabía. Últimamente todo me atormentaba. Mi hijo me parecía un perdido, y yo podía morirme o ser asesinado por alguno de esos bandidos. ¿Qué sería de Ester, de Gertrudis y de los niños? Han llegado a amar este sitio. Todo lo perderían y tendrían que marchare. Dios sabe dónde. Pero si tuviera un hombre como usted, que pudiera enderezar a Fred y proteger a las muchachas y a los chicos, si me ocurriera una desgracia no me revolvería inquieto en mi tumba… ¡Quédese en el Trabajoso!

—Se ponen ustedes en lo peor. Con mucho gusto me detendré en Yampa, de paso, para presentarles mis respetos a Bannard y a Hensler… Pero ahora ya están ustedes bien encaminados y no me necesitan. Aquí Joe…

—Compañero —interrumpió Cabel, que también había dejado su asiento—, a mí me parece una buena idea.

Por algo te perdiste y vagaste luego hasta llegar aquí. Le he dicho a la señorita Ester que era un acto de la Providencia y antes le había dicho a Halstead que si conseguía hacerte quedar, sus dificultades habrían acabado.

—Joe, le estás hacienda traición a un amigo a quien debías estar agradecido —dijo sombríamente Ames.

—Ya lo sé, Arizona —continuó Joe, tragando fuerte. Ester se preguntó por qué era para él tan difícil y reprensible pedirle aquello a Ames—. Pero la cuestión tiene otro aspecto. El Trabajoso te necesita. Yo me quedaré con los Halstead todo el resto de mi vida. Las muchachas y los niños lo son todo para mí… Y, Arizona, tú que llevas años, catorce años, rodando por los ranchos, ¿no estás cansado de…? Ya sabes lo que quiero decir.

—¿Cansado? ¡Si pudiera volver a ver el Tonto y a Nesta y a ese muchacho que ha bautizado con mi nombre!

Se alejó para apoyarse contra la ventana. Joe había perdido la armadura de aquel meridional frío y exasperante. Ester vio una negra angustia empañar el fuego azul de sus ojos. ¡Nesta! ¡Una mujer que había bautizado a un hijo con su nombre! Allí estaba su secreto. Ester sintió una quemazón sin nombre en las profundidades de su ser.

De pronto vio que Joe le hacía señas, que ella entendió al punto, y cruzando la habitación hacia la ventana, puso sobre el brazo de Ames una mano no muy firme.

—También yo se lo ruego. ¿Se quedará usted?

Ames se encaro con ella; la sombra de dolor se había desvanecido de sus ojos.

—¿Qué si me quedaré aquí, en el Trabajoso? —preguntó sonriendo.

Entonces fue cuando la emoción le dio a ella coraje, cuando realmente le miró.

—Puede usted cambiar el nombre, si quiere —contestó ella respondiendo a su sonrisa—. ¿Tiene usted compromisos a los que pudiera ser desleal si se quedase?

—Ninguno, señorita Halstead.

—Pero ¿y esa Nesta?… —tartamudeó Ester inconscientemente empujada por el deseo de saber—. Habló usted de una manera extraña.

—Nesta es mi hermana gemela. No la he visto en trece años, pero la última vez que he tenido noticias de ella, hace más de dos años, estaba bien, era feliz y prosperaba.

—¿Su hermana gemela? ¡Tiesta! Me alegro. ¿Hay alguna otra?

—No.

—Entonces quédese con nosotros.

—¿Me lo pide usted… así…, señorita Halstead? —inquirió, inclinándose para estudiar su cara.

—Sí. Sólo hace una hora que le conozco a usted, pero ¿qué representa el tiempo? Siento… que puedo confiar en usted.

—Niña, yo no merezco tal…

—Yo no soy una niña —interrumpió ella, y, en efecto, empezaba a darse cuenta del misterio y el encanto de la mujer.

—No, no lo es… Pero me gustaría que fuera usted de la edad de Ronald… ¿Qué es lo que ese maldito cocinero le ha dicho a usted de mí?

—No mucho, aunque yo le he preguntado —replicó Ester, y comprendió que si alguna vez en su vida había de decir la verdad, tenía que ser entonces—. Me ha dicho que es usted tímido con las muchachas bonitas y que huye usted de ellas; así es que me he puesto todo lo guapa que he podido (que no ha sido mucho, me parece) y he salido a ver qué ocurría.

—Creo que está usted equivocada en eso de «que no ha sido mucho». ¿Y qué es lo que ha visto usted?

—Que no ha huido usted de mí; de modo que debo de ser completamente fea; así es que, por lo que a su debilidad se refiere, puede usted quedarse sin miedo.

—¡El sinvergüenza! ¡Decirle a usted eso! —rezongó Ames—. Creo que no tengo escape… Pero, desde luego, hay un peligro, señorita Halstead.

—¿Se refiere usted a los ladrones de ganado? —preguntó ella rápidamente.

—Se me había olvidado. —Se volvió, libertándola del encanto azul que parecía sujetarla, y dirigió la vista hacia el valle y las colinas—. Si hay un peligro, señorita, no es para usted. Era broma. No hacía más que jugar con las palabras, como cualquier otro vaquero; pero creo que me quedo.

—¡Se queda!

—Y soy yo el afortunado. Sólo quisiera que no me tuviera usted que conocer como Arizona Ames.

—¡Se queda! ¡No sé cómo darle las gracias! —Ester se sintió dominada por no supo qué cúmulo de mezcladas emociones. Se dio cuenta de que estaba colgada de su brazo. Aflojó la mano y se volvió hacia su padre, sonriendo a través de sus lágrimas.

La segunda quincena de septiembre había llegado y, con ella, los días ardientes del verano indio.

Ester había subido más que nunca por las laderas del Trabajoso, hecho que estaba en consonancia con la elevación de su espíritu, y que señalaba más de un cambio en los negocios del rancho Halstead; en este caso particular, demostraba que ya no tenía miedo a pasear sola.

Desde la cresta del último cerro a que subiera, miró con sentimiento su camino hasta la loma de más abajo. Se destacaba fuertemente su línea quebrada sobre la sólida y floreciente masa de flores color lila, de belleza insuperable. Ester miraba como en un sueño. Había subido por en medio de una espesa sabana de flores silvestres. En una mano llevaba un ramo de asteres, ejemplares especiales y exquisitos de cuatro diferentes tonos: púrpura, lila, heliotropo y azul; y en la otra, cinco claveles escarlata, cereza, rosa y magenta; el quinto era de tan variados y adorables matices, que no hallaba para él un nombre adecuado.

Aquellas flores no prosperaban con la misma exuberancia en las laderas más bajas, aunque sus colores normales prevalecían a todo lo largo del río.

Hacía mucho tiempo que Ester deseaba llegar al bosquecillo de tiemblos que ahora alcanzara. Desde su ventana del rancho lo había contemplado, viéndole brillar más dorado cada día, fascinándola con la aventura de las cimas. Cerca estaba el pequeño y encantado jardín, un llano donde crecían algunas docenas de temblorosos álamos de blanca corteza, vestidos con su espléndido y dorado ropaje otoñal. Estaban separados unos de otros por varios pies de distancia, pero su follaje se mezclaba en un dosel que temblaba y se estremecía, como si cada hoja llorase por las muchas que se despedían de la vida, y pronto todas debían caer para aumentar la dorada alfombra sobre la hierba. Y por entre esta alfombra de oro, acá y allá, por todas partes, se elevaban majestuosas y adorables pajarillas blancas y azules.

Ester halló un asiento de hierba al pie de un álamo allí dejó a un lado sus flores, su sombrero y los gemelos que llevaba colgados de los hombros. Se recostó contra un árbol para contemplar sin cansarse las pajarillas, que parecían saludarla; la murmuradora bóveda, que casi ocultaba del todo el cielo azul; la ladera de lilas, el valle dormido y como velado por una gasa, la casa del rancho, abajo, a lo lejos; las laderas de enfrente, ondulantes y alegres, elevándose una tras otra hasta la región de los palos negros, desolada sobre un fondo de floresta, y las magníficas cúpulas de las lejanas montañas.

No había prisa; la hora parecía suspendida, dulce, silenciosa, infinitamente grave, tan bella que le causaba dolor en el corazón. Estaba sola. Una hora así en las cimas que dominaban el Trabajoso, no sólo le compensaba las penas, las dudas y las preocupaciones pasadas, sino que la desposaba con el Colorado para toda su vida. No sabría explicar por qué, pero lo sentía con viveza. Ahora podría amar al Trabajoso hasta en la muerte del Invierno, porque siempre sería una promesa para el verano y para aquella florida estación.

Ester nunca había estimado en poco su capacidad para el amor, pero ahora se extrañaba ante su asombro desarrollado. Su padre, los niños, Gertrudis, el mismo Fred habían entrado en el engrandecimiento de sus afectos, pero extraño y maravilloso era, en verdad, que aun aquello pareciera poco comprado con la potencia de otro amor. Un jinete flexible, de mandíbula cuadrada, de cara curtida y ojo penetrante, había ganado su adoración.

Nunca había negado los diferentes grados de aquella cosa irresistible que había convertido las horas en semanas, pero hasta última hora no se había dado cuenta de su poder. Su vergüenza, su miedo, su secreta y egoísta esperanza habían desaparecido. No comprendía por qué había de vivir en perpetua contienda consigo misma por amar a un hombre. Siempre había contado con acabar amando a alguno, desesperadamente quizá, pero ahora que había llegado a ello, quería ser feliz, no desgraciada. Y se hundía en una exaltada felicidad, por lo menos allí arriba, absorta en la grandeza y liberación de aquella soledad. Pero ¿podría ella sostener aquella elevada emoción, conservarla siempre, acallando los instintos y deseos que, contenidos dentro de sí misma, eran causa de su inquietud?

El ganado descendía por el valle. Veía los numerosos puntos rojos y blancos confusos sobre el incierto fondo. Había sido conducido más abajo, fuera de la zona de las hierbas venenosas. Ester requirió los gemelos y recorrió con ellos las laderas, consciente de qué y a quién deseaba ver. Pero no había jinetes con el ganado, y un rebaño de alces pastaba mezclado con los toros. Ester contempló el majestuoso monarca de aquel rebaño. Se mantenía un poco apartado, y con frecuencia levantaba la cabeza para mirar su alrededor. Sus magníficas astas parecían las raíces invertidas de un árbol. Era peludo, blanco y gris. ¡Con cuánta libertad y brío erguía su noble cabeza! El toque de una trompeta retumbó por el valle.

Y observando y escuchando, gozando de aquella elemental soledad, pensando y soñando, llegó Ester a la asombrosa pregunta de cuándo, cómo y porqué había llegado a amar a Arizona Ames.

El cómo y el porqué se resolvieron juntos con la sola deducción de que, siendo mujer, no podía evitarlo. Pero el cuándo, era el misterio que la fascinaba, que la hacía a la vez humilde y furiosa, impotente y agradecida. ¿Qué le importaba saber cuándo, puesto que el hecho desnudo era bastante? Mas era su modo inconsciente de elogiar a Ames lo que ella no podía resistir.

Quizá cuando apareció ante ella aquel día (¿podían haber pasado sólo tres semanas?), un jinete exhausto y macilento, pero, sin embargo, la figura pintoresca de sus sueños. O quizás a la siguiente mañana, cuando, sentada en su habitación, rígida y sin aliento, sus oídos atentos para no perder ni una de las graves palabras que Joe Cabel le decía a su padre, su corazón se llenó con la conciencia de que aquel jinete, Ames, era maravilloso para su viejo amigo, pero terrible para ella. 0, casi con certeza cuando tuvo la temeridad de mirarle a los ojos, aquellas dagas azules que se clavaban en ella, y le pidió, le rogó que se quedase en el Trabajoso.

Algo incalculable y trascendental le ocurrió entonces, pero su análisis no la dejaba convencida de que fuera aquél el momento en que se enamoró de Ames. Su hermana. ¡Celos! Él se había perdido por aquella Nesta, así lo había dicho Joe. Ester tenía que oír aquella historia algún día, antes de juzgar y vencer aquellos innobles celos. ¡Qué cosa tan extraña, tan cálida y tan terrible, los celos! O quizá le habían vuelto insidiosamente, por la gradual animación de su padre, su alegría y su antiguo ser enérgico y optimista. La realización de esta verdad dejó una señal en la vida de Ester. ¡Cómo había llorado sola en la oscuridad! Luego, el día inolvidable en que Brown entró en el vestíbulo con una trucha tan larga como su brazo, la criatura más asombrada, más feliz y más sucia del mundo.

—¡Mira, Ester! —había gritado, con los ojos como dos luces—. Arizona me ha enseñado cómo pescarlas. Pero tengo que dejar de hablar mal. —Y la maravilla era que había dejado de hacerlo.

Y más tarde, Fred, ocupando la plaza de Mecklin en el cuidado de los rebaños. ¡Aquello había sido un suceso! Ester recordaba la hora de la mañana en que su padre, con pocas y terminantes palabras, despidió a Mecklin.

—Oye, Fred —había dicho Ames, de aquella manera que podía significar buen humor, bondad o amenaza—, toma tu caballo y tu revólver, porque vas a montar conmigo.

Fred había mostrado las primeras señales de alegría desde hacía muchos días, y se había lanzado al trabajo como un pato al agua, según la expresión de Ames. Lo que Halstead no había conseguido nunca de su hijo, lo hizo Ames con unas pocas palabras. ¿Cómo explicarlo? Había algo poderoso en la personalidad de aquel hombre. ¡La fama de su nombre! Aunque Ester creía estar disgustada con ella, nunca dejaba de estremecerle. Otra vez había escuchado, escondida, el relato de Joe a su padre y a su hermano de cómo había matado Arizona a aquel infame ranchero, Rankin.

¿Fue aquélla la hora de su rendición? Si era así, ¿qué había hecho de ella el Oeste? De ella, a quien de niña nunca se le permitiera leer novelas, que a los catorce años había dado una lección de doctrina en la escuela dominical. ¡Pero qué sabía nadie lo que se escondía en ellos!

No pudo llegar a una conclusión definitiva. La catástrofe era resultado de todos aquellos incidentes y de los estados de ánimo por ellos engendrados. Y quedaba el hecho abrumador de que amaba a Ames más de lo que jamás creyera que podría amar, que ya era bastante.

Siempre en su presencia tenía que vivir una mentira. Tenía que ocultar sus sentimientos cuando deseaba ser sincera. Una palabra o una acción casual podía levantarse como un traidor para delatarla. Y lo peor es que deseaba ser delatada. No tenía vergüenza, pensaba con la vergüenza más apasionada Había momentos en que se lamentaba de su estado, y otros, como los que pasaba en las floridas laderas, en que glorificaba su humillación.

¿Pero qué hacer? Ester suspiró. Allí arriba se sentía feliz y venturosa; pero en el rancho había veces… De súbito, con las mejillas encendidas, recordó un incidente de otro día. Había ensillado y montado su caballo para dar su paseo y estaba a punto de partir cuando Fred y Ames aparecieron a pie.

—¿No es una hermosura, Arizona? —había dicho Fred. Ester aceptó agradecida el cumplido, cuando Ames lo echó todo a perder.

—No está mal, pero el aparejo que lleva es una vergüenza —replicó Arizona.

Luego, sin notar el rubor de Ester, puso una mano fuerte sobre las de ella, que apretaban el borrén, y dio una sacudida a la silla.

—¿Es que no puede usted acordarse de cómo le he enseñado a cinchar un caballo?

—No, no puedo —replicó ella débilmente, pero retadora. Mientras él apretaba la cincha como es debido, Ester tuvo que permanecer allí sentada, temblando al ligero contacto de sus rápidas manos, horrorizada por un súbito y violento deseo de echarle los brazos al cuello. Seguramente, no había sido aquél un momento engañoso, pues debía amarle desde antes para poder caer en tan ignominiosa aberración mental.

A última hora de aquella tarde, Ester emprendió un camino apacible por entre las flores, jurando que no arrancaría ninguna más, pero cuando llegó al arroyo, tenía los brazos llenos. También su corazón parecía lleno, si no de flores, por lo menos de su esencia y belleza. Más significativo que este memorable paseo era el hecho de que el ruidoso y alborotado torrente pareciera bajar cantando, feliz, a través del valle.

Ir a la siguiente página

Report Page