Arizona

Arizona


VII

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VII

Lanzó un grito y, desprendiendo sus brazos del cuello de Lany, se arrancó violentamente de su abrazo.

—¡Dios mío! —exclamó, y la mano temblorosa que señalaba a Ames volvió hacia sus labios entreabiertos.

Lany permaneció un momento como si se hubiera vuelto de piedra. Luego, se estremeció, se encorvó y volvió con el arma extendida y los cabellos erizados.

—¡Hola, Lany! —dijo Ames con frialdad, rígido ante la vista de aquél revólver.

—¡Arizona! —murmuró el vaquero, apareciendo la angustia en su fiera expresión.

—El mismo. Esto es un accidente. Pasaba por aquí por casualidad.

—¡Accidente! ¿Y esperas que me crea eso? —demandó con voz ronca Lany.

—Si no fuera accidente, nunca me hubieras visto, Lany. Vuelve en tus cabales ahora.

—No importa. De todas maneras tengo que matarte.

—Piensa de prisa, muchacho —dijo Ames bruscamente—, antes de que pongas: las cosas peor. No tienes derecho a matarme. Soy tu amigo.

—¿Amigo?… ¡Si pudiera creerte! —jadeó el angustiado joven.

—¿Quién es…, Lany? —tartamudeó la muchacha.

—Es el vaquero nuevo de quien te he hablado. Arizona Ames.

—¿Arizona Ames? —repitió ella, como si su corazón buscase algo en aquel hombre.

—Sí, señorita; yo soy Ames —dijo éste, acercándose de modo que sólo les separaba el árbol.

—¿No me conoce usted? —preguntó ella.

—Tengo una idea, pero no estoy seguro.

—Yo soy la mujer de Grieve.

—Tanto gusto —respondió Ames quitándose el sombrero—, y siento no conocerla en circunstancias más felices.

—Es inútil, Arizona —exclamó Lany con pasión Es duro, pero te tengo que matar… Ningún hombre puede ver lo que has visto tú y vivir…

—Sí, es muy duro, Lany —contestó Ames—, pero mírame a los ojos, muchacho, y si no te puedes fiar de mí aprieta el gatillo, pero te advierto, Lany, que no es fácil que lo puedas hacer más aprisa que yo.

El vaquero tembló por la violencia de sus emociones al tratar de sostener la mirada penetrante de Ames. Era varonil, pero parecía débil en aquel momento.

—No me preocupo por mí, Arizona —dijo respirando fuerte.

—Ya lo sé. Piensas en el honor de la señora Grieve. Bien, Lany, ese honor está tan seguro conmigo como contigo.

El brazo con que Lany sostenía el arma perdió su rigidez. Su cara cambió.

—No le puedes matar, Lany —dijo la muchacha—. Sería un asesinato.

—¿Qué es un asesinato para mí? Mataría a todo el rancho por salvarte de la ruina.

—Te he dicho que mi ruina se había consumado ya, pues no puedo seguir viviendo en mentira. Odio a Crow Grieve y pienso decirle la verdad.

—¡No, por Dios! —gritó Price—. Te ahogaría.

Ella cogió el brazo sin fuerza de Price y tiró de él de manera que el arma desapareció. Luego, inclinándose un poco, puso las dos manos sobre el tronco para serenarse, y fijó una mirada escrutadora en los ojos de Ames. Mientras ella ganaba seguridad, Ames reajustaba impresiones equivocadas.

En circunstancias normales la joven hubiera sido más bonita. Allí, blanca como el mármol, con sus grandes ojos oscuros; aterciopelados y trágicos, con los labios entreabiertos, rojos y trémulos, con el cuello y el pecho palpitantes, estaba maravillosa.

—Confío en él, Lany —dijo con sencillez.

El momento fue emocionante para Ames. Tener que matar o inutilizar a aquel muchacho enloquecido por el amor, hubiera sido una cosa terrible. Ames pasó sus piernas por encima del tronco y se sentó en él, en medio de los dos; una de sus manos se posó en el hombro del muchacho, y su mirada en ella.

—Gracias; me alegro —dijo sentidamente—. Ahora, escuchadme. Conozco vuestros amores desde hace varias semanas, y me temo que algunos de los demás sospechan algo. De MacKinney estoy seguro, pero hay cosas que Mac no dice, por lo menos yo puedo convencerle de que no las diga.

—¿Sabía usted… que Lany… y yo… nos queremos? —preguntó ella sonrojándose.

—Bueno, de que usted le quisiera a él no estaba tan seguro; pero él estaba loco. Yo sabía que salía usted a entrevistarse con él, y confieso que tenía de usted ciertas ideas raras. ¡Una joven… de menos de veinte años… con un hijo! La cosa tenía mal aspecto. Sigue teniéndolo, pero el haberla visto a usted con Lany y haberla oído, la hace diferente.

—¿Es usted amigo de Lany?

—Seguro. Y he estado despierto muchas noches, tratando de encontrar un medio de ayudarle.

—Arizona, amo a Lany con toda mi alma —confesó ella—. Pero aún no he sido verdaderamente infiel a mi marido.

—Así lo creo —replicó lealmente Ames—. Lany me tenía muy inquieto. Cuando un hombre está perdidamente enamorado no se puede decir si es bueno o malo. Pero desde que la he visto a usted, casi he decidido que es usted muy buena, aunque muy joven y desgraciada.

La confianza y la bondad de Ames acabaron con su compostura.

—¡Oh Lany!, —sollozó—. Me da fuerza y esperanza… Mi dignidad sangraba. Él nos ayudará.

—Desde luego, les ayudaré —declaró Ames comprometiéndose a no sabía qué. Atrajo hacia sí a la desconsolada joven, hasta que descansó la cabeza en su hombro—. Ahora, Lany, cuéntame tú.

Lany guardó su arma en la pistolera y, cuando levantó la cabeza, mostró la cara húmeda por las lágrimas.

—Arizona, a ti te parecerá una niñería —comenzó—. Vi a Amy el primer día que llegó a Wyoming. Fue en Granger, adonde llevó el coche para traer a Grieve a casa. Ella me miró y la vida no ha vuelto a ser la misma para mí. Me enamoré de ella lo mismo que me hubiera podido caer de un risco. Yo ni soñaba con ello entonces, pero ella se enamoró de mí también… Yo quise dominarme. Procuré apartarme de su camino. Si hubiese sido hombre me hubiera marchado; pero no lo era bastante para eso. La suerte estaba contra mí. Dos veces nos quedamos juntos y solos. La tarde en que la traje del rancho de Stillman pasamos horas hablando. Yo veía que no era feliz, que… le gustaba yo… Luego, un día, río arriba, la encontré sentada en una peña. Se había caído del caballo y no podía andar. Su caballo se había escapado. La ayudé a montar en el mío… Cayó en mis brazos… Era demasiado.

Lany se enjuga la húmeda cara con manos temblorosas.

—La llevé a su casa y por el camino nos lo dijimos todo. Le dije que estaba loco por ella y que tendría que dejar el rancho. Ella no quiso oírlo. Me quería… Desde entonces nos hemos estado viendo. Pocas veces al principio y casi siempre de noche. Después necesitábamos vernos con más frecuencia… Y hoy Amy me ha asustado y he puesto el deseo homicida en mi corazón. Grieve es una bestia alcoholizada. La pega, la maltrata… Ella es una esclava. Y me ha jurado que no puede soportarlo más; que le dirá la verdad y le dejará: Lo hubiera hecho hace mucho tiempo de no ser por el niño. Cuando has llegado tú trataba de persuadirla de que guardase nuestro secreto, de que resistiese por ella. Yo me iría y no la volvería a ver nunca más.

Ames guardó silencio un momento. Lo que sentía principalmente era que se le había quitado un peso de encima. Luego una tristeza invadió su espíritu. Por dondequiera que pasaba, la vida parecía la misma, y el amor una cosa gloriosa y terrible. El único amor que él conocía, el de Nesta, le había traído angustia, dolor y noches sin sueño, pero no era comparable con el que abrumaba a aquellos amantes. Ante él se sentía acobardado. ¿Qué podría hacer para ayudarles? ¿Qué era justo y qué era injusto? Entonces sintió moverse la cabeza de la muchacha, y en su movimiento y en la cara que le mostró, presintió Ames una ciega e irreflexiva confianza en él que le ligaba y le comprometía. Sus ojos eran tan diferentes de los de Nesta como unos ojos podían serlo, pero en ellos ardía la misma belleza, la misma sorda tragedia a través de la cual brillaba la esperanza.

—Bien, bien —comenzó, volviendo a hallar su antiguo acento frío y perezoso—; pues no es una historia tan terrible. Yo temía que fuera peor. Se enamoraron ustedes… El Todo poderoso lo habrá querido así, sin duda alguna… Pero, ahora que recuerdo, estaban ustedes muy juntitos cuando les he sorprendido.

—Sí, Arizona, nos ha sorprendido —admitió Lany, bajando la cabeza.

—Amy, usted abrazaba a Lany de una manera escandalosa —continuó Ames hablando para hacer tiempo y bromear un poco.

—Sí, y no me avergüenza —repuso ella valientemente—. Le he dado un millón de besos. ¿Qué esperaba usted, Arizona Ames?

—No lo sé —contestó Ames, pensativo—. Nunca he tenido una muchacha que me quisiera, y temo que estoy perdiendo mucho.

—Habrá usted huido de las muchachas —dijo ella.

—Sí, huir de las muchachas y de todo lo demás es casi lo único que he hecho durante seis años… Bien, volviendo a su historia, no es tan terrible, excepto en lo referente a la brutalidad de Grieve. ¿No es así, Amy?

—Así es.

—Yo sabía que bebía mucho, pero he conocido hombres muy bebedores y que, sin embargo, no eran tan malos.

—Grieve bebe siempre —declaró ella con desdén—. Es su vida; el aguardiente es su aliento. Nunca pasa media hora, salvo cuando duerme, sin que deje lo que está haciendo para entrar y salir y volver con esa tosecilla peculiar del que acaba de beber. Muchas veces se emborracha hasta quedarse como un leño; eso es lo mejor, pues entonces le puedo acostar, pero cuando sólo está medio borracho, entonces… ¡oh! Entonces es… ¿qué le puedo llamar? —estalló con vibrante pasión—. ¡Una bestia que me araña, que me arranca los vestidos, que me pega! ¡Una fiera! ¡Un negro!

Ames sintió el hervor de su sangre. No se atrevió a bajar la vista hacia ella y miró a lo lejos, entre los pinos, las nubes doradas que se amontonaban sobre las montañas. Oía la respiración violenta de Lany.

—¿Está usted segura de que no exagera un poco? —preguntó por fin.

Ella se desprendió de su brazo.

—¡Mire, Ames!, —y rápidamente se desabrochó y levantó la manga, exponiendo un brazo blanco y redondo cuya belleza estaba acompañada por la señal negra y azul de unos dedos—. ¡Mire! —continuó, y se abrió la blusa para mostrar en la curva del hombro un oscuro cardenal—. ¿Exagero? ¿Quiere que le muestre las señales de sus puntapiés?

Ames maldijo en voz baja.

Lany salió, con un esfuerzo, de su asombro y de su horror.

—¡Nunca me habías contado eso, Amy! —rugió.

—Ahora te lo digo —respondió en son de reto.

—¿Has temido que le matase? —jadeó Lany.

—Sí, pero ahora espero que lo hagas. —Luego, de súbito, cayó en sus brazos. Ames tuvo que soportar, allí sentado, su llanto, sus tiernos reproches, su olvido y demás evidencias de su dolor.

—No se preocupen por mí —dijo por fin—. Pero el tiempo vuela.

Lany, teniendo aún a la muchacha en brazos, se volvió con una cara que estremeció y asustó a Ames.

—Arizona, por ella, dime qué hago.

—Nada, por ahora —replicó Ames sencillamente—. Desde luego, no acercarte a Amy hasta que tracemos el plan que hemos de seguir.

—No puedo estar lejos de ella. Y cuando lo intento, ella me envía a buscar —dijo Lany con desesperación—. Esta mañana, por ejemplo, Mac me encargó un trabajo, y Amy me ha enviado una nota con el hijo del ama de llaves, dándome una cita aquí.

Ames levantó las manos.

—Señora Grieve, se arriesga usted…

—¡No me llame señora! —exclamó con violencia la muchacha.

—Muy bien, Amy. Pues no debía usted hacer eso.

—Pero yo soy un ser humano —protestó ella.

—Sí, ya lo veo. Terriblemente humano. Pero, de todas maneras, no tiene usted ningún juicio.

—No puedo vivir, no quiero vivir sin verle.

A Ames le pareció entonces peligrosa, bella e irresistible; una criatura extraña por la que cualquier hombre arriesgaría su vida.

—Juegan ustedes con la muerte —dijo Ames con gravedad—. Si les descubren, y es cosa razonablemente segura que les descubrirán, Crow Grieve matará a Lany, y si no la mata a usted, será peor que si la matase.

La cara de ella palideció al oír esto, y sus ojos buscaron los de Lany.

—No me importa lo que me hiciera a mí, pero si matase a Lany, le asesinaría con mis propias manos.

—Creo que tendría usted valor para hacerlo… Pero se olvida usted del niño, Amy. No es usted leal con él. ¿Es un niño?

—Una niña, Arizona. Rizos dorados, ojos azules… Nadie diría que fuese hija de Grieve.

¡Condenación! ¡Una niña! ¡Qué crecerá para ser como Nesta y como usted!

—¿Quién es Nesta? —preguntó Amy con curiosidad.

—Una hermana gemela mía… Dulce como una flor y silvestre como un venado.

—Arizona, así no vamos a ninguna parte —interrumpió con desesperación Lany.

—Sólo hay dos sitios a donde puedas ir con una mujer. El uno es el cielo, donde supongo que acabáis de estar. Y al otro vas a ir si no tienes mucho cuidado.

—¿Quiere usted decir al infierno?

—Sí, Amy.

—No irá solo —dijo ella sencillamente.

Ames se había dado cuenta hacía tiempo, de que con aquellos dos jóvenes estaba manejando pólvora y fuego. Se levantó del árbol en que estaba sentado y empezó a pasear. La joven se acercó a él y se cogió de su brazo.

—Está usted angustiado, Arizona. Lo siento. Quizá fuera mejor que guardase nuestro secreto y nos dejase luchar solos.

—¡Pobres chicos! Creo que no puedo hacer eso.

¡Es usted bueno! —exclamó ella—. Nunca he tenido un hermano. ¡Cuánto le debe de querer Nesta…! Arizona, usted sabe que no podría soportar mucho más tiempo a Grieve. No podría aunque no estuviera por en medio Lany. ¿No lo comprende usted?

—Sí.

—Tengo que llevarme a la niña y esconderme donde él no me pueda encontrar.

—¿Cuántos años tiene usted, Amy?

—Aún no tengo veinte, pero me parece que tengo cien.

—Es usted menor de edad. No es usted dueña de sí misma, especialmente si sus padres la han confiado a Grieve.

—Eso es lo que hizo mi padre. Me vendió a Grieve. Le debía dinero. Pero siempre he creído que mi padre no lo hubiera hecho si hubiese sabido lo que es Grieve.

—Grieve podría, pues, hacerle volver con la niña. Si aguarda usted la mayoría de edad entonces llevaría la mejor parte.

—¡Más de un año! —dijo ella estremeciéndose—. ¡Ahora que sé lo que es amor! Es imposible, Arizona.

—Ya me lo figuraba —murmuró Ames con una pequeña sonrisa—. Sentémonos. Se me están cansando las piernas… Ven aquí, Lany.

Se sentaron juntos debajo de un pino; Ames, pensativo; Lany, abatido y desesperado; la joven, pálida y resuelta.

—Creo que me escaparé —declaró ella solemnemente—. Y si me coge, acabaré con la niña y conmigo.

—¿Ves, Arizona? —exclamó Lany—. ¿Ves con lo que tengo que luchar? A no ser por mí, ya lo hubiera hecho.

—Tienes que luchar con algo muy fuerte —convino Ames, dejando deslizar por entre sus dedos un puñado de amarillentas agujas de pino—. Pero no dejaremos a Amy llegar tan lejos.

—Arizona, tú no conoces a mi amor —dijo Lany con triste ironía—. No podrías contenerla ni con una pareja de mulas.

¿Qué dice usted a eso, Amy?

—Que una vez lanzada, nadie me detendría —afirmó ella.

—Bien, jóvenes, por lo que veo, la única esperanza que les queda a ustedes es esperar que Grieve se muera.

—¡Pero si es joven y fuerte! ¡Vivirá muchos años! —protestó Amy, tomando literalmente sus palabras. Lany Price, por su parte, se puso mortalmente pálido.

—¿Cuánto tiempo va a estar ausente? —inquirió Ames.

—Nunca puede decirse. Cuando dice una semana, vuelve antes, y cuando dice un día o dos, tarda más.

—Amy, ¿tiene Grieve alguna sospecha de que pudiera usted…?

—Sospechas y celos de cualquier vaquero. ¡Oh! ¡Es odioso!

—¿No particularmente de Lany, entonces?

—No lo sé. Pero es astuto. Estoy en un perfecto estado de terror, lo mismo cuando está en casa que cuando está fuera.

—Pues para ser una muchacha siempre aterrorizada, me parece que tiene usted mucho valor —observó Ames.

¡Valor! Tengo menos que un conejo. Soy una terrible embustera, Arizona.

—No, eso no lo puedo creer.

—Pues lo soy, de todos modos.

—Amy —dijo con leal repudiación—, puedes haber tenido que mentirle a Grieve, a mí nunca me has mentido.

Ella dejó escapar una carcajada burlona y argentina que dejó asombrado a Ames.

—¿Qué no? Yo soy todo mentira… Yo produje adrede todos los accidentes para quedarme sola contigo. Yo me enamoré de ti y juré que haría que me amaras o moriría… aquella vez que me llevaste a casa en brazos… yo descubrí adónde ibas, te seguí, ahuyenté mi caballo y me puse en tu camino. Pretendí haberme hecho daño, pero no era verdad. Y cuando me llevaste en brazos, antes de darme cuenta de lo que ocurría me estabas besando.

—¡Amy! —exclamó Price, desgraciado y feliz al mismo tiempo.

Ames se levantó.

—Pero esas mentiras no las tienen en cuenta los hombres, sobre todo cuando se dicen por ellos. Ahora hará usted lo que yo diga: no decirle nada a Grieve, tener mucho cuidado en sus entrevistas con Lany ahora, mientras su marido está ausente; y cuando vuelva, no se verán ustedes en absoluto, ni le enviará usted notas.

—¿Hasta cuándo?, —inquirió ella, llevándose las manos a los labios, y con los ojos, en los cuales apareció un brillo singular, fijos en 61.

—Mientras Grieve esté fuera, y mientras esté en casa la próxima vez.

—Lo prometo, Arizona. Por estas cruces —y después de unir la acción a la palabra, le tendió la mano sonriendo—. Y durante este tiempo, ¿hallará usted un sitio en el que pueda esconderme, o me llevará usted mismo a él, o encontrará usted algún medio de sacamos a Lany y a mí de esta terrible situación?

—Ésa es mi promesa, Amy —afirmó él—. ¿Y tú, qué dices, Lany? —continuó dirigiéndose al vaquero—. ¿Supongo que ayudarás a Amy a cumplir la suya?

—Lo juro, Arizona —dijo Lany con los labios blancos y tragando saliva.

—Muy bien, muchachos; ahora me siento mejor. Os dejo y os aconsejo que no permanezcáis aquí hasta la mañana. Ya empieza a ponerse el sol. No necesitaréis mucho rato para deciros adiós. La verdad es que no sé nada de besos, pero calculando un segundo para cada uno y contando quinientos o seiscientos, no se necesita tanto tiempo…

Lany se echó a reír para ocultar su embarazo…

—Arizona, no le creía sarcástico —dijo Amy, decepcionada, y se acercó a él con una chispa brillante y peligrosa en sus grandes ojos.

—¡Buena la he hecho! —murmuró Ames al darse cuenta de que su esfuerzo para parecer inocente no le había salido del todo bien.

—¿Cree usted que somos dos jóvenes tontos?

—No, Amy, no es precisamente eso.

—Se ríe usted de los besos, Arizona, y me entran deseos de darle a usted uno —afirmó ella, empujándole contra el tronco.

—Hazlo, Amy —dijo Lany—. Enséñale. A este maldito vaquero no le ha besado nunca nadie.

—¿No, Arizona?

—Sí, hace años, en bailes y reuniones. Y la hermana de que le he hablado, Nesta, acostumbraba besarme. Pero nunca he tenido novia.

—Eso me parece lo más asombroso, Arizona, pero no lo creo. —Le cogió de las solapas del chaleco y le miró con dulzura, medio en broma medio en serio, con gratitud por su simpatía y su auxilio, y también con el instinto sutil de una mujer que defiende su sexo—. Voy a darle a usted un beso, Arizona.

—No, Amy, por favor —se apresuró a decir él con tremendo embarazo y tratando gentilmente de escapar.

—Cierre los ojos, cobarde —ordenó ella.

—¡Señor! Pues si va usted a besarme, tengo que verlo —estalló él.

—Arizona, esto es en serio. Voy a fingir que soy la novia que ganará usted algún día. ¡Ya llegará! Lany y yo esperamos que sentirá usted lo que nosotros sentimos ahora.

Con las mejillas encendidas se empinó sobre la punta de los pies; tuvo que saltar para llegarle a los labios, que le besó de lleno y con calor.

—¡Ya está! —exclamó, retrocediendo, un poco asustada, pera sin perder del todo su audacia.

—¡Ya lo ha hecho usted!, —y saltando por encima del tronco, se escapó por el bosque hacia su caballo. Montó y se alejó del sendero para evitar encontrarse con sus amigos otra vez, internándose en el bosque y dirigiéndose hacia el rancho.

Por entre los claros de los pinos veía la verde ladera, los reflejos del sol sobre el río, la amplia cañada y las montañas negras con coronas de oro y blanco, las nubes inflamadas por la puesta de sol.

—¡Pobres muchachos!, —soliloquiaba Ames—. ¡Tan inocentes como dos ángeles…! ¡Señor, qué mujer! ¡Igual que Nesta, aunque no se parezca en la cara! Quisiera que no me hubiera besado. Si yo tropiezo con una mujer igual, hará de mí lo que quiera… Siempre estoy metiéndome en conflictos… Mis sentimientos pueden más que mi cabeza… Y, no cabe duda, tendré que matar a ese negro bastardo de Crow Grieve.

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