Arizona

Arizona


IX

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IX

Los riscos rojos de la Sierra del Huracán, la más extraña de las formaciones del desierto, ardían bajo el sol del estío. Cálida y polvorienta, barrida por los vientos, le parecía un infierno al jinete solitario que se enfrentaba con ella.

Desde el Gran Cañón, este irregular y majestuoso alzamiento de las rocas, amarillo, gris y rojo, con negras manchas de floresta, se extendía hacia el Norte a través de la frontera de Arizona y se internaba en Utah.

En sus diez largos años de vagar de rancho en rancho, no había visto Ames nada igual a aquel sublime y desolado Utah, y se alegraba de que las circunstancias le hubieran conducido a él. ¡Qué contraste tan extraño y tremendo con su amada Cuenca del Tonto! Veía en su mente las lomas cubiertas de pinos, los tumultuosos y ambarinos arroyos brillando al sol entre sicómoros, las flotantes y doradas hojas de los arces, el fruto rojo de los enebros, las rugosas laderas elevándose hasta las cimas negras y doradas sobre el cielo azul. Veía el profundo Remanso de la Roca, aquel agujero negro de donde rescatara a Nesta. ¡Cuánto tiempo hacía, y, sin embargo, con qué viveza recordaba! ¡Querida Nesta, con sus cabellos como rayos de sol y sus ojos como dos azules estrellas! Cuánto hubiera dado por verla otra vez. Aquél era el tercer intento en tres años, pero aún vivían hombres que le esperaban y vigilaban su regreso. Con qué salvaje gozo les hubiera procurado esa satisfacción, pero con semejante acto no hubiera contribuido a la felicidad: de Nesta. Era feliz, así lo decía en su última carta —más de dos años habían pasado desde que la recibiera—, y Sam prosperaba y los mellizos se criaban bien. Rich era grande y fuerte; se parecía a su tío, amaba la selva y los sombreados arroyos.

—Me gustaría conocer a ese muchacho —musitó Ames, y se preguntó si alguna vez lo conseguiría. A cada paso parecía que los riesgos y los azares se multiplicaban para él. Había vuelto a entrar en Arizona desde Nuevo Méjico, por las Montañas Blancas, y al fin, al llegar al Cibeque, una conversación en un campamento con un compañero accidental, le hizo dirigirse otra vez hacia el Norte.

Se detuvo en William, un campamento maderero, donde compró vituallas y cambió uno de sus caballos por una mula de carga. Entró en una taberna, cosa a la cual se aventuraba pocas veces en los últimos años, y allí fue reconocido por uno que jugaba a los naipes con otros tres.

—¡Arizona Ames!

Ames no reconoció al individuo, que era, sin duda, un vaquero, ni amigo ni enemigo. Saludó y siguió adelante. En el corral, Ames interrogó al muchacho que cuidaba de su caballo.

—Ove, chico, ¿dónde diablos irías tú si quisieras perderte?

—Al otro lado del cañón —replicó el muchacho con una mirada brillante y astuta—. En Utah, con los mormones. Nunca le encontrarán, ni nadie le conocerá allí.

—Tomaré el consejo, y tú toma esto —dijo Ames, dándole su último dólar.

El viaje por el camino de Havasupí hasta el Gran Cañón; la travesía a nado del Colorado, un río de cieno; la ascensión al peligroso Shimuno, a través de las soledades del Siwash, fueron dos semanas de tremendo esfuerzo que dejaron a Ames sin acémila, hambriento, exhausto y perdido en Utah. No le preocupaba a Ames perderse. Nada le importaba gran cosa. Salvo la muerte, todo le había ocurrido. La muerte y el amor: lo primero, siempre se había apartado de su camino, y lo último, siempre había huido de él. Pero sentía que Nesta había llenado esta necesidad desde que él podía recordar a la hermanita gemela de brillantes cabellos.

Por ninguna región de todo el Oeste que él conociera o que hubiera oído nombrar, podría haber cabalgado con tanto placer como por aquel desolado territorio de purpúreas hondonadas, de tórridos páramos, de alturas brillantemente coloreadas y barridas por los vientos. Si los mormones prosperaban allí, eran en verdad gente maravillosa. Una mirada a la vasta llanura salpicada de matas de salvia, o al cañón lleno de rocas y maleza, o a la inmensa ladera amarilla y desértica que ascendía hasta las rojas cimas, fue suficiente para convencer a Ames de la naturaleza árida de aquel país.

Continuó cabalgando con la esperanza de hallar algún rastro de ovejas o de ganado, o huellas de caballos que le guiasen a un campamento, rancho o villorrio. Tenía sal y carne de venado en las alforjas y se había visto otras veces más próximo a morirse de hambre, pero le molestaba un continuo dolor de estómago.

La llanura, salpicada de matas de salvia, deslumbraba bajo el sol del mediodía; amarillos remolinos de polvo se elevaban como colosales embudos invertidos a través del desierto; sabanas de arena se levantaban y azotaban la maleza; el espejismo dibujaba engañosas vistas que aparecían y desaparecían como por arte de magia; en la distancia se distinguían mesetas aisladas, largos promontorios que surgían del nebuloso horizonte, paredes de rocas rosadas y riscos dentados como la hoja de una sierra, que se dibujaban sobre un cielo cobrizo.

La serranía del Huracán cerraba el Oeste a la vista investigadora de Ames. A lo lejos, en su extremo sur, se veía la tenue línea quebrada del cañón, oscura, mística y sombría.

Ames continuó avanzando. Era lo único que podía hacer. Conservó la dirección Norte —con tanta aproximación como le era posible guiándose por el sol—, que le llevaría, a través de un pasto, a la Sierra del Huracán, a menos, pensó, que la galerna se los llevase a él y a su caballo. La cálida ráfaga parecía salir del cañón y, obstruido su paso por la sierra, gemía y rugía con más firmeza sobre el desierto de arena y salvia. No veía hierba bastante para alimentar a una cabra, y llegó el momento en que tuvo que dejar a su inteligente caballo elegir el camino, mientras él se protegía ojos y cara contra el polvo y la candente arena. Sin duda, aquel viento huracanado se levantaba con el sol, aumentaba durante el día y cesaba al atardecer. Era preciso que dejase a su caballo buscar refugio.

Hacia media tarde dejó el caballo la arena por las rocas, y Ames vio que había cruzado un sendero y que, internándose por él, descendía. Pronto le protegieron contra los vientos y el polvo unas paredes bajas. Cambio oportuno. Ames se enjugó la cara húmeda y los ojos doloridos. Otro consuelo siguió pronto: cabalgaba a la sombra.

Había entrado en una estrecha y áspera garganta que rápidamente se hacía más ancha y más profunda. Ames descubrió que su caballo seguía huellas frescas en el camino. Desmontó para ver lo que podía deducir de ellas y calculó que, unas horas antes, habían pasado por allí cuatro caballos herrados.

Volvió a montar para seguir internándose con creciente interés por aquel cañón. Ames pensó en los miles de cañones a que había descendido en su vida; ninguno se parecía a aquél. A una milla de la entrada, las paredes tenían mil pies de altura, y un poco más lejos esta altura se había doblado. Además, eran inaccesibles. Quebradas, astilladas, llenas de cavernas y peñascos, interrumpidas a veces y coronadas por colgantes rebordes, por ninguna parte era posible que hombre ni caballo pudiera escalarlas. El suelo era llano, excepto donde llegaban los aludes desprendidos de las murallas. Un cauce seco, de bajas orillas, serpenteaba por el centro de la quebrada. La poca hierba que había estaba quemada por el sol; la salvia había corrido la misma suerte. El único verdor que animaba aquellas rocas abrasadas procedía de los cactos que crecían aquí y allá.

Es invariable que los cañones, aun en el desierto, descienden gradualmente adonde corre el agua y crece la hierba. Ames hubiera buscado esta probabilidad aunque no existieran las huellas de caballo que iba siguiendo.

De cuando en cuando su vista penetrante descubría notables señales en los riscos, la mayor parte en la sombra de los rebordes. Una vez el camino pasaba al lado de una caverna en cuyas amarillas paredes había, distintamente estampadas, un número de manos rojas como la sangre. Ames se detuvo.

—¿Estoy soñando? —dijo alarmado.

Se apeó para investigar. Las manos rojas eran de pintura, y quizás habían sido estampadas allí en pasadas centurias por aborígenes o trogloditas. Eran de pequeño tamaño y forma perfecta, con los dedos extendidos. Aquellas manos habían sido sumergidas en pintura roja y apretadas luego contra la pared. ¿Quién las había puesto allí? ¿Qué significaban?

—¡Qué mundo tan curioso!, —soliloquiaba—. Casi tan malo ahora como entonces. Segura que cualquiera sabría entonces lo que quería decir, pero a mí no me dicen nada.

Quizás es una indicación para que me vuelva… Mala suerte la mía, tener siempre muchas manos ensangrentadas ante los ojos. Pero mi conciencia está tranquila.

Ames continuó. Desde aquella caverna, cada pocos metros de la notable quebrada presentaba evidentes señales de habitación prehistórica, jeroglíficos en negro y amarillo, crudas figuras de pájaros, serpientes y animales, entre los cuales reconoció Ames al venado y al oso; paredes lisas en todos los lugares protegidos.

También presentaba el cañón señales de haber sido utilizado como cementerio. Pequeñas sepulturas a 10 largo de la base de las paredes, hechas de piedras, ligadas por una substancia roja más dura que la roca. Estas sepulturas eran cortas y estrechas, y todas habían sido profanadas. Después de un rato, sin embargo, Ames observó que había muchas intactas, a gran altura sobre su cabeza. Excitada su curiosidad, dedujo que en los años o siglos transcurridos desde que aquellas sepulturas superiores se construyeron, el cañón había sido ahondado por las aguas hasta el nivel a que ahora él cabalgaba, pero en otra época estaban a ras del suelo.

La puesta del sol y, luego, el crepúsculo pusieron fin al entretenimiento de Ames. Era hora de buscar un lugar para acampar. A lo largo de las paredes empezaban a verse algunas manchas de hierba y grupos de robles raquíticos; y en los rincones rocosos del cauce brillaban charcos de agua. Un poco más lejos, dedujo Ames, habría un lugar a propósito para que 61 y su caballo pasasen la noche.

No llegó mucho más allá, sin embargo. El cañón hacía un recodo y se ensanchaba por una mella en la pared derecha, donde el fuego brillaba a la sombra de las rocas. En el acto desapareció detrás de enormes trozos de piedra desprendidos de la muralla. El camino los rodeaba. Ames esperaba ser detenido a cada momento, pero conservó su caballo a un trote natural.

—¡Manos arriba!, —vibró una áspera orden.

Con un solo gesto, Ames detuvo su caballo y levantó las manos, tratando de ver detrás de una roca.

Un hombre alto, sin sombrero y en mangas de camisa, apareció apuntándole con el revólver.

—¿Quién es usted? —demandó.

—Nadie a quien merezca la pena detener, de eso puede usted estar seguro —repuso Ames con una seca carcajada.

—¿Qué desea usted?

—Una taza de café caliente y un panecillo es lo que mejor me vendría.

Su hablar frío y tranquilo ante la amenaza del arma, causó un efecto evidente.

—¿Luego qué?

—Dormir, aunque sea sobre las piedras —declaró Ames con fervor.

—Media vuelta… Ahora, apéese —ordenó secamente el hombre.

Ames cumplió la orden con el mayor cuidado.

—No avíe usted las manos y siga adelante.

—¿Por dónde? Me parece que veo dos caminos —dijo Ames.

—Por la derecha.

Ames obedeció; con pocos pasos dio vuelta al obstáculo de piedra y se encontró frente a una brillante hoguera. Las oscuras formas de tres hombres esperaban de pie, expectantes. Sillas y fardos estaban esparcidos bajo un reborde de la roca, cuyo ennegrecimiento atestiguaba que allí se habían instalado muchos campamentos. Al acercarse percibió Ames camas de campaña desenrolladas, de lo cual dedujo que aquél era un campamento de cierta permanencia.

—Mira a este individuo, Heady —dijo el captor de Ames.

Ames se detuvo a un significativo contacto en los riñones. Estaba iluminado por la luz de la fogata. Un hombre alto, delgado y andrajoso se adelantó, quedándose a un lado para no quitarse la luz Ames vio una cara cadavérica y unos ojos grises y penetrantes.

—No le he visto en mi vida, Steele —declaró el llamado Heady—. No es un mormón.

El aprehensor de Ames se adelantó y mostró a éste una cara morena y astuta, con ojos como dos cuentas brillantes, y la boca de labios apretados y dura mandíbula del hombre que guarda sus secretos.

—Bueno, ya sabemos algo —dijo despacio y bajando el arma—. Amos, ¿qué pensáis tú y Noggin de él?

Los otros dos del cuarteto rodeaban a Ames; el primero era un gigante rubio, barbudo y descuidado; el segundo, un hombre pequeño y delgado, entrado en años y con cara de hurón.

—Es un vaquero, Steele —dijo Amos—, y nos ha dado un susto de muerte por nada. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Lo que pensase el individuo de la cara de hurón se lo reservó para sí mismo.

—Bien, dénos usted ahora su filiación —continuó Steele.

Ames comprendió que, como muchas otras veces, había caído en mala compañía. Lenta y tranquilamente, bajó las manos y replicó de una manera que correspondía a sus movimientos:

—Seguro, en pocas palabras y bien dichas. Por razones particulares me metí en el cañón y bajé a Havasupí. Perdí mi acémila y las provisiones al atravesar el río a nado. Subí por el camino de Shimuno y, luego, me he perdido, cosa natural, pues este país es nuevo para mí; seguí caminando hacia el Norte. Cuando llegué a este cañón hacía mucho aire y me metí en él; no he visto las huellas de ustedes hasta que he llegado al fondo. Esto es todo… No sigan asediándome y dénme algo de comer y de beber.

—Bien, todos tenemos razones particulares para las cosas. No quiero ser curioso. Pero ¿cómo se llama usted?

—Ames, si le gusta.

—¿Ames? No sé; me parece raro.

—Debe de ser porque es mi verdadero nombre. Me llaman Arizona Ames.

—¿Arizona Ames? Me parece aún más raro. Soy buen fisonomista, pero no recuerdo los nombres. Bueno, Ames, siéntese y coma. Tenemos comida en abundancia y Amos sabe condimentarla.

—Gracias. ¿Me deja usted atender a mi caballo?

—Yo lo desensillaré y lo soltaré. Hay más abajo agua y hierba en abundancia.

—Se va a poner tan contento como yo —respondió Ames, y descubriendo una jofaina y un cubo de agua, dedicó a sus manos un cuidado que necesitaban mucho.

—¡Dios aprieta, pero no ahoga! Ya no podía resistir; más.

—¿Qué viene usted a hacer al país de los mormones? —preguntó Heady con curiosidad—. ¿Conoce usted a algún mormón?

—El único mormón que he conocido era un desbravador de caballos —replicó Ames doblando sus cansadas piernas para sentarse ante la comida—. El mejor muchacho del mundo, pero raptó a una muchacha de quien yo estaba a punto de enamorarme.

—¡Ja!, ¡Ja! ¡Ja! Los mormones tenemos talento para raptar muchachas, aunque no lo tenemos para nada más —confesó Heady.

Luego, Ames se dedicó exclusivamente a comer, aunque oyó la contestación de Steele. Comió una barbaridad, con deleite del gigantesco cocinero y del locuaz Heady. Steele tenía también buen apetito, y Noggin engullía observando y escuchando sin hacer comentarios.

—¿Un cigarrillo? —preguntó Steele al final de la comida.

—Venga —replicó Ames.

Y, después, todos, salvo el cocinero, se sentaron cómodamente alrededor del fuego.

—¿Arizona Ames? —se volvió a preguntar Steele, con sus ojillos negros y preocupados clavados en Ames—. No creo haberle visto a usted nunca, pues es usted un tipo fácil de recordar.

—Tiene usted un buen caballo —observó Steele con un deleite en la apreciación que no pasó inadvertido para Ames—. ¿Cómo le llama usted?

—Cappy. Es el nombre de un viejo amigo, un cazador que yo conocía.

—No está mal el nombre. ¿Cuánto tiempo hace que lo tiene usted?

—Unos siete años; es mío.

—¿Lo vendería usted?

—¿No le ha tomado usted nunca cariño a un caballo? —inquirió Ames.

—Es la única debilidad que he tenido en la vida, enamorarme de los caballos —confesó Steele, haciendo reír entre dientes a Heady y a Amos con esta salida. Noggin contemplaba el fuego con los ojos medio entornados.

Ames bajó los párpados para ocultar el salto de sus pensamientos. Dejó pasar la observación sin comentarios, y decidió proceder y hablar como un vaquero no muy inteligente y de experiencia vulgar.

—¿Busca usted trabajo? Preguntó Steele en una pausa de la conversación monopolizada por él.

—Sí y no —respondió Ames, y se dio cuenta de que la contestación había sido hábil.

—Les mormones necesitan buenos vaqueros, pero pagan poco —dijo Steele.

—Supongo que si fuera usted mormón no diría eso —contestó riendo Ames.

—Amos, Noggin y yo somos buenos cristianos, pero aquí, Heady, es un mormón; así es que tenga cuidado con lo que dice. ¡Ja! ¡Ja!, ¡ja!

Heady bajó la vista. La broma no le había hecho gracia. Ames acostumbraba observar las alteraciones en la cara de los hombres y la luz en la sombra de sus ojos; vio que Heady demostraba dolor o remordimiento por algo que había ocurrido.

—No tengo un céntimo y tendré que trabajar para un mormón, o para cualquiera que no sea muy minucioso con las referencias.

—Puede usted vender su caballo. Le doy cien dólares y el mío encima —dijo Steele con la persuasión del chalán de nacimiento y una nota en la voz desagradable para Ames.

—Gracias, Steele; lo tendré en cuenta —respondió pensativo. Sabía cómo desenvolverse en aquella situación y llegó de un salto a sus conclusiones.

—Somos de Nevada —continuó confidencialmente Steele—. Yo y Noggin somos socios y Amos es nuestro cocinero. Hemos perdido unos cuantos caballos en el Virgen. Han sido conducidos a este cañón y hemos contratado a Heady para que nos guíe, pero es lo mismo que buscar una aguja en un pajar.

—¿Un caballo salvaje les ha descarriado los suyos? —preguntó Ames con inocencia, sabiendo perfectamente que Steele mentía.

—Ladrones de caballos —informó Steele—. ¿Es usted uno de esos que pueden seguir la pista de caballos sin herrar, sobre las rocas?

—No; me gustaría —mintió Ames con frialdad—. Mis caballos están siempre herrados.

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Lo cual quiere decir que se ha pasado usted la mayor parte de sus días siguiendo pistas.

—Ha dado usted en el clavo —replicó Ames estirándose y bostezando—. Steele, estoy cansado y tengo tanto sueño que no puedo seguir con los ojos abiertos. ¿Tiene usted inconveniente en que me acueste aquí?

—Es usted bien venido.

—¿Dónde ha puesto usted mi silla y mis mantas?

—Ahí —señaló Steele—. Puedo darle a usted otra manta, aunque no necesitará usted ninguna. Hace un calor del diablo en este agujero.

Ames se hizo la cama fuera del alcance de una voz corriente y se acostó con un fuerte gemido. En realidad, estaba cansado y tenía sueno, pero no tanto como deseaba aparentar. Pronto empezó a imitar con gran acierto los ronquidos de un hombre muy cansado, pero la verdad es que estaba escuchando con todo el poder de unos oídos notablemente finos y adiestrados.

—¿Arizona Ames? ¿Dónde diablos he oído yo este nombre? —murmuró Steele en voz mucho más baja.

—Debe usted haberlo oído en algún sitio extraordinario, pues de otro modo no le preocuparía tanto —observó Amos.

—Yo diría que en la cárcel de la Ciudad del Lago Salado, si este individuo no fuera un honrado vaquero —dijo Noggin con una voz que hacía juego con su cara.

—¿Honrado? Ese vaquero es tan honrado como nosotros —afirmó Steele.

—¡Buen conocedor de hombres eres tú! —rezongó el otro en voz alta y despectiva—. Si fueras de otra manera, ¿estaríamos escondidos aquí?

—¡No tan alto! —gritó Steele, irritado y con la autoridad del jefe—. Podrías despertarle.

—Poco importa. ¿Qué piensas hacer con él?

—Por lo pronto, quiero ese caballo —respondió Steele.

—No he visto uno igual en mucho tiempo.

—Ha hablado como un hombre que quiere a su caballo. Tendrás que robárselo, y eso no será tan fácil. A menos que…

—Lo venderá con un poco de insistencia —interrumpió complacido el jefe.

—Deseas tanto las cosas, que te engañas tú mismo —contestó Noggin con su voz incisiva—. Tendrás que insistir mucho, sino me equivoco. Además, este forastero que dice llamarse Arizona Ames podría ser otra cosa que lo que pretende.

¡Arizona Ames! Este nombre suena en mis oídos como una campanilla. Me debo de estar haciendo viejo… ¿Qué quieres decir, otra cosa?

—Cuando le hiciste entrar en el campamento con las manos en alto, estaba demasiado tranquilo y tenía los ojos demasiado abiertos para gustarme a mí.

—Tranquilo, si lo estaba. ¿Pero qué importa lo que sea?

—Ha cambiado de una manera tan gradual que no me he dado cuenta hasta que hemos cenado, y me ha hecho pensar.

—Mucho mejor si anda huido. Lo descubriremos y, si es así, podemos tomarle para que nos ayude.

—Aconsejo en contra de eso con todas mis fuerzas —replicó con vehemencia Noggin.

—¿Por qué? Necesitaríamos un par de hombres vivos. —Tú eres el jefe. Mi última palabra es que tengas cuidado, no vaya a resultar demasiado listo.

—Noggin, eres capaz de echar un jarro de agua fría en todas las cosas —dijo Steele con disgusto.

—Me voy a dormir —gruñó el otro; y sus botas claveteadas rascaron las rocas.

Siguió un silencio. Los leños crepitaron en la hoguera. Alguien arrojó en ella un leño y las chispas volaron hacia arriba. En el cañón se oyó el lúgubre ulular de una lechuza.

Luego Steele cambió su sitio por uno más próximo a Heady y la, mayor parte de su conversación fue ininteligible. Ames percibió algunas de las frases de Steele, tales como: «¡Al diablo Noggin!». «Yo soy el jefe de esta cuadrilla». «Los caballos de Morgan». «Demasiado grande el rebaño». «Lund o Nevada». «Pensando mucho». «Atravesar el cañón».

Heady tenía poco que responder. Pronto los dos hombres imitaron a los demás y se acostaron.

Ames permaneció acostado, pensando y observando las inciertas sombras proyectadas por las llamas de la hoguera. Parecía indudable que había caído en una banda de cuatreros. Steele era fácilmente identificable como un bandido del Oeste, de larga experiencia. Ames consideró a Noggin el más peligroso. No veía en qué punto de la banda podía encajar Heady, el mormón, pero se inclinaba a creer que Heady estaba siendo persuadido o intimidado. Por lo demás, Ames pensó que proyectaban un robo contra un mormón llamado Morgan El rebaño que podían robar era, probablemente, demasiado grande para conducirlo a Lund o a Nevada, y se preguntaban si podrían llevarlo a través del Gran Cañón. Ames, recordando los senderos que había tenido que recorrer, el río rojo e hirviente y el espantoso rugir de las cataratas, más abajo del sitio por donde él había atravesado a nado con su caballo, pensó que los bandidos hallarían su justa retribución si lo intentaban. El pensamiento de Ames se desvió hacia los comentarios hechos sobre su caballo, y esto dio curso a otro orden de ideas que dejaban a Steele pocas probabilidades de longevidad. Luego se dio a pensar en lo que haría al día siguiente y, por fin, renunció a determinarlo; había que dejarlo para el momento mismo, y se durmió.

Se despertó temprano, pero fue el último en levantarse. Dormir noches y noches vestido y calzado no era lo más a propósito para encontrarse bien por las mañanas.

—Si está usted tan destrozado como parece, creo que no mintió al contarnos ese viaje a través del cañón —fue el saludo de Steele.

—El viaje no fue malo —replicó Ames—. Fue el caminar tan de prisa y el perder la cama y las provisiones lo que me fastidió. Me gustaría descansar aquí hoy, si no tienen ustedes inconveniente.

—Con mucho gusto le tendremos aquí. Me gustaría saber cómo ha cruzado usted el cañón. O es usted muy hábil o tiene mucha suerte. Pero ahora pienso que tiene usted un buen caballo.

Ames se dio cuenta de la derivación del pensamiento del cuatrero, pero no ofreció respuesta alguna a estas palabras. El agua caliente y el afeitarse, dos cosas que no había podido disfrutar en varias semanas, contribuyeron considerablemente a su comodidad y buena apariencia. Steele le dirigió una mirada inquisitiva.

—Es extraño que no me acuerde de usted, si le he visto alguna vez.

—Gracias. Tomo eso por un cumplido.

—Puede usted tomarlo.

—Buenos días, señores —dijo Ames alegremente a los otros.

Noggin fue el único que no replicó del mismo humor. La luz del día parecía acentuar la astucia de los rasgos de aquel hombrecillo, lo mismo que la siniestra maldad de Steele. El cocinero era un gigante rubio y jovial, agradable aun cuando fuera un ladrón de caballos. Heady parecía un hombre arruinado que hubiera conocido mejores días.

—Apuesto, Amos, a que no ha aprendido usted a guisar en campamentos —dijo Ames, al final de un buen almuerzo.

—No. Aprendí en un hotel de Missouri.

—¿Sí? No quiero ser indiscreto, pero me gustaría saber cómo ha venido usted a parar a hacer rancho por aquí.

Todos, excepto Noggin, se rieron de buena gana.

—Es una historia triste, Ames —replicó el cocinero.

—No me la cuente —dijo Ames—. Me podría dar la tentación de hacerle escuchar la mía.

Ames se puso a ayudar en las tareas del campamento (que estaban, según observó, a cargo de Amos), sin que nadie se lo pidiese. Después de verle hacer astillas de un abeto, Steele observó:

—Usted se ha criado entre bosques.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Está claro como el agua. Lo he conocido en su manera de blandir el hacha.

—Yo le puedo decir a usted dónde se ha criado, Steele.

—Apuesto a que no.

—No le tomaré el dinero, pero acepto la apuesta.

—¿Dónde?

—En Kentucky.

—¿En qué diablos lo ha conocido usted? —preguntó Steele asombrado.

—En la manera que tiene usted de decir «caballo».

—Me hubiera podido ganar el último céntimo… Es usted un tipo interesante, Arizona Ames. Observo que lleva usted el revólver muy bajo y que parece formar parte de su persona.

—Es un hábito. Me he acostumbrado a dormir con un buen revólver.

—Ya. ¿Y lo maneja usted con la misma destreza que el hacha?

—Mucho mejor —afirmó Ames sonriendo. Veía que Steele sentía una franca curiosidad y Noggin vivas sospechas.

—¿Puede usted hacer seis blancos en el as de espadas a veinte pasos?

—Steele, yo hago blanco en el as de espadas, de canto con tres tiros de cada seis.

—Eso son fanfarronadas o tonterías.

—Ninguna de las dos cosas.

—Pues, paso. Acertar en el as de espadas de plano es lo mejor que he hecho nunca, y siempre me ha parecido que era bastante.

—Y lo es.

En esta coyuntura, Noggin terció en la discusión, y rió con la agradable charla que caracterizaba a Steele y a Ames.

—Le apuesto cincuenta a que no —interrumpió. Cualesquiera que fueran sus motivos, la astucia los regía.

—¿Cincuenta qué? —preguntó Ames con un tono diferente.

—Dólares.

No tengo ni uno, pero le apuesto mi revólver contra un cigarro a que si arroja usted su sombrero a lo alto le hará dos agujeros antes de que vuelva a caer.

Antes de que Noggin pudiera contestar, Steele dio una palmada.

—¡Ya te tengo, Arizona Ames! —gritó.

—¿Sí? ¿Y dónde? —inquirió Ames sin interés apreciable.

—Esa fanfarronada de hacer agujeros en el sombrero de Noggin te ha denunciado. Ya te tengo, Arizona Ames —volvió a afirmar con convicción y maligna sonrisa Steele—. Recordaba tu nombre, pero estaba seguro de no haberte visto nunca.

—Está usted hablando mucho de que ya me tiene —dijo Arizona con frialdad—, pero eso no es decir gran cosa.

—Déjeme respirar… Fue hace ahora cuatro años, en este mismo mes. Lo recuerdo porque se celebra el Cuatro de Julio en Laramie. Yo me dirigía hacia el Sur y me detuve en una pequeña aldea, en la frontera de Wyoming. ¿Cómo se llamaba?

—Creo que le puedo ayudar a recordar —dijo Ames con sequedad. Vio que Steele tenía de él una referencia vergonzosa y convenía a sus propósitos contribuir a la identificación—. ¿No era Keystone, al extremo de los montes Medicine Bow?

—¡Ah! ¡Keystone! Eso es. Y también recuerdo los montes Medicine Bow, pues me tuve que meter en ellos huyendo.

—El mundo es pequeño, Steele; para mí, por lo menos. ¿Y qué oyó usted de mí en Keystone?

—Había allí un joven cowboy que estaba a punto de casarse con la hija de un ranchero. Debía recordar los nombres, pero no los recuerdo. De todas maneras, la misma mañana del día de la boda, que fue cuando yo llegué a Keystone, aquel vaquero fue arrestado por algunos agentes de la autoridad por robar novillos, o por vender novillos robados. Él juró que no lo había hecho, que había sido otro y que le echaban la culpa a él. Se lo llevaban a la cárcel, cuando un jinete, en un caballo alazán… Ames, el caballo en que has llegado aquí anoche es aquel mismo caballo.

—Siga con su historia. Sus consocios están escuchando con atención y yo tengo ganas de oír cómo acaba.

—Bien —continuó Steele—; aquel jinete, que eras tú, Ames, detuvo a los agentes y les demostró que estaban equivocados, pues el ladrón era él; y que, si no había otros inconvenientes, podían dejar suelto al vaquero para que se casase, y, si querían probar a detenerle a él… ¡Ja! ¡Ja! Ames, te abriste paso a tiros y te escapaste.

—¿Pero cómo relaciona usted esa faena conmigo? —demandó Ames.

—Tan sencillo como el «a b c». En el pueblo se habló mucho. Si aquel jinete era Arizona Ames, y muchos juraron que lo era, ¿cómo es que sólo había dos o tres guardias lisiados? Aquel Arizona Ames tiraba bien. Agujereaba un sombrero en el aire.

—El Oeste es pequeño, Steele —murmuró Ames—. Me gustaría saber si se casó aquel vaquero. Se Llamaba Riggy Turner.

—Eso es. Ahora me acuerdo. Sí, se casó y todo el pueblo estuvo de juerga.

Como un espectro del pasado se levantaba ante Ames aquel episodio medio olvidado de su azarosa carrera. Lo consideraba como la única mancha negra sobre su nombre. Pero Riggy Turner era el verdadero, culpable, y Ames, inocente. El primer delito de Turner, tan fácil de cometer en aquellos días. Cuántos vaqueros caían, simplemente por ser tan sencillo hacerlo y ocultarlo. Ames lo descubrió demasiado tarde. Pero había echado a Turner una reprimenda que nunca olvidaría, y le arrancó la solemne promesa de que, por la muchacha que le amaba, no volvería a delinquir. Esperaron evitar el arresto de Turner, pero nada hicieron para ello, Luego Ames salió al encuentro de la autoridad y del asustado vaquero, con el resultado citado por Steele.

—No tiene usted tan mala memoria, Steele —observó Ames—. ¿Pero está usted seguro de una cosa? ¿Creyeron las gentes de Keystone que los guardias salieron sólo lisiados por accidente?

—Claro que lo creyeron así —repuso Steele, sorprendido.

Ames empujó hacia el fuego con la punta de la bota una astilla a medio quemar. No tenía más que decir. El recuerdo del incidente le había divertido, pero le había dejado también un poco pensativa.

Steele se acarició los escasos pelos que le crecían sobre la delgada barbilla.

—Arizona Ames, otras cosas te convendrían menos que asociarte con nosotros.

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