Arizona

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XIII

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Joe Cabel había sido un consuelo y una ayuda, y la estimación que le profesaba Ester había crecido constantemente desde su llegada al valle. Pensando en ello, recordó con sorpresa que su venida no había sido muy diferente de la de Arizona Ames. Nadie en el país había oído hablar de Joe Cabel, y desde hacía años nadie sabía de él más de lo que él había querido decir, lo cual, a pesar de sus innumerables relatos de aventuras, era casi nada. Pero había sido una torre en la que Ester podía confiar. Ella fijaba la fecha de su reconciliación con el valle del Trabajoso el día en que aquel hombre había llegado a él. El darse cuenta de ello era asombroso. ¿Qué es lo que no había hecho por ella? Halstead, su padre, estaba siempre fuera, bien trabajando en el rancho para volver rendido, o de viaje por Yampa, Craig o Denver.

Fred se había, gradualmente, abandonado a los hábitos de los aventureros, si no a cosas peores. Los diversos vaqueros que Halstead había tenido empleados fueron útiles, serviciales y agradables en muchos aspectos, pero Ester había aprendido pronto a temer quedarse sola con ninguno de ellos. Fue Joe Cabel quien quitó el peso de la cocina de sus manos y quien le hizo fáciles o soportables los otros mil quehaceres. Particularmente, cuando ocurrían accidentes a los pequeños, o cuando caían enfermos, cosas que sucedían con más o menos regularidad, Joe Cabel había salvado a Ester de volverse loca.

—¡Qué tonta! ¡Ofenderme o enfadarme con Joe! —musitó—. Creo que no le he apreciado como es debido hasta que ese Arizona Ames ha caído del cielo… Pero ¿qué me pasa a mí?

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