Arizona

Arizona


XIV

Página 24 de 31

X

I

V

Los dos muchachos, Ronald y Brown, dormían en un desván que tenía acceso por una escala colocada en el porche posterior. Esta aireada cámara estaba aislada del resto de la casa, pero su entrada caía sobre la ventana de la derecha de la habitación de Ester. Lo último que hacían los niños todos los días, era llamar a Ester, que siempre dejaba abierta su ventana por la noche. Ronald y Brown eran en extremo valientes durante el día, pero cuando llegaba la oscuridad su coraje se desvanecía un poco. Halstead, como toda la gente de campo, se acostaba temprano, pero aquella noche los dos muchachos se retrasaban más que de costumbre.

Estaba Ester sentada, tratando de leer y dándose cuenta de que el aire tenía, realmente, una frescura de otoño, cuando oyó un ruido fuera. Quizás aquel forastero, Ames, la había puesto nerviosa. Lo cierto era que no le podía apartar de su mente.

Se asomó a la ventana, para lo cual tuvo que ponerse de puntillas. La noche era estrellada, pero el porche estaba oscuro. Oyó un roce. En aquel país silvestre no era raro que zorras, civetas, coyotes, osos y pumas visitasen el rancho. Por lo general, los perros daban la señal de alarma.

—Es una… civeta —dijo una voz inconfundible, la de Brown.

—¡…!, —fue la respuesta de Ronald.

Ester, como siempre, se tapó instintivamente los oídos con las manos. Luego las apartó, y al acostumbrarse sus ojos a la oscuridad, descubrió a uno de los muchachos en medio de la escala. Evidentemente, el otro estaba ya en el desván.

—Baja a ayudarme a cazar a la… —dijo Brown.

—¡Ja! ¡Ja! En seguida voy a bajar yo.

—¡Miedoso!

—¡Mañana me las pagarás…!

—¡Ya puedes quedarte a dormir ahí!

—Subiré en cuanto pulverice a este… animal.

Brown bajó al porche y desapareció. Ester le oyó vociferar insultos y tirar piedras. De pronto dio un grito de alarma medio contenido y vino saltando hacia la escala.

—¡Qué me persigue, Ronald! ¡Déjame subir!

—No la veo, pero ya la huelo —declaró Ronald.

—¡Si tuviera una escopeta! ¡La muy…!

Ester tenía un forzado conocimiento de aquel lenguaje, debido a su estrecho contacto con su padre y con Fred y, sobre todo, con Joe Cabel, y sabía que las palabras que los muchachos empleaban no tenían el menor significado para ellos. Pero no pudo soportarlo más.

—¡Niños, basta de palabrotas! —dijo con voz terrible. Siguió un silencio. Los dos muchachos se quedaron quietos como dos ratones.

—Os he oído y os he visto —continuó su hermana.

—Ester, mejor es que no saques la nariz por esa ventana, si no quieres que te la perfumen —aconsejó Brown.

Ronald se reía entre dientes.

Ester siguió con cierta precipitación este consejo. La experiencia le había enseñado.

—¿Dónde habéis estado esta tarde? —les preguntó.

—¿Dónde te piensas?

—En la cama hemos estado, Ester.

—No mintáis.

—No mentimos. La cierva nos ha despertado.

—Se lo diré a papá —advirtió Ester, apelando al último recurso. Esta amenaza convencía, invariablemente, a los dos niños.

—No, Ester —rogó Brown.

Ronald se reía entre dientes.

—No os empecéis a echar la culpa el uno al otro y decidme la verdad —continuó Ester con más energía, sabiendo que algo desacostumbrado pasaba.

—¿No nos descubrirás?

—Júralo, Ester.

—No haré promesas mientras nada sepa, bribones. ¿Qué habéis estado haciendo?

—Cogiendo comida para Fred.

—¡Para Fred! ¿Cogiendo comida? ¿Para qué? ¿Dónde está Fred?

—No ha sido para Fred, Ester. Dos hombres que lo han traído nos han hecho coger la comida.

—¿Dónde están?

—En el establo.

—¿Esta Fred borracho?

—No lo sabemos. Estaba muy oscuro. Fred no dijo nada; sólo se dejó caer sobre el heno. Luego, los otros dos nos hicieron entrar en la cocina.

—Bueno, ahora a dormir. Prometo no decir nada de vosotros —replicó Ester. Cerró la ventana por dentro y apagó la lámpara. No se sintió tranquila hasta que estuvo bajo las mantas, al lado de Gertrudis, y aun entonces no le era satisfactorio que hubiera dos desconocidos en el granero con Fred.

Ésta era la segunda vez que ocurría. ¡Si su padre se enterara! Fred estaba empezando a ser un serio problema. Ester había perdido la paciencia con él y ahora comenzaba a sentir temores. Se había negado a dar crédito a ciertos rumores sobre las compañías de Fred. Evidentemente, habría que enfrentarse con aquello lo mismo que con tantas otras cosas que parecían preparar una crisis para los Halstead. Cuando Ester se durmió por fin, su almohada estaba húmeda de lágrimas.

Ester se despertó con un sentimiento para ella nuevo y descorazonador. Lamentaba que hubiera amanecido otro día. ¡Qué absurdo en ella! Pero no lo podía negar, y permaneció acostada largo rato, pensando.

Oyó a los muchachos hablar y reír, y, luego, su ruidoso descenso por la escalera. Gertrudis pasó por encima de ella, se levantó y se vistió, burlándose de su pereza. Aún permaneció allí, sin ganas de levantarse al encuentro de lo desconocido, que parecía preñado de catástrofes aquel día.

Por fin se levantó, consciente de que su espíritu de lucha no rayaba aquel día muy alto. De súbito, mientras se vestía, advirtió que dedicaba a su apariencia personal más atención que de costumbre. Sabía que era bonita y, en alguna ocasión, se enorgullecía de su abundante cabello castaño, sus grandes ojos pardos y sus labios rojos. ¿Pero qué ocasión era ésta? Se contempló con gravedad en el espejo. Quedó complacida de la imagen que en él vio, pero disgustada porque el cabello no le caía bien aquella mañana, ni el lazo de cinta, ni la blusa, que no era, ciertamente, una de diario. Ester era, sobre todo, sincera. Cada vez que un hombre joven, forastero o no, llegaba al rancho, el suceso la afectaba de una manera singular. ¿Qué luz ansiosa y soñadora asomaba a sus ojos? Sin embargo, nunca había sido aquello tan pronunciado como esta vez, y al darse cuenta, un enojoso rubor invadió sus mejillas.

Llegó tarde a desayunarse. Los muchachos ya lo habían hecho y se habían ido. Se encontró con la sorpresa de que Fred estaba allí y la saludaba con más afecto que de costumbre. El corazón de Ester dominaba siempre a su cabeza. Fred se había afeitado aquella mañana, y llevaba una camisa nueva y corbata. Su cara parecía un poco demacrada. El buen semblante de Fred siempre militaba contra sus faltas.

Joe entró con el desayuno de Ester.

—Buenos días, señorita Ester. Es usted una señora desocupada como Fred, y sale ya guapa y elegante —dijo.

—Buenos días, Joe —replicó ella con brevedad, pensando en el tono de Joe y en lo que diría Fred.

—Joe me ha dicho que ayer llegó un forastero —comenzó Fred, cuando salió el cocinero—. Un individuo con quien él ha trabajado. Arizona, o algo así.

—Sí, Arizona Ames.

—¿Y quién es?

—No lo sé. Pregúntale a Joe.

—Ya le he preguntado. Pero está de mal humor. En toda la mañana ha soltado un reniego… ¿Cómo es ese Arizona Ames?

—Es un desbravador; ningún muchacho ya. Apenas podía andar. Estaba tan cansado, tan empolvado y con tantas barbas que costaría decir la cara que tiene.

—Es extraño. No me gusta eso. Le estaba diciendo a Joe que era mejor que invitase a ese jinete a seguir adelante.

—¡Fred! —exclamó Ester, indignada—. ¿Es ésa la idea que tienes de la hospitalidad? El hombre estaba extenuado y hambriento…

—¡Oh, tú meterías aquí a cualquiera! —respondió Fred con sarcasmo—. Pero yo no conozco a ese Arizona Ames.

—No puedes tú hablar muy alto sobre lo que ocurra en el rancho Halstead —dijo Ester, también sarcástica, y como en aquella coyuntura entrara el cocinero, se dirigió a él—: Joe, haga el favor de no tener en cuenta la actitud de Fred para con los forasteros, y trate al señor Ames como si esta casa fuera la de usted.

—Gracias, señorita Ester. Me hubiera disgustado mucho tener que ofender los sentimientos de mi amigo —replicó Cabel con sencillez, pero la mirada que dirigió a Fred dio mucho que pensar a Ester.

Era evidente que Fred luchaba con sentimientos de los que se avergonzaba. La verdad es que se mordió los labios para contener una viva réplica.

—Fred, ¿dónde están los jinetes que te han traído a casa? —preguntó Ester.

—¿Quién te lo ha dicho? —demandó él.

—No importa. Lo sé.

—Voy a despellejar vivos a esos chicos.

—Como les pongas una mano encima se lo diré a padre. Te trajeron a casa borracho… Ésta es la segunda vez.

El hermano lanzó una interjección y se levantó con el aire de quien comprende la inutilidad del subterfugio.

—Ven fuera, donde ese cocinero de ojos de lechuza no pueda oír —y salió dejando a Ester convencida de que uno de sus presentimientos había sido acertado. Gritó a su hermano que esperase a que acabara de desayunarse, en lo cual no se dio, ciertamente, mucha prisa. Mientras tanto volvió Joe con la sonrisa amable que acostumbraba tener para ella, además de cierta ansiosa solicitud.

—Señorita Ester, nunca he sido un soplón, pero ahora tengo que decirle a usted una cosa o reventar.

—Creo que le puedo ahorrar el trabajo, Joe —contestó ella apresuradamente—. Escuche: Fred vino anoche a casa; dos hombres le trajeron porque no podía andar. ¿Es eso lo que me quería usted decir?

—No; eso no tiene tanto de malo. Quiero decirle quiénes eran los dos individuos —contestó Joe con gravedad—. Yo estaba en el camino y los vi llegar. Ellos no vinieron por él, y yo me escondí entre la jara para dejarlos pasar. Iban sosteniendo a Fred en el caballo.

—¿Quiénes eran? —preguntó con ansiedad Ester, cuando él se detuvo con miedo de continuar.

—Uno era Barsh Hensler. Al otro lo he visto en Yampa, pero no sé su nombre.

—¡Barsh Hensler! Joe, ¿no está ese hombre en relaciones con los ladrones de ganado a quienes tanto odia mi padre?

—Sí. Hensler vive en Yampa y tiene mala reputación; se dice que pertenece a la banda de Clive Bannard.

—¿Y Fred tiene amistad con ellos, o, por lo menos, con algunos de ellos? ¡Qué horrible!

—No se altere, señorita Ester —continuó Cabel con calma—. Fred no es malo en el fondo. Es alocado y cuando bebe se sale de sus casillas. No puede resistir un trago. Le gusta jugar a las cartas y vagar por la taberna de Bosomer en Yampa; naturalmente, cae en malas compañías. Me temo que su padre no le ha dirigido como es debido. De todas maneras, creo que es por ese camino por donde ha ido a parar a manos de Hensler.

—¿Qué haremos, Joe? —preguntó Ester, casi angustiada.

—Hablaré de ello con Ames. Es providencial que haya caído por aquí ahora —replicó Cabel, brillándole los ojos profundos y cavernosos.

—No sé si estará bien hablar de ello con un extraño. Pero ¿por qué le parece a usted providencial la llegada del señor Ames?

—Las cosas van a llegar a un trance difícil aquí, señorita Ester. Y es providencial porque Arizona Ames es el hombre que necesitamos para salir de él.

—¿Sí? ¿Y por qué él, precisamente? —preguntó Ester, aumentando su curiosidad.

—Es inútil que se lo diga, a no ser que le pueda convencer de que se quede; pero me temo que eso no va a ser posible.

—¿Por qué no? Quizá mi padre le pudiera dar un empleo —murmuró Ester, maravillándose del estremecimiento que la idea le producía.

—Seguro que se lo dará si yo le digo quién es Ames; y se lo diré si Ames me deja.

—¡Me inquieta usted, Joe! Dígaselo a mi padre sin consultar al señor Ames.

—No es mala idea —dijo Cabel, complacido—, pero hay cien probabilidades contra una de que Ames continúe su viaje tan pronto como esté en condiciones de hacerlo.

—¿Y por qué tiene tanta prisa? —preguntó Ester, resentida—. ¿Tan mala gente somos?

—La verdad es que lo único de que Ames ha huido siempre es de una muchacha guapa.

—¡Joe! ¿Quiere eso decir que yo soy guapa? —exclamó Ester con una alegre carcajada, pero sintiendo calor en las mejillas.

—Ni más ni menos.

—¡Pero no lo soy tanto…! —protestó Ester.

—Siempre y a todas horas. Y cuando se viste usted de blanco, como aquella noche, ¡…! Perdone usted, se me va la lengua.

—Sí, Joe, ya se te ha ido —repuso ella con ironía—. ¿De manera que ese maravilloso Arizona Ames es probable que huya de mí? ¿Qué le pasa, Joe? ¿Es que odia a las mujeres?

—No; creo que Arizona no podría odiar a nadie, y mucho menos a una muchacha guapa.

—No me pareció un vaquero tímido. ¿Qué edad tiene, Joe?

—No lo sé, pero es joven comparado conmigo.

—Vi que le blanqueaban los cabellos de las sienes y me pareció viejo, Joe.

—Es viejo en la vida de los campamentos, pero Arizona no puede tener más de treinta años, si los tiene. —¡Oh, Joe! Sea razonable.

—Le estoy diciendo a usted la verdad, señorita Ester —afirmó Joe—. Y estoy hablando demasiado.

—¡Joe! ¡Venga usted aquí! No se va usted a escapar de mí así —gritó Ester, cogiendo de la manga al cocinero cuando se disponía a marcharse. Se levantó de la mesa—. Haga el favor de quedarse, Joe… Ha sido usted mi mejor amigo. Si lo he podido resistir todo ha sido por su ayuda y su bondad.

—¿De veras, señorita Ester? —inquirió él, asombrado y contento.

—De veras. No me he dado cuenta de lo que le apreciaba hasta hace poco.

—No podría decirme nada que me hiciera más feliz que sus palabras.

—Entonces, no me deje otra vez, como anoche, y como iba a hacerlo ahora. ¡No importa cuáles sean sus razones! Tengo el presentimiento de que le voy a necesitar más que nunca. Venga su mano, Joe.

Joe se quedó tan aturdido que ni de su profana lengua se acordó, pero estrechó la mano de Ester con tanta fuerza que se la dejó entumecida. Ella le sonrió con tristeza, y salió corriendo a buscar a Fred.

Éste le esperaba con la frente ensombrecida.

—Me parece que hablas demasiado con ese cocinero —rezongó.

—Sí, bastante. Es para mí más hermano que tú, Fred. Esto le hizo sonrojarse y hacer una mueca.

—Tienes una lengua como un cuchillo.

—Fred, si estás de mal humor, yo no tengo ganas de aguantarte. Estoy demasiado disgustada.

—¿Los chicos te han dicho que me trajeron a casa borracho? —preguntó él.

—Sí. Pero no sabían que lo estuvieras.

—La verdad es que no lo estaba. Lo había estado y me sentía mal. Necesito dinero, Ester.

—¡Vaya una novedad! —le contestó Ester riéndose.

—¿Tienes…? Quiero decir que si tienes dinero tuyo.

—Sí, un poco, pero lo pienso guardar. No volverás a sacarme un céntimo para beber y jugar.

—No, necesito para pagar una deuda. Debo dinero, Ester, y tengo que pagarlo.

—¿A aquellos hombres que te trajeron anoche a casa?

—Sí, a uno de ellos.

—¿Cómo se llama?

—No importa quién sea, pero me está esperando ahí fuera.

—Te da vergüenza decírmelo. Fred.

—¿Y qué más te da a ti? —demandó él, pasándose por el cabello una mano temblorosa.

—¿No quieres confiarme su nombre?

—No, Se lo dirías a papá.

—Si hubieras tenido alguna probabilidad de conseguir el dinero, habría desaparecido ahora. ¿Cuántas veces te he ayudado y guardado tus secretos? Eres un ingrato… Pero no necesitas confesar. Yo no te critico porque te avergüences. Ya sé quién te ha ganado el dinero.

—¡Cállate si lo sabes! —exclamó él.

—Bursh Hen… —De súbito, apoyó Fred una mano sobre la boca de Ester y la arrastró al interior de la casa. Asombrada y furiosa, Ester se soltó de él.

—¡Cómo te atreves…! —gritó.

—Había un hombre detrás de ti —jadeó su hermano.

—¿Detrás de mí?

—Sí, un forastero, alto y con los ojos como puñales. No le había visto. Se ha acercado despacio, o quizá ha estado allí todo el tiempo. Y te ha oído, Ester. Lo sé. Lo he conocido en su mirada. ¡Maldita suerte! Te dije que callaras.

—Te está bien empleado —dijo Ester, pensativa.

—Debe de ser el amigo de Joe —continuó Fred—. ¿Cómo se llama? Ames, no sé qué.

—No lo he visto —repuso Ester con frialdad—. Sal a verlo, si te interesa.

—¿Me darás el dinero, Ester? —imploró él.

—¿Cuánto?

—Trescientos dólares.

—¡Cielo santo! No los daría aunque los tuviera —replicó Ester, y se refugió en su habitación, cerrando la puerta por dentro.

Allí se sentó en el lecho, ensimismada en un esfuerzo para analizar sus propios sentimientos y olvidar a Fred y sus apuros. Al cabo de un rato volvió al vestíbulo, donde halló sola a Gertrudis.

—¿Has visto a Fred, Gertrudis?

—Sí, hace un rato. Estaba ahí fuera, con la cabeza entre las manos. Le he preguntado si estaba aún enamorado de Biny Wood; me ha dado un grito y se ha marchado.

—Muy bien. A mí no me ha ocurrido eso —replicó Ester, incapaz de resistir la risa—. ¿Has visto a alguien más?

—Sí. Un hombre alto, con botas de montar. Se ha ido al río con Brown. Joe se ha ido también, después.

—¿Si? —gritó Ester con ansiedad, y corrió a mirar por la ventana. Desde allí sólo se veía un pequeño trozo del río. Salió al porche y tampoco pudo percibir al forastero, pero al volverse para mirar el camino, se vio alegremente sorprendida por la figura elevada y familiar de su padre, que se acercaba por él. Corrió a su encuentro, pero al ver su cara desde más cerca, su alegría se trocó en alarma. Sólo una vez le había visto con una expresión igual: fue el día de la muerte de su madre.

—¡Padre! ¿De vuelta por la mañana? ¡Qué alegría! —gritó.

—¡Hola, hija! —replicó él, besándola con cariño y entregándole varios de los paquetes que llevaba—. Para ti y para los niños. ¡Gracias a Dios que os vuelvo a ver!

Su énfasis contuvo a Ester, que le siguió en silencio. Fred había sido el favorito de su padre, y aquello sólo podía significar que le había dado otro disgusto, y, sin duda, grave.

—¡Hola. Gertruditas! —Halstead saludó a su hija menor, y soltó los paquetes que aún le quedaban para tomarla a ella en su lugar. La abrazó fuertemente, levantándola del suelo y ahogando sus gritos de alegría y sus preguntas.

—Sí, te he traído los dulces… Ester los tiene… ¿Dónde están los chicos?

—Creo que en el río —replicó Ester—. ¿Los llamo?

—No hay prisa. ¡Qué mejillas tan sonrosadas tienes! —¿Traes malas noticias, padre?

—¿Qué puedes esperar? —respondió él con burlona ironía—. Vivimos en el Trabajoso. No te preocupes, Ester. Aún saldremos de ello.

—Cuéntame, padre. Yo tengo bastante edad para conocer tus disgustos y compartirlos contigo.

—¡Miren la mujercita! —exclamó él alegremente—. Guarda esos paquetes. Tienen el nombre de Gertrudis. Esconde los tuyos y no enredes en los de los chicos. Confieso que he comprado todos los anzuelos y los sedales que había en Yampa. Dile a Joe que el carro está lleno de provisiones. Jed le ayudará a descargarlas. ¿Han vuelto los vaqueros?

—No, desde que tú te fuiste.

—Menos mal. ¿Ha venido Fred?

—Sí, anoche.

—¿Borracho? —preguntó el padre con amargura.

—Dijo que lo había estado —replicó Ester con repugnancia. Luego añadió lealmente—: Esta mañana estaba bien.

Sin más comentario, el padre abrió la puerta de su habitación, que estaba a la derecha de la chimenea, y se encerró en ella. Ester clasificó los numerosos paquetes, abrió alguno de ellos y llevó el precioso contenido a su habitación. Su padre nunca había sido mezquino, pero ¿cuándo, desde que vivían en el Oeste, había comprado con tanta generosidad?

Ester estaba preocupada. Llevó otros paquetes a la cocina, donde encontró a Jed, el carretero, guardando las provisiones.

—¿Dónde está ese cocinero? —preguntó Jed.

—Ha bajado al río con los muchachos. Que le ayude Smith.

—No necesito a nadie, señorita. Sólo quería darle a Joe su tabaco. Lo dejo aquí; usted es testigo.

—Yo respondo de su destino —replicó Ester, riendo.

—¿Cómo están las cosas en Yampa?

—Bastante movidas —dijo Jed con una carcajada—. Demasiado para mí.

—¿Movidas? ¿Quiere usted decir que ha habido riñas? —Un par de ellas, de las buenas. Pero me refería al juego en casas de Bosomer. Quise entrar yo también, pero no pude. Clive Bannard y su partida están en el pueblo cargados de dinero.

—Mejor para usted, entonces, Jed —replicó Ester. Volvió a su habitación y se dedicó asiduamente a la costura, que esperaba la llegada de algunas cosas de Yampa. Pero su mente trabajaba con la misma actividad que sus dedos, y sus oídos escuchaban con atención cuanto ocurría en el vestíbulo. Oyó a Gertrudis decir a los dos muchachos:

—Aquí tenéis vuestros caramelos. Papá ha traído una escopeta para ti, Ronald, para cuando dejes de hablar mal.

—¡…! Eso es peor que si no la hubiese traído —gritó Ronald.

—Y aquí hay una porción de chismes para Brown.

—¡Chismes! ¿Qué es?

—Dice: «Anzuelos y sedales de Brown».

—¡

Chismes! ¡…! ¡Dame eso, mujer! ¡…! Vamos, Ronald, coge tus cosas y ven a enseñárselas a Arizona.

—Pero. Brown, ¿qué importan los caramelos? Tengo la escopeta, pero no la tengo, y, en cambio, ahí hay un millón de dólares en anzuelos y sedales.

—Ven; no seas cobarde. Arizona hará que te den esa escopeta. ¿No lo comprendes? Seguro que a él se la dan.

Salieron corriendo seguidos por la risa de la pequeña hermana, que se dijo a sí mismo:

—Ese Arizona debe de ser un hada.

Y Ester murmuró también para sí:

—¡Hum! ¿Arizona? Acaso… —y sintió un lento esponjamiento del corazón. Podía ser él el hombre con quien había soñado. Pero, no; era demasiado viejo. ¡Y aquella vaga indicación de Joe! Sin embargo, la fascinación por todos los vaqueros nuevos, durante los últimos años, momentos antes de verlos. Había visto a Arizona Ames, un hombre agotado, abatido, con la cara terrosa, de edad incierta, y la ilusión aún persistía. Debía salir al momento a esconderse con él, para que aquélla se desvaneciera.

Otras cosas ocurrieron aquella mañana. Ester oyó pasar a los vaqueros de Halstead, a lo cual siguió un largo coloquio en la oficina de su padre. Sintió las voces, a veces altas. No le hizo falta, sin embargo, pues el tono de su padre estaba cargado de tormentas. Ester suspiró. ¿No vivían en el Trabajoso? En aquel momento casi odiaba el país. Pero su resentimiento con las alegres colinas y el alborotado torrente no podían durar mucho.

Por fin entró Gertrudis a decirle que había tocado dos veces la campana anunciando la cena. Ester se apresuró a dejar su trabajo sobre la cama, y se detuvo un momento ante el espejo, conteniendo al instante el vano impuso que la había movido. Cuando pasó a través del vestíbulo y del porche hacia el comedor, tuvo la idea contusa y disparatada de que caminaba al encuentro de su destino. Pero entró fría y tranquila, tarareando una canción. Sólo la familia estaba sentada a la mesa, y su inexplicable sensación de alegría y esperanza sufrió de súbito un decaimiento.

—¿Dónde está el señor Ames? —preguntó al sentarse y ver entrar a Joe.

—Se ha excusado por esta vez, y ha dicho que esperaría a comer conmigo y los vaqueros, señorita Ester —replicó Cabel con un guiño de inteligencia. Una sensación de calor subió a las mejillas de Ester. ¿Qué quería decir?

—¿Has visto ya al señor Ames, padre? —preguntó en seguida.

Ir a la siguiente página

Report Page