Arizona

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XIV

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—No, hija. He tenido una bronca con tu hermano, y luego otra con Stevens y Mecklin.

—Anímate, padre —dijo Ester, incomprensiblemente alegre de súbito—. Si las cosas tienen que ponerse muy mal para mejorar, quizá sea hoy el día en que empiecen.

—¡Bien! —exclamó Halstead, dirigiéndole una mirada sorprendida y agradecida. Cuando acabó de comer se levantó y dijo a Joe:

—Entre a verme con su amigo, cuando hayan concluido.

Durante la comida, por lo menos mientras Ester estuvo con ellos, Fred no pronunció una palabra ni levantó los ojos del plato, aunque los excitados muchachos llamaron su atención hacia los regalos que les habían traído. Por fin, Ester se quedó sola, con Fred y aprovechó la oportunidad para preguntarle:

—¿Qué pasa entre padre y tú?

—Lo mismo de siempre —contestó él con tristeza.

—No, no es lo mismo. No me puedes engañar. ¿Sabe algo de tu deuda…?

Fred hizo un gesto de prevención hacia la puerta abierta, de la cocina. Luego, se levantó y salió, siguiéndole Ester.

—Si padre lo sabe, no me ha dicho nada, pero me ha echado un rapapolvo terrible.

—¿Has visto esta mañana a ese Barsh Hensler? —demandó Ester.

—Sí. Más abajo, en el camino del río. Se ha puesto hecho una fiera conmigo. Amenazó con… Pero eso no importa.

—¿Es una deuda de juego?

—¡Claro! ¿Qué iba a ser, si no? Y lo peor es que es un tramposo. Yo lo sabía, pero cuando bebo unas cuantas copas me creo el hombre más listo del mundo.

—Empiezas a mostrar algún destello de inteligencia, Fred —replicó secamente Ester.

—Ya sé lo que piensas de mí, Ester —murmuró él con voz ronca; y la dejó.

Ester sacó de aquella conversación un poco de consuelo, ya que no esperanza. Fred no se había endurecido aún del todo. Podía ser rescatado, pero no tenía la menor idea de cómo empezar a hacerlo.

Ester entró en su habitación, y, al azar, dejó la puerta entreabierta. Oyó a su padre y a Fred que entraban.

—Pero, papá, has hecho mal en ponerme así delante de los vaqueros, y, sobre todo, de ese forastero, Ames —decía, quejándose, Fred.

—¿Qué me importa a mí? —respondió con frialdad Halstead—. A ti no te preocupan mis sentimientos, sin contar otras cosas más importantes.

¡Palabra que nunca me ha mirado un hombre como me ha mirado él! Me he sentido como un sapo.

—No es extraño. Tenías ciertas razones para ello —dijo con sarcasmo su padre.

—Papá, ¿quieres dejarme oír la conversación que vais a tener? —rogó Fred.

—No te interesaría.

—Pero he oído a Joe decirle a ese hombre, Ames, que estabas al borde de la ruina.

—Por eso no te interesaría. No habrá naipes, ni copas, ni historias escandalosas.

—¡Papá! —gritó, acongojado, Fred.

—¡Márchate!

—Pero… Podría ser de alguna utilidad… Yo sé…, he oído cosas…

—Fred, es demasiado tarde para que tú me ayudes. Haz el favor de dejarme hablar de mis desgracias con hombres.

Los pasos vacilantes de Fred al salir de la estancia eran prueba elocuente de su estado de ánimo. Ester le compadeció con todo su corazón. Le parecía que existía alguna pequeña circunstancia a favor dé. Fred. Había sido llevado muy joven a aquel país salvaje y no había podido resistir sus malos elementos.

Mientras Ester meditaba sobre tan dudosas cuestiones, Joe entró apresuradamente en el vestíbulo.

—Patrón, he venido antes de tiempo para hacerle a usted cierta pregunta.

—Habla, Joe —respondió Halstead.

—La cosa es que no quiero cometer ningún error en un delicado asunto de familia como éste —continuó Cabel, muy serio—, y la pregunta es, ¿confía usted en mí lo bastante para querer que intervenga en él?

—Sí, desde luego, Joe. Has sido para mí una ayuda. Si te hubiera hecho caso…

No concluyó la frase.

—Muy agradecido, patrón. Bueno, entonces, si confía en mí, aceptará usted mi palabra respondiendo de Arizona Ames.

—Aceptaría tu palabra respondiendo de cualquiera.

—Excelente. Entonces, meteré a Arizona en el sainete. Eso es lo que quería preguntarle. Me tranquilizo y me alegro, pues Arizona va a hacer daño. Él irá derecho a las raíces de este mal que padecemos ahora en el Trabajoso.

—¿Y quién es ese Arizona Ames? —preguntó, con cierta aspereza, Halstead.

—Sería demasiado largo de contar, pero es el más condenado de todos los vaqueros que he conocido en los ranchos, y esto es decir mucho, patrón.

—¿Qué quieres decir? El vaquero más condenado… Eso no es una recomendación —dijo Halstead, irritado.

—Halstead, si hubiera usted nacido en el Oeste, o hubiera vivido aquí bastante tiempo, sabría lo que quiero decir. Pero, para no andar con rodeos: si pudiera usted conseguir que Ames se quede aquí, sus dificultades habrán acabado pronto.

—¡Imposible! ¿Cómo podría un hombre hacer eso?

—Yo se lo digo. Lo sé.

—Pero, Joe, soy pobre, estoy casi arruinado. Aunque existiera un hombre así, yo no podría pagarle.

—¿Quién habla de pagar? —exclamó Joe, con un tono que Ester nunca le había oído antes—. Ames no tomaría de usted ni el salario de vaquero; por lo menos ahora.

—Joe, me has hecho ver muchas veces lo poco que sé del Oeste y de los hombres del Oeste. No puedo, ciertamente, conocer a hombres como Ames. No te acabo de conocer a ti tampoco.

—No le hace a usted falta en este momento. Acepte usted mi palabra por Ames. Es honrado y bueno como el oro. Hace trece o catorce años que anda por los ranchos y tiene olvidadas más cosas sobre el ganado que jamás haya sabido ningún ranchero del Colorado. Hace años era uno de los mejores vaqueros que yo he visto a caballo. Pero sus condiciones para enderezar asuntos no consisten en eso. A usted le están robando ladrones de ganado que no se atreverían a asomar la nariz a un rancho de verdad, y mi amigo Arizona es el hombre que hace falta para darles lo suyo a esos cuatreros.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que hará? —preguntó Halstead.

—Patrón, si le dice usted a Ames con lo que tiene que luchar, aquí se quedará. Quisiera convencerle a usted de lo que esto quiere decir. Es nada menos que un acto de la Providencia el que se perdiera en los Flat Tops y, vagando, tropezase con el Trabajoso y acabase aquí. Le gustan los niños y ya les ha cobrado cariño a Ronald y a Brown. Debo admitir, sin embargo, que la señorita Ester es un inconveniente, el único. Ames es un hombre tímido y raro con las mujeres. Y si hay en el mundo una muchacha más bonita que la señorita Ester, yo no la he visto. Pero, patrón, si hace usted su historia bastante fuerte, diciéndole que su hijo se ha echado a perder y que teme usted ser muerto un día y dejar a su hija sola para luchar con este infierno, Ames no será capaz de marcharse.

—Joe, aunque tú no eres un hombre tímido, sí eres un hombre raro —observó Halstead con una carcajada—. Pero me gusta lo que dices y tu interés por mi familia. Seguiré esta vez tu consejo. Mi historia será bastante fuerte, sin necesidad de aumentar la verdad, ya verás.

—¡Muy bien! Entonces, Ames se quedará, y si Clive Bannard y ese Barsh Hansler se atreven a robar siquiera un ternero sin marcar…, bueno, les habrá llegado su hora.

¿Y cómo?

—Ames los matará. Es una mala receta. Pero no quiero que saque usted una impresión equivocada de mi amigo. Cualquier día se puede usted encontrar con un viajero o un vaquero en Yampa que le diga que Arizona Ames es uno de esos famosos pistoleros. No es verdad. Es un poco largo de manos y ha matado a una media docena de individuos, que yo sepa. Pero no tenga mala idea de él.

—¡Me asombras, Cabel! —murmuró Halstead.

—Pues no he hecho más que empezar. Ahora, siga escuchando: esta mañana, Ames bajó al río con los chicos y mientras ellos pescaban se dio un paseo para estirar las piernas y vio a dos hombres en el camino y que su hijo Fred les salía al encuentro. Las cosas no le parecen raras a Ames si no lo son. Fred no quería, sin duda, que le vieran con aquella gente, y por esta razón, Ames se acercó lo más posible, para verlos bien. Me los ha descrito… Uno de ellos era Barsh Hensler.

—Ya lo había supuesto —contestó con dureza Halstead.

—Esto es todo b que hay por ese lado. Pero me parece que Ames tiene alguna idea sobre Fred, pues lo he visto observar al muchacho con muchísima atención. Otra cosa: cuando los vaqueros Stevens y Mecklin entraron en la cocina, Ames estaba allí conmigo. Ahora están cenando, pero esto fue antes, creo que inmediatamente después de tener la bronca con usted. Estaban excitados y hablaban. Nunca me ha gustado Mecklin. No es capaz de mirarle a uno a los ojos; ahora apostaría a que tiene sus motivos. Para ellos Ames no es más que otro vaquero que está de paso y que hablará con usted, posiblemente en el pueblo, y hay ciertas cosas que ellos tienen interés en propalar. Cuando se fueron, Ames me dijo: «Joe, este vaquero, Mecklin, es un pillo. ¿No lo sabías?» y yo le contesté que tenía la misma impresión.

—¿Mecklin? ¡Es posible! Siempre ha sido retraído y poco satisfactorio… ¿Y qué hay de Stevens?

—Ése es más difícil. Ames cree que es honrado y muy astuto… Ahora, patrón, voy a buscarlos a todos. Cree que, por lo pronto, es mejor que no diga usted nada de lo que le he contado.

—Muy bien, Joe. A callar tocan. Pero apresúrate.

Cabel salió corriendo, y Halstead, después de un momento, se encerró en su habitación. Ester cerró su puerta y se arrojó en el lecho, muy agitada. Necesitó un severo esfuerzo de voluntad para dominar su emoción y poder pensar en lugar de sentir, y luego, a intervalos, volver a caer en la pasión. Su interés por aquel Arizona Ames la había sacudido rudamente y convertido en algo que ella no podía definir. Pero su sentimentalismo, o lo que fuera, sufrió, ciertamente, un violento revés. ¡Había matado hombres! Ester se estremeció. ¿Había tenido ella contacto con algún hombre que hubiera vertido sangre? En todo caso, no lo había sabido. ¡Otro de sus vagos sueños desvanecidos! Sensación de pena mezclada de alivio. Sus meditaciones recayeron sólo sobre el problema que concernía a Fred y a las dificultosas circunstancias porque atravesaba su padre. Pero cuando el extraño y elocuente panegírico de Joe volvía a su mente, Ester se asombraba. ¿Estaba Joe borracho o demasiado excitado? ¿Mentía? Ester desechó todos los pensamientos desleales. Estaba descubriendo a Joe. Creía sus afirmaciones, aunque parecieran absurdas.

—Si ese Arizona Ames se queda, los disgustos de mi padre habrán acabado —murmuró Ester para sí, como si eso aumentase su convicción. Adivinaba que aquellas dificultades no eran insuperables para hombres como Cabel y Ames. Ellos eran del Oeste, y sabían cómo tratar los problemas difíciles del rancho. Pero, al reflexionar, no parecía ni menos maravilloso ni menos terrible, recordando la breve explicación de Joe. Era obvio que la medida más sabia sería retener a Arizona Ames en el Trabajoso a toda costa.

Ester se previno contra una posible nueva faceta de la situación. ¿Y si aquel notable Ames, que era tímido con las mujeres, no acogía favorablemente la proposición de su padre? Ahí es donde entraba ella. Si el señor Ames tenía miedo a una muchacha bonita era por temor a enamorarse de ella. ¡Muy bien! Sería una vergüenza sacrificar a tal maravilla de hombre en el altar de la exigencia. Pero ¿se querría sacrificar él? Comprendió, en la sencilla honradez de su corazón, que era un polvorín que sólo necesitaba una chispa. Comprendió que pronto se enamoraría de algún zoquete o gaznápiro, de cualquiera; y debía darle gracias a la Providencia de que Joe había hablado, por haber dejado caer en el Valle del Trabajoso a aquella Némesis con polainas.

El espíritu adormecido de Ester se inflamó de pasión, y cuando la joven se levantó del lecho y se miró al espejo, vio en él una mujer con ojos oscuros, elocuentes e inescrutables.

¡Si papá fracasa, yo le haré quedarse! —le prometió, en un murmullo, a su propia imagen—. ¡Y entonces empezarán mis problemas!

Se, bañó las ardientes mejillas, se cepilló y volvió a arreglar el cabello. Luego, se puso su vestido más bonito, sin reparar en si era o no completamente apropiado para la tarde.

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