Arizona

Arizona


XVI

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X

V

I

Ester se encontró con Joe yendo río arriba, a alguna distancia de la casa. Por la tarde tenía algunas horas libres, que pasaba fuera, por lo general, con los muchachos. Siempre que Ester estaba de paseo salía a su encuentro. A ella se le ocurrió que, en los últimos días, su vigilancia había aumentado.

—No me gustaría que me obligasen a decir qué me gustaba más, si usted o las flores —observó.

—¡Viejo adulador! —exclamó alegre Ester—. Apuesto a que en sus tiempos ha sido usted un demonio con las mujeres.

—No, he sido un muchacho muy pacífico.

—¡Cómo me voy a creer yo eso! ¿Cuántas novias ha tenido usted, Joe?

—Una nada más. Me casé con ella cuando tenía dieciocho años, y yo, poco más. No tuvimos hijos, pero fuimos felices hasta que se murió. Nunca me he consolado de ella. Pero ya estoy mejor.

—¡Oh! Joe, siento haber sido tan ligera —dijo con sentimiento Ester.

—Ha debido usted subir muy alto. Esas flores no crecen por aquí abajo.

—Ha sido un paseo delicioso. He subido más arriba que nunca, y he descubierto un bosquecillo encantador, desde donde lo puedo ver sin que me vean.

—Sin que la vean…, excepto un par de ojos del halcón que yo sé.

—Los de usted ya son un par. ¿Y los de quién más? —demandó ella, sabiéndolo muy bien.

—Adivínelo.

—¿Los de papá?

—No.

—Soy muy mala adivinadora.

—Los otros ojos del halcón son los del hombre más loco y enamorado que he visto en mi vida.

—¿De veras? ¡Pobre hombre! —exclamó con solicitud Ester.

—Sentémonos en esta piedra —dijo Joe, serio, cuando Ester esperaba sus bromas.

—Pero es tarde, Joe. Estoy llena de manchas de flores y tengo que mudarme de ropa para cenar —protestó ella, un poco asustada por la gravedad de Joe.

—No es preciso que se mude usted esta noche. Sólo estarán los niños y su padre en la mesa.

—Fred dijo que estaría en casa esta noche —repuso ella, presintiendo algo desacostumbrado.

—No ha venido Fred; como usted sabe, se fue el sábado para pasar un día en casa de Wood. Vuelve a hacerle el amor a Biny. Bien, hoy ha venido el joven Jim y ha dicho que Fred sólo estuvo un momento en casa de Wood. Pero le han visto hoy en la carretera con Hensler.

—¡No me lo diga usted, Joe! —imploró Ester.

—Lo siento, pero es mejor que se entere por mí de las malas noticias.

—¡Malas noticias! ¿Más? —tartamudeó Ester. La transición de sus sueños a la realidad presente, la hería en proporción con su sorpresa y fatalidad. ¡Demasiado bueno para ser duradero!

—Más y peores. Tenga usted ánimo. Su padre las ha tomado con mucho valor. Hace un mes se hubiera hundido al oírlas.

—¡Cuente!

—Hoy nos han robado ganado. Detrás del rancho, en el Cerro Alto. Stevens ha vuelto herido.

—¡Herido! —gritó asustada Ester—. ¿Y Ames?

—No. Arizona no estaba allí. Estaba Stevens solo. Le han herido de gravedad, pero sanará. Jed se lo ha llevado en el carro y Arizona ha ido detrás a caballo. Si pueden encontrar a un médico en Craig o en algún otro sitio, Stevens se curará.

—¡Pobre muchacho! Espero y le pido a Dios que no se halle en peligro… ¡Ladrones de ganado otra vez! Mi padre se debe de haber apurado mucho, Joe.

—No; al menos yo no lo he visto —respondió Joe—. El viejo me ha gustado. Le digo a usted que estando Arizona aquí la cosa es muy diferente. Que me ahorquen si a su papá no le ha complacido que le roben. Todos sabíamos que los ladrones probarían a Arizona Ames, más tarde o más temprano. Y lo han hecho, y ¡……! Si no fuera por usted, muchacha, sería divertido para mí.

—Por mí no se preocupe —murmuró Ester, tratando de animarse para lo que sabía que se aproximaba.

—Stevens no ha hablado mucho, pero le hemos sacado lo bastante para reconstruir los hechos. Mecklin y Barsh Hensler, y otros que Stevens no conoce…

—¡Barsh Hensler! ¿Y dice usted que han visto a Fred hablando con él? —gritó Ester, angustiada.

—Sí, y siento mucho tener que decirlo. Pero Ames le ha dicho a su padre: «Espere, Halstead, espere a que yo descubra…». Y yo le digo a usted lo mismo. No juzgue usted a Fred hasta que tenga la evidencia ante sus ojos. Quizá no sea tan malo como parece… Bien, Mecklin le dijo a Stevens que contestaban a las bravatas que había soltado Ames en Yampa, y que se llevaban aquel rebaño, que, por fortuna para nosotros, era más pequeño de lo que ellos creían. Stevens se resistió, según se dice, y tiene un par de agujeros en el cuerpo que lo atestiguan. Se cayó del caballo por la ladera, pero Ronald le vio y nos lo dijo. Su padre y yo lo bajamos, y estábamos curándole cuando llegó Arizona.

—Y entonces, ¿qué? —preguntó Ester temblando.

—Arizona se hizo cargo de todo. Envió a Jed con el carro y Stevens, y regañó con su padre, que estaba rabiando por ir también. Y, mientras ensillaba el caballo, me habló a toda prisa y me dijo: «Joe, vete a buscar a Ester. ¡Creo que estaba por este lado del valle!». Y renegó como un condenado. «Búscala y dile sin rodeos que la cosa tiene mal aspecto, pero que si Fred no está realmente complicado, no valdría ni dos c… aclarar la cosa y… y…».

—¡Dios mío, Joe! ¿Cómo ha podido decir eso y qué es lo que quería decir?

—Algo así como que si Fred no estaba complicado, no será nada para Ames matar al jefe de la cuadrilla y darles a otros un susto tal que no se atrevan a acercarse a Yampa en toda su vida. Pero si Fred está metido en ello, será más grave. Oiga las mismas palabras de Arizona: «Dígale a Ester que si Fred, borracho o de otra manera, ha sido arrastrado a esta canallada, yo dejaré su nombre limpio, de un modo u otro».

—¡Dios mío! ¿Cómo podrá? ¿Qué más ha dicho? —tartamudeó Ester.

—Nada más. Se marchó —concluyó Joe con frialdad.

—¿Se lo ha contado usted a mi padre?

—Sí, ahora mismo. No se ha preocupado mucho, sin embargo. Se está convirtiendo en un verdadero ranchero, ¡……! Y esto me recuerda, señorita Ester… ¿Sabía usted que su papá le ha ofrecido a Arizona hacerle socio suyo en este rancho?

—No, no lo sabía.

—Pues, sí; y ese ¡……!, vaquero lo ha rechazado.

—¡Rechazado! —repitió Ester.

—Es increíble, pero es así. Halstead se puso furioso y usó un lenguaje que me acreditaría a mí mismo. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Arizona admitió que era un trato ventajoso que él no merecía y que los dos juntos podían hacer fortuna en este valle; pero añadió: «No puedo». «¿Por qué? ¡……!, ¿no puede usted, si ve las cosas como yo?», aulló Halstead. Arizona se puso un poco pálido y: «Escuche, Halstead (dijo despacio y frío, ya sabe usted cómo habla él): estoy enamorado de su hija y no podré resistirlo mucho tiempo. Me quedaré aquí hasta que le saque a usted de este lío y le ponga en camino de tener un gran éxito; luego, me marcharé. He llevado una vida muy triste y solitaria, y si me quedo aquí mucho más tiempo no valdrá la pena de que viva lo que me quede que vivir, pues me temo que amaría a Ester más que a Nesta, mi hermana gemela y es decir mucho, patrón… Tengo treinta y dos años y una historia de sangre. Ester no podría amarme, aunque usted consintiese, que tampoco puede usted; así es que no hablemos más del asunto».

Ester parecía haberse fundido con la piedra sobre que se sentaba. Pero en su interior se agitaban remolinos, relámpagos y latidos del corazón que retumbaban como truenos en sus oídos. Las flores se cayeron de su regazo sin que lo advirtiese. El amable contacto de la mano de Joe la hizo volver a la realidad.

—¡Oh! He sido demasiado brusco —murmuró Joe con remordimiento—. Lo he hecho adrede, Ester, pero perdóneme.

—¡Oh, Joe! Soy tan tonta… No hay nada que perdonar.

—Sí, hay algo. He descubierto su secreto; ha sido una treta indigna.

—¿Secreto?

—Sí, pero ya lo sabía antes de que usted se adelantara. Joe Cabel es muy listo… Ester, usted quiere ya un poco a Arizona, ¿no es verdad?

—Me temo que sí.

—Bastante, ¿no?

—Yo… puede ser… quizá. —Ester se apoyaba contra el hombro, vestido de áspera tela, de Joe, con la cabeza inclinada.

—Su secreto está a salvo conmigo. ¿No lo sabe? Podría traicionar a Arizona por usted. Ahora lo estoy haciendo. Pero a usted nunca, Ester.

—¿Qué secreto? ¡Oh, Joe, no me haga usted hablar! —murmuró Ester.

—No, de ninguna manera; pero ¿no ama usted a Arizona un poquito? ¡Pobre diablo! Siempre empujado de un rancho a otro, sólo por ser demasiado bueno. Sin hogar, sin nada más que hombres como yo que le quieran. ¡Nunca ha tenido novia! Fiel a aquella hermana por quien se lanzó a su largo y sangriento camino. ¿No le ama usted un poco, Ester?

La joven apoyó la cabeza sobre su hombro.

—Creo… creo…

—Bien… bien… Muy bien. Mi plegaria ha llegado al cielo. Yo soy también un viejo chiflado que le ha tomado a usted tanto cariño como si fuera mi propia hija. Además, siempre he tenido debilidad por Arizona. Ester, el Oeste produce hombres. He conocido más de los que puedo recordar. Los hace salvajes y perversos, y también lo contrario. Hombres como su padre jamás podrían encontrar un hogar aquí si no fuera por hombres como Arizona… Ahora me parece que le ama usted más que un poco.

—Creo que sí —confesó Ester, ocultando el rostro.

—¿Cuánto?

—¿Jura usted no decirlo nunca?

—Lo juraría sobre un montón de Biblias.

Ester levantó la cara y abrió sus nublados ojos. Aquel bondadoso y astuto Joe la había vencido, pero por él se había hallado ella a sí misma. Se inclinó para recoger las flores caídas. Luego, se enderezó sin rubor ante su amigo, para dar a su respuesta cierto aspecto de dignidad.

—Tanto, Joe, que si no me hubiese usted dicho lo que ha dicho, no hubiera podido soportar mi temor por Fred y por él.

Tres días después de esto, a la caída de la tarde, Jed regresó; conduciendo el carro hasta la puerta de la casa. Cuando llamó, salió Ester para ver a su padre y a Joe ayudando a bajar a Stevens. No podía tenerse en pie. Su brazo izquierdo colgaba de un cabestrillo.

Luego descubrió Ester a Fred, con la cara tan blanca como el vendaje que envolvía su cabeza pasando por bajo la barbilla.

—Ya estamos de vuelta, patrón, y un poco averiados —decía Jed—. Ames está en el establo.

Por primera vez los niños no alborotaron a la llegada de alguien que volviera del pueblo. Permanecían mudos y con los ojos muy abiertos.

—Halstead, yo y Jed atenderemos a Stevens.

El ranchero no había encontrado aún su voz.

—Entremos, padre —dijo Fred—; y tú también, Ester. Tengo muchas cosas que contar.

Entraron y Ester cerró la puerta.

—¡Fred! ¿Estás herido? —gritó cuando recobró la voz.

—Sí. Pero no es nada… para lo que podría haber sido Sólo un agujero en la oreja.

—¡Un agujero! —exclamó asombrado Halstead.

Fred se dejó caer en la silla; su flaccidez y el temblor de sus manos demostraban el agotamiento de sus fuerzas.

—Un agujero de hala, de un tiro —dijo con una débil sonrisa.

—¿Quién ha sido?

—Ames.

Los sentimientos de Ester se convirtieron en piedra; no pudo pronunciar una palabra.

—¿Qué dices, hijo mío? —demandó el padre, incrédulo.

—Es verdad —replicó Fred con voz ronca—. Estaba terrible… Pero no me conoció, papá. Creyó que se trataba de uno de la partida de Bannard. Casualidad ha sido que no me matase. Su bala me arrancó el sombrero y me atravesó la oreja. Estoy señalado para toda la vida. Cuando me reconoció, dijo: «¡Fuego del infierno!».

—¿Qué significa todo esto? —preguntó con voz opaca Halstead.

Ester se acercó a un asiento al lado de la chimenea y se dejó caer lentamente en él. Si no estaba loca, Fred había sufrido una transformación.

—Escucha, papá. Lo quiero confesar todo —empezó Fred con profunda agitación—. El sábado fui a ver a Biny Hood. Allí encontré a Jess Tauber y me enfadé, aunque sabía que Biny no se preocupaba de él. Pero me ofendió. No la había visto en varias semanas, estaba loco, y tenía la estúpida idea de rogarle que creyese en mí y me siguiera queriendo.

—Ésa no era una idea estúpida, hijo —dijo Halstead al detenerse Fred para cobrar aliento.

—Cuando me separé de ella, me encontré con Barsh Hensler, Mecklin y Coates. Fue mala suerte. Tenía una botella. Yo sabía que no debía beber y me resistí. Si no hubiese estado tan furioso y ofendido con Biny, no hubiera cedido. Pero cedí, y el alcohol me puso fuera de mí. Me emborraché. Esto ocurrió el sábado por la tarde, y no me serené lo bastante para saber lo que hacía hasta que robaron tu ganado a Stevens. Recuerdo haber montado. Y recuerdo que Stevens gritaba cuando Mecklin le hirió… Tuve que ayudar a conducir el ganado. Dio mucho trabajo. Era muy entrada la noche cuando lo encerramos en un corral. A la mañana siguiente ya estaba sereno y con mortales angustias. Estábamos en el viejo rancho, lejos del camino, diez millas más allá del de Wood.

Fred se ocultó la pálida cara entre las manos, tanto por esconderla como para alejar el recuerdo.

—Comprendí entonces que Mecklin me podía denunciar como ladrón. Estaba hundido y no sabía qué hacer. Quise suicidarme, pero me faltó el valor. Entonces juré que mataría a Mecklin… Nos quedamos allí esperando. Mecklin bajó al camino para encontrarse con Bannard y el resto de la cuadrilla… Pero se encontró con Ames, que le dio una paliza y le hizo confesar el robo. Esto no lo he sabido hasta después… Bannard vino con sólo dos hombres. Estaba furioso, y cuando vio que no teníamos más que unas cincuenta cabezas de ganado, se puso a jurar y maldecir. Se hizo tarde, y salimos al porche para seguir jugando. Hensler estaba medio borracho; Bannard, colérico. De repente, apareció Ames por la esquina de la cabaña, empujando a Mecklin con el revólver. Yo me mordí los labios para no gritar su nombre. Me metí el sombrero hasta las cejas y me encogí. Estaba aterrado. Mecklin estaba ensangrentado y tan débil que apenas podía andar. Ames le derribó de un golpe con el revólver. Luego, nos miró a nosotros y eligió a Hensler.

»—Se ha acabado el juego, Hensler. Vuestros robos concluyen aquí. Mecklin os ha delatado —dijo.

»—¿Quién diablas es usted? —aulló Bannard.

»—Mi nombre es Ames.

»—¿Ese individuo de Arizona? —preguntó Bannard, poniéndose verde.

»—Quien sea. Supongo que usted es Clive Bannard…

»Pero Bannard se asustó tanto que ni siquiera pudo decir su nombre. Luego Barsh Hensler, el muy idiota, se levantó gritando: «Bannard, ¿éste es Arizona Ames? ¡Ja! ¡Ja! Mira lo que hago con él…», y quiso sacar el revólver.

Fred se estremeció en su asiento, con los ojos cerrados y más pálido aún.

—Entonces ocurrió todo. No puedo decir bien cómo fue. Cuando aquel loco borracho sacó su arma, sonó un estampido horrible. Yo vi aparecer un agujero en medio de la frente de Hensler. Hizo una mueca. Su arma disparó. Yo me quedé paralizado, pero oí los tiros… El último me dio a mí y me derribó. «¡Fuego del infierno!», rugió Ames, y me levantó y me apoyó contra la pared. Si no me hubiese sostenido me hubiera caído, pues pensé que quería matarme. Estaba terrible. Pero me reconoció… Luego vi a aquellos hombres… Hensler, muerto sobre el cajón; Bannard, muerto también, creí entonces; uno, arrastrándose y gritando; otro, corriendo como una gallina coja, y Mecklin quejándose en el porche. Ames había sido tocado una vez, una rozadura en el hombro, que me hizo que le vendase y mientras lo hacía me dijo algunas cosas que recordaré hasta la muerte, y quizá después… Salimos al camino y cuando Jed llegó con el carro volvimos todos a la cabaña. Mecklin se había escapado; Bannard no estaba muerto, pero le faltaba poco. Le cargaron en el carro y nos fuimos a Yampa, donde Ames ha dicho que Hensler y Bannard me habían obligado a robar los ganados de mi padre. Añadió que había habido una pequeña pelea en la cabaña de Harris… Y esto es todo, papá. Parece que Bannard no se morirá, pero tampoco se repondrá en su vida. Cuando esté un poco mejor se lo llevarán a la cárcel.

—¡De modo, hijo mío, que Arizona ha salvado tu nombre! —tronó Halstead.

—Sí, papá; me ha salvado —replicó Fred con voz ronca ¡Pero no he sido un ladrón! ¡Por el amor de Dios, no creas eso, papa!

—No lo creo, Fred… ¿Hará de ti un hombre esta lección?

—Lo hará, papá, a menos que Arizona me haya asustado demasiado para que vuelva a serlo.

Ester se arrancó de su asiento y se ocultó en su habitación, con la mente paralizada y un caos de emociones. No se aventuró a salir hasta el oscurecer. Luego, acechando una oportunidad desde el porche, detuvo a Ames, sin preocuparse de que Joe estuviera con él.

En alguna de las espantosas horas transcurridas había pasado por su mente la idea de cuán imposible le sería tocar nunca a aquel monstruo de manos ensangrentadas. Pero cuando se vio frente a él, cuando le habló sin saber de qué, y él la miró con aquellos ojos que siempre tuvieron y siempre tendrían el poder de detener los latidos de su corazón, le cogió de la ropa.

—Sólo quiero saber una cosa —murmuró en voz baja y apresurada.

—Supongo lo que es —repuso él con su acento inolvidable. ¿Cómo podría hablar con tal indiferencia?—. Conocí a Fred en cuanto le vi, pero hice creer que le había tomado por uno de la banda. Era una buena oportunidad para meterle con el susto un poco de sentido común en la cabeza. No me descubra usted nunca.

Octubre trajo las noches frías, las mañanas heladas, la caída de las hojas de los álamos y la desaparición de las flores.

Ester se dedicó febrilmente al trabajo de coser, ayudar a Joe a almacenar fruta para el invierno y otras tareas propias de la estación. El domingo que Fred trajo a su casa a la pequeña Biny Wood, e imitando el acento de un importante miembro de la casa Halstead, les anunció su promesa de matrimonio, fue decisivo para Ester, rompió el hielo de muchos días y la felicidad apareció en el umbral como un tembloroso espectro.

Quizás un contagioso espíritu de bien extendía aquel día su voluntad desde otro sitio. Halstead anunció con calma a la hora de cenar que Ames había aceptado una participación en el negocio del rancho del Trabajoso.

—¡Olé! —gritó Brown, blandiendo el tenedor—. Ahora sí que voy a coger todas las… truchas en el…

—¡Brown, levántate de la mesa en el acto! —ordenó severamente Ester.

—¡Oh, Ester! —protestó él.

—Has faltado a tu palabra de no volver a hablar mal.

—¡Pero, Ester, ahora no vale! Arizona va a vivir con nosotros. Apuesto que a papá no le hubiera importado que tú misma jurases un poco también.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —estalló Halstead, con la cara purpúrea—. Seguro que no, pero obedece a tu hermana y la próxima vez ten más cuidado.

—Bueno —dijo Brown tercamente—. Pero ahora la cosa vale la pena, ¿verdad?

Ester fue la última en capitular ante aquel producto de la vida del rancho, pero se rindió lealmente. Sabía, aun antes de que Joe se lo hubiera dicho, que Ames nunca podría imaginarse que ella le quisiera.

Durante algún tiempo después de la tragedia, se había mantenido apartado, comiendo con Joe en la cocina, rara vez visible, y cuando lo era, ceñudo, silencioso e inabordable. Luego experimentó un súbito cambio, debido a una carta que Jed le había traído de Craig. Ames parecía transformado. Ester sentía una enorme curiosidad por aquella carta y en sus venas, el antiguo y odioso fuego.

—¡Nesta! Pero Ester era feliz por él. Esperó muchos más días de los que hubiera podido imaginar. Un domingo por la tarde, mientras su padre roncaba en su habitación y los niños jugaban fuera, Joe, haciéndole un guiño de inteligencia, abandonó vergonzosamente a su amigo, y Ester se halló sola con aquel Arizona Ames forastero en el Trabajoso, que se había convertido en una necesidad imperiosa para su ventura. Ella borraría aquella tristeza de su cara, aquel recuerdo o pensamiento de no sabía qué, si el poder de una mujer podía hacerlo. Pero no podía aún mirarle al rostro.

De pronto, se arrojó, por detrás, sobre él y, antes que pudiera moverse, le rodeó la inclinada cabeza con los brazos y apoyó las manos sobre los ojos apretándole estrechamente. Había necesitado reunir todo su coraje. Pero cuando sintió estremecerse toda aquella forma fuerte y elástica, algo se levantó en ella imperioso y exultante.

—¿Es usted un buen adivinador, Arizona? —le preguntó.

—¿Yo? El peor que haya visto usted en su vida —replicó él, tranquilizado—. ¿Qué clase de juego es éste?

—Es un juego de

fingimiento.

¿Y tengo que estar ciego?

—¡Oh! Esto de ponerle las manos en los ojos es sólo convencional. ¡Está usted ciego!

A esto guardó silencio.

—Bueno —continuó ella, con forzada animación—. En este juego fingirá usted (verdad es que no tendrá que esforzarse mucho) que es un vaquero tímido, vergonzoso e inocente.

—Ese animal no existe —repuso Ames, intranquilo.

—He dicho fingir, ¿no? Un vaquero muy tímido, que nunca ha tenido novia, que ha llevado una vida dura y solitaria cabalgando de acá para allá entre esa terrible gente de los ranchos, que no le da importancia a las balas, a la sangre, al asesinato y a la muerte… De manera que nunca ha tenido tiempo de conquistar a una mujer.

Ella le atrajo dulcemente la cabeza, hasta hacerla descansar sobre su agitado pecho.

—Arizona, ¿escucha usted con atención para entender cómo se juega en este juego?

—La escucho, bruja —replicó 61 con creciente turbación—. ¿Es leal esta partida, Ester? ¿No tiene usted preparadas las cartas?

—Ya verá usted como es un juego perfectamente honrado —repuso ella, apresuradamente. La cabeza de él apoyada en su pecho amenazaba quebrantar su audacia. Pero continuó, estremecida con la conciencia de su poder, y cerrando los oídos a una voz suave y lejana—: Ahora, mi parte en este juego es muy difícil, mucho más difícil que la de usted. Tengo que fingir que soy una muchacha audaz y desvergonzada, terriblemente enamorada del tímido vaquero. Secreta y vergonzosamente enamorada de él… ¿Debo continuar con las instrucciones?

—Sí, continúe, continúe hasta que me muera —dijo él con voz estrangulada.

—No creo que le mate —continuó ella—. El juego consiste en que esta muchacha, esta desvergonzada criatura, se desliza por detrás del vaquero, así, y le tapa los ojos así… Muy pronto, según las reglas del juego, le quitará la mano de un ojo para que vea que no es exactamente un sueño… y le acariciará la mejilla…, así… y le arreglará el cabello… así… y luego, le besará la punta de la oreja… ¡así!… y luego murmurará…

—¿Qué? —gritó él, con el terror de la incredulidad.

Ester vaciló en el borde. Tenía el corazón en la garganta. No había camino por donde retroceder; tenía que continuar. Si no le doliera tanto torturarle, ¡qué delicioso juego! ¡Qué sorpresa para él y qué gloria para ella! De súbito, una mano de hierro apretó las suyas y empezó a atraerla.

—Luego tiene que murmurar… —continuó Ester, casi incoherente— murmurar… a su oído… así… ¡

Arizona Ames; adivina!

Él le cogió la otra mano y la atrajo hacia abajo, quedando así los brazos de ella ciñéndole el cuello, mientras Ames trataba de verle la cara, inclinando la cabeza hacia atrás.

—Ester, si esto es un juego, es un juego amargo y cruel —dilo con voz opaca—. Yo no soy ya un muchacho para jugar conmigo. Soy un hombre a quien la vida ha estafado, y todo el hambre que mi corazón ha padecido tantos años se ha concentrado en usted.

—¡Ah! —gritó ella suavemente—. Déjeme continuar, Arizona, como si fuese un juego… Esta indigna muchacha le besará los cabellos… así… por donde ya son de plata… y murmurará:

Te amo, te amo, por todo lo que eres… Luego, él tratará como merece a esta muchacha sin corazón y falsa, que ha vivido tanto tiempo una mentira… La hará pedazos, le romperá los huesos…, la abrazará… y…

No es que le faltase la voz y el amor a Ester, sino que lo que imaginaba le ocurrió literalmente. El mundo desapareció en un remolino, y fue rudamente sacada del encanto (que era Ames devorando a besos sus labios y sus brazos) por un grito agudo y aflautado que sonó en la puerta.

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