Arizona

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I

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I

Estamos en el mes de noviembre; nos hallamos en la Cuenca del Tonto.

Desde el Cerro del Mescal, los dientes blancos y agudos de las cordilleras se clavan en el cielo azul, cerrando el horizonte por tres lados. Al Oeste los Montes Mazatzal, de salvaje aspereza; al Sur, los Cuatro Picos majestuosos y simétricos; a lo lejos, por el Este, la Sierra de Aneas se dibuja blanca y azul. Detrás del Mescal, y dominándole —imponente y cercano al parecer, por lo enrarecido de la atmósfera—, se eleva el borde negro y coronado de nieve de la Meseta de Mogallán, cerrando todo el Norte con sus trescientas millas de abruptos promontorios y cañones purpúreos.

Pero aunque estamos en invierno en las alturas, abajo en las innumerables lomas que cruzan la Cuenca como las costillas de un esqueleto colosal, aún dura el otoño. En rincones abrigados donde llega el sol por algunos resquicios, brillan las hojas verdes y oro de los sicómoros, y el brote oscuro de los robles se destaca vivamente sobre el gris acero en remolinos o deslizándose sereno en largos remansos. Las laderas se alejan ondulantes del Cerro del Mescal, como un mar verde de pinos, abetos y cedros, un manto que parece espeso en la distancia, pero que más cerca muestra claros, rocas grises, acantilados rojos y un suelo pardo por las agujas de los pinos, escarlata por el zumaque y azul por el enebro.

El Cerro del Mescal es elevado y largo, sinuoso y áspero, de cresta graciosamente arqueada, libre de árboles y cubierta en gran número de hectáreas por hierba plateada, donde prosperan abundantes macizos de cactos bajos y espinosos y el mescal, que da al cerro su nombre. Las puntas de las hojas, del mescal terminan en un espino negro y agudo, muy temido por el ganado y los caballos. Como las espinas de la cholla, las del mescal se rompen al entrar en la carne y se adentran en ella. El mescal, por sus terribles espinas y por el líquido que destila su corazón, simboliza la naturaleza dura y amarga del Tonto.

El viejo cazador Cappy Tanner regresaba del Sur conduciendo sus siete burros; y esta vez volvía al Tonto más tarde que ninguno de los demás otoños. Su tardía llegada obedecía en parte al éxito próspero de sus dos últimas temporadas de caza. Se había detenido en Prescott y Maricopa a comprar regalos para sus buenos amigos, la familia Ames. Para Tanner había sido aquél un amoroso trabajo, pero, de todos modos, asaz embarazoso.

Tres millas al oeste del Tonto, el sendero del Cerro del Mescal se separaba de la carretera. Cappy entró en él, alegre al emprender la última jornada de su largo viaje. Cada uno de los pinos gigantes parecía saludarle al pasar. Él los conocía todos, y los cedros y los enebros; hasta los zarzales de manzanita, desprovistos aquel año de sus frutos amarillos. En el camino, invadido por la hierba no se veían rastros de ganado ni de caballos. Aquello le sorprendió. Hacía varias semanas que no llovía por allí, y si algún animal hubiera pisado aquel camino últimamente, se habrían visto las huellas.

Cappy se sentó al pie de un corpulento pino para descansar y comer un poco de pan y carne. El sol calentaba mucho y la sombra era agradable. Sus burros empezaron a pastar en las altas hierbas. Empezó a pensar que había descansado con frecuencia en sus seis semanas de viaje hacia el Norte. Se dio cuenta de que era un poco más lento que el último año.

El antiguo y familiar susurro del viento entre los pinos era música para él, y el olor seco y penetrante de las siemprevivas, un tónico. ¡Qué alivio y qué descanso después tuvo en el Valle de la Primavera a presentar sus respetos del desierto! Cappy observaba los asnos, la sombra de las ramas de los pinos, los grajos alborotadores. Había estado seis meses fuera del Tonto y la noche anterior, en la taberna en Shelby, escuchó rumores alarmantes sobre sus amigos y vecinos, los Tate.

Ocuparon su mente durante toda la jornada de dieciocho millas desde Shelby, con tal intensidad que no se detuvo en el Valle de la Primavera a presentar sus respetos a los Tate, omisión que éstos observarían, sin duda alguna.

—Me parece que aquella guerra del Valle dejó malas pasiones que nunca se extinguirán de todo —soliloquiaba Tanner meneando tristemente la cabeza. Estuvo en el Tonto durante la explosión de la terrible contienda entre ganaderos, pastores y cuatreros, y la vio acabar con el exterminio de todas las facciones. Pero la herencia de una mala sangre había llegado a las pocas familias que quedaron en aquella parte salvaje de la Cuenca del Tonto.

Habiendo comido y descansado, Tanner reanudó su viaje, hallándose mejor a medida que se separaba de la carretera y se internaba en el bosque. Cuando empezó a percibir señales de venados y bandadas de pavos silvestres, y a ver dónde los osos habían roto las ramas de los enebros para comerse sus frutos, se dio cuenta de que se acercaba a su hogar.

Por fin el sendero salió de la densa sombra del bosque a la plena luz del sol, brillante sobre lomas cubiertas de robles, con espesos matorrales en las cañadas que las separaban. Del camino partían muchas barrancas que descendían todas en la misma dirección. Acá y allá, por entre los desfiladeros de la sierra, se percibía el cañón oscuro y purpúreo, que sugería con viveza la idea del oso y el jaguar. Volvió una brusca punta de maleza y robles para salir sobre la alta ladera del Cañón del Tonto. El paisaje era magnífico, solitario, bravío y accidentado en extremo. El melodioso murmullo del agua corriente activaba la memoria. ¿Cómo encontraría a los Ames: Neta Rich y las niñas mellizas?

El profundo cañón se abría estrecho entre abruptas laderas de roca y macizos de abeto y roble, y se ahondaba y estrechaba por entre dos muros color de bronce oscuro, hasta llegar al sombrío e inaccesible abismo llamado la Puerta del Infierno. Cuando los perros perseguían a un oso por aquel cañón, la caza acababa. Los osos bajaban a estanques y rápidos, donde ningún perro podía llegar.

El Cerro del Mescal se extendía en toda su longitud ante los ojos ansiosos de Tanner. Plateado, negro y verde, se elevaba entre los demás cerros del Tonto como el lomo poderoso de un animal gigante. El ganado y los venados pastaban en los prados de hierba gris. Aquél era el rancho en que los Ames criaban el poco ganado que poseían, y a Tanner le pareció que sus rebaños habían aumentado, si todo lo que veía les pertenecía a ellos.

Empezó luego a descender y por algún tiempo perdió de vista el bello panorama. Cuando volvió a salir a un punto elevado del sendero, estaba en la mitad de su descenso y veía ya el verde llano bajo un acantilado saliente del Cerro del Mescal. La parda vivienda de leños parecía minúscula junto a los tres grandes abetos; el jardín de cuadros verdes y grises conducía al campo de maíz, donde pastaban los caballos. La cerca de hierro que Rich Ames levantara con ayuda de Tanner, estaba ya cubierta por las parras.

El viejo cazador mostraba la misma ansiedad que animaba a sus burros. Anduvo rápidamente el resto zigzagueante del camino, cruzó el prado arenoso y sombreado por los robles y se detuvo al borde del río. El agua estaba baja y en la rápida corriente flotaban hojas de sicómoro. Cappy subió más arriba del remanso donde bebían sus burros dejó a un lado el sombrero, se tendió boca abajo sobre una roca plana y bebió hasta hartarse.

—¡Aahh! —exclamó al levantarse, enjugándose las barbas. ¡El Tonto! ¡Agua de nieve filtrada por rocas de granito! Sólo un hombre del desierto o un cazador ausente mucho tiempo de las montañas rocosas era capaz de apreciar debidamente aquella agua pura, fría y clara.

Más allá del remanso, el sendero seguía por la orilla hasta el prado y luego volvía hacia los tres abetos y la casa de leños verdeantes por el musgo. Los perros anunciaron la llegada de Tanner y no por cierto amistosamente, mas al reconocer al cazador se aquietaron y el rojo y corpulento padre se avino a mover un poco la cola. Luego, unos gritos juveniles siguieron atestiguando la llegada de Tanner. Dos muchachas se acercaron corriendo, las brillantes cabelleras flotando sobre sus cabezas.

—¡Tío Cappy! —gritaron al unísono, y se lanzaron sobre él, sin aliento, trastornadas por la alegría del alma solitaria al advenimiento de un amigo amado.

—¡Bueno, bueno! ¡Mescal y Manzanita! Cuánto me alegro de volver a veros… ¡Cómo habéis crecido!

—¡Ha pasado tanto tiempo! —jadeó la que ya estaba colgada de su cuello y a quien él tomó por Mescal.

—Teníamos miedo de que ya no volvieras —añadió Manzanita.

Las gemelas tenían ya seis años, si a Cappy no le engañaba la memoria. Una de las más soberbias fanfarronadas de Tanner era sostener que las distinguía perfectamente, pero no se atrevió a decirlo tan pronto. ¡Cómo le llenaba de placer el calor de sus brillantes ojos azules y el capullo rosa de sus morenas mejillas, y los labios rojos y entreabiertos! Cappy temió que sus ojos empezasen a ver menos; o quizá se le nublaron por un momento.

—Pues ya sabíais que volvería, niñas —replicó Tanner.

—Madre siempre lo ha dicho —afirmó una de las mellizas.

—Y Rich se reía diciendo que no podrías permanecer lejos del Cerro del Mescal —añadió la otra.

—Rich tiene razón. Bien, ¿y cómo estáis todos?

—Madre está bien. Todos estamos bien; pero Nesta está fuera, de visita. Hoy volverá. ¡Cuánto va a alegrarse! Rich está de caza con Sam.

—¿Sam? ¿Quién es Sam? —inquirió Cappy, al recordar que Rich rara vez cazaba con nadie.

—Sam Playford. Está aquí desde la primavera pasada. Tiene un rancho más arriba, al lado del río. Rich está siempre con él y todos le queremos mucho, tío Cappy. Está enamorado de Nesta.

—¡Ah! ¡No me extraña! ¿Y Nesta, está enamorada de él?

—Madre dice que sí y Rich dice que no —contestó Nesta riendo.

—¡Hum! ¿Y qué dice Nesta? —preguntó Cappy con ciertos malos presentimientos.

—¡Nesta! Ya la conoces. No hace más que mover la cabeza —replicó Manzanita.

—Pero le gusta Sam —protestó con seriedad Mescal—. La hemos visto dejar que Sam la besara.

—De eso ya hace mucho tiempo, Manzi. —Al oír este nombre, Cappy se dio cuenta de que había estado tomando a Mescal por Manzanita—. Lee Tate le hace el amor, tío Cappy.

—¡No! ¿Lee Tate? —exclamó, incrédulo, el viejo cazador.

—Sí; era un secreto —dijo Mescal, muy seria—, pero Rich descubrió a Nesta… ¡Y la puso buena! Pero fue inútil. Madre dice que Nesta está más loca que una gallina.

—Bien, bien; esto son noticias —murmuró Tanner pensativo, sin dejar de mirar hacia la casita—. ¿Dónde está Tommy? Creí que le vería a él primero.

Los ojos azules de Mescal se oscurecieron y se llenaron de lágrimas. Manzanita volvió la cara. Algo frío oprimió el corazón de la vieja.

—Tommy ha muerto —murmuró Mescal.

—¡No! —exclamó Tanner con vehemencia.

—Sí. En junio. Se cayó de las rocas. Rich y Nesta no estaban en casa. Nosotras no pudimos llamar a un médico y murió.

—¡Señor! ¡Cuánto lo siento! —exclamó el cazador.

—Como nosotros, sobre todo Rich.

En este momento, la madre de la niña, apareció en el porche de la casa, sacudiéndose la harina de sus brazos fuertes y morenos. De menos de cincuenta años, aún hermosa, rubia, alta y fuerte, era una ranchera a quien la reciente contienda del Tonto había dejado viuda.

—¡Pero si es tío Cappy! —exclamó con calor—. Estaba pensando por qué gritarían las gemelas. Luego, he visto los burros… Bienvenido tan bienvenido como el agua de mayo.

—Gracias, señora Ames. Usted está tan guapa como siempre —contestó Cappy—. Me alegro mucho de volver al Cerro de Mescal. Es casi la única casa que he tenido en la vida…, en los últimos años, pero lo menos… Siento mucho lo de Tommy…

—No hubiera sido tan duro para nosotros si se hubiera matado en el acto —dijo ella con tristeza—. Lo terrible es que acaso habría podido salvarse si se le hubiera asistido a tiempo.

—Bueno… Ahora, voy a seguir. He traído algunas cosas para todos ustedes. Las dejaré aquí y me llegaré hasta mi cabaña. Tan pronto como descargue el equipaje, volveré.

—A cenar con nosotros. Rich ya habrá vuelto, y quizás Nesta.

—A cenar vendré —convino Cappy.

Luego, descargó un fardo de uno de los burros y lo llevó hasta el porche, donde lo dejó. Las niñas observaban, expectantes, sus movimientos.

—Atiende aquí, Mescal —dijo Cappy amenazándola con un dedo duro como el cuerno—; ¡cómo te atrevas…!

—Yo soy Manzanita, tío Cappy —interrumpió la muchacha.

—¡Ah, sí! —continuó Cappy, desconcertado.

—Se te ha olvidado el modo de distinguirnos —interrumpió alegremente Mescal.

—Sí, así parece…, pero no importa; pronto lo recordaré. Pues a las dos os lo digo, Manzanita y Mescal: ¡cuidadito con abrir ese paquete!

—¡Pero, tío, si vas a tardar tanto! —gritaron las dos a coro.

—No; menos de una hora. Prometedme que esperaréis. No quisiera perderme el ver vuestras caras cuando lo abra yo, ni por toda la caza de un invierno.

—Lo prometeremos si vuelves pronto.

La señora Ames confesó que también ella tendría que combatir la tentación, y le recomendó que se apresurase.

—No tardaré —afirmó Tanner, y arreando a los cansados burros fuera de la sombra, los condujo hacia el sendero.

A un extremo del claro, la explanada se estrechaba hasta convertirse en una faja de terreno, y el sendero se internaba por entre pinos gigantescos, abetos y abedules, y se metía después por una abertura de la rocosa muralla, de la cual salía un arroyuelo que corría en cascadas y profundos remansos. Aquélla era la entrada a un cañón de altas murallas, en la cual el sol entraba sólo parte del día. Por el otro lado desembocaba en un valle en miniatura, aislado y solitario, poblado de siemprevivas y sombreado por elevados riscos.

Cappy llegó a su pequeña cabaña con una sensación de profunda gratitud.

—¡Cuánto me alegro de estar en casa! —dijo, como si la pequeña y pintoresca morada tuviera oídos. Había levantado aquella casa tres años antes, ayudado de cuando en cuando por Rich Ames. Antes vivía en un extremo del Cañón Dudoso, donde éste bostezaba, como decía Cappy, bajo la gran muralla de la meseta.

Descargó los fardos y les puso esquilas a los burros; luego, acarició a éstos alegremente, diciendo:

—¡Afuera, a pastar! Tenéis una buena temporada de descanso y, si no os volvéis locos, no saldréis del cañón.

La puerta de la cabaña estaba entreabierta. Cappy la abrió del todo. Un olor de oso llegó a sus narices. ¿Se había dejado 61 allí una piel de oso, o la habría dejado Rich en su ausencia? No. Las paredes y el suelo de la cabaña estaban descubiertos. Pero sus ojos, acostumbrados, percibieron una depresión redonda en la gruesa capa de agujas de pino que cubría su lecho de ramaje. Un oso de buen tamaño lo había utilizado para dormir. En el polvo del suelo se veía distintamente las huellas de sus pisadas; a una de las patas traseras le faltaba un dedo. Cappy reconoció aquellas señales. El oso que las había hecho cayó un día en uno de los cepos del cazador; pero lo rompió y escapó dejando en él parte de su pata.

—¡El maldito! —rezongó el viejo—. Parece que se ríe de mí. Apuesto a que sabía que ésta era mi casa… Me extraña que Rich no lo haya cazado.

Cappy salió, metió sus fardos en la cabaña, abrió uno de ellos, sacó su linterna y utensilios de cocina y herramientas, y lo colocó todo en sus respectivos lugares. Luego, deslió su cama de campaña y la extendió sobre el lecho de ramas.

—No encenderé fuego esta noche, pero dejaré uno preparado para mañana —decidió; mas al dirigirse a su leñera se encontró con que quedaba muy poca de la leña seca y dura que él había cortado el invierno anterior. ¡Rich Ames, el soñador solitario, la había quemado! Cappy estuvo pronto listo para volver a casa de los Ames, pero se acordó de su descuidada apariencia. Y se acordó al pensar en Nesta Ames, apresurándose a remediar este defecto. Se afeitó, se lavó y se puso una camisa nueva de franela de alegres colores que se había comprado sólo para deslumbrar a Nesta. Luego, salió.

Una luz ambarina flotaba bajo los árboles, espesa y pesada, como una substancia tangible. Tanner estaba poseído de un gran alborozo. Se iba haciendo viejo, pero los efectos del Tonto parecían renovar en él la juventud. La soledad de las laderas y los valles, los rastros de la caza en el polvo del sendero, el murmullo del arroyo, la penetrante fragancia de pino y el abeto, la maleza, las hojas secas y las rocas cubiertas de musgo, eran pruebas materiales de que había vuelto a su hogar, al hogar que más amaba.

—Creo que no volveré a marcharme —murmuró al pasar por el estrecho desfiladero, subiendo y bajando por las rocas grises—. A menos, desde luego, que se fueran los Ames —añadió, con un segundo pensamiento—. Ha sido una buena idea enviar mi provisión de pieles de este invierno por diligencia.

El valle del Tonto estaba lleno de luz dorada. El sol acababa de ocultarse tras la elevada cima del. Mescal y una maravillosa llama de oro, reflejada en una nube de oscura púrpura, caía sobre el valle. Cappy se sentó en un leño, dominando el río, donde tantas veces había descansado antes, y contempló el magnífico resplandor sobre el campo, las laderas y el agua. El aire empezaba ya a refrescar. El oro pasó como la sombra rápida de una nube, como un sueño, como una incierta felicidad. Una bandada de patos silvestres bajó aleteando por el río. Un gran venado, vestido con el ropaje gris de otoño, atravesó un claro de la maleza. En lo alto, un viejo pavo llamaba a su bandada invitándola al descanso.

La contemplación y ensueño de Tanner fueron interrumpidos por el golpear de cascos de caballos sobre las rocas del sendero. Pronto salieron dos jinetes de la espesura. El primero de ellos era Rich Ames. Saludó alegremente con una mano y se acercó al trote. Cappy se levantó pensando qué bueno era volver a ver a aquel muchacho. Rich Ames, a caballo, tenía buen aspecto, pero cuando se deslizó de la silla, de un solo paso largo y estético, el corazón del viejo cazador apresuró sus latidos.

—Aquí estoy otra vez, muchacho, y me alegro mucho de verte —dijo Tanner tomando la mano que le ofrecían y apretándola con firmeza.

—Y yo también —contestó Rich Ames con una voz lenta y fría que contrastaba con su sonrisa afectuosa y cálida.

El segundo jinete se acercó y desmontó. Era tan alto como Ames, pero más corpulento, y, evidentemente, varios años mayor. Sus facciones eran ordinarias, especialmente su enorme nariz. Pero tenía una sonrisa simpática y ojos grises y claros. Vestía las sencillas ropas de un ranchero, que parecían humildes junto al traje de caza de piel de gamo, de Ames.

—Sam, es el viejo Cappy Tanner, mi compañero de caza —dijo Rich—. Cappy, te presento a mi amigo, Sam Playford.

—¿Qué tal? —saludó Playford con franca sonrisa—. Lo que no me hayan contado ya de usted es que no merece la pena oírlo.

—Cualquier amigo de Rich lo es mío —replicó cordialmente Cappy—. ¿Es usted nuevo por aquí?

—Sí. He llegado en el mes de abril.

—¿A establecerse?

—Trato de establecerme pero, entre estos dos mellizos, no me dejan hacer nada.

—¿Mellizos? ¿Cuáles?

Los jóvenes se echaron a reír a carcajadas, y Rich clavó un dedo en el costado de su amigo.

—Seguramente no se refiere a Mescal y a Manzanita, Cappy —dijo.

—Debéis de ser Nesta y tú, entonces. Siempre se me olvida que sois también mellizos, aunque os parecéis como dos gotas de agua.

—Sí, Cappy, pero yo soy muy inferior a Nesta. —¿Dónde está esa muchacha? Mis pobres ojos me duelen de ganas de verla.

—Pues pronto se te curarán —dijo Rich—, porque viene detrás de nosotros, más furiosa que una gallina mojada.

—¿Furiosa? ¿Qué le pasa?

—Nada. Que ha estado en casa de los Snell. Se ha hecho íntima amiga de Lil Snell desde el invierno pasado. A mí me gusta Lil y me parece muy bien, pero, de todas maneras, no quiero que Nesta se quede allí mucho tiempo, y he ido a buscarla.

Sam se volvió a mirar el camino.

—Ya viene, y me parece que será mejor que me ausente hasta que la alegréis un poco —dijo.

—Llévate mi caballo y suéltalo en el prado —dijo Rich.

Cappy registró el sendero con los ojos.

—Allí veo algo —dijo por fin—. Pero, si es Nesta, viene muy despacio.

—Tiene ojos de halcón, Cappy. Me ha visto y no quiere llegar hasta que me vaya… Ya empezaba a temer que te hubieras muerto. ¡Cuánto me alegro de que hayas venido!

En aquellas palabras y en lo pensativo de su mirada, Rich Ames dejaba ver no sólo lo que decía, sino que el medio año transcurrido le había hecho más viejo y más serio.

—¿Tienes alguna contrariedad, Rich?

—Claro que sí.

—¿Algo además de la muerte de Tommy?

—Sí.

—Bien, ¿y qué es ello?

—Es cosa de Nesta. Y me tiene perplejo… Pero necesito más tiempo para contártelo. Ahora me voy mientras hablas con ella.

Un caballo bayo apareció en el camino saliendo de la espesura. Lo montaba una joven que llevaba el sombrero colgando sobre su espalda. Cabalgaba sentada de lado en la silla, pero cuando se acercó al tronco de pino sobre el cual se apoyaba el cazador observando, se volvió a medias hacia él. Se enderezó sobre su montura, desvanecióse su gesto petulante y sus rojos labios se entreabrieron en una sonrisa de sorpresa y placer. Se deslizó de la silla para acercarse a él.

—¡Cappy Tanner! ¡Conque era contigo con quién Rich estaba hablando! —gritó.

—¿Qué tal estás, Nesta? Si es que eres tú —contestó el viejo.

—Yo soy, Cappy… ¿Es que he cambiado tanto?

Los bellos y brillantes ojos azules tan característicos de la familia Ames, sólo se fijaron un momento en los del cazador. El cambio experimentado por la joven, no su confusión, desconcertaba a Tanner. Hacía poco más de seis meses era una muchacha delgada y pálida, bonita, con toda la belleza de la familia, y ahora se encontraba con una mujer extraña para él, alta, llena y hermosa, como una de las doradas flores del valle. Tanner la miró de pies a cabeza y, otra vez, de la cabeza a los pies. Nunca la había visto tan bien vestida como ahora. Su cabello espeso, y tan rubio que casi parecía de plata, se dividía en el centro de su frente, empañada en aquel momento por un ligero fruncimiento. Bajo unas cejas perfectas, sus ojos, azul celeste, pero llenos de fuego, vagaban por todas partes, negándose a posarse sobre su viejo amigo. Cualquiera que hubiese visto una vez a Rich Ames la hubiera reconocido como su hermana gemela, por la suavidad de sus facciones, su dulzura y su femineidad, eran sus características peculiares.

—¿Cambiada? ¡Ya lo creo! —replicó el viejo cazador lentamente, al tomar sus manos—. Convertida en una mujer. Nesta, eres lo más bonito de, todo el Tonto.

—Cappy, tú no has cambiado —exclamó ella, súbitamente alegre, y le besó, no con la antigua inocente libertad, sino con una cortedad no exenta de calor—. ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! He pensado en ti todos los días durante un mes. ¿Has llegado hoy? Así debe de ser, puesto que Rich no lo sabía.

—Acabo de llegar, muchacha, y hasta ahora no he sabido lo que era el hogar.

Nesta se cogió del brazo del viejo y, seguidos por el caballo, se dirigieron hacia la cabaña.

—Cappy, necesito ahora un verdadero amigo más que nunca.

—¡Hablas como si no tuvieras ninguno! —repuso Tanner en tono de reproche.

—Y no lo tengo. Ni un solo amigo… a menos que lo seas tú, Cappy.

—No lo creo, Nesta, pero, de todas maneras, puedes contar conmigo.

—No digo que nadie me quiera, Cappy… Rich y Sam Playford y otros me quieren más de lo que merezco. Pero quieren mandar en mí, y dominarme y obligarme… No me ayudan. No pueden comprender mi punto de vista… Cappy, estoy en la situación más terrible que se haya podido hallar una mujer. Estoy cogida en una trampa. ¿Te acuerdas de un día que me llevaste a hacer una ronda por tus cepos? Llegamos a uno que tenía cogido a un pobre castorcillo por una pata… Yo me encuentro como aquel castor.

—Me interesa mucho, Nesta, pero no me asusta lo más mínimo —replicó Cappy con una risa de timbre no muy sincero.

Llegaron a los tres abetos gigantes que daban sombra a la casa, y Nesta se volvió para desensillar su caballo. Sam Playford, que estaba, evidentemente, aguardándola, se acercó a ella.

—Yo le atenderé, Nesta —dijo.

—Gracias —repuso ella con sarcasmo—. Me puedo arreglar sola, aquí lo mismo que en casa de los Snell.

Mescal y Manzanita corrieron a abrumar a Tanner, gritando alegremente:

—¡Aquí vienen los Reyes!

—Bueno, por Navidad, quizá; pero no ahora —contestó con resolución el cazador. Ya se había encontrado otra vez en una situación parecida.

—¿Cuándo abrirás ese paquete, tío? —rogó Manzanita.

—Después de cenar.

—No podré comer mientras no lo abras —declaró trágicamente Mescal.

—Y si lo abriese antes de cenar, sólo comeríais caramelos.

—¡

Caramelos! —gritó Manzanita—. ¿Y quién puede comer carne y judías habiendo caramelos?

—Bueno, vamos a ponerlo a votación —dijo el viejo, como inspirado—. Mescal y Manzanita ya se han decidido por abrir el paquete antes de cenar… ¿Qué dice usted, señora Ames?

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