Arizona

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III

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—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!, —el interés hizo salir al juez de su lacónica aspereza—. Bien, pues me alegro mucho de que te hayas serenado. Temí tener que meterte en la cárcel.

—Oiga, Jeff, había una docena de vaqueros tan borrachos como yo anoche —declaró irónicamente Rich—. ¿Por qué no los arresté usted?

—Eso es cosa mía. No constituían una amenaza para la comunidad.

—¿Y yo sí? Ya entiendo, y veo que me ha tomado usted bien la medida.

Cappy dirigió a Lee una rápida mirada cuando Rich hizo la estupenda declaración sobre Nesta, y vio que, cualquiera que fuese el impulso que había hecho a Rich decir aquellas palabras, había dado en el blanco. La cara de Lee Tate enrojeció de sorpresa y de rabia. Durante la conversación entre Ames y Stringer, miraba a Playford, palideciendo lentamente.

—Oiga, Playford —preguntó con voz aguda en la pausa que siguió a la cáustica réplica de Ames a Stringer—, ¿es verdad que se casa usted la semana que viene?

Sam se puso a la altura de las circunstancias.

—Desde luego —afirmó con inocencia—. ¿No se lo ha dicho Nesta? Aún no ha fijado ella el día. Yo quería el lunes y Rich el miércoles, pero probablemente, Nesta lo aplazará hasta el sábado… Mala suerte… ¿No me da usted la enhorabuena, Tate?

—No es fácil —rezongó con dureza Tate, y la pasión desfiguró sus facciones—. Anoche Nesta Ames me juró que había roto con usted.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —Playford soltó una carcajada en la cual vibraba algo que no era risa—. ¿Cree usted que puede reírse de Nesta como ha hecho con tantas otras muchachas del Tonto? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Se ha estado riendo de usted en su propio estilo, como ya me dijo que pensaba hacerlo.

—¿Es verdad eso? —preguntó Tate poniéndose de color púrpura.

—Completamente —afirmó Sam con calor.

—¡Pues hay cosas que no le puedo a usted contar! —exclamó Tate con sombría y maligna significación. Ames saltó como una pantera para colocarse frente a Tate.

—¿Sí? ¡Pero a mí me las dirás, Lee Tate! Y si le has hecho alguna ofensa de palabra o de obra, que el Cielo te valga.

La expresión de Tate cambió rápidamente. Apenas en la intensidad de su asombro y su rabia, tuvo tiempo de percibir una siniestra amenaza, cuando Ames le pegó un terrible puñetazo que le lanzó sobre una mesa, derribándola con botellas y sillas. La sangre manaba de su aplastada nariz.

Ames retrocedió hasta la puerta, la mano a la altura del cinturón, sus magníficos y retadores ojos azules llenos de odio y de desdén. Primero se fijaron en Slink Tate, y, viendo que no intentaba aceptar el reto, incluyeron al boquiabierto juez.

—Jeffries, le voy a esperar al lado de la cárcel —le dijo con frío sarcasmo, y la sonrisa con, que acompañó sus palabras parecía asegurar que el juez no acudiría a la cita.

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