Arizona

Arizona


VI

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V

I

Arizona Ames era un tipo característico de su época. Cada rancho, desde Panhandle hasta las Montañas Negras, y por el Oeste hasta Pecos, tenía su Ames.

El vaquero era un producto de Texas y una evolución de su colega mejicano. Cuando el ganado en grandes rebaños empezó a ser conducido al Norte por el camino de Chisholm a Abilene y a Dodge, y de allí hacia los cuatro puntos cardinales, el vaquero apareció en el mundo. Se multiplicó con el rápido desarrollo de la industria ganadera. Vino de todos los rincones de los Estados Unidos y de más lejos. Era, cuando más, un muchacho de menos de veinte años, pero la vida del rancho, el trabajo y la resistencia exigida por la cría del ganado, las tabernas, los garitos y los cuatreros le convertían en el acto en un hombre, y un hombre que hacía que el Oeste fuese habitable.

Bravío y libre, indomable, alegre y sin cuidados, era el tipo medio del vaquero. Naturalmente, con el tiempo, apareció el vaquero vicioso, bebedor y matón, pero siempre estuvo en minoría. Todos ellos, sin embargo, poseían una cualidad singular, producto, sin duda, de sus vidas pintorescas, activas y peligrosas, y era ésta un espíritu inquebrantable. Los vaqueros, por lo general, eran gente de mal genio; sencillos, naturales y elementales, y, por consiguiente, heroicos. Realizaban las tareas más tremendas como cosa natural del trabajo diario, sin soñar siquiera que en sus hechos hubiera grandeza alguna.

Y aquí y allá, en todos los ranchos, aparecía de cuando en cuando, un vaquero como Arizona Ames, en quien se reunían todas esas cualidades, menos los vicios, y a las cuales se añadía algún rasgo individual que le destacaba entre sus compañeros. Pero este rasgo parecía exagerar los otros, y en Arizona Ames era una ampliación del espíritu que hacía significativas las vidas de todos los vaqueros.

Era tranquilo, pero podía ser alegre. Tomaba un trago con sus compañeros, pero no se sabía que se hubiera emborrachado nunca. Era capaz de prestar su último céntimo y, luego, pedirle prestado a un amigo para seguir ayudando al que le buscaba. Siempre hacía la guardia más dura, más oscura y más fría; y la mayor parte de los trabajos desagradables para los vaqueros caían sobre él. Su destreza e jinete, su habilidad con el lazo y todos lo, demás detalles del oficio no dejaban lugar a las burlas tan comunes entre los vaqueros. Luego, su rápido y certero uso del revólver añadía la última partícula a la admiración de todos los equipos en que trabajaba. Los pistoleros eran siempre más o menos evitados, especialmente los que tenían historia de sangre, pero rara vez permanecían éstos mucho tiempo en el oficio de vaquero. Había, sin embargo, muchos capaces de sacar el arma por cualquier cosa: éstos sobrevivían poco.

La reputación de Arizona Ames, o le precedía adondequiera que fuese o llegaba con él, y era tal que todos los vaqueros honrados le querían y todos los que no lo eran o tenían una reputación dudosa, sentían hacia él un instantáneo antagonismo. MacKinney contó los vagos rumores sobre pendencias atribuidas a Ames. Rankin había sido muerto de un tiro; se suponía que por Ames, pero nadie había visto el hecho, excepto el mismo Ames, y él nunca admitió que hubiera matado al bandido. Se contaban leyendas por todo el Oeste, una particularmente sangrienta, de Arizona, pero ninguna pudo comprobarse por aquellos vaqueros de Wyoming. Cuanto mayor era el misterio, mayor era el crédito que se le otorgaba.

Ames no había trabajado aún el mes de mayo completo, cuando todos sus compañeros tenían agujeros de bala en los sombreros, pruebas materiales de las proezas de Ames con un revólver. Uno por uno le fueron asediando de todas maneras para inducirle a tirar contra un sombrero al aire. ÉL era de buen natural y gustaba de hacer apuestas.

—Oye, Arizona —le dijo un día Slim Azul—. Yo no creo que seas tan bueno con un revólver como dicen.

—Oye, Camisa Azul —respondió Ames—, me importa muy poco lo que tú creas.

—Ya me lo figuro, pero supongamos, por ejemplo, que una chica bonita viene un día por este rancho, tan bonita, digamos, como la mujer de Grieve, y a ti y a mí nos gusta. Yo no me atrevería contigo, si tiras tan bien como dice Mac.

—Slim, si viene esa chica tan bonita, te puedes quedar —replicó pacientemente Ames.

—¿Es que no te gustan las mujeres?

—No es eso precisamente.

—Desgraciado en amores, ¿eh? Bueno, puedo querer regañar contigo por alguna otra razón, así es que te apuesto diez dólares: contra cinco a que no le das a mi sombrero en el aire.

—No me gustará ganarte el dinero, Slim.

—No es necesario que me lo ganes.

—Bueno, Slim, acepto tu apuesta —dijo por fin Ames, tirando a un lado su cigarrillo y levantándose—. ¿Cuántos tiros me das?

—Tantos como puedas tirar mientras mi sombrero esté en el aire.

—Tíralo. ¡Derecho! —dijo Ames tomando distancia.

Slim lo tiró derecho y alto, dando tiempo al tirador para hacer tres disparos. Al examinarlo se descubrieron tres impactos, dos en la copa y uno en el ala.

—Uno hubiera sido bastante —rezongó disgustado Slim—. En los sombreros de los demás no haces más que un agujero, y el mío lo has estropeado del todo.

—Tú necesitas muchas pruebas para convencerte —contestó Ames riendo.

—No pienso armar bronca contigo, pistolero —replicó Slim con admiración.

Ames se alojó en la casita ocupada por Lany Price. Esto ocasionó las primeras broncas amistosas. Blab MacKinney insistió en que Sam Perkins se marchase de su casa y dejase a su amigo Ames vivir en ella, y Sam le contestó que, con los debidos respetos para la gentil figura y bellos ojos de Ames, podían irse los dos al diablo. Luego Slim Azul trató de echar a Lany de su casa para instalarse él en ella. Ames decidió todas las discusiones y se quedó con Lany.

Parecía que cuanto más evitaba Ames el hallarse en circunstancias complicadas, más se le echaban éstas encima. No había compartido mucho tiempo la cabaña con Lany Price, cuando adivinó que aquel joven vaquero tenía alguna preocupación. Como muchos muchachos con quienes Ames había trabajado, Lany era el hijo de un pobre ranchero, un buen jinete y un magnífico carácter con la ambición de dedicarse al negocio de ganadero.

El trabajo, por el momento, en el rancho Grieve era muy escaso, debido a varias causas, la principal de las cuales era que el ranchero había vendido la mayor parte de su ganado y estaba esperando un envío de Texas. Se esperaba que éste llegase, lo más tarde, en junio o julio. Los hombres, por consiguiente, tenían muy poco que hacer y ninguna tarea nocturna. Descansaron completamente y volvieron a ponerse de buen humor. En las horas de ocio jugaban a los naipes y se paseaban fumando y bromeando, para ellos una cosa muy divertida.

Crow Grieve era el ganadero más desagradable que Ames había conocido en su vida. Hacía tratos leoninos con otros ganaderos de menos importancia, un crimen imperdonable a los ojos de los vaqueros. Pagaba menos salario que nadie, aunque esto se compensaba, hasta cierto punto, por los buenos alojamientos que daba. Era obvio que no depositaba confianza alguna en los vaqueros, condición que debía ser consecuencia, en parte, de que él no lo había sido nunca.

Al segundo día de la llegada de Ames, MacKinney le hizo una observación luminosa.

—Arizona, deja que te dé un consejo. Eres un buen mozo, por lo menos no lo hay mejor entre los vaqueros. Y tienes algo más que eso. Bueno, que no mires a la mujer del amo.

—¿Por qué no? No soy ciego. He oído decir que es una belleza y no puede hacer daño mirarla.

—¡Idiota! Ya sé que no te pasaría nada, pero si quieres permanecer aquí conmigo, no empieces a caerte del caballo delante de la señora Grieve, ¿entiendes?

—No, Blab, que me aspen si comprendo.

—Arizona, siempre has tenido la costumbre de irritarme, y empiezas ahora otra vez. Escucha… Amy Grieve es una belleza, y si no has visto nunca una muchacha de ojos hambrientos, ahora la vas a ver. Vas a soñar con esos ojos. Hace dos años hizo Grieve un viaje al Sur, a Luisiana creo, y volvió con esa muchacha. ¡Su mujer y tenía menos de diecisiete años! Si en la vida he visto una muchacha desgraciada, fue entonces. Nosotros, los vaqueros, tuvimos nuestras sospechas. Luego, vimos que Grieve había conseguido a la muchacha porque su familia le debía dinero o algo semejante. Al cabo de algún tiempo, ella se reanimó; luego, vino un niño y pareció florecer; ahora está espléndida: la he visto el otro día.

—¿No es la vida un infierno, Mac? —dijo Ames con amargura.

—Lo es, pero podría ser peor. Y por eso es por lo que te digo que evites a Amy Grieve. Se enamoraría de ti, tan seguro como que ahora es de día. Le gustan los vaqueros. Eso lo he visto yo como lo puede ver cualquiera, y puedes apostar tú último céntimo a que no ama a ese buitre de Grieve.

—Blab, estás diciendo muchas cosas —dijo seriamente Ames.

—Si se tratase de otro, te juro que no abriría la boca, pero ya sé que a ti se te puede decir todo.

—Tienes razón.

La historia tuvo un interés peculiar para Ames, el mismo que a la mayor parte de los vaqueros hubiera impulsado a ver a Amy Grieve. Las tragedias y los amores de los demás se atravesaban siempre en su camino. Cuanto más venía a Crow Grieve, más lamentaba la suerte de su joven esposa.

Poco tiempo después, un día que estaba buscando algo en el cajón de una tosca mesa de la cabaña, un retrato salió a la luz de debajo de algunas cartas de Lany Price. Era la imagen de una muchacha no mayor de dieciséis años, de cara dulce y débil y ojos magníficos. Un nombre escrito en tinta se destacó ante los ojos de Ames. ¡Amy! La fotografía había sido tomada en Nueva Orleans.

Ames lamentó el incidente del cual no tenía ciertamente la culpa. ¿Qué hacía Lany Price con un retrato de la joven esposa del patrón? Ames decidió conceder al muchacho el beneficio de la duda. Lany podría estar, sencillamente, soñando. Los vaqueros eran sentimentales.

Mas, por otra parte, podría estar comprometido en un asunto que tendría graves consecuencias para él. Ames desechó este último pensamiento.

Le había tomado cariño a Lany Price. El joven era varonil, pero no exactamente un vaquero rudo y curtido. Por esta circunstancia se le tomaba bastante el pelo. Todos, sin embargo, le apreciaban.

Día llegó en que Ames tuvo que cerrar los ojos a ciertas indicaciones dudosas, pero insistentes. Lany tenía accesos de depresión, durante las cuales vagaba triste y malhumorado. Luego, de súbito, se ponía radiante. Esta última manifestación, coincidente con la partida de Crow Grieve para South Pass, le pareció a Ames demasiado significativa para no tenerla en cuenta. Era otro de aquellos casos que la fatalidad parecía arrojar sobre él.

—¿Has tenido buenas noticias de tu casa, Lany? —le preguntó Ames después de cenar.

—No, y pensando ahora en ello, hace mucho tiempo que no sé nada. ¡Esa Visa!

—¿Quién es Visa?

—Mi hermana. Una chica preciosa. Me gustaría que la conocieras, Arizona. Es una muchacha llena de buen humor y mejor que el pan.

—También a mí me gustaría.

—¿Tienes novia, Arizona?

Ames movió la cabeza, sonriendo un poco.

—¿Pero la has tenido?

—No, en realidad, no puedo decir que haya tenido nunca una novia regular.

—Es curioso. Un tipo como tú. Debe de ser mentira. ¿Tienes una hermana?

—Sí —dijo Ames, bajando la cabeza.

—¿Te escribe?

—Seguro. Muy de tarde en tarde, pero cuando lo hace, sus cartas son muy largas.

—Así compensa. Visa me quiere, pero escribiendo cartas no es nada del otro mundo. ¿Cómo se llama tu hermana?

—Nesta.

—¿Nesta? Un nombre muy bonito. ¿Es joven?

—Sí. Yo me siento muy viejo, pero no lo soy. Nesta tiene mi edad. Somos gemelos.

—Entonces debe de parecerse a ti.

—Mucho. Decían que no se distinguía a una del otro, cuando éramos pequeños, por lo menos.

—Debe de ser muy guapa. Tú eres la persona de mejor aspecto que he visto después de Am…, después de la señora Grieve.

—Gracias, Lany —repuso Ames—. Te enseñaré el retrato de Nesta. —Levantó su maleta hasta la mesa y, buscando en ella, halló una vieja cartera, de la que sacó una fotografía cuidadosamente envuelta—. Tenía entonces dieciséis años —dijo tendiendo el retrato a Lany.

—¡Qué guapa! —murmuró éste—. ¿Casada?

—Sí, y feliz, gracias a Dios —respondió Ames con una repentina emoción que contrastaba extrañamente con su tono indiferente de antes—. Sam, su marido, prospera. Será un gran ranchero antes de no mucho, seguro. Pero hace cuatro años que me arruiné enviándoles dinero… Tienes dos niños ¡mellizos! El varón se llama Rich, como yo. Éste es mi verdadero nombre.

Lany le devolvió la fotografía. En sus ojos había aparecido una sombra profunda.

—Debe de ser algo muy grande estar casado y ser feliz así —murmuró como hablando consigo mismo.

—Creo que sí; debe de serlo.

Desde aquel momento, las circunstancias y los pensamientos se multiplicaron en Ames. No podía evitarlos. Lany Price no volvió a dormir en toda aquella noche y, al parecer, nadie más que Ames se dio cuenta de ello. Ames le oyó entrar descalzo y sin ruido. Largos suspiros atestiguaban algo más que una necesidad de sueño. Lany se quedó sentado en su cama a medio desnudar, absorto, en pensamientos que le hacían olvidar dónde se hallaba. La brillante luz de la luna entraba en la cabaña. Ames veía a Lany sentado allí; le vio acercarse a la ventana y mirar a la luna, triste y abstraído.

Todo esto se repitió a la noche siguiente, con detalles aumentados. Ames deliberó. Si el joven Price estaba enamorado de Amy Grieve, cosa que parecía incontestable, atraía simplemente a la muerte. Crow Grieve era capaz de apalear a un vaquero por mirar a su mujer, y de matarle por muy poco más. Ames no conocía a la joven esposa, y aunque simpatizaba con ella, no podía estar seguro de que no fuera ella la culpable. Por otra parte, Lany Price era demasiado buen muchacho para convertirse en el blanco de una bestia celosa como Grieve. Se le ocurrió a Ames que el ranchero no le trataba bien a él; un pensamiento que, al cristalizar en su mente, le puso nervioso e inquieto. Trató de desecharlo Por fin determinó averiguar, sólo en beneficio de aquel imprudente muchacho, si en realidad se entrevistaba con Amy Grieve.

De acuerdo con este plan, en lugar de volver a la cabaña después de cenar, dio un paseo por entre los pinos. La oscuridad se hizo completa poco después. La luna no saldría hasta más tarde. Desde la sombra de los pinos acechó el camino y el sendero que conducían a la casa del ranchero. A su vigilancia (sin contar su instinto de montañés, desarrollado durante seis años de cazador) no se le escapó Price, que se deslizaba entre los árboles. Ames le siguió a prudente distancia, sin perder de vista su figura. Price se dirigió hacia un lado de la casa y se metió en el huerto, donde desapareció. Ames avanzó con precaución, y, pronto, a la luz de las estrellas, percibió una ligera forma blanca que pasó por un claro. Era la de una muchacha de rápidos y elocuentes movimientos. Ames sabía que la única otra mujer en casa de Grieve era el ama de llaves, vieja y pesada.

Ames volvió sobre sus pasos, aceptando de mala gana la realización de sus presentimientos y preocupado en extremo por Price. Trató de persuadirse de que no le importaba y tuvo que luchar con su conciencia. No había en realidad, sorprendido al vaquero con la joven esposa; quizás estaba equivocado. Pero aunque trataba de convencerse, Ames sabía que estaba en lo cierto. Volvió a la cabaña y se durmió antes de Lany volviese.

Al día siguiente aprovechó una oportunidad para decir:

—Buenos días, Lany. Me parece que te acuestas muy tarde.

Lany protestó afirmando que se acostaba temprano.

—Dispensa. Yo duermo de una manera rara, siempre soñando y oyendo cosas. Estaba convencido de que te acostabas tarde desde que el patrón está fuera.

Ames dijo esto con indiferencia, cuidando de tener la espalda vuelta hacia Lany. Evidentemente, el vaquero se quedó tan asustado y confuso que apenas sabía lo que decía. Dio muchas explicaciones, mintió con torpeza y se denunció ante Ames.

Al día siguiente, Grieve regresó de South Fork, aún bajo la influencia del alcohol, y furioso por una mala pasada, real o supuesta, que le había hecho un ganadero rival.

Les dio a los vaqueros una vida miserable. Dos de ellos se despidieron; uno, después de haber sido golpeado por el ranchero. MacKinney intervino para evitar sangre.

—No pretendo criticarle, patrón —dijo MacKinney—, pero si sigue usted tratando a la gente así, no le quedará nadie, y tiene usted en camino la expedición de novillos de Texas.

Por maravilla, Grieve no se ofendió por estas palabras, y desapareció. Aquella noche los vaqueros se congregaron en el comedor; la mayor parte mohínos y descontentos.

—¡Es un… negro! —exclamó Jake Mendal con dureza, pues éste es el peor insulto que la gente del Sur puede dirigir a alguien.

—Yo le pediré mi dinero y, cuando lo tenga, me veréis desaparecer —dijo Boots. Cameron—. Prefiero morirme de hambre a trabajar con este déspota.

—Lo peor de Grieve es que siempre le debe a uno pagas atrasadas, y si uno se va no cobra. Me parece que voy a hacer algo para que me despida —añadió Sam Black, el más viejo de todos.

Uno por uno, los más antiguos expusieron sus quejas. En los seis años que Ames llevaba trabajando en los ranchos y con muchos equipos diferentes, no había oído acusar de tantas cosas a un granjero.

—¡Es un cerdo! —rezongó MacKinney—. Algún día un vaquero le romperá la cabeza.

—Y se ganará un balazo por ello —repuso Jem Gutline—. Crow Grieve le ha pegado un tiro a más de un vaquero.

—Puede un día retrasarse al querer pegarle un balazo a algunos —dijo Slim—. Por ejemplo, que lo intentase con Arizona Ames.

—¡Ojalá!, —dijo uno.

—¿Por qué diablos no dices tú algo, Arizona? —preguntó Slim.

—Ya decís vosotros bastante. Lo que yo dijera no tendría mucha importancia —respondió Ames con calma.

—Así es. Hablar cuesta poco. Pero si tú pusieras una palabra o dos, a todos nos parecería que estabas con nosotros añadió Sam, con intención.

—Si no hubiese hecho amistades aquí, ya me hubiera ido, con dinero o sin él.

Compañeros, de Arizona Ames podemos estar seguros —dijo MacKinney. Luego, el irlandés, fijando sus ojos grises sobre la cara inquieta de Lany Price, añadió—: Y tú estás mudo como una ostra. Apuesto a que le tienes a Grieve más odio que ninguno de nosotros.

—¿Sí? Pues no tengo más razones que los demás —respondió Price con enojo.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

—¿De qué te ríes?

—De nada, de nada —contestó el irlandés con sarcasmo. Price, con la cara roja, salió de la casa y no volvió para comer.

Poco después, aquella misma semana, vinieron otros rancheros a conferenciar con Grieve. No fueron recibidos con mucha cortesía, y uno de ellos, que había empezado como vaquero, hizo algunas observaciones al caso, que fueron oídas por Slim. Luego, otro de los vaqueros que disfrutaba de la confianza del ama de llaves, informó a los demás de que Grieve tenía graves disgustos con su mujer, que quería volverse a su casa.

Poco después de este incidente, Grieve se ausentó, conduciendo el coche él mismo. El hecho de que marchase sin dejar muchas y rigurosas órdenes, no tenía precedentes y dio lugar a muchas conjeturas entre los empleados, que aprovecharon alegremente esta omisión y trabajaron muy poco.

Ames se dio un paseo solo, sin más intención que la de alejarse del rancho, y vagar por el bosque. Veía la desintegración gradual de la casa de Grieve. La bebida arruinaba a cualquier ranchero, sin contar con los conflictos domésticos. Ames sentía renacer el deseo familiar en él, de marcharse de aquel rancho como se marchara de tantos otros. Pero no quería abandonar a Lany Price. Aquel joven iba derecho desastre. Con frecuencia había pensado Ames en mencionar el secreto de Lany, pero nunca lo había hecho. En aquel paseo resolvió Ames no seguir así más tiempo. Pronto habría oportunidad, pues en la ausencia de Grieve, Lany, siguiendo la costumbre de los amantes desesperados, cometería imprudencias.

—Seguro que tendré pronto jaleo —soliloquiaba Ames, queriendo decir que no tardaría en verse complicado en los sucesos. Siguió cabalgando por el camino. El verano había revestido a los álamos de todo su follaje. ¡Cómo temblaban las verdes hojas! Nunca veía álamos temblones sin pensar en Nesta. ¿Era aquella Amy Grieve otra muchacha atormentada en su amor, débil y temblorosa como una de aquellas hojas de álamo?

En la hondura, entre los pinos, su vista penetrante percibió un caballo blanco. Si no estaba equivocado, aquel caballo pertenecía a Lany Price.

—¡Caramba! —murmuró Ames—. Lo he presentido esta misma mañana. ¿Me vuelvo ahora o me encaro con ellos?

El bello bosquecillo de más abajo no estaba muy lejos del rancho. Dos senderos conducían a él por diferentes rutas. Ames había visto varias veces a Amy Grieve a caballo, pero nunca de cerca. Ciertamente, su caballo no era blanco como el de Lany. Ames hubiera apostado cualquier cosa a que los dos se habían encontrado en aquel solitario paraje. Esto encendió su cólera. Estaban locos y quizás eran culpables de algo más de lo que él suponía hasta entonces.

Ames desmontó y, conduciendo su caballo por la tierra blanda, que no producía ningún ruido, se metió por entre los pinos y los macizos de álamos.

No tardó en ver dos caballos en un claro, los dos ensillados, pero sin jinete, con las bridas colgando y pastando en la hierba. Dejó sus riendas y dio la vuelta a un grupo de árboles para salir sobre un gigantesco árbol derribado.

A menos de diez pasos, al otro lado de este árbol, estaba Lany Price de espaldas a Ames. Hablaba en voz baja y descompuesta. Tenía a una muchacha en sus brazos. Los de ella estaban enlazados a su cuello. Sus caras estaban juntas. El cabello oscuro de él se mezclaba, contrastando con los rizos castaños de ella. Tenía los ojos cerrados y las mejillas surcadas de lágrimas.

Ames experimentó un violento impulso de huir antes de que aquellos ojos se abriesen. Pero, al ver por primera vez aquella cara, variaron sus ideas preconcebidas.

Una ramita se rompió bajo una de sus botas. Unos ojos aterciopelados y húmedos le miraron sin comprender; luego se abrieron con asombro y se dilataron con súbita comprensión y terror.

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