Arizona

Arizona


VIII

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V

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Cuando Ames volvió al rancho aquella tarde, parecía como si el Destino hubiera, arbitrariamente, dispuesto su futura norma de conducta.

Durante la cena, a la que Lany llegó tarde, cansado por las fuertes emociones, Ames estuvo preocupado. Después evitó la compañía de su amigo y pasó horas con los demás vaqueros, mostrando una curiosidad súbita y desusada sobre Crow Grieve, iniciando innumerables anécdotas de la tacañería del ranchero, su mezquindad por los sueldos, su peculiar costumbre de retener siempre salarios atrasados de sus empleados, su naturaleza desconfiada y, por último, su crueldad con los caballos. Éstos eran los rasgos característicos y bien conocidos de Grieve, imperdonables para los vaqueros, especialmente el último.

—¿Qué le pasa a Arizona? —dijo Slim cuando Ames salió—. No está como es él.

—¿Y qué sabemos nosotros cómo es Arizona? Hace poco que está aquí —contestó un compañero.

—Pero Mac nos lo ha explicado.

—Mac habla mucho. Creo que Arizona está empezando a enfadarse con el patrón. A todos nos pasa lo mismo, más tarde o más temprano.

—Así es, pero no sé por qué me parece que en Arizona la cosa es diferente.

Al otro día, Ames visitó al ama de llaves, una viuda de cuarenta años, rolliza y alegre, a quien no disgustaba el coqueteo con los vaqueros.

—Señora Terrill, no me he acercado en todo el tiempo por aquí —dijo Ames con sus maneras de voz más agradables—. Los muchachos me han contado muchas cosas de usted. Las viudas guapas son mi plato favorito.

—¡Anda allá, caníbal! —replicó ella alegremente—. Tú también eres un buen mozo. Apuesto a que sólo quieres de mí algún bollo o un pastel.

—Claro que tomaría alguno si me lo diera. Pero sólo he venido para saludarla y preguntarle si sabe usted cuándo vuelve el patrón.

—¡Cielos! ¿También usted está enamorado de la joven señora?

—¿Yo? ¡No! Me gustan ya desbravadas. Las jacas indómitas son para mí muy difíciles de montar.

—Es usted el primer vaquero a quien he oído decir una cosa así… No, no sé cuándo volverá el patrón. Espero que no sea pronto.

A la señora Terrill le gustaba hablar, y Ames era un oyente inspirador. Tuvo que oír muchas cosas de la buena y paciente Amy Grieve y de su adorable hija. Y de aquí fue fácil llevar a la mujer a hablar de Grieve.

—Seguro que cobrará usted su dinero —contestó a la pregunta de Ames—, pero cuando esté de buen humor y tenga ganas de pagar.

Ames buceó luego en sus sentimientos y en su evidente devoción hacia Amy. El ama de llaves, cada vez más confidencial con aquel vaquero tan formal y de voz tan suave, se deshizo en elocuencia. Al soltársele la lengua dejó entender muchas cosas, entre ellas que había un vaquero que no le era indiferente a la señora de Grieve.

—¿Cómo trata Grieve a esa muchacha?, —preguntó Ames con gran simpatía. Pero aquí la volubilidad de la mujer cesó, y de su súbita reserva dedujo Ames más que si le hubiese citado ejemplos de la brutalidad de Grieve. Ames dejó al ama de llaves sombríamente satisfecho de su entrevista. El testimonio de gente imparcial era, sin embargo lo que Ames requería para el severo juicio que se celebraba en su mente.

Ames encontró a MacKinney en el camino, cerca de su casa.

—Te estaba buscando, Arizona —le dijo con mucha amabilidad.

—Pues lo siento, pero no tengo un dólar —replicó Ames, de mal humor—. Tendré que pedir prestado, si Grieve no me paga.

—¡Prestar! ¿Quién habla de dinero? Yo, no; pero si necesitas, te prestaré.

—Gracias, esperaré a ver al patrón.

—Pues esperarás aún más, hasta que acabes con lo que viene… Tenemos que trabajar un poco. Hay que arreglar una cerca y hacer algunas tejas. ¿Quieres ayudarme?

—¿Yo estropearme las manos y golpearme los dedos? —dijo Ames con magnífico desdén—. ¡Ni pensarlo!

—Oye, Arizona —preguntó MacKinney con sorpresa—, ¿desde cuándo le hurtas el cuerpo al trabajo?

—Desde este momento —rezongó Ames de mal humor, y siguió adelante, dejando a su viejo amigo plantado en el camino y rascándose la cabeza, perplejo.

Aquella noche, Ames entró tarde a cenar y llegó sin su amabilidad y complacencia habituales. Insultó al cocinero, que se quedó sorprendido para contestar, una cosa extremadamente rara en él. Los finos oídos de Ames percibieron una conversación fuera, en el porche.

—¿Qué le pasa a Arizona, Lany? —preguntó uno.

—No lo he visto en casi dos días —replicó Lany con sorpresa y cuidado.

—¿Le pasa algo?

—No es el mismo que era.

—Algo le pasa a Ames —opinó otro.

—Eso me parece a mí, pero no tengo idea de lo que pueda ser.

—Se está enfadando con el patrón.

—Mas ¿es ese antiguo consocio tuyo uno de esos vaqueros que cuando beben son insociables?

—No —declaró MacKinney—. Es el compañero más sobrio que he tenido en mi vida.

—Si queréis saber mi opinión —apuntó Slim—, Arizona tiene algo en la cabeza.

—Quizá sea Amy Grieve —dijo otro, tan bajo que Ames apenas le oyó.

—No; que yo sepa, no la ha visto nunca.

—Oye, Lany, ¿ha visto Arizona a la mujer del amo?

—Creo que sí. Una vez, por lo menos —repuso Lany, azorado.

—Una vez es bastante.

—Muchachos, cuando yo vi aquellos ojos tan hermosos sentí una angustia terrible, y me duele el corazón desde entonces.

—Eso no es un ningún cumplido para ella, Saunders. Cualquier cosa con faldas te da a ti dolores.

—Estás equivocado, Bill. Para que le den dolores a Saunders hace falta una mujer sin faldas. La última vez que estuvimos en South Fork había una función de circo. Una muchacha que parecía un espantapájaros hizo no sé qué en el trapecio. Hubierais creído que Saunders tenía el cólera morbo.

—¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, —rieron al unísono los vaqueros. Ames, acabada su comida, salió al porche.

—¿Alguno de vosotros tiene idea de cuándo volverá ese mastuerzo de Grieve? —preguntó, bajando la cabeza para encender un cigarrillo.

Ninguno contestó en seguida. Aquello eran palabras mayores hasta para un vaquero duro y curtido, pero viniendo de un hombre de la reputación de Ames, caían como una bomba.

MacKinney interrumpió el embarazoso silencio, bajando de golpe las botas de la barandilla del porche.

—No lo sabemos, compañero —dijo—. Calculando por otras veces, yo diría que mañana, y con un humor de todos los diablos. Si no te ofendes, Arizona, te aconsejo…

—Habla de una vez, Mac —dijo Ames al ver que el otro vacilaba.

—Es que no se trata de una tontería —rezongó irritado MacKinney—. No estás de humor estos días para hablar con el patrón.

—¿Y por qué no? —demandó Ames con frialdad—. El que ni tú ni los demás gallinas de tu equipo tengáis los rebaños necesarios para cantarle las cuarenta a ese Crow Grieve, no quiere decir que no los tenga yo tampoco.

MacKinney cayó en un asombrado silencio, con la boca abierta y evidentemente con la memoria llena de recuerdos.

—Escúchame, Arizona —dijo Slim con fría y delicada firmeza—. Creo que somos una cuadrilla bastante apocada y quizá nos merecemos ese piropo. Pero tal como Mac y yo vemos el asunto, y lo mismo piensan casi todos los demás, Grieve es un tipo desagradable, y es peligroso irritarle. ¿Y para qué? Tenemos buenos empleos y, si se le sigue la corriente, siempre se puede ir tirando y sacando un poco de dinero. Lo que Mac trataba de decirte es esto, y que lo peor de decirle algo a Grieve es que tendrías que sostenerlo.

—¡Bah! El negro es blanco por dentro.

—Bueno, Arizona, todos esperamos que tengas cuidado, y no porque Grieve nos importe una higa.

—Muy agradecido, Slim, Aprecio tus palabras —dijo Ames con sincero calor—. Perdona aquella impertinencia. Creo que tengo los nervios alterados.

Al salir Ames del porche y alejarse por el oscuro camino, el sonido de la voz de Slim llegó hasta él, pero no sus palabras. Ames había, deliberadamente, arrojado una semilla entre sus compañeros. Lany era el único que podía sospechar sus intenciones, y estaba absorto con sus horas de encanto que no podía soñar.

Al día siguiente, Ames salió del rancho para visitar a un colono, único individuo que en estas condiciones había quedado en los dominios de Grieve. Era mi sólido noruego llamado Nielsen. Había instalado su casa en un pequeño valle de veinte hectáreas de extensión, al lado de mi arroyo que desembocaba en el río. Había cien lugares iguales bajo la dominación de Grieve, todos más o menos fértiles y apropiados para granjas. Muchos habían sido puestos en cultivo por colonos, pobres gentes que tenían que empezar con un hacha, un arado y un caballo. Grieve los había echado a todos, y como no podía intimidar al noruego, le tenía odio. Ames sólo quería comprobar un rumor del rancho.

Halló en. Nielsen el tipo de colono que haría, a la larga, más por el Oeste y los vaqueros que Grieve. Nielsen tenía una bonita casa, una mujer guapa y varios hijos robustos. Podía vivir del producto de la pequeña huerta y de la caza que obtenía en las montañas, pero no pasaba de aquí. No podía prosperar en el negocio de ganado. Si Grieve hubiera sido una persona decente, habría permitido a Nielsen que soltase a pastar en los terrenos próximos las pocas cabezas que poseía; pero el noruego tenía que llevar sus rebaños a las montañas, donde los lobos le mataban los terneros, y los cuatreros le robaban todos los novillos en cuanto llegaban a los dos años. Nielsen admitía que no podría resistir mucho más tiempo. Su simple exposición de los hechos no dejaba a Grieve en muy buen lugar.

Ames sintió respeto por el noruego, simpatizó con su paciente esposa y se hizo amigo de los alegres niños.

—De modo que Grieve le puso una cerca para que no pudiera entrar en sus terrenos, ¿eh? —dijo Ames, pensativo—. ¿Quién levantó la cerca?

—No es gran cosa —replicó el colono—. Grieve y dos de sus muchachos la levantaron en un día. Pero mee cierra el paso por todos lados, excepto por el río.

—¿Recuerda usted quiénes fueron los dos muchachos?

—Sí. Uno alto que se llamaba Carpenter. Le mataron en South Fork hace un año o dos. El otro es Brick Jones; todavía trabaja con Grieve, pero no sé si estará en su mismo equipo. Brick vino por aquí un par de veces después y molestó a mi mujer.

—Conozco a Jones. Trabaja en el rancho y es un operario que parece que le gusta a Grieve… ¿Qué es eso de que molestó a su mujer? ¿Qué hizo?

—No gran cosa. Trató de hacerle el amor. Luego, vino un día borracho y con ganas de forcejear.

—¿Qué hizo usted, señora Nielsen? —preguntó Ames a la mujer, que estaba al lado, escuchando.

—Me metí en casa y eché la barra a la puerta —replicó ella sonriendo—. Me gustan los vaqueros, pero no ese pelirrojo.

—Nielsen, tiene usted aquí una bonita granja; le aconsejo que la conserve —dijo Ames, acariciando la brillante cabecita del más pequeño de los niños, y se levantó para partir.

—¿Le parece a usted? —inquirió el colono, alegrándosele la cara—. Estamos muy desanimados. Tengo algún dinero en el Banco. He estado ahorrando para comprar ganado, pero tengo miedo; y sin embargo, nos duele marcharnos de aquí.

—Quédense, entonces. Pero no compre aún. Espere. —Fijé una mirada insistente en Nielsen—. A Crow Grieve le puede ocurrir algo.

—¡Ocurrir! —exclamó Nielsen con asombro.

—Seguro. La vida es muy incierta para hombres como Grieve. Puede caer muerto cuando menos se piense.

—Vaquero, dice usted cosas muy raras para estar empleado con. Grieve —dijo el colono.

—Ya no trabajo para Grieve. Trabajaba, pero le he dejado.

—Esperamos que no se marche sin decirnos su nombre.

—Se me olvidaba. Me apellido Ames y me llaman Arizona… Adiós. Conserven la granja y envíen algún día a la escuela a estos niños.

Ames se alejó muy satisfecho por las esperanzas que había, sin duda, despertado en los pechos de aquellos colonos. Las buenas palabras eran fáciles de hallar, pero reflexionó que, a veces, le comprometían a cosas de difícil cumplimiento.

Pronto volvió la mente a su problema y al rancho y se dio cuenta de que había dejado de ser un problema. Durante su visita a Nielsen había cortado las relaciones que le ligaban a Grieve, pues las decisiones de Ames dependían tanto de los sucesos como de largas meditaciones. Crow Grieve era un obstáculo para el progreso y la felicidad de gente digna. Muchos hombres eran sólo eso: espinas en el camino, enredaderas para pies cansados, espinas que laceran y envenenan.

Nubes de polvo que se elevaban del rancho le hicieron preguntarse si habría llegado la vanguardia de los rebaños que esperaba Grieve. Pronto distinguió una larga fila de ganado que avanzaba hacia los corrales.

Ames puso su caballo Cappy al trote largo, y en media hora llegó al rancho. Cuando dio la vuelta a los establos para entrar por el ancho espacio cuadrado, entre ellos y las casitas de los vaqueros, sus rápidos ojos observaron muchas cosas.

Grieve había regresado; de los corrales se elevaba polvo y ruidos; los vaqueros se dirigían hacia la casa-comedor y había varios coches detenidos enfrente; un grupo de hombres conferenciaban en el porche. Y, por fin, observó Ames con sorpresa que la señora Grieve estaba sentada sola en el coche más lejano. Sostenía las riendas y parecía estar esperando.

Si la aventura gravitaba sobre Ames y las circunstancias se volvían contra él, era igualmente cierto que parecía que el Destino le disponía adrede las situaciones.

Ames se acercó, desmontó y, arrojando las bridas, hizo a la señora Grieve un saludo prolongado y demasiado airoso.

—Buenos días —dijo con tranquilizadora sonrisa Están ocurriendo aquí muchas cosas que yo me estoy perdiendo.

—Buenos días —repuso ella alegremente y ruborizándose un poco—, aunque ya estamos en la tarde. No es usted el único que llega retrasado a almorzar.

Ames puso una mano enguantada en el borde del coche y se colocó, deliberadamente, de espaldas a la gente que estaba en el porche. Sólo necesitó una mirada a Amy para ganar su confianza. No tenía miedo. Sólo estaba un poco perpleja y excitada por la proximidad de él, y además complacida. Sin duda, llevaba para el mundo una máscara de sonriente soberbia y compostura, y fue difícil para Ames llegar a través de ella hasta la tragedia y el terror de la muchacha que pocos días antes le buscara con tal angustia.

—¿Parece que ha vuelto Grieve? —preguntó en tono más bajo.

—Sí. Me ha dado la gran sorpresa —repuso ella, también en voz baja—. No está borracho y ha traído algunos amigos para tenerlos aquí hasta el domingo.

—Espléndido, si dura. También ha traído algún ganado, ¿no es así?

—No. Es que ha llegado el primer rebaño de los novillos que esperaba de Texas. Es un ganado magnífico. Yo he bajado para verlos, y al volver, me he encontrado con que ya había regresado Grieve.

—¿Dónde está ahora, Amy?

—En el porche, mirando con unos ojos como los de un búho. ¡Pero quédese a mi lado!

—Sin duda. Y mientras estoy aquí quiero pedirle una cosa. Hay una familia de colonos más arriba, al lado del río. Se llaman Nielsen. Se instalaron antes de que Grieve llegase y no quieren dejarse echar. Grieve les ha puesto una cerca alrededor y les tiene casi arruinados. Tiene mujer y tres niños preciosos. Son muy pobres, y quiero que me prometa usted que irá a verlos algunos días, cuando sea usted el ama aquí, y que les ayudará y será su amiga.

—¡Ama aquí! —La frase hirió a Amy de una manera tan extraña, que hasta imitó el acento de Ames.

—No me mire así. Quiero que me lo prometa.

—¿Prometer? Ciertamente, lo haré —repuso ella con premura—. ¿Cómo se llama el colono?

—Nielsen. Es noruego, como su mujer, pero llevan en el país mucho tiempo. Son ya americanos, y el Oeste necesita gente como ellos.

—Arizona, siento la tragedia en el aire —dijo ella en voz aún más baja y con la vista fija en la gente que estaba detrás de Ames—. Pero no se mueva.

—¿Yo moverme? Escuche, Amy, me he estado muriendo por decirle a usted una cosa.

—¿Qué? —inquirió, presintiéndolo.

—¿Se acuerda usted de lo que me hizo la otra tarde? —preguntó él maliciosamente.

—No es fácil que se me olvide —repuso ella con fingida altivez.

—¿Está segura? Me refiero a Io que usted juró que iba a hacer y Lany le dijo que hiciese, y que a mí me pareció que no me gustaría.

—Estoy completamente segura —murmuró ella enrojeciendo.

—Pues estaba equivocado, Amy. Me gustó, y cuando me vaya de aquí voy a recorrer todo el Oeste hasta encontrar una mujer como usted, que me dé un millón de besos como los que usted le da a Lany.

—¡Qué cumplido tan maravilloso para mí! —exclamó ella—. Supongo que es usted sincero, Arizona. Pero ¡cuándo se vaya usted de aquí! ¿Qué quiere decir?

La tierra crujió bajo fuertes pisadas. Ames se volvió con calma. Grieve se acercaba, con una sombra roja bajo su piel oscura, y los ojos brillantes de asombro, sospecha y cólera.

—Hola, Grieve —dijo perezosamente Ames.

—No sabía que fuese usted amigo de mi mujer —declaró.

—No es que lo sea. Claro que la conozco de vista. Le estaba pidiendo que favoreciera a unos amigos míos que viven al lado del río. Una familia de colonos que se llama Nielsen.

Condenado impertinente.

Ames aprovechó la oportunidad. Como si le hubiera picado una avispa, se apartó de un salto del coche.

—¿Quién es el impertinente?

La súbita cólera que quería estimular estalló con la explosión de sus palabras. Su deliberado intento de atraer la atención de Grieve tuvo más éxito del que esperaba.

—¡Usted! —replicó Grieve, furioso, aunque, evidentemente, el cambio de Ames era para él una sorpresa.

—Quisiera saber por qué —gritó Ames, aún más fuerte—. No veo que tenga usted razón para insultarme delante de sus huéspedes y de su esposa, sin mencionar a los demás vaqueros. Sólo estaba pidiéndole a su mujer que favoreciera a unos amigos míos. Pregúntele si es verdad.

—¿Es verdad, Amy? —demandó Grieve volviéndose hacia ella.

—Ciertamente. ¿Qué pensabas? —respondió ella con frialdad. Y, ante la palidez de su cara, sus ojos se hicieron más grandes, y más oscuros.

—¿Conoces a este vaquero? —continuó celosamente su marido—. ¿Quién te ha presentado a él?

—Nadie.

—Oiga Grieve —interrumpió Ames—. No hay por qué molestarla por mí. Nadie me ha presentado a ella. He visto una ocasión para ayudar a mis amigos. La señora tiene fama de ser buena con la gente pobre.

—Y aunque la tenga, ¿a usted qué le importa? ¡Hace falta frescura para hablarle aquí!

—Ha estado muy cortés —interrumpió solícita Amy.

—Cállate tú —gritó Grieve. Cada palabra le hería más profundamente y aumentaba su cólera. No podía suponer los motivos de Ames, pero presentía algo oculto allí.

—Gracias, señora Grieve —dijo Ames con gratitud—. Pero no necesita usted excusarse por mí.

—Ames, si vuelve usted a dirigirle la palabra, le romperé la cabeza declaró Grieve con voz estridente.

Ames contempló al iracundo ranchero con silencioso desdén. Entre los vaqueros que estaban en el porche hubo un inquieto mover de pies y roncos cuchicheos. La cólera de Grieve había precipitado una situación en extremo exasperante para él y que, a pesar de sus inciertos presentimientos, no pudo ser evitada por su naturaleza intolerable. No le tenía, ciertamente, miedo a Ames, pero allí parecía haber algo que él no comprendía. Los ojos serenos del vaquero, con sus fulgores azules y penetrantes, le inflamaban más.

—Ames, no, le he tomado a usted a mi servicio para que se entretenga en pasear buscando a colonos pobres —continuó—. Eso ha sido una excusa que usted ha inventado para poder hablar con mi mujer.

Ames, con irritante calma, encendió un cigarrillo.

—Y queda usted despedido —estalló Grieve, creyendo que así todo terminaba.

—No quedo despedido —se apresuró a contestar Ames.

—¿Cómo? —La voz del ranchero se enronqueció—. He dicho que está usted despedido.

—No puede usted despedirme, Crow Grieve.

—¿Qué no?

—No. Me he adelantado. Me voy yo.

—¿Cuándo se ha despedido usted?

—Esta mañana.

—¡Bah! ¡Fanfarronadas!

—Lo puedo probar, Grieve. Se lo he dicho a Nielsen esta mañana.

—Muy bien. Me alegro mucho de verme libre de usted.

—Bien, eso no es tan seguro. Aún no está usted libre de mí, ni lo estará mientras no me dé mi dinero, y si lo que cuentan por aquí es cierto, aún tardaré bastante en conseguirlo.

—No le escucharé —gritó Grieve.

—Me tendrá que escuchar.

—¡Salga del rancho! —aulló Grieve, ronco de cólera; y echó a andar.

Ames le dio un golpe ligero y rápido en el pecho, no violento, pero bastante fuerte para detenerle; luego le empujó, apartándolo del coche, donde Amy estaba rígida y blanca.

—Escuche, Grieve, y cuando acabe de decirle por qué me voy puede usted ir por su revólver.

La voz vibrante y helada impuso un profundo silencio. Algunos de los vaqueros más viejos, especialmente Slim y MacKinney, habían presentido este desenlace. Pero no así Grieve; y su cara morena se puso lívida. Sus huéspedes, a quienes Ames daba ahora la cara, se apresuraron a apartarse a un lado.

—Está usted muy seguro, Ames, de que no llevo armas —rezongó Grieve. Recobraba su presencia de ánimo.

—No, no estoy seguro; no lo he mirado. Lo suponía, pero puede usted pedir una prestada o ir a su casa por la suya.

El reto rudo y violento hirió a Grieve. El Oeste indomable hablaba en Ames.

—Me he despedido esta mañana porque quiero decirle a usted todo lo asqueroso que es, Crow Grieve —continuó Ames con un tono burlón, acentuado por su voz fría y perezosa—. Me gusta que su bella esposa, y sus huéspedes, y sus vaqueros estén delante. Por una vez en la vida. Crow Grieve, van a contarle a usted la verdad. Sólo siento no poder maldecir y llamarle todas las cosas que se me ocurran. No se puede hablar mal delante de señoras.

Ames arrojó el cigarrillo que un momento antes se quitara de los labios.

—Grieve, mi mala suerte ha querido que conozca a muchos ganaderos canallas, pero nunca a nadie como usted. Es usted un miserable comprador de vacas y contratista de vaqueros sin trabajo; no es usted un ranchero. Si tuviera usted valor, sería cuatrero, y sospecho que de cuando en cuando les roba usted algún ternero a desgraciados como Nielsen. La más sucia de todas las jugadas sucias que he visto en la vida, ha sido cercarle su finca para que no puedan pasar sus ganados. Los hijos de Nielsen se mueren de hambre, y usted tira aquí el dinero en aguardiente, como un millonario… Y casi tan feo es que retenga usted los salarios de pobres y decentes vaqueros. He sabido que más de uno se ha tenido que ir de aquí sin el dinero que había ganado y que usted le debía. ¡Cuarenta miserables dólares: por un mes de trabajar día y noche…! ¡Grieve, es usted un borracho, un matachín! ¡Es usted un buitre, un negro con alma de negro!

Cuando cesó por fin la terrible diatriba, Grieve, aturdido por la fuerza de la pasión, dio la vuelta al coche y se dirigió al porche. Tropezó, en la violencia convulsiva de sus pasos, y estuvo a punto de caer. Cuando llegó al porche, volvió una cara horrible y descompuesta.

—¡

Váyase!, —silbó.

—Seguro. Cuando me pague usted mi salario —respondió Ames.

—Se pudrirá usted antes de conseguir un cochino dólar de mí —jadeó Grieve; y como un toro, se metió en el porche.

—¡Qué le dé alguien un revólver! —gritó Ames con voz aguda.

El movimiento de los pocos hombres que en el porche quedaban no fue hacia delante, sino hacia atrás. Grieve entró por la puerta abierta.

—¡Salga, negro!

El ranchero cerró de golpe la puerta detrás de sí.

Ames permaneció un momento rígido; Grieve reapareció alejándose por entre los pinos. Había atravesado la casa. Ames se adelantó hacia su caballo y, al tomar las bridas que arrastraban por el suelo, dirigió una mirada a la joven acurrucada en el coche. Tenía la cara gris como la ceniza.

Poco después, cuando Ames estaba sentado en el alojamiento, fumando y pensando, llegó Lany Price.

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