Arizona

Arizona


VIII

Página 15 de 31

—Hola, Arizona. ¿Dónde has estado? —inquirió alegremente. Sin duda no había visto ni oído nada del grave incidente que acababa de ocurrir.

—¿Yo? De paseo —contestó Ames—. He ido a ver al colono Nielsen y, al volver, he visto que ocurrían aquí muchas cosas.

—Sí. El amo ha vuelto, sereno por milagro, y con algunos otros ganaderos. Uno de ellos es Blair; he trabajado con él. También han llegado los novillos de Texas. Me han llenado el ojo; daría la pierna izquierda porque fueran míos.

—La pierna la vas a necesitar, Lany, y creo que ese rebaño o uno igual será tuyo antes de mucho.

—Arizona, ¿estás borracho? —exclamó su amigo.

—No, no he probado el licor. He tenido una buena conversación con Amy Grieve.

—Si no estás borracho, estás loco —dijo Lany levantándose de un salto.

—Seguro que no estoy borracho; y lo de Amy no lo he soñado. ¡Estaba muy guapa! Es una mujer de clase, Lany; demasiado buena para ti, me parece.

—¿Has hablado con Amy?

—Hace unos minutos.

—¿Dónde?

—Frente al comedor, delante de Grieve, de sus visitantes y de todos los vaqueros.

—¡No!

—Puedes estar seguro. Estaba sola en el coche y yo me he acercado, me he quitado el sombrero y le he hablado. ¡Hemos charlado de vuestros asuntos! Se alegró infinito de que Grieve me viera allí. La he hecho ruborizarse y, entre otras cosas, le he dicho que estaba equivocado al no querer aquel beso que me dio, y que iba a buscar otra muchacha como ella para que me diera un millón como los que te da a ti. ¡Tendrías que haberle visto la cara!

—Arizona, eres un perfecto demonio —murmuró Lany, entre extático y horrorizado.

—¡Estoy celoso de ti, Lany! Pero la razón principal que he tenido para hablar a Amy ha sido pedirle que proteja a esos pobres Nielsen.

—No puede proteger ya a nadie, Arizona —declaró Lany—. Antes siempre estaba haciendo alguna obra de caridad, pero Grieve lo descubrió y se lo ha prohibido.

—En lo que he insistido es en que Amy proteja a los Nielsen cuando sea dueña de todo esto.

—¡Dueña de esto! —murmuró incrédulo Lany, con los ojos súbitamente fijos.

El ruido de botas y de espuelas, fuera, interrumpió la conversación.

—Compañero, ¿estás en casa? —llamó una voz ronca.

—Sí, si entras con cuidado —respondió Ames.

Slim entró con las manos en alto, y detrás MacKinney, pálido, si no mostraba otras señales de perturbación.

—¡Baja las manos, idiota! —ordenó Ames.

—Bien, has dicho que entrase con cuidado —replicó Slim.

—Sentaos en la cama. Yo tengo que vigilar la puerta.

—Natural, pero no es necesario. Grieve no vendrá a buscarte, y no tiene aquí un solo hombre que lo haga en su lugar, aunque tuviera nervio suficiente para enfrentarse contigo.

Lany se levantó de la mesa.

—¿Qué ha ocurrido?

—Muchacho, tú vuelve a tu rincón y escucha lo que hablan los hombres.

MacKinney, apoyado en la cama, miraba tristemente a Ames.

—Ya has armado el cisco.

—¿Cómo así, compañero?

—La misma historia de siempre. Llegas a un campamento, haces que todo el mundo te quiera, y luego nos dejas una bronca armada y te vas.

—Todavía estoy aquí, Mac, y si he conocido bien a Grieve, aún tardaréis algunos días en venos privados de mi compañía.

—Slim y yo hemos venido aquí a discutir contigo, Arizona —dijo MacKinney—. Hemos querido decirte sólo nuestra actitud. Toda la gente del rancho sabe que has insultado a Grieve y todos tienen un susto de muerte. Los vaqueros de Texas también lo han oído, pero como son forasteros no toman partido. Los huéspedes de Grieve se han ido muy disgustados. Blair es un viejo ganadero y le he oído decir a otro de los visitantes: «De una manera o de otra, éste es el fin de Grieve en esta comarca». Mañana la noticia se extenderá por todo el país tan de prisa como los caballos puedan trotar.

—Hubiera sido mejor que Grieve no se hubiera acobardado —observó Ames.

—Se habría acabado la expectación —dijo con una carcajada sombría MacKinney.

—Arizona, eres de una tranquilidad que asombra —intervino Slim con admiración—. ¿Es que no te importa nada?

—¿El qué, Slim?

—No me refiero exactamente a Crow Grieve —rezongó sarcástico Slim.

—De una manera o de otra, tienes que dejarnos, Arizona; eso es lo que quiere decir Slim —continuó MacKinney.

—Los amigos tienen que separarse un día u otro.

—Arizona, yo me voy, y Mac también, y apuesto a que casi todos los demás. No volveremos a trabajar para Grieve.

—¿Y vuestro dinero?

—¡Al diablo! No necesitamos dinero.

—Siento haber quebrantado el equipo de esta manera. No veo la razón para eso.

—No te preocupes por nosotros —interrumpió MacKinney—. Pero escucha, compañero; te aconsejo que te vayas a South Fork y esperes a Crow Grieve allí. Él irá antes o después, porque necesita beber. Entonces no podrá huirte, pero aquí, en su casa, no es prudente, Arizona. Grieve es cazador; el rifle es su especialidad. Seguro que te mataría desde lejos.

—Algo así me presumía yo —replicó Arizona—. Me quedaré por aquí un par de días, de todas maneras, para que no pueda decir que me he escapado.

—Vaya por un par de días —concluyó Slim—, pero tienes que vigilar como un halcón. Puedes apostar a que algunos de nosotros no perderán de vista a Grieve cada vez que salga de su casa.

Los dos vaqueros se marcharon, dejando a Ames sentado en la cama y vigilando la puerta. Lany Price, pálido y temblando, se acercó a él.

—¡Has hecho eso por Amy y por mi!

—¿Hecho qué?

—Promover esa cuestión —tartamudeó Lany.

—¡Yo! Tú estás mal de la cabeza, muchacho. Yo no he promovido nada.

—Sí. Ahora lo comprendo todo; el porqué de tu visita a Nielsen. Conozco a Nielsen y a su esposa. Es una mujer rolliza y guapa… Nunca se lo he dicho a nadie, Arizona, ni siquiera a Amy, pero Grieve quiso hacerle el amor a la mujer de Nielsen y, cuando le rechazó, puso la cerca… Has hablado a Amy delante de Grieve y de todos ellos. Tienes ingenio. Sabías que Grieve se enfadaría, que te gritaría o te pegaría, y así tendrías una oportunidad para provocarle… Y le has humillado delante de la gente y de Amy… ¡Me hubiera gustado verlo! Pero Amy me lo contará.

—Lany, puesto que eres un chico listo y tienes esa debilidad por mí, sigue el consejo que ha dado Slim y vigila. Yo no tengo ojos en el cogote.

—¡Por Dios que lo haré! —afirmó Lany con determinación; y salió de la casa.

Desde entonces, siempre que Ames dejaba su alojamiento, lo hacía con precaución. Árboles, setos, cobertizos, corrales, cercas y rocas eran objeto de un cuidadoso escrutinio. Un hombre descuidado que tiene enemigos lo paga más tarde o más temprano. Cambió su asiento en la mesa, de manera que pudiera vigilar las dos puertas. Tenía un aire despreocupado, pero un observador cuidadoso hubiera notado, su atenta y disimulada vigilancia.

Al día siguiente, poco antes de cenar, mientras la mayor parte de los vaqueros estaban ociosos en el comedor, Ames apareció en medio del camino, en la dirección de los corrales.

Al llegar al porche se encontró con Brick Jones, un vaquero pelirrojo y zanquilargo, de humor sentimental.

—Te estaba buscando, Jones —dijo Ames.

—¿Sí? ¿Y qué se te ofrece? —preguntó el vaquero sonriendo, aunque era evidente que la sorpresa y la ansiedad le poseían.

—Supongo que si ahora te diera un puñetazo en la nariz irías corriendo por tu revólver.

—Sí, supongo que iría, si no me dejabas en el sitio —replicó Jones desapareciendo el color de su delgada cara—. ¿Qué es lo que tienes contra mí?

¿Tú ayudaste a levantar la cerca alrededor de la casa de Nielsen?

—Sí, fue una tarea odiosa para mí, Ames; pero uno no puede elegir su trabajo.

—No, cuando trabaja aquí. En eso tienes razón. ¿Y qué me dices de la mujer de Nielsen? La has tratado como un canalla.

—Tampoco —se apresuró a contestar Jones, poniéndose encendido como una langosta—. No es eso, Ames. Te han informado mal. Es una mujerona hermosa y sonreía tan amable que casi creí que estaba enamorada de mí, y le hice un poco el amor. Puedo haber estado grosero, pues había bebido, pero creí que a ella le gustaba. Volví otra vez, y entonces… si el que forcejea con una mujer es un canalla, yo lo soy. Pero ella me quitó las ganas de luchar y me hizo marcharme más que corriendo.

Mientras los espectadores se reían con deleite, Ames contempló largamente a Jones, quedando, sin duda, satisfecho de su examen.

—Bien, Brick, me parece que fuiste más grosero que canalla —concluyó Ames—, y si no quieres tener una disgusto conmigo, irás a derribar la cerca y a presentar excusas a la señora Nielsen, ¿oyes?

—No soy sordo —refunfuñó Jones—. No quiero tener disgustos contigo, Ames, pero me pones entre la espada y la pared. Tendré que dejar mi empleo.

—Seguro. La mayor parte de los muchachos se han despedido, así que no nos echarías de menos.

—¿Es verdad, Mac? —inquirió Jones, impresionado y asombrado.

—Desde luego —replicó suavemente MacKinney—. Arizona se ha despedido; y luego, Slim y yo y todos los compañeros que asistieron a la función de ayer. Tú te la perdiste, Brick. Ahora estamos esperando un nuevo amo.

—Grieve ha vendido o algo así, ¿eh? Ya me figuraba yo que había misterio.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

—Has dado en el clavo, Brick —dijo Slim—. Grieve ha vendido.

—No es necesario que se me digan las cosas dos veces… Oye, Arizona, si haces las paces conmigo, mañana voy a la granja de Nielsen a derribar esa maldita cerca y a decirle a su mujer que he sido un animal, un grosero y un canalla.

Aquella noche Ames se acosté temprano. El día había sido espléndido y caluroso, y el viento fresco de las alturas no había aún bajado a refrescar el aire pesado y a acallar el croar de las ranas.

La ventana estaba abierta. Poco se imaginaba Crow Grieve el uso a que se podían destinar las ventanas de las casitas cuando asombró al rancho con su instalación. El oído de Ames, desarrollado en los bosques, percibió el ligero deslizarse sobre la hierba de una falda de mujer. Luego, unos pasos suaves. Se deslizaba del lecho cuando sonaron dos leves golpes en el marco de la ventana. Se arrodilló y murmuró:

—¿Quién es?

La noche estaba oscura bajo un cielo encubierto de nubes, pero nudo distinguir una forma aún más oscura que se movía a un lado.

—Soy Amy —dijo una voz, muy bajo.

—¡Dios mío! ¿Qué ocurre?

Dos manos frías cogieron las suyas al apoyarlas en el marco de la ventana. Pero no temblaban.

—He estado todo el día encerrada en mi habitación —cuchicheó reteniendo dos veces el aliento—; si no, hubiera venido a avisarle. Grieve salió esta mañana antes de amanecer. No se me ha ocurrido hasta más tarde buscar un rifle. No lo encontré. Entonces comprendí que estaba fuera, escondido en algún sitio, esperándole a usted. Acababa de volver. Le he oído entrar blasfemando en la cocina. Tenía hambre. Yo me he escapado por la ventana…

—Es usted valiente, Amy —murmuró él apretándole las manos con fervor—. Pero no debía usted haber corrido este riesgo. Vuelva aprisa ahora.

—¿Está Lany aquí? —preguntó con ansiedad, excitada.

—No, aún no ha venido.

—Déle esto. —Se desprendió una mano y sacó una carta del seno.

—¡Arizona, vigile, por Dios! —concluyó con un elocuente y entrecortado cuchicheo. Luego, como una sombra, se alejó y desapareció en la oscuridad.

Ames miró la carta como para convencerse de la realidad.

—¡Es toda una heroína! —murmuró—. ¡Arriesgarse así con ese demonio para avisarme y traerle una carta de amor a Lany!

Ames dejó la carta sobre la almohada de Lany y, abriendo la puerta, salió a pasearse lentamente por el sendero. Luego, volvió a entrar y sacó su maleta y su montura, que dejó al lado de la cabaña, y tomó tranquilamente la dirección de los pastos donde guardaba su caballo.

La hora gris y sombría de antes del amanecer halló a Ames deslizándose bajo los pinos, hacia la casa del ranchero. Con las primeras luces del alba estaba a la sombra de los árboles, frente al portón del corral. La luz aumentaba, imperceptible. Un tenue color de rosa apareció por el Este; más allá, la sierra indefinida y silenciosa.

Se oyó una puerta cerrarse. Ames se inclinó como un venado que escucha y observa. Luego, se enderezó despacio y se quedó rígido, como dispuesto a saltar.

La forma corpulenta de Grieve apareció en el portón. Debajo del brazo llevaba un rifle. Se movía con precaución y sin ruido, como un cazador. Registró con los ojos el camino hacia arriba y hacia abajo. Esperó un momento. Luego, rápidamente se dirigió hacia los pinos.

Ames salió con el arma en la mano.

—Buenos días, Grieve —dijo.

Grieve sufrió una terrible sacudida. Se quedó un momento helado. Luego, al fijar en Ames la loca llamarada de sus ojos, lanzó una maldición llena de odio y de terror. Levantó el rifle. El disparo de Ames interrumpió el movimiento. Tronó el rifle al saltar, disparado al aire, y la gruesa bala fue a perderse entre las ramas.

Grieve dio algunos pasos cortos y vacilantes, y cayó como un toro herido por la maza. Dio pesadamente en el suelo, y era tal su tremenda energía muscular que se extendió como un muelle que se suelta. Su sombrero negro rodó por el suelo. Se volvió, expulsando con fuerza el aliento.

Ames se inclinó sobre la cara descompuesta. Con la ultima chispa de conciencia, los ojos de Grieve se fijaron en su enemigo; su furia espantosa desapareció; se quedaron fijos y sin expresión.

Pocos minutos después Ames cabalgaba por el camino, dejando atrás las casitas, hacia la sierra, que se despertaba a la belleza sonrosada de la aurora.

No volvió la cabeza. En el recodo del camino soltó la brida e inclinó la cabeza para encender un cigarrillo.

—Bien,

Cappy —dijo hablando con su caballo, que enderezó las orejas—, ya debes estar acostumbrado. ¡Adelante! Sacudamos el polvo de Wyoming… Espero que Nesta no lo sepa nunca.

Ir a la siguiente página

Report Page