Arizona

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IX

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—No me la cuente —dijo Ames—. Me podría dar la tentación de hacerle escuchar la mía.

Ames se puso a ayudar en las tareas del campamento (que estaban, según observó, a cargo de Amos), sin que nadie se lo pidiese. Después de verle hacer astillas de un abeto, Steele observó:

—Usted se ha criado entre bosques.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Está claro como el agua. Lo he conocido en su manera de blandir el hacha.

—Yo le puedo decir a usted dónde se ha criado, Steele.

—Apuesto a que no.

—No le tomaré el dinero, pero acepto la apuesta.

—¿Dónde?

—En Kentucky.

—¿En qué diablos lo ha conocido usted? —preguntó Steele asombrado.

—En la manera que tiene usted de decir «caballo».

—Me hubiera podido ganar el último céntimo… Es usted un tipo interesante, Arizona Ames. Observo que lleva usted el revólver muy bajo y que parece formar parte de su persona.

—Es un hábito. Me he acostumbrado a dormir con un buen revólver.

—Ya. ¿Y lo maneja usted con la misma destreza que el hacha?

—Mucho mejor —afirmó Ames sonriendo. Veía que Steele sentía una franca curiosidad y Noggin vivas sospechas.

—¿Puede usted hacer seis blancos en el as de espadas a veinte pasos?

—Steele, yo hago blanco en el as de espadas, de canto con tres tiros de cada seis.

—Eso son fanfarronadas o tonterías.

—Ninguna de las dos cosas.

—Pues, paso. Acertar en el as de espadas de plano es lo mejor que he hecho nunca, y siempre me ha parecido que era bastante.

—Y lo es.

En esta coyuntura, Noggin terció en la discusión, y rió con la agradable charla que caracterizaba a Steele y a Ames.

—Le apuesto cincuenta a que no —interrumpió. Cualesquiera que fueran sus motivos, la astucia los regía.

—¿Cincuenta qué? —preguntó Ames con un tono diferente.

—Dólares.

No tengo ni uno, pero le apuesto mi revólver contra un cigarro a que si arroja usted su sombrero a lo alto le hará dos agujeros antes de que vuelva a caer.

Antes de que Noggin pudiera contestar, Steele dio una palmada.

—¡Ya te tengo, Arizona Ames! —gritó.

—¿Sí? ¿Y dónde? —inquirió Ames sin interés apreciable.

—Esa fanfarronada de hacer agujeros en el sombrero de Noggin te ha denunciado. Ya te tengo, Arizona Ames —volvió a afirmar con convicción y maligna sonrisa Steele—. Recordaba tu nombre, pero estaba seguro de no haberte visto nunca.

—Está usted hablando mucho de que ya me tiene —dijo Arizona con frialdad—, pero eso no es decir gran cosa.

—Déjeme respirar… Fue hace ahora cuatro años, en este mismo mes. Lo recuerdo porque se celebra el Cuatro de Julio en Laramie. Yo me dirigía hacia el Sur y me detuve en una pequeña aldea, en la frontera de Wyoming. ¿Cómo se llamaba?

—Creo que le puedo ayudar a recordar —dijo Ames con sequedad. Vio que Steele tenía de él una referencia vergonzosa y convenía a sus propósitos contribuir a la identificación—. ¿No era Keystone, al extremo de los montes Medicine Bow?

—¡Ah! ¡Keystone! Eso es. Y también recuerdo los montes Medicine Bow, pues me tuve que meter en ellos huyendo.

—El mundo es pequeño, Steele; para mí, por lo menos. ¿Y qué oyó usted de mí en Keystone?

—Había allí un joven

cowboy que estaba a punto de casarse con la hija de un ranchero. Debía recordar los nombres, pero no los recuerdo. De todas maneras, la misma mañana del día de la boda, que fue cuando yo llegué a Keystone, aquel vaquero fue arrestado por algunos agentes de la autoridad por robar novillos, o por vender novillos robados. Él juró que no lo había hecho, que había sido otro y que le echaban la culpa a él. Se lo llevaban a la cárcel, cuando un jinete, en un caballo alazán… Ames, el caballo en que has llegado aquí anoche es aquel mismo caballo.

—Siga con su historia. Sus consocios están escuchando con atención y yo tengo ganas de oír cómo acaba.

—Bien —continuó Steele—; aquel jinete, que eras tú, Ames, detuvo a los agentes y les demostró que estaban equivocados, pues el ladrón era él; y que, si no había otros inconvenientes, podían dejar suelto al vaquero para que se casase, y, si querían probar a detenerle a él… ¡Ja! ¡Ja! Ames, te abriste paso a tiros y te escapaste.

—¿Pero cómo relaciona usted esa faena conmigo? —demandó Ames.

—Tan sencillo como el «a b c». En el pueblo se habló mucho. Si aquel jinete era Arizona Ames, y muchos juraron que lo era, ¿cómo es que sólo había dos o tres guardias lisiados? Aquel Arizona Ames tiraba bien. Agujereaba un sombrero en el aire.

—El Oeste es pequeño, Steele —murmuró Ames—. Me gustaría saber si se casó aquel vaquero. Se Llamaba Riggy Turner.

—Eso es. Ahora me acuerdo. Sí, se casó y todo el pueblo estuvo de juerga.

Como un espectro del pasado se levantaba ante Ames aquel episodio medio olvidado de su azarosa carrera. Lo consideraba como la única mancha negra sobre su nombre. Pero Riggy Turner era el verdadero, culpable, y Ames, inocente. El primer delito de Turner, tan fácil de cometer en aquellos días. Cuántos vaqueros caían, simplemente por ser tan sencillo hacerlo y ocultarlo. Ames lo descubrió demasiado tarde. Pero había echado a Turner una reprimenda que nunca olvidaría, y le arrancó la solemne promesa de que, por la muchacha que le amaba, no volvería a delinquir. Esperaron evitar el arresto de Turner, pero nada hicieron para ello, Luego Ames salió al encuentro de la autoridad y del asustado vaquero, con el resultado citado por Steele.

—No tiene usted tan mala memoria, Steele —observó Ames—. ¿Pero está usted seguro de una cosa? ¿Creyeron las gentes de Keystone que los guardias salieron sólo lisiados por accidente?

—Claro que lo creyeron así —repuso Steele, sorprendido.

Ames empujó hacia el fuego con la punta de la bota una astilla a medio quemar. No tenía más que decir. El recuerdo del incidente le había divertido, pero le había dejado también un poco pensativa.

Steele se acarició los escasos pelos que le crecían sobre la delgada barbilla.

—Arizona Ames, otras cosas te convendrían menos que asociarte con nosotros.

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