Arizona

Arizona


X

Página 18 de 31

X

Ames esperaba esta proposición y estaba preparado para ella. Steele le tomaba por lo que decían las murmuraciones de Keystone, aumentadas por las vagas indicaciones que Ames creyera conveniente deslizar.

Noggin, sin embargo, veía a través de Ames, o, por lo menos, desconfiaba vivamente de él, o quizá —una probabilidad más remota— conocía la reputación de Ames. Éste comprendió que debía ser precavido, sin dejar de parecer natural.

—Steele, ya te he dicho que no tengo un céntimo —respondió, al cabo, Ames.

—No lo necesitas.

—¿Qué trabajo es? —preguntó Ames sin más rodeos.

—Caballos.

—¿Cuántos?

—Alrededor de doscientos. De buena sangre y todos domados. Están a punto de ser conducidos, para la venta, al Lago Salado.

—¿Dónde están?

—Por aquí, en un rancho mormón del camino de Santa Clara. Son de un mormón llamado Morgan. Vive en San Jorge, Heady ha trabajado con él.

—¿Cuál es tu idea? —continuó Ames con frialdad, encendiendo un cigarro.

Noggin hizo un movimiento nervioso que estremeció el brazo de Ames. Aquel bandido de cara de hurón necesitaba vigilancia.

—Steele, ¿vas a contarle todas nuestras cosas a un forastero? —pregunto.

—No —replicó, irritado, Steele—. Pero me gustaría que Ames viniera con nosotros.

—Me opongo. Yo no quiero que venga.

—¿Por qué no?

—Tengo varias razones. La primera es que no conocemos a este hombre.

—Yo le conozco lo bastante para que me guste.

—¿Piensas decirle quiénes somos?

—No somos mejores que él, quizás no seamos siquiera tan buenos.

—Steele, tienes la inteligencia de un niño —rezongó Noggin, furioso—. Quiero decir que si le vas a explicar nuestro negocio.

El

jefe se volvió a Ames.

—Arizona, ¿por quién nos has tomado? Dilo, y dilo pronto. Este Noggin es tan listo que me gustaría que alguien le bajase los humos —dijo, acalorándose—. Yo te he tomado a ti por un vaquero que se esconde por alguna muerte o robo. Y he debido de acertar, pues tú no lo has negado.

Ames contempló a los cuatro hombres mientras se quitaba el cigarrillo de los labios. No dejó de percibir que Noggin observó que lo hacía con la mano izquierda.

—No he hecho ninguna clase de deducciones hasta hace media hora —replicó Ames—. Pero, puesto que insistes, hablaré claro. A Heady le tengo por un vaquero mormón que está de malas y dispuesto a entrar en cualquier cosa. Amos es un buen hombre que se ha torcido hace mucho tiempo y que le da lo mismo una cosa como otra… Y, Steele, tú me pareces un ladrón de caballos, probablemente el mismo Brandeth. Hace ya tiempo que he oído nombrar a ese capitán de bandidos de Nevada.

—Bien; yo soy Steele Brandeth. Tengo una curiosidad tremenda por saber lo que piensas de Noggin.

—No mucho, me parece —dijo Ames con los ojos fijos en este personaje. La respuesta a esta breve observación establecería en la mente de Ames lo que podía esperar. En parte, buscaba contienda y pensó que sería mejor ahora que después. Todo lo que pudo determinar, sin embargo, fue que Noggin le conocía y que nunca se arriesgaría con él en igualdad de condiciones. Brandeth hizo la misma observación, pues en sus labios apareció una sonrisa burlona.

—Nos has conocido, Arizona, y ahora volvamos a los caballos. Si me ayudas en este punto te daré la quinta parte. Cuando cogemos algún rebaño lo repartimos cortando la baraja, y el punto más alto elige cada vez. Aparte un poco de suerte en la primera tirada, el conocimiento de los caballos de cada uno es lo que más cuenta.

—Eres un tratante de caballos jugador —observó Ames.

—Steele, no se puede dividir más este negocio —declaró Noggin agresivamente—. Me debes novecientos dólares de la última operación y me los tienes que devolver en la próxima.

—Noggin, no podrás cobrarme todo eso esta vez.

—Te lo cobraré y no habrá negocio —afirmó Noggin con los ojos como dos chispas de pedernal.

—¿Qué no lo habrá? ¿Cómo así?

—Yo lo impediré.

—¿Y cómo te las vas a arreglar para eso? —gritó Brandeth.

—Lo pensaré.

—Mejor es que lo pienses.

Noggin se alejó de la hoguera y desapareció entre los gigantescos peñascos.

—Como estamos detenidos aquí a la fuerza —continuó el jefe—, Noggin tiene tiempo de tranquilizarse. Esta vez no pienso ceder.

—Parece un individuo terco —dijo Ames.

—Es terco como una mula, y otras cosas… Si no fueras Arizona Ames, hubiera sacado el revólver.

—Me ha preocupado un poco —admitió Ames.

—¡Ja! ¡Ja! Ya se te veía. Ha matado a varios hombres y no es hacerle traición el aconsejarte… Pero es gastar saliva en balde decirte a ti estas cosas… ¿Sabes lo que quiero decir?

—Estarnos casi sin carne, patrón —interrumpió Amos.

—Somos una cuadrilla de vagos. Voy a coger los caballos y subiremos al borde del cañón.

—A mi caballo, déjale. Necesita descanso, y yo también —dijo Ames.

Pronto se halló Ames solo con el mormón en el campamento. Se dio cuenta de que su reputación le había hecho objeto de gran interés, por lo menos para Heady. Le habló plácida y amistosamente, con la intención de hacerle confiarse. No necesitó para ello ninguna sutileza ni inteligencia. Su primera impresión se reforzó y no tardaron sus sentimientos en cambiar de desprecio a la lástima por él, al parecer, bandido mormón.

—¿Quién es Morgan? —preguntó Ames, por fin.

—Un ranchero de San Jorge. Cría caballos en las riberas del río Santa Clara y vacas en las del Virgen.

—¿Un mormón rico?

—No. Jim Morgan ha sido rico, pero tanto ha dado y ha sido robado con tanta frecuencia, que ya no lo es. Cuando pierda esos caballos será pobre.

—¿Qué ha dado tanto? ¿Qué quiere usted decir? Tenía entendido que los mormones nunca daban nada.

—Los gentiles tienen ustedes muchas ideas equivocadas. La mayor parte de los mormones son desprendidos. Jim es un viejo muy bondadoso. Si hubiese usted llegado a su rancho, en vez de llegar aquí de noche, le hubiera recibido igual que si fuera un mormón.

—Eso me gusta. Pues me parece una acción muy fea robar a ese hombre. ¿No lo cree usted?

—No se lo diga usted a los demás, pero me duele en el alma que le roben —confesó Heady, bajando la voz.

—¿Y piensa usted ayudar?

—Ése es el plan. Conocí a Steele Brandeth en Nevada y él me metió en ello.

—¡Ah! Pues no se lo diga usted a los demás, pero pienso que es usted un pícaro redomado —dijo Ames con su más agradable sonrisa.

—Tengo que comer.

—Seguro; y yo también… ¿Tiene usted familia?

—Sí. Mujer y dos hijos —repuso el mormón, vacilando—. Pero hace un año que falto de casa. Me metí en asuntos feos y me asusté, aunque no parece que se haya enterado nadie.

—¿Son buenos su mujer y sus hijos?

—Demasiado buenos para mí.

—¿Son pobres?

—No podrían ser otra cosa.

—¿Y ha trabajado usted una vez en casa de Jim Morgan?

—Sí. Y podría volver a conseguir mi empleo… Y ahora estoy guiando a una banda de ladrones al cañón donde él tiene escondidos sus caballos. ¡Una canallada! ¿No?

—¿Quiere usted saber lo que pienso de usted?

—Me gustaría.

Ames dio una larga chupada a su cigarrillo, lanzó una nube de humo, y luego clavó de súbito dos ojos de fuego en el mormón.

—Un hombre que tiene una buena esposa y dos hijos, y que ayuda a robar a su patrón y amigo, es un ¡…!, y un ¡…!, y un ¡…!

Cuando la serie de epítetos, completamente profanos, acabó de salir de los labios de Ames, el mormón pareció haberse encogido.

—Usted mismo lo ha querido —continuó Ames, en tono ordinario—. Ese mormón, Jim Morgan, ¿tiene más de una esposa?

—No; Jim no ha tenido más que una esposa y sólo tres hijos: dos hembras y un varón. Todos viven. El hijo se marchó de casa y no ha vuelto más; de cuando en cuando se tienen noticias de él; nada bueno, y eso hace sufrir al viejo. Una hija se casó y la otra vive con él y no quiere dejarle, aunque afirman que ha tenido muchas ocasiones de casarse. Rechazó una vez a un obispo de nuestra Iglesia, lo cual le trajo disgustos al padre, que no ha podido hacerle variar de opinión.

—¿Cómo se llama?

—Lespeth.

—¿Qué edad tiene?

—Veintiún años. Buena moza y guapa. Puede hacer el trabajo de un hombre y sabe manejar un caballo.

—¿Una vaquera mormona? —musitó Ames con interés—. Esto es nuevo para mí. ¿Le gustan los caballos?

—Que le gustan es decir poco. Los adora. Va a ser un golpe para ella que roben su yeguada. Sus propios caballos están en ella, y cuando la empujemos por el cañón, los perderá todos.

—Creo que usted y yo sabemos lo que va a sentir —concluyó Ames levantándose—. Voy a echarle una ojeada al mío. ¿Lo ha visto usted?

—Sí, cuando subía agua. Pocas veces se ven iguales en Utah. A Brandeth le ha llenado el ojo.

—Oiga, mormón, ¿eso es hablar por hablar o es un consejo? —inquirió rápidamente Ames.

—¿Eh? Hablar… hablar —se apresuró a contestar el otro, apartando la mirada.

Ames encontró su caballo en el cañón, media milla más abajo, pastando en hierba bastante buena. Cappy parecía menos delgado, y Ames se llenó con ello de satisfacción. Había otros caballos en el ancho prado, aunque ninguno cerca.

Ames se aproximó a la sombra de la pared, hallando entre dos peñas un espacio cubierto de hierba y oculto por matas de salvia, se sentó en él a descansar y a pensar, y quizás a echar una siesta.

Se había visto en situaciones peores que caer en una cuadrilla de bandidos y ser tomado por uno de ellos. Sin embargo, no dejaba de comprender que de aquélla podían derivarse complicaciones desagradables.

—Por dondequiera que vaya, tengo que tener líos —refunfuñó Ames—. Y con éste no sé qué hacer.

Una solución, a la que llegó fácilmente, fue decidir esperar un día o dos más y, luego, aprovechando una oportunidad como aquélla, ensillar a Cappy y marcharse. Ésta, se decía francamente a sí mismo, sería la medida más prudente. Si permanecía con Brandeth, más tarde o más temprano tendrían alguna contienda. Meditó con desaliento sobre el hecho desconcertante de que casi todas las combinaciones de hombres dieran lugar a luchas y enconos. Nunca había visto ni conocido un equipo de vaqueros que estuviera libre de ellas. ¡Cuántas menos probabilidades de paz había entre cuatreros, bandidos y ladrones!

—¿Me quedo o me voy? —dijo en voz alta, y se disgustó un poco consigo mismo por no decidirse al momento por lo segundo. Se preguntó porqué.

Algunas veces aquellas meditaciones iluminaban a Ames, pero esta vez estiba irritado. ¿No le habían hartado de antagonismos y conflictos los diez años de vida salvaje que llevaba? Evidentemente, le molestaba la convicción de Brandeth de que él era un ladrón confeso de ganado.

Aquel Noggin de cara de hurón, más jugador que otra cosa, le disgustaba. Noggin sabía de él más que Brandeth; quizá le había visto en alguna parte, en una de las numerosas ocasiones en que un conflicto le hacía destacarse.

Compadecía al débil Heady, que había sido fácilmente dominado por el enérgico Brandeth. Rechinó los dientes al pensar que Brandeth y Noggin pudieran robarle su último ganado a un ranchero que había sido rico, y a quien la generosidad y la desgracia habían hecho descender. Y luego, la muchacha que amaba los caballos y que no quería abandonar a su anciano padre. ¡Cómo conmovía esto a Ames!! ¡Ser tope, áncora[1], sacrificio!

Pensando en acuella muchacha, Ames decidió quedarse con los ladrones de caballos y engañarlos de una manera o de otra. Lo menos que podía hacer era dirigirse a ver a aquel mormón, criador de buenos caballos, y advertirle del complot que se tramaba para robarle. Pero eso no satisfacía a Ames.

Ponderó el problema durante largo tiempo. Mientras, el calor y el silencio del cañón empezaron a embotar sus sentidos. Los lagartos se asomaban a las grietas de los riscos vara mirarle con ojos como cuentas de azabache. Un crótalo polvoriento y escamoso se deslizó por entre la salvia. De cuando en cuando se oía el batir metálico de las alas del vencejo del cañón, extraño pájaro azul, arriba, entre los bordes del desfiladero. Luego, el color, el movimiento, el sonido se desvanecieron gradualmente en el sueño.

Cuando despertó tenía la cara y el cabello mojados. Había dormido con todo el calor del día, y la sombra sobre la pared opuesta indicaba que el sol estaba muy adelantado en su viaje hacia occidente.

Ames se levantó y volvió tranquilamente al campamento. Pocos momentos antes de llegar a 41 distinguió a los cuatro hombres, y no había recorrido entera la distancia que le separaba de ellos, cuando se dio cuenta de que había cambiado la atmósfera. Noggin se paseaba como un espectro dentro de la sombreada caverna. Ames no ofrecía su alegre sonrisa. Heady estaba descolorido, y Brandeth, furioso.

—¿Dónde has estado? —gruñó al ver a Ames.

—Ahí abajo; durmiendo.

—Noggin juraba que te habías escapado para hacernos traición con Morgan.

—¿No has visto tú mi caballo?

—He estado intranquilo hasta que he salido y le he visto. Estaba seguro de que no te separarías de ese animal.

—Desde luego, no querría separarme de Cappy.

—Y hay quien dice lo mismo de la vida —respondió Brandeth—. Hay muchas cosas inciertas, Ames.

—Sí, ya lo he notado. Y una de ellas es la disposición de los hombres.

—¡Ja! ¡Ja! ¿Eres siempre tan tranquilo y tan suave? —¿Yo? ¡No! A veces me enfado de una manera terrible, y por nada.

—Bien, pues yo y Noggin nos hemos separado —anunció Brandeth extendiendo las manos.

—¡No me lo digas! Espero que no será por mi culpa, y si lo es, me voy. Ya he descansado bastante y mi caballo también.

—Tú has sido el primer tropiezo que hemos tenido, pero resulta que no tienes mucho que ver en el asunto. Noggin te ha usado como pretexto.

El individuo mencionado oyó esta referencia a su persona, pues se volvió en su paseo.

—Brandeth, si le dices algo más a ese vaquero, eres el ser más idiota de la creación.

—Hablaré lo que se me antoje y tú puedes irte al infierno.

—Y te apuesto cien dólares a que, cuando yo llegue, tú ya estarás allí.

—Entonces, como me quedan pocos días de vida, me desahogaré —respondió sarcástico Brandeth—. No, Ames, tú no tienes la culpa. Hoy ha salido todo a relucir. Noggin urdió este plan. Él es tratante de caballos y los compra donde no le conocen. Creo que San Jorge y el sur de Utah aún no han trabado conocimiento con él como cuatrero, pues el negocio de Noggin es vender caballos a los rancheros y, luego, robárselos. No hemos trabajado mucho tiempo juntos. Tenía una cuadrilla en Nevada, regañaron entre sí, y se vino a mí con una idea. Una vez, hace un par de años, le compró caballos a Morgan y los pagó muy caros, pero no le salió el negocio, fuera el que fuese. Morgan conoce a Noggin por otro nombre. Ahora Noggin quiere ir a casa de Morgan con Heady y hacerle una oferta por sus mejores caballos, lo cual es sólo una treta para apoderarse de la joven Lespeth…

—¿Quién es ella? —preguntó Ames, con aparente sorpresa.

—La hija de Morgan. Dicen que cuando una muchacha mormona es guapa y dispuesta, lo es de verdad. Noggin ha visto a esa muchacha un par de veces y está enamorado de ella. Asegura que estuvo muy amable con O. Heady, que conoce a los Morgan, dice que es igual con todos los hombres, pero eso no le importa a Noggin. Su plan es hacer que la joven y su padre le acompañen a ver los caballos. Los demás esperaríamos en ese cañón, dondequiera que esté, y nos llevaríamos toda la yeguada.

—Ya comprendo. Y con Morgan y Lis… ¿cómo se llama?, ¿Lespeth?, ¿qué haríais? —preguntó Ames, arrojando la colilla de su cigarro. Al parecer, estos complots eran para él una cosa corriente.

—Ahí es donde yo me resisto —continuó Brandeth—. Noggin dice que, probablemente, el único desbravador de caballos que hay en el rancho de Morgan iría con ellos, y que habría que matarle. Luego, Noggin piensa darle al viejo un golpe en la cabeza, fingiendo que no le mata por la muchacha, y llevársela a ella con los caballos. ¿Qué te parece este negocio, Ames?

—Lo que se puede esperar de Noggin —replicó Ames con extraño metal de voz. En aquel momento su conciencia tomó la determinación de matar a Noggin.

—Eso no es contestarme. Eres muy enigmático, Arizona —continuó Brandeth—. De todas maneras, hubiera accedido a hacer el negocio si Noggin me perdonase lo que le debo, en lugar de pretender mi parte de los caballos. Pero no, el maldito quiere la muchacha, su parte de los caballos y lo bastante de la mía para saldar la deuda. Me he negado y hemos regañado.

—Malo. Me parece que Noggin no es muy razonable. ¿No puedes convencerle?

—¡Ja! ¡Ja! Prueba tú.

—¡Eh! Noggin, salga usted a la luz —gritó Ames—. Usted quizá vea bien en los agujeros, pero yo no.

—¿Qué quiere usted? —preguntó Noggin, y quedó patentizado que a él le había producido Ames un efecto diferente que a Steele.

—De usted depende —contestó enigmáticamente Ames. Noggin salió de la sombra con prevención, los ojos como dos puntas de alfiler y las manos nerviosas y bajas.

Aquel corto paseo reveló a Ames su nervio y su habilidad, y ninguna de las dos cosas le parecieron extraordinarias, pero se le podía exasperar y obligar a pelear, si Ames hubiera deseado acabar de una vez. Esto, sin embargo, apenas asomaba en el pensamiento de Ames.

—Brandeth me ha hablado de la treta que quiere usted jugarle a Morgan —dijo como preliminar.

—Ya lo he oído —rezongó Noggin.

—Me parece que es usted poco razonable.

—No me importa lo que a usted le parezca. Usted no está en el negocio.

—Aún no he rehusado.

—Pero observo que tampoco se apresura usted a aceptar.

—Yo nunca me apresuro, Noggin. Estoy considerando la oferta de Brandeth, y si la acepto, la actitud de usted puede influir en la mía.

Nada era más cierto que aquel hombre quería llegar hasta la verdad a través de la armadura de Ames.

—Muy bien, Ames; cuando usted acepte, yo pondré mis cartas sobre la mesa —replicó Noggin volviendo la espalda.

Ir a la siguiente página

Report Page