Arizona

Arizona


XII

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Ames se dio cuenta, de súbito, de que sentía un tremendo deseo de estrechar a Lespeth en sus brazos. Sintió de repente la existencia de un vacío grande y doloroso que ella podía llenar. La tentación era casi irresistible en su fiera y asombrosa dulzura, su vergüenza y su sentimiento. ¿Qué haría ella? Luchar, protestar, y luego, quizás, rendirse y… No se atrevió a escuchar su insidiosa imaginación.

—A mi padre le gusta usted —decía Lespeth.

—Así parece, y me alegro. El también me gusta a mí —respondió Ames.

—¿Querrá usted quedarse a trabajar con él?

—Me gusta mucho, pero apenas sería leal. Yo no puedo quedarme mucho tiempo en ninguna parte y…

—Pero quizás aquí se quedase usted mucho tiempo —continuó ella.

—Sí, quizás —respondió Ames sin voluntad.

—Tenemos varios muchachos, pero ninguno desbravador, y mi padre necesita uno.

—Así me lo pareció. Me gustaría, pero…

—Yo montaría con usted, Arizona.

Él la miró a la luz de la luna. Sintió como si todas las fibras de su ser se disolviesen en agua.

—Haríamos carreras. Yo en su caballo y usted en el mío. ¡Oh! ¡Qué carreras serían!

—Muchacha, no sabe usted lo que pide —dijo él, casi con aspereza.

—Lo sé y lo pido.

—Yo sólo soy un vaquero vagabundo —protestó él—. No tengo nada, salvo un caballo y esta arma manchada de sangre. Usted es una mormona. Yo no tengo religión, y su gente nunca me aceptaría.

—Es usted un hombre, Mi padre y yo le aceptaremos.

Ames miró con tristeza aquella cara soñadora. Nunca podría ocultar la verdad.

—Yo no haría más que proporcionarle disgustos.

—¡Quédese, Arizona! —murmuró ella.

Aquel momento parecía ser el objeto del terrible viaje a través del cañón y de la fatal crisis al pie de la serranía del Huracán. Algo del remoto pasado se levantó en él a sostener su vacilante hombría.

—Lespeth, yo soy humano y me enamoraría de usted. ¿Sería eso tan terrible?

—Lo sería para mí, y más para usted, porque usted siente un deseo indefinido; aun cuando no tuviese usted en cuenta la barrera de la religión, sería malo… Quizás alguno de los enemigos que me he creado volviera a cruzarse en mi camino… ¡Siempre siento esos pasos en él, Lespeth! Sería una desgracia para una persona de su credo… No; será mejor que me vaya por la mañana.

—Pero… ¡si yo soy como Nesta!

La dulce y casi irresistible súplica vibró en los oídos de Ames durante toda aquella noche de insomnio, mezclado con el murmullo de las aguas y de las hojas, y seguía vibrando en el suave y oscuro amanecer, cuando se alejaba como un culpable, atormentado por las dudas, sostenida sólo por la convicción de que hacía lo que debía.

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