Arizona

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XIII

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El otoño cubría de grana, oro y púrpura el valle del Trabajoso.

La ruidosa y alborotada corriente quizás tuviera un nacimiento silencioso en las altiplanicies del Colorado, pero cuando su rápido curso emergía de las rocas para serpentear por entre las grandes colinas desnudas de árboles cubiertas de hierba, hervía aquí para rugir más allá, luego se moderaba en una curva para precipitarse en seguida, celoso de su tiempo, y verter, petulante, su corriente ambarina por una serie de cascadas bajas, lanzándose por fin en un largo y espumoso declive para pasar junto a la única habitación del valle, el rancho de Halstead, y tronar con rabia en la garganta verde y oscura de más abajo.

En años pasados, el fuego había desnudado aquellas innumerables lomas, algunas de las cuales se elevaban a la categoría de montañas. No quedaba en las alturas ningún árbol verde, sino grupos de palos desnudos, agudos como mástiles; algunos, carbonizados y negros; otros, blancos, que se elevaban silenciosos y desolados como mudos monumentos hacia el archienemigo del bosque. Por todas partes, en todas las laderas, los troncos caídos yacían en hileras, altas y espesas como cercas de los diseminados bosquecillos de tiemblos, brotes aparecidos después del fuego, y que ahora despedían al sol exquisitos reflejos dorados y blancos. En los últimos años la hierba había brotado entre los árboles caídos.

Halstead año había aumentado la hierba en las abrasadas laderas, y el musgo ambarino, y las viñas escarlata, y la bella lupina azul, y los admirables y gloriosos lechos de rojas amapolas y pajarillas, como jamás podrían florecer en ningún otro lugar de la tierra.

Así pensaba Ester, recreando sus ojos en las colinas vestidas con sus ropajes de otoño. El invierno era una estación larga y fría en aquella altitud, y aunque a Ester le entusiasmaba ver bajar a los alces en fila por las laderas nevadas, y que las cabras monteses fueran hasta el jardín con los venados, no sentía ningún amor por el invierno del Colorado. La primavera era húmeda, ventosa y sucia, una época de prueba para los rancheros nuevos en el país. El verano era maravilloso, y el otoño, un encanto.

Ester necesitaba algunas compensaciones para las pruebas y durezas de aquella solitaria vida. Había nacido y se había criado en Missouri, donde asistió a la escuela desde la edad de seis años hasta los doce, cuando, a causa de la falta de salud de su madre, tuvo que viajar con su familia a través de las llanuras hasta Denver. Aquí vivieron algún tiempo y fue a la escuela otra vez. Luego, John Halstead se aventuró en el salvaje extremo noroeste del Colorado, atraído primero por los campos auríferos de Yampa. Después, prudentemente, se estableció al conocer el menos brillante, pero más estable, valor del suelo.

A los quince años, Ester había venido al Trabajoso a hacerse cargo de los niños y a suplir, tan bien como le fuera posible, para ellos y para su padre, su mutua pérdida. Tenía ahora diecinueve años y no era la mayor, pues Fred le llevaba dos años. Éste, sin embargo, apenas contaba en lo referente a las múltiples tareas, aunque, cuando estaba en casa, la surtía de carne fresca. Fred tomó la vida de ranchero, que era lo que su padre deseaba para él, de una manera decepcionante. Había adquirido hábitos dudosos en la compañía de otros jóvenes de Yampa, la ciudad minera a un día de viaje del Trabajoso. Los pequeños eran Ronald, de seis arios; Brown, un año mayor, y Gertrudis, de nueve, a todos los cuales Ester tenía que procurar dominar y enseñar. Su gran dificultad consistía en evitar que se volviesen salvajes, tarea que requería incesante vigilancia y trabajo. Aquellos niños tenían una poderosa tendencia atávica, a la cual Fred ya había sucumbido; y la misma Ester la sentía, de una manera extraña y secreta.

En invierno conseguía hacerles estudiar y aprender, pero las demás estaciones eran un fracaso en cuanto a educación se refiere, a menos que el contacto con la Naturaleza bravía contenga algunos elementos educativos. Brown había nacido cazador, y Ronald tenía pasión por la pesca; Gertrudis amaba las flores silvestres, de las cuales había cien variedades en el Trabajoso.

Las circunstancias de los Halstead eran aún felices, aunque en los últimos tiempos Ester no carecía de razones para estar preocupada. Tenían un cocinero, Joe Cabel, excelente en su oficio y con el mejor de los corazones, de la más amable disposición de ánimo y profundo humorista. Pero adolecía de un defecto tremendo: no distinguía un reniego de cualquier palabra corriente. Y los niños estaban empezando a aprender de él un lenguaje terrible que era la desesperación de Ester. Halstead, tenía entonces empleados a un carretero, un hortelano y dos desbravadores, y acostumbraba decir que él sólo hacía más trabajo que todos ellos juntos.

La vivienda del rancho estaba situada en una explanada en la ribera del río Trabajoso, y consistía en cabañas de leños, levantadas para albergue de cazadores, que Halstead había agrandado y reparado, estableciendo entre ellas ingeniosas comunicaciones. El total proporcionaba habitación sencilla y tosca, pero amplia y confortable, sin lujo, a menos que se tenga por tal el agua helada y corriente dentro de la casa.

Con los primeros días de septiembre habían aparecido las heladas, al menos en las alturas que siempre le parecieron tan próximas a Ester hasta que trató de subir a ellas. Cuando entornaba los ojos, veía aquellas colinas de colores maravillosos. Tenía que mirarlas con los ojos muy abiertos para apreciar su espantosa desnudez. Algún día, cuando todos los palos desnudos fueran derribados espesasen los álamos, volverían a tener su original belleza. Ester había aprendido que nada en la Naturaleza es originariamente feo, y que, después de haber sido despojada por el hombre, vuelve sola y pronto a recobrar su belleza.

Desde su asiento en la herbosa ribera, un poco más abajo de la casa y desde el cual podía vigilar a los niños, disfrutaba Ester del nunca bien contemplado panorama de varias millas del valle del Trabajoso. En esta estación era un cuadro de brillante colorido. El tumultuoso arroyo bajaba murmurando por entre rocosas márgenes cubiertas de sauces, que atravesaban el valle a nivel para elevarse luego por vastas lomas grises, verdes, azules y rojas, siempre manchadas por la negrura de los troncos caídos, con las crestas festoneadas por los palos erectos y desnudos que se clavaban en el cielo como los mástiles de un barco. En la lejanía, estas lomas eran montañas que, sin embargo, parecían colinas junto a los abruptos y negros picos que limitaban el horizonte.

Hacia abajo sólo se veía media milla del valle en forma de V, que terminaba en la negra garganta, donde el Trabajoso, aun a aquella distancia, hacía oír sus coléricos rugidos.

Ronald danzaba por allí con los perros, cazando a un desgraciado conejo, mientras Brown pescaba. El río Trabajoso estaba lleno de grandes truchas, algunas de las cuales habían picado en el anzuelo de Brown sólo para escapársele con el cebo. Algunas veces su padre le enganchaba una y luchaba con ella hasta que perdía fuerzas bastantes para que Brown pudiera sacarla, y con frecuencia Joe Cabel le prestaba igual ayuda. Pero a Brown no le gustaba pescar así. Tenía la ambición de cortar sus cañas, preparar sus sedales y sus anzuelos, buscar su cebo y sacar sus truchas pescadas por sí mismo, sin auxilio de ninguna clase. Esta ambición, como muchas ambiciones, era causa de desastres. Brown tenía siempre una buena provisión de cañas de pescar, pero no hallaba medio de encontrar suficientes sedales y anzuelos.

Aquella mañana había pescado sin suerte durante varias horas. Hasta cierto límite, tenía una paciencia asombrosa para un niño de siete años. La comida no significaba nada en su vida, y Ester temía atraer sobre sí las iras de su hermano llamándole.

De pronto, levantó hacia Ester la cara de diablillo sucia, húmeda, llena de pecas y de pelos.

—¡Maldita sea! ¡Es, no hay ninguna trucha! —le gritó.

Ester no creyó oportuno responder, pero hizo con la cabeza señas que significaban su desagrado por las maldiciones. Brown sonrió con sincera contrición, y en aquel instante, por desgracia para Ester, Brown sufrió una tremenda sacudida de una trucha que, cogiéndole desprevenido, le hizo escurrirse sobre la resbaladiza piedra. Brown, valientemente, inclinó la caña y trató de recobrar el equilibrio, pero cayó al agua con gran chapoteo.

Ester no se alarmó por el peligro, su hermanito era pariente de un pez, pero el corazón se le subió a la garganta temiendo que de algún modo se la hiciera responsable de aquella catástrofe. Brown salió hecho una sopa, y cuando trepaba por la ribera, Ester descubrió con espanto que había perdido el sedal.

Brown chorreaba agua. Además de las pecas, traía en la cara una mancha del verdín de la roca. Sus ojos estaban llenos de un magnífico fuego.

—¡Maldita sea mi cochina suerte! Es, tú me has hecho perder ese pez. No me importaría si no se hubiera llevado el sedal, los flotadores y el anzuelo.

Ester estaba horrorizada en varios grados, particularmente por aquella nueva y más asombrosa explosión de palabrotas. ¿Qué podría hacer ella con semejante niño? Era necesario castigarle y despedir a Joe Cabel. Luego, se desesperó ante la futilidad de la primera medida y la imposibilidad de la segunda.

—¡Eh! Es, ¡mira! ¿Quién viene? —preguntó Brown, señalando río arriba—. ¿Está borracho o qué le pasa?

Ester vio un hombre alto que llevaba a un caballo de la brida. Parecía que se tambaleaba, avanzando lentamente. Su primer impulso fue correr a la casa, pues los tipos peligrosos no eran raros en aquel país. Su padre nunca le permitía que se alejase mucho sola. Pero una segunda mi rada convenció a Ester de que el hombre no estaba borracho, sino herido o exhausto. El caballo mostraba asimismo, señales de una extremada fatiga.

También tuvo un segundo impulso, el de adelantarse a su encuentro, aunque, cuanto más le miraba, mayor esfuerzo necesitaba para no hacerlo. Se acercaba tan lentamente que ella tuvo tiempo sobrado para sentir impresiones que pasaron de la curiosidad r la sorpresa a la admiración y la inquietud, y, por fin, a un vivo interés. Era el hombre de mejor semblante que viera en su vida, indudablemente, in vaquero o, con más seguridad, un desbravador. Alto, elástico, con botas de montar y espuelas, con un revólver pendiente del cinturón, vestido de gris y con la cabeza baja y la cara oculta por el ala de un ancho sombrero que había sido blanco, excitaba, ciertamente, el interés de Ester Halstead.

Él la había visto, sin duda, pues al acercarse se quitó el sombrero antes de levantar la cabeza. Cuando la miró, Ester estremecióse. Cabellos rubios, casi plateados, en desorden sobre una frente alta y blanca, surcada por arrugas de sufrimiento y bajo la cual relampagueaban dos ojos azules y penetrantes que se fijaron en Ester. La parte inferior de su cara, escuálida y macilenta, estaba cubierta por la barba manchada de polvo y sudor.

—Buenos días, señorita. ¿Es éste el rancho de Halstead? —preguntó en voz baja y ronca.

—Sí, señor.

—Así me lo parecía, pero cualquier rancho hubiera sido igual para mí. —Dejó caer las bridas y se acercó a una piedra plana, en la que se sentó como si no pudiera continuar de pie—. Por mí me importaba poco, pero Cappy me daba lástima.

El caballo que indicaba, un magnífico alazán ya lejos de la juventud, permanecía inmóvil, con su noble cabeza inclinada y sus sudorosos flancos subiendo y bajando con lento jadear.

—¿Viene usted de lejos? —se apresuró a decir Ester.

—¿Está herido o enfermo?

—No, señorita; estamos extenuados nada más —replicó él, tomando aliento y apoyando la cara en las manos. Su sombrero estaba en el suelo. Ester hizo un inventario de las largas espuelas de plata de estilo antiguo español, la pistolera de cuero negro con la letra A de plata, y un revólver con puño de nácar, que, aunque estaba acostumbrada a ver hombres armados, le hizo estremecer. Los anchos hombros del forastero se movían con lenta y angustiosa fatiga.

—Dispénseme un minuto, señorita. No es que me olvide de las buenas formas; pero estoy agotado —murmuró.

—Yo soy la que debe pedir que me dispense, no usted —replicó Ester—. Aún no le he invitado a entrar, y si le ocurre algo…

—Gracias, señorita. No estoy herido ni me ocurre nada, excepto el cansancio y la necesidad, aunque no siento hambre.

—¿Viene usted de lejos sin provisiones? —preguntó Ester.

—No sé si desde muy lejos. Vengo desde los Flat Tops.

—¡Qué horror! ¿Eso es aquella gran cordillera?

—Sí. Allí arriba encontré a un cazador con quien pasé una noche, y me dijo cómo encontrar el Trabajoso y que, siguiéndolo, llegaría al rancho de Halstead. Pero equivoqué el camino.

En esta coyuntura apareció el pequeño hermano de Ester, y venciendo la curiosidad a su timidez, se puso ante el viajero para preguntar:

—¿Está usted herido?

—¡Hola!, nene, no te había visto. No, no estoy herido.

—Pues, entonces, está usted muy cansado —continuó Brown con simpatía.

—Mucho.

—¿Ha venido usted siguiendo el río?

—Sí, desde la misma fuente.

—¿Ha visto usted alguna trucha grande?

—Muchas, hijo mío, pero muy arriba, en los remansos tranquilos y profundos.

—¿Cómo de grandes?

—Como mi brazo. Debes de ser un pescador. ¿Te has caído al río?

—No. Estaba pescando, y Es, que es mi hermana, me llamó, y la estaba mirando, cuando una trucha como una ballena se engancho y me tiró, y… ¡la muy…! (Aquí una serie de palabrotas).

—¡Brown! —gritó Ester—. ¡Eres una vergüenza!

El hombre levantó la macilenta cara, le miró y se echó a reír a carcajadas.

—Es imperdonable —dijo Ester, avergonzada y furiosa—. Tenemos un cocinero que cada palabra que dice es un reniego, y ha echado a perder a mis hermanos, especialmente a éste, Brown.

—¡Oh! No creo que les haga eso mucho daño —repuso el viajero con un acento perezoso, agradable a los oídos de Ester—. ¿Conque tienen ustedes un cocinero que maldice mucho?

—Terriblemente. Hemos tenido muchos cocineros. Es difícil conservar uno aquí. Éste es muy bueno y simpático, pero no puede dejar de soltar una palabrota cada vez que abre la boca. Mi padre no quiere dejarle marchar y yo tengo que aguantarme con él.

—¿Y no puede dejar de jurar? Ahora me hace pensar usted… ¿Se llama ese cocinero Joe Cabel?

—¡Sí! ¿Conoce usted a Joe? —exclamó Ester, asombrada y alegre.

—Sí, un poco —dijo él, con una sonrisa que dulcificó la llama azul y penetrante de sus ojos—. Señorita, ¿quiere usted tener la amabilidad de decir a Joe que venga aquí?

—Con mucho gusto —replicó cordialmente Ester—. Pero es mejor que venga conmigo. Seguramente Joe le haría entrar.

—Lo siento, pero no puedo. Mis piernas ya no me sostienen.

—Yo le ayudaré. Venga, apóyese en mí —dijo Ester impulsivamente—. Mi padre dice que soy tan fuerte como un caballo.

Él la miró con atención, como si no la hubiera visto antes.

—Es usted muy amable, señorita, pero…

—Voy por Joe —interrumpió Ester—. ¿Quién le diré que le llama?

El forastero meditó un momento sobre aquella pregunta, como si despertase en él latentes consideraciones. Luego, contestó:

—Dígale que es su viejo amigo Arizona Ames.

—¿Arizona Ames? —repitió Ester.

—Sí, Arizona Ames, señorita. Siento tener que decírselo —replicó él. Y cuando ella se alejaba, le oyó murmurar para sí—: El Oeste era grande antes, pero ya no lo es.

Ester corrió hacia la casa y, dando la vuelta a la parte de ella en que estaba instalada la cocina, gritó:

—¡Joe! ¡Joe!

Ester entró en la cocina, limpia y clara, que había adquirido estas deseables cualidades sólo desde el advenimiento de Joe, pero él no estaba allí.

Le oyó silbar en la despensa, que estaba contigua, y se dirigió hacia la puerta.

—Joe, ¿no me oye usted gritar?

El cocinero era un hombre pequeño y maduro, de cara cadavérica y solemne, enorme nariz y ojos pardos y fieles como los de un perro. Llevaba un sombrero blanco con ala negra y un delantal.

—Bien, señorita Ester, ¿por qué… demonio está usted tan agitada y grita así? —preguntó con una sonrisa bondadosa.

—Joe, acaba de llegar un forastero que viene siguiendo el curso del río —dijo Ester sin aliento—. Está tan cansado que ha tenido que sentarse. Debe de haber hecho un viaje terrible. Viene desde Flat Tops. También su pobre caballo está a punto de caer. Venga, Joe; dice que le conoce a usted.

—Eso no es cosa del otro mundo y no hay por qué ponerse colorada —replicó Joe con calma—. Hay mucha gente que me conoce. He dado de comer a más de un millón.

—Pero ese hombre es diferente. ¡Venga, Joe, corra!

—¿Qué es eso, Ester Halstead? ¿Cuándo se la ha visto a usted correr por ningún hombre? ¿Conque es diferente? —preguntó el cocinero, sentándose con el delantal lleno de latas de conservas. No sentía la menor curiosidad por el visitante; esto era evidente e irritante para Ester.

—¡Está débil y no puede andar! ¡Debe usted ayudarle!

—Señorita Ester, ¿es ese individuo, que tan trastornada la tiene, un hombre joven?

—No, no mucho. Es un antiguo amigo de usted, Arizona Ames.

—¿Quién?

—Arizona Ames. Es un desbravador, un buen…

—¡

Arizona Ames! —Joe se levantó de un salto, esparciendo los botes, con metálico estrépito, por toda la habitación.

—¿Le conoce usted, Joe? —preguntó Ester con ansiedad.

¿Qué si conozco a Arizona Ames…? ¡…![2] ¡El tiempo que hace que yo estaría pudriendo tierra si no fuera por ese…!

Luego salió disparado, con el mandil revoloteando, y desapareció tras la esquina de la casa. Ester empezó a correr, pero se recordó a si misma que era necesario no demostrar una prisa poco decorosa. Sin embargo, su intenso interés no podía ser tan fácilmente contenido. Pronto se encontró con Brown conduciendo el caballo del visitante y a éste caminando sostenido por Joe. Lo que con más viveza impresionó a Ester fue la expresión de la cara del cocinero. La hizo detenerse. El hombre más feo de la tierra se había transformado en hermoso. ¡Pero qué lenguaje! Estaba a punto de taparse los oídos con las manos, cuando Joe volvió a la razón.

—Señorita Ester, le llevaré a mi cabaña y Brown pondrá su caballo en el establo.

—Muy bien, Joe. Si necesita algo, dígamelo. Quizá sea mejor que vaya al establo con Brown.

—¡Y pensar que eres tú! ¡Arizona Ames…! Lo que tú necesitas es un… trago y nos lo vamos a tomar ahora… por… ¡Aquel campamento del Supersticioso! ¡Cactos, serpientes y

whisky! ¡Aquéllos eran tiempos!

Ester respiró al dejar de oír la voz del verboso cocinero. Luego los siguió, y cuando se desviaron hacia la habitación de Joe, se apresuró a alcanzar a Brown. El muchacho no quiso cederle las bridas a ella, pero en el establo tuvo que hacerlo por fuerza. El carretero, Jed, estaría, desde luego, ausente, pues había tenido que llevar a su padre a Yampa, pero Smith, el hortelano, debía de estar en casa, y envió a su hermano en su busca.

Brown volvió corriendo:

—Ester, ese… hortelano no está en ninguna parte.

—Si te atreves a hablar mal otra vez en mi presencia, te mato —gritó Ester, desesperada.

—Ester, palabra de honor que no me doy cuenta. —Baja un poco de heno. Nosotros arreglaremos a Cappy… Así le ha llamado él. Es fácil comprender que quiere mucho a su caballo.

Ester sabía cómo realizar esta clase de trabajo, pues con frecuencia cuidaba de su propio caballo. Llevó a Cappy a un pesebre, le dio un poco de agua y de grano, luego le peinó y le cepilló, hallando infinita satisfacción en la tarea. Por fin le hizo una cama blanda de heno y lo encerró.

—Ven, Brown. Tienes que ponerte un traje seco y lavarte; estás hecho un asco.

—Tampoco tú estás muy limpia en este momento. ¡Qué gracia que hayas limpiado tú ese caballo! Fred se hubiera muerto de risa. Le vas a ver en… A él no se lo harías por nada del mundo.

—¡Cuidado con decírselo a Fred!, —le previno su hermana.

—Muy bien, Ester…, si me das algún dinero. De todas maneras, me lo debes por haberme perdido el sedal y el anzuelo. Ojalá venga padre esta noche. Me prometió tráeme algunos.

Al volver de la casa descubrieron a Ronald, que traía un conejo cogido de las orejas.

—Mirad lo que he cogido —gritó con alegría, mostrando la pieza.

Ronald era un muchacho moreno, tranquilo y solitario, más fácil de dominar que Brown, pero de una responsabilidad igual, por su costumbre de alejarse. Varios lebreles de largas orejas venían tras de él. Los dos hermanos empezaron una de sus interminables discusiones.

Ester entró en el vestíbulo, que era el más nuevo y cómodo de los muchos departamentos en que estaba dividida la casa. Su propia habitación, que compartía con su hermana Gertrudis, contigua al vestíbulo, había sido una pequeña cabaña en la cual se habían abierto dos ventanas. Tenían una tosca chimenea, sobre cuyas amarillas piedras algún cazador habría contado sus pieles de castor. Ester había hecho de carpintero, albañil, decorador y aun otros oficios, en sus incesantes esfuerzos para hacer aquella estancia habitable.

Gertrudis, una niña morena que crecía como una mala hierba, estaba inclinada sobre la costura que se le había encargado. Pocas veces Ester y su hermana tenían otros vestidos que los que ellas mismas se hacían. También confeccionaban la ropa de los chicos. Gertrudis odiaba la costura y por eso oyó desdeñosamente a su hermana cuando le habló de la extraña visita. Ester, mientras se quitaba el polvo y las manchas, hizo examen de conciencia. Algo muy extraordinario había ocurrido que inexplicablemente aceleraba los latidos de su pulso.

No fue por falta de ganas por lo que no vio a Joe hasta la hora de cenar, y entonces el cocinero se le presentó como un enigma. Joe era en extremo locuaz y famoso por sus relatos, pero no pronunció una sola palabra sobre el forastero Arizona Ames.

—¿Cómo está su amigo, Joe? —le preguntó por fin.

—Muerto para el mundo —replicó el cocinero—. Le he hecho un ponche caliente y casi antes de que le pudiera quitar las botas se ha quedado dormido. Acabo de asomarme a verle. Está como una piedra. Supongo que dormirá todo el día y toda la noche, y puede que algo más. Las últimas palabras que ha pronunciado han sido preguntando por su caballo. Creo que se lo habrá usted entregado a Smith.

—No; no le hemos podido encontrar. Pero yo misma me he encargado del caballo del señor Ames. Brown me ha ayudado.

—¿Por qué no me ha llamado usted? —preguntó Joe, turbado—. Eso ha sido abusar de su bondad.

—Nada de eso. Yo sé cómo se cuida un caballo, Joe.

—¿No lo hago muchas veces? ¿Quién es ese hombre, Joe?

—Ya ha oído su nombre, ¿no? —repuso el cocinero, evasivamente, según le pareció a Ester—. Es un vaquero.

—¿De dónde es? ¿De Arizona?

—Le llaman Arizona, pero es de todas partes.

—¿Un viejo amigo de usted?

—Bien, sí; le conocí en Nuevo Méjico. Trabajamos en el mismo rancho. Hace ya cinco años; el tiempo vuela.

—Ha dicho usted que estaría pudriendo tierra hace mucho tiempo si no fuera por Arizona Ames —declaró Ester, vagamente disgustada con Joe.

—Estaba excitado, señorita Ester —replicó el cocinero, con frialdad—. Quizás exageraba mucho un pequeño servicio que a Ames no le gustaría que se recordase.

Ester se dio cuenta, con desencanto, de que Cabel no le iba a contar una de sus fascinadoras historias, en la cual aquel vaquero, Arizona Ames fuera la figura principal. Joe había experimentado un cambio sutil que Ester sentía más que veía. Nunca le había visto así. Dirigid una mirada escrutadora a su cara impasible y continuó comiendo sin hacer más preguntas. Pero la reticencia del cocinero no hizo más que aumentar su curiosidad. Los niños, disputando sobre el conejo, que Joe había preparado para cenar, le molestaron tanto que no pudo pensar con ilación.

Pero después, cuando se quedó sola, volvió al asunto y repasó los pocos detalles separadamente y con ponderación.

No necesitaba que le dijesen que aquel Arizona Antes era una persona fuera de lo corriente. Le había visto y le había oído. Recordando la indiferencia de Toe hacia un visitante, aunque estuviera en necesidad de auxilio, y luego el notable cambio que un solo nombre podía producir. Ester razonaba que estaba perfectamente justificada su idea de que alguna relación extraordinaria había entre el cocinero y aquel

cowboy. ¡Qué luz había iluminado la cara de Joe! Luego, sus carreras y su excitada conversación cuando llevaba a Ames hacia la cabaña. ¡«Supersticioso»! Aquél debía de ser el nombre de unas montañas de las cuales había Ester oído hablar vagamente «¡Cactos, serpientes y

whisky!». ¡«Aquéllos eran tiempos»! Ester tuvo el presentimiento de que aquella recordada época no había sido muy recomendable. Y, por fin, de súbito, Joe se había atrincherado en una reserva que había intentado hacer parecer natural, pero que no engañó a Ester.

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