Ariana

Ariana


CINCO

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CINCO

En cuanto a Rafael, estaba que trinaba. Había subido a sus habitaciones, se había dado un baño, había consumido otras dos copas de brandy y desgastado casi la alfombra de tanto dar vueltas de un lado a otro. Pero todo era inútil. La conversación, si conversación podía llamarse a lo que tuvo con Ariana, le había puesto los nervios de punta. ¡Demonios de muchacha! ¿Qué creía que era? ¿Quién creía que era para tratarlo como un apestado? Viajaba desde España, abandonaba su familia, sus amigos y sus negocios, se trasladaba a Inglaterra con el fin de hacer un favor a un amigo, aún a costa de su propia estima, y aquella criatura le arrojaba su desprecio y su apellido a la cara. ¡Como si él no tuviera nombre con tanta raza como el de los malditos Seton!

Volvió a servirse una copa -ya había perdido la cuenta de las que llevaba consumidas-, y salió a la terraza. A pesar de tener sólo los pantalones del pijama y una corta bata de terciopelo abierta, no sintió el frío. La rabia sorda que le invadía cada poro lo impedía; podían haber estado cayendo chuzos de punta y Rafael Rivera no se habría dado cuenta. ¿Quien le mandaría aceptar aquel endiablado pacto con Henry? ¿En qué demonios estaba pensando cuando le dijo que sí, que se casaría temporalmente con aquella arpía?

- Mierda -gruñó entre dientes. Regresó al interior del cuarto, cerró los ventanales, dejó la copa, se quitó la bata de un zarpazo y se acostó, golpeando la almohada como si aquélla tuviera la culpa de sus desgracias-.

Uno de los criados entró en el salón tras pedir permiso. Miró directamente a Rafael Rivera y dijo:

- Señor, fuera hay un muchacho que pregunta por usted -hizo un leve encogimiento de hombros y añadió- Si el señor me permite, es un sujeto un tanto… raro.

Rafael se echó a reír, se incorporó y palmeó el hombro de Seton, con quien departía en esos momentos.

- Vuelvo enseguida, Henry - se excusó-.

Salió en pos del sirviente, bajó las escaleras de tres en tres y salió al exterior. En la entrada había efectivamente un joven. Apenas verlo, el que le aguardaba sonrió de oreja a oreja y se acercó.

- No me gustan los ingleses.

Rafael respondió con una carcajada al peculiar saludo y estrechó la mano que el otro le tendía. - ¿Tuviste buen viaje?

Juan Antonio Vélez llevaba al servicio de Rivera dos años; suficientes para saber de qué pie cojeaba su señor, para ser su confidente e, incluso, para salvarle el pellejo. Era andaluz, según decía, aunque no tenía muy clara la provincia de su procedencia, como tampoco quien fue su madre y, mucho menos, su padre. Se había criado en las calles y había aprendido en ellas hasta que Rafael le encontró y lo puso a su servicio. Y nunca se le escapaba un detalle.

- Mejor que usted estancia, creo -susurró, frunciendo el ceño y señalando con la barbilla el brazo en cabestrillo del conde de Torrijos.

- Un rasguño -zanjó Rafael-. Estoy contento de tenerte aquí, ya pensaba que te habías fugado con todas mis cosas.

- Traer su equipaje no ha sido fácil -protestó el muchacho-. De todos modos, ¿para qué iba a querer yo una ropa tan elegante?

Rafael se volvió al criado de Seton, le pidió que se hiciera cargo de los cuatro baúles que estaban aún cargados sobre el carruaje en el que llegara Juan Antonio a la mansión y le hizo entrar. Henry ya les salía al encuentro.

- Henry, este es mi ayudante. No tuviste ocasión de conocerlo en tu visita a Toledo.

- Muy joven -estrechó la mano del muchacho-.

Juan sonrió de oreja a oreja. Tenía una dentadura perfecta y una cara bonita, según decían las mujeres. Se sabía inteligente y avispado y nadie, ni siquiera la realeza, podía intimidarlo.

- Cuando quiera algún consejo -dijo-, pídamelo, milord.

Henry enarcó las cejas y Rafael aguantó la risa. Le indicó por donde estaban las cocinas y le vieron partir con un paso elástico y desenfadado; al cruzarse con una de las criadas le escucharon silbar admirativamente.

Seton acompañó a Rafael hasta la biblioteca, cerró la puerta e interrogó: - ¿Quien es ese pilluelo?

- Ya te lo he dicho. Mi ayudante. Sabes que me gusta viajar sólo, por eso le mandé a él por detrás con los baúles. Acabará por agradarte.

- Parece demasiado descarado.

- Lo es. Pero puedo asegurarte que es muy eficiente, sobre todo para conseguirme información. - ¿De mujeres?

- De cualquier cosa. ¿Una copa?

- No, gracias.

Rafael sí se sirvió, acomodándose en un sillón. - ¿Qué me estabas diciendo sobre las minas, Henry? - ¿De donde lo sacaste? - ¿Qué?

- Que de donde sacaste a ese chico.

- De mi bolsillo -dijo Rafael-. - ¿Como?

- Me estaba robando, Henry. Con todo el descaro del mundo. Cuando le atrapé del brazo -sonrió al recordarlo-, tenía la mano metida en el bolsillo de mi pantalón y mi cartera entre sus dedos. - ¡Por Dios! ¿Qué hace entonces a tu servicio? Creí que te habías vuelto más sensato con los años, pero creo que sigues siendo un inconsciente. ¡Meter a un ladrón en tu casa!

- Pensé en entregarlo a la policía, ciertamente. No era más que uno de tantos ladronzuelos que se pasean por las calles de Madrid tratando de buscar cuatro perras para comer. O para no trabajar, quién lo sabe -explicó Rafael-. Pero le miré a los ojos y me desarmó, Henry. Imagino que no lo entiendes.

- Debo de ser demasiado inglés -gruñó el otro-, pero no lo entiendo, llevas razón.

Rivera suspiró y recordó el rostro de aquel crío de unos quince años, mal alimentado y sucio.

- Vi algo en él. Algo que podía ser salvado. No me preguntes, porque ni yo mismo puedo decirte más. Lo cierto es que, en lugar de entregarle a la policía para que acabase en una mazmorra, me lo llevé a Torah. Mandé que lo bañasen, que le diesen ropa limpia y que lo alimentasen, amén de cortarle el pelo, que era un nido de porquería. Me gustó el cambio.

- Y dices que te fías de él.

- Le confiaría mi vida, Henry -dijo muy serio-.

Seton observó a su amigo y supo que estaba diciendo la verdad. Lo curioso era que, según él sabía, Rafael Rivera nunca confió su vida a nadie.

- Bien -dejó escapar un suspiro-. Supongo que si tú estas dispuesto a confiarle tu libertina vida, no va a quedarme otro remedio que tratar que ese mocoso me caiga bien.

La sonrisa del español agradeció el comentario.

- Seguro que lo consigues -dijo-. Y ahora, háblame de las minas.

- Oh, sí. ¿Por donde íbamos?

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