Ariana

Ariana


OCHO

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OCHO

Durante la celebración, que se alargó hasta casi las seis de la tarde, Ariana estuvo despistada. Recibió de nuevo mil y una felicitaciones, pero todas las palabras le parecieron vanas, como si no fueran con ella. Se felicita al que se casa por amor, no al que lleva a cabo una transacción comercial.

- Por Dios, criatura -le decía en aquellos momentos lady Fergusson, una mujer gruesa y vestida de tonos chillones-, es guapísimo. - ¿Como dice?

- Tu promet… quiero decir tu marido -rectificó la dama-. Había oído que los españoles eran hombres muy guapos, pero creo que te has llevado la palma. Tiene el porte de un príncipe, Ariana.

Ella miró hacia el otro extremo del salón, en el que ahora, después de la comida -que apenas había probado debido al nudo que aún sentía en el estómago-, se tomaba la última copa y los caballeros fumaban sus largos cigarros. Rafael tenía entre los dedos un cigarrillo muy fino.

Realmente era guapo, admitió. Tal vez demasiado. Y ese era el problema. Su madre siempre dijo que tener un esposo demasiado atractivo era un inconveniente, porque una nunca se siente segura y es muy probable que muchas mujeres le asedien y… ¡Por todos los santos, y a ella qué le importaba!

- Sí -repuso de todos modos con una sonrisa que dejó a lady Fergusson contenta-, es muy atractivo.

- Cuidado, jovencita -rió tontamente la mujer-. Los hombres guapos son un peligro. - ¿De verdad?

- Oh, no me hagas caso, dulzura -le palmeó la mano-. Es solamente una broma. A tu esposo se le ve muy enamorado. ¿Donde tendría los ojos aquella vaca estúpida?, se preguntó Ariana. ¿Enamorado? ¡Ja! ¡Nunca había visto a un hombre con tantas ganas de perder de vista a su reciente esposa! Ni siquiera habían cruzado dos palabras desde que salieron de la capilla. Se habían evitado durante toda la celebración. Al menos, ella lo había procurado.

Volvió a sonreír afectadamente a la mujer y se disculpó cuando vio que su abuelo le hacía señas. Cruzó el salón, sonriendo a todos de forma tirante y recibió el abrazo de oso de su abuelo, que le murmuró:

- Es hora de que os marchéis de aquí. Estos buitres se quedarán seguramente hasta mañana por la mañana y los recién casados tienen que desaparecer.

- Preferiría quedarme.

- Vamos, criatura -la tomó de la barbilla y la miró a los ojos-. No me hagas sentir mal. No habéis comenzado con muy buen pie, desde luego. Y no por culpa de Rafael -dijo, refiriéndose a la escenita de la capilla-. Pero estoy seguro de que podéis llevaros bien al menos.

- Lo procuraré, abuelo -y le besó en la mejilla-.

Henry la dejó sola unos instantes y se acercó a Rafael, que conversaba con algunos caballeros. Le vio moverse como un felino que espera ser atacado, se inclinó para atender y luego asintió. La mirada de Rafael se cruzó con la suya un segundo y luego, le escuchó decir en voz alta:

- Damas y caballeros -su voz sonó segura, aterciopelada, embriagadora-, ha sido un placer haberles tenido presentes. Deseamos que sigan disfrutando de la celebración, pero mi esposa y yo nos retiramos.

Bromas, risitas de las mujeres, alguna palmada que otra en la espalda de Rafael y guiños de las damas hacia Ariana. La joven sintió que se ponía escarlata, pero aguantó con estoicismo lo el amargo momento.

Aguardó hasta que Rafael se acercó a ella y no pudo remediar observarlo. Se movía con una elegancia innata, como un animal salvaje y peligroso. Vio su brazo extendido, se tomó de él, notando los duros músculos bajo la tela y se dejó conducir hasta la salida del salón. Ya fuera, la servidumbre transmitió de nuevo a ambos sus mejores deseos.

- Imagino que querrás subir a tu habitación y cambiarte de ropa -le dijo Rafael-.

Le miró a los ojos. Y se arrepintió al momento, porque aquel rostro atezado, aquellos ojos grandes y oscuros orlados por pestañas largas y espesas, le provocaron un estremecimiento. - ¿Donde pasaremos… -se atragantó y bajó los ojos un instante-… la noche?

- Tu abuelo ha sugerido la cabaña del lago.

- Ah. - ¿Estás de acuerdo?

- Supongo que no podemos quedarnos aquí.

- Supones bien -gruñó Rafael-. No parecería adecuado que dos recién casados pasen su noche de bodas bajo el techo de su protector.

Ariana volvió a sentir un nudo en el estómago y él notó la palidez que cubría su rostro. - ¿Te encuentras bien?

- Supongo que es ese apestoso cigarrillo -repuso la muchacha, buscando una excusa-. ¿Donde cogiste la costumbre?

- En Estados Unidos -volvió a gruñir él. Lo tiró al suelo y lo pisó para apagarlo-. ¿Qué vas a hacer? - ¿Qué? - ¿Que si necesitas subir a tus habitaciones antes de partir?. Y date prisa en pensarlo, los invitados no nos quitan un ojo de encima. Ya nos hemos puestos en evidencia suficientemente por hoy, ¿no te parece?

El reproche hizo que el gesto de Ariana se agriara y olvidara incluso su malestar. Elevó el mentón con aquel gesto tan peculiar de los Seton y sus ojos se helaron al mirar a Rafael.

- Necesitaré unos… cuarenta minutos -le dijo-.

- Tienes sólo veinte.

Sin darle tiempo a replicar giró sobre sus tacones y emprendió camino hacia su propio dormitorio, donde le estaba aguardando Juan. Ariana hubiera querido gritarle que era un necio, que no acataría ninguna orden suya. ¿Acaso no lo había dejado claro en sus votos? Pero acertó a ver el gesto adusto de su abuelo desde la entrada del salón y fue consciente de las miradas risueñas de las criadas, especialmente de Nelly, que aguardaba para ayudarla. Decidió aprovechar el tiempo y subir a cambiarse.

Rafael había bebido demasiado. Antes de la boda, durante la comida, aunque no probó bocado y después de la comida. Necesitó estar un poco borracho para poder llevar a cabo su pacto con Henry y después, necesitó seguir bebiendo para evitar largarse de allí. Cuando llegó al cuarto su humor era como un tifón. Juan lo notó apenas verle entrar.

- Parece que se haya usted tragado un puerco espín -le dijo, ganándose una mirada iracunda-.

- Guárdate tus comentarios -graznó Rafael mientras se deshacía de la ropa que llevaba y tomaba las que estaban ya preparadas sobre la cama-.

Se puso los pantalones deprisa y quiso hacer lo mismo con la camisa, pero el finísimo género de la prenda no resistió el mal trato y se rasgó. - ¡Joder!

Tiró la camisa a un lado y fue al armario sin esperar a que su ayudante le facilitara otra. Tomó la primera que encontró y se la puso. Luego de remeterla de cualquier forma por el pantalón, la emprendió con la chaqueta. En uno de los giros vio la sonrisa divertida de Juan, sentado con indolencia en el borde de la cama, como si estuviera en su propia habitación. - ¿De qué diablos te ríes?

- De usted, por supuesto -repuso Juan con todo el descaro del mundo-.

- Un día de estos voy a mandarte al infierno. - ¿Y prescindir de mis informaciones? -se burló el joven-.

- Puedo buscarme a otro. Ladronzuelos como tú los hay a miles en el mundo -rezongó Rafael-.

Juan guardó silencio y el conde de Torrijos acabó por suspirar. Dejó de luchar con los botones de la chaqueta y se sentó al lado el muchacho, pasando un brazo sobre sus hombros.

- Discúlpame.

Juan le miró sin estar muy seguro, aún ofendido.

- Vamos, hombre, no he querido molestarle. Es que estoy un poco borracho.

- Muy borracho.

- No lo suficiente.

- Y furioso.

- Eso también.

- Pues déjeme decirle que no lo entiendo. La chica es una belleza como jamás vi otra, ni siquiera en España y mire que eso es raro… Cualquier hombre estaría dispuesto a dar una mano por poder pasar la noche de bodas con ella.

Rafael bufó.

- Eso es lo malo, hombre, que no voy a pasarla -Juan enarcó las cejas mirándole como si su patrón, en vez de ebrio estuviera demente-. No lo entiendes, ¿verdad? -él negó con la cabeza-. Bueno, pues escucha. A ti puedo contarte todo porque conoces mis andanzas y secretos; además, no creo que pudiera ocultarte la verdad durante más de un par de días, eres demasiado avispado. Esta boda es una farsa.

Juan se incorporó del lecho, dio un par de pasos por el cuarto y se le quedó mirando con el labio superior ligeramente elevado, en un gesto de escepticismo. - ¿Farsa?

- Eso dije. - ¿Por eso me hizo jurar que no dijera una palabra a su familia?

- Sí. - ¿Por eso me hizo venir hasta aquí?

- Si hubiera podido prescindir de tus servicios, aún estarías en Toledo.

- No lo entiendo.

Rafael se incorporó y acabó de abotonarse, mientras le explicaba.

- Lord Seton está muy enfermo. Le queda poco de vida y quiere dejar el futuro de Ariana asegurado. - ¿Un belleza semejante no tiene moscones?

- Eso es lo malo. Tiene demasiados que se interesan por su fortuna. Seton quiere que yo cuide de ella, de momento. Que supervise el futuro esposo de Ariana y que dé mi visto bueno al hombre, sea quien sea. Cuando encontremos un esposo adecuado, con fortuna suficiente para que ella no pueda temer una boda por interés, nos divorciaremos.

Juan guardó silencio unos instantes. Luego silbó. - ¿Me deja decirle, señor, que es usted un perfecto idiota?

- Te dejo, Juan. Lo tengo merecido.

- Una criatura como esa no se deja así como así, señor. ¡Por los confines de los dominios de Satanás, es un encanto!

- No la conoces bien. - ¿Y usted sí? Por lo que sé, no la había visto más que una vez y ella era una niña.

- Sigue siendo una niña. - ¡Y unas narices, señor! si me permite la expresión.

Rafael suspiró. Se sentía un poco mareado, pero no lo suficiente. Necesitaría estar mucho más borracho para poder emprenderla con lo que le quedaba de día… y de noche. No le gustaba el celibato y la idea de tener que pasar la noche con Ariana en la misma casa, a solas, y saber que debía comportarse como un guardián, le empezaba a resultar exasperante.

- Baja ese maletín al carruaje, Juan.

Mientras bajaban las escaleras, el joven preguntó: - ¿Qué debo hacer durante su ausencia?

- Divertirte. Conquista a alguna criada bonita de tu edad, las hay a montones.

- Me he dado cuenta. ¿Cuántos días estarán en esa cabaña?

- No más de dos, espero. Luego… ya veremos. - ¿Habrá viaje de bodas?

- No abandonaría a lord Seton por nada del mundo, Juan -repuso Rafael con voz tensa-. Ni aunque el gobierno de España se estuviera viniendo abajo.

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